Sobremesas de Revista Orsai N7 T1

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Todas las sobremesas de la Orsai N7 en un mismo lugar para leerlas de corrido y espiar qué pasa por la mente de los directores de la revista cuando eligen a los autores.

De ¿De qué se ríe Evan? a Vida de Perros.

Uruguay de alta velocidad

—El activismo juvenil con textos cortos no es de ahora —me dice Chiri— ¿Te acordás cuando nos mandábamos mensajes de pupitre a pupitre, a escondidas de la maestra? Yo creo que esa es la prehistoria de Twitter. 

—No, eso como mucho es la prehistoria del chat —le digo—. Cuando éramos chicos, Twitter era escribir guarangadas en el baño. 

—Y la señora de la limpieza era la ley SOPA.

—Gracioso —digo, pero sin risa. No me río cuando hablo con Chiri, porque tiene una conexión de mierda en su casa, y al menor jajaja fuerte se le corta internet.

—Nosotros en la secundaria fumábamos cuete. Evan hackeaba los servidores de su colegio. Fue un pionero.

—Una cosa no me cierra —le digo—. Cuando cuenta que, recién llegado a Uruguay, se juntó con grupito de hackers uruguayos suena un poco raro, ¿no? Decir “hackers uruguayos” es medio un oxímoron.

—No te creas —salta Chiri, que se quiere ir a vivir a Uruguay y, desde entonces, defiende a los orientales a muerte—. Me cuenta Carballo…

—¿Celeste?

—No, Álvaro, el autor de la entrevista. 

—Ajá.

—Me dice que hay una movida muy heavy de software… Uruguay está a la vanguardia del plan “one laptop per child”, por ejemplo.

—¿Y eso qué es?

—No tengo idea —me dice Chiri—, pero suena a “una lapicera para Chile” o algo así… Me dice Álvaro que la percepción de los propios uruguayos es que son parte del cibermundo de manera activa, con una altísima tasa de conexión a la red. Ojo Jorgito… Los uruguayos no están tan alejados de Silicon Valle como podría parecer.

—Ojalá te vayas a vivir a Uruguay pronto, Christian Gustavo —le digo—, porque el wi-fi de tu casa deja mucho que desear.

—¡Esa es otra! Evan tiene la locura de trasladar las redes sociales a cualquier lado —me dice—. Antes de vivir en Montevideo estuvo con su familia en Punta del Diablo, un pueblo muy tranquilo de pescadores. En el verano todo bien, pero en marzo, cuando se fue todo el mundo, le resultó demasiado tranquilo y se instaló en Montevideo. Pero conservó su casa de la playa. Y ahora parece que está armando una red social a través de Facebook de intercambio de casas. 

—Eso está muy bueno.

—Es posible que en algún momento te hospedes en la casa de Evan y él pase una temporada en Sant Celoni y se haga amigo de tus suegros.

—Cómo cambia el mundo, ¿no? En la entrevista Evan dice que todavía sigue la lucha entre Silicon Valley y Hollywood por el poder. Es interesante esa visión de la guerra. Para él no es mundo viejo versus mundo nuevo. Es la empresa moderna contra la industria enquistada.

—El otro día leí en Alt1040 que gracias al bloqueo del gobierno británico a The Pirate Bay el tráfico del sitio explotó con doce millones más de visitas. The Pirate Bay aprovechó la publicidad gratuita en los medios tradicionales (la BBC y The Guardian, por ejemplo) para educar al soberano en el arte del samizdat. Es decir: la habilidad popular para evadir la censura gubernamental. 

—¿Vos sabés si Evan Henshaw-Plath usa twitter? —le pregunto.

—Por supuesto. Podés seguir sus aventuras en @rabble. El tipo se presenta como anarchist, ruby hacker, trouble maker. Y escribe cosas como esta: “Me las arreglé para adaptar el tambor de candombe dentro del bolso en el vuelo de regreso a Estados Unidos”. Es un mensaje del primero de mayo.

—¡Ah, es un campeón! —digo, entrando a su página—. Tiene casi diez mil seguidores. Y escribe en un blog que se llama anarchogeek.com. Escuchá: “Uruguay es un lugar muy bonito, un país que mucha gente ignora que existe en América del Sur”. 

—Que no escriba mucho esta cosas —dice Chiri, preocupado—. No estaría bueno que se me llene de gringos el paisito, justo antes de que me vaya a vivir ahí.

—¡Ja!

—…

—¿Chiri?

—…

—¿Estás?

—…

De Nacido y criado a ¿Para qué sirve un varón?

La literatura petrolera

—La única razón por la que aprendería a manejar —le digo a Chiri—, sería para cargar nafta en una estación de servicio… Es una actividad muy varonil, te hace parecer macho.

—¿Estás seguro? Le decís a un tipo “llename el tanque”, el tipo te mete una manguera por el agujero de atrás, se quedan los dos mirándose y después le das plata. Mmm, no sé.

—A propósito: qué orto que tuvimos, ¿no? Queríamos hacer algo sobre YPF, pero distinto de lo que aparece todos los días en la prensa. Y justo cayó este muchacho escritor, mendocino, Gabriel Dalla Torre, amigo de Ana Prieto, con la historia que estábamos buscando.

—No es orto, Jorge: es olfato periodístico.

—A mí me hubiera encantando nacer en un campamento de YPF como Gabriel. 

—Eso es mentira. Lo decís para quedar bien. A vos no te da la nafta para eso.

—¿Se usa en Argentina esa expresión?

—Sí, ya tiene sus años.

—Qué suerte que te tengo otra vez allá para que me actualices las expresiones y las jergas.

—El otro día escuché otra —me dice—. Cuando un puto es muy gordo, se dice “es un cayota”.

—No me río porque se te corta —digo, pero en realidad no me río porque no es para nada gracioso. Chiri nunca es gracioso.

—Gabriel me contó…

—Qué Gabriel.

—El de la crónica.

—Ajá.

—¿Estás enojado por algo?

—Nop. ¿Qué te contó?

—Que tiene un archivo en la casa, de años, muchas bibliografia y entrevistas, porque su idea es hacer una novela con todo ese material.

—Qué bueno —le digo—. Las dos historias son fantásticas. La de Argentina y la de YPF, y todo eso con su propia biografía… Lindo.

—Gracias.

—Vos no, el proyecto de esa novela.

—En uno de los mails que nos mandamos —me dice Chiri—, Gabriel enumeró algunos de los posibles temas de ese futuro libro: los desaparecidos de YPF, las prostitutas que la petrolera contrataba para sus pozos más alejados, la figura del administrador zonal, más importante que la de un intendente de pueblo, y cosas así. Un estado dentro de otro estado. ¿No es fantástico? 

—Interesante y además novedoso. ¿No hay mucha literatura sobre el petróleo, no?

—No sé. Yo tengo más presente el tema del petróleo en el cine. Gigante, por ejemplo, la última película de James Dean, con Rock Hudson y Elizabeth Taylor. Y la peli esa de Anderson: There Will Be Blood, con Daniel Day-Lewis. Las dos están basados en una novela.

—Gigante es un peliculón, pero la otra ni idea.

—Es la historia de un minero pobre que cría a su hijo solo, y que se termina convirtiendo en un capo de la industria petrolera, a cualquier precio —me cuenta Chiri—. Aunque para mí la mejor película de Anderson es Punch-Drunk Love, lejos. 

—El cine está lleno de petroleros malvados.

—¿Te acordás del petrolero malvado de la tele, el más célebre de todos?

—¡Obvio! —le digo, contento de que deje de hablar de cine, que sé poco, y empiece a hablar de tele— John Ross Ewing, más conocido como J.R. El malo de Dallas. Larry Hagman: qué campeón. Un tipo muy hábil para los negocios.

—Hablando de habilidades, Gabriel Dalla Torre tiene un libro que se llama “Las habilidades inútiles”. Lo escribió en colaboración con Lucía Bracelis, y lo mandaron al Premio Novela Mendoza 2010. Ganaron. En el jurado estaban Claudia Piñeiro y Federico Jeanmarie. 

—¿Lo tenés al libro? —le pregunto.

—No lo consigo por ningún lado. La Municipalidad de Mendoza imprimió seiscientos nada más. Si querés un ejemplar de la novela, tenés que ir a Mendoza.

—Mirá vos.

—La escribieron a cuatro manos, a la novela. La fueron armando por mail y por Skype. Como nosotros hacemos la revista.

—Ajá.

—¿Seguís enojado?

—Nop.

—Cuando decís no con la P al final, es porque estás caliente como una pipa. Es más: en Argentina le decimos “nop” a los gordos que fingen que no están enojados.

De Diario de un librero a Mi secta es más grande que la tuya

De farmacias y librerías

—Imagináte por un momento que yo hubiera vivido en Argentina cuando vos tenías tu librería en Luján —le digo a Chiri—. Imaginátelo bien.

—Ya está. Me lo imagino.

—La pregunta es: ¿me habrías cobrado los libros que yo me hubiera llevado?

—¿Cuántos te hubieras llevado?

—Cuatro o cinco.

—¿Pero en qué lapso de tiempo? ¿Por mes, por semana?

—Por minuto.

—En ese caso me parece que te los hubiera dejado al costo—me dice.

—Es decir, me los cobrabas.

—No, boludo: al costo. Sin margen para mí.

—Pero yo te hubiera tenido que dejar plata, mi plata, antes de salir de tu negocio, ¿no?

—Sí.

—Qué hijo de puta que sos. Yo nunca te cobré cuando tuve el Fútbol Cinco en Mercedes.

—No es lo mismo —me dice—. A mí no me gustaba tanto jugar al fútbol. En cambio ser librero y que te guste leer es como ser drogón y que tu viejo tenga una farmacia. Es la perdición. O vendés libros o leés.

—Entonces deber ser raro para Luis Mey vender sus propios libros —le digo.

—Supongo que sí… Pero es un caso excepcional. El es un librero que lee muchísimo y además, en el tiempo libre, escribe. Tiene dos novelas tremendas que no podés parar de leer. Y acaba de sacar otra en colaboración con una amiga, Andrea Stefanoni, que es su jefa en la librería. “Tiene que ver con la furia” se llama la novela.

—Yo supe de Luis Mey por vos —le digo—. No lo conocía.

—Lo conocí personalmente en el bar Orsai, en la presentación de la novela de Garcés. Antes nos habíamos mandado un par de mails. Esa noche en el bar charlamos en el patio de atrás, con Altuna y mi amigo Luis Simón. Mey contaba que trabajar en una librería lo ayuda a estimular la imaginación y a ver cómo funciona la cabeza de la gente.

—Esto que publicamos en Orsai son fragmentos de una enciclopedia de anécdotas de librería, que viene escribiendo desde hace tiempo. ¿Qué más sabés de su obra?

—“Los abandonados”, su primera novela, la publicó Factotum Ediciones. La editora de Factotum sabía que Luis escribía y le rompió las bolas hasta que él le dio el original de la novela. El nunca creyó que a ella le fuera a gustar. Pero al otro día de habérsela dado, la editora apareció en la librería con ojeras de no haber dormido en toda la noche. 

—Jo…

—Le dijo que la había leído de un tirón, que no había podido dejarla y que la quería publicar. Cuando tuvo el primer ejemplar en sus manos, Luis se largó a llorar.

—¿Y la segunda novela cuál es?

—Se llama “Las garras del niño inútil”, es un testimonio autobiográfico muy descarnado. Y sincero. Eso es lo que tiene la novela. Sinceridad absoluta. Luis escribe con esa premisa. Honestidad y también diversión. No sufre a la hora de escribir. No es de esos escritores que cada mañana tienen que arrastrarse hasta el escritorio para escribir, que sangran con las palabras, que tiran dos líneas por jornada. Para él eso es paja. Y dice que la honestidad en literatura no se negocia. 

—Capaz —le digo a Chiri— que el problema no es si las historias son reales o de ficción. Solamente importa que sean honestas, ¿no? 

—Como dice Palahniuk en sus Trece consejos para escribir: “Tu audiencia es más despierta de lo que te imaginás. No tengas miedo de experimentar con las formas de la historia ni con los cambios en el tiempo. Las películas nos han hecho muy sofisticados para la narración. Y tu audiencia es mucho más complicada de impactar de lo que te puedas imaginar”. 

—¿En serio me hubieras cobrado los libros?

—Al costo, ya te dije. ¿Te preocupa mucho?

—Es que la cantidad de plata que me gasté en libros, en mi vida, debe ser muy bestia. Y a pesar de eso, miro mi biblioteca y está pelada. 

—Porque viajás mucho —me dice Chiri—. Se pierde más de los que se lee. Si el libro fuese un animal salvaje, su principal depredador sería la mudanza.

—Epa. Linda frase —le digo—. ¿No te estás juntando mucho con Luis Mey, vos?

De Autopsia del indignado español a Accident

Indignados, indispuestos y radicales

—No duraron mucho los indignados —me dice Chiri—. Y pensar que les hicimos la tapa de la Orsai número tres. ¿Te acordás?

—¡Qué olfato tenemos para el periodismo!

—¿Pero es verdad que ya no se ven más?

—Siguen estando —le digo—, pero están tan cagados por la falta de trabajo que ahora se llaman los indispuestos.

—Es raro que ya no estén más enojados, justo ahora que la cosa está peor que antes… ¿Dónde están los indignados, Jorgito? ¿Por qué no son millones los jóvenes que toman las calles? ¿Qué están haciendo si no tienen trabajo?

—Están twitteando —le digo—. Yo creo que lograron concentrar su indignación en ciento cuarenta caracteres, que es mucho más cómodo que estar en las plazas día y noche.

—Pero es más cómodo también para el neoliberalismo tener a la juventud twiteando y no en la calle rompiendo McDonalds a piedrazos, ¿no?

—No sé Christian Gustavo, no me hagás preguntas de gente grande, no me pongas la palabra neoliberalismo en una frase —le digo. 

—¿Estás indignado? —se asusta Chiri— ¿Sos uno de ellos, te infectaron?

—La juventud de acá es distinta. Se enojan, pero más o menos. Vos pensá que la mayoría de los chicos que salieron a la calle en el 15M siguen viviendo con los padres.

—¿Pero están organizados, plantean la intervención del Estado, armaron algo más o menos serio, como los islandeses?

—¿Por qué te preocupa tanto el tema? —le pregunto— ¿Por qué hablás así, con palabras raras? ¿Te están apuntando con un arma?

—No, boludo. Me interesa de verdad. Hace tres meses yo vivía ahí.

—Yo vivo acá hace doce años y me chupa bastante un huevo. Hay mucha gente pelada dirigiendo todo.

—Pero yo leo en los diarios que nunca en la vida hubo más desocupación que ahora —me dice Chiri—. ¿No le rompieron el vidrio a ningún edificio todavía?

—En España, hasta el momento, la juventud no rompió nada en la vida real, solamente hackea la web de la policía, una o dos veces por semana. ¿Te imaginás cómo se debe estar cagando de risa la policía viendo que los indignados le hackean la web? Están todos rascándose el higo y dando gracias a dios de que existe internet.

—Un día los pibes se van a despertar, vas a ver. No seas tan negativo.

—Qué sé yo —le digo—. Para peor, cada vez que hay dos o tres que se ponen la capucha y tiran un piedrazo en serio los diarios dicen que son “radicales”. Y yo me imagino que abajo de la capucha están De la Rúa y Jaroslavsky… Me siento muy solo, Christian Gustavo.

—Estás exagerando. Yo creo que se están organizando para dar el gran golpe a la derecha.

—Algunos pendejitos están organizados, sobre todo los que se dejaron la barba. Pero me parece que suspendieron la revolución por mal tiempo. Porque más o menos pararon de hacer quilombo en la calle cuando vino la época de las lluvias. 

—Es jodido ser anarquista a la intemperie. 

—Capaz que ahora, con el veranito, empiezan de nuevo con las cacerolas y las sentadas. 

—Qué gente hermosa que son —me dice Chiri—, mucho más civilizados que nosotros para quejarse y protestar.

—Yo creo que la juventud española va a salir a la calle en serio, pero con bronca y rabia de verdad, si un día Rajoy les recorta el tiempo de estar boludeando en Twitter.

—¿Entonces vos decís que las redes sociales no son buenas para la revolución? ¿No estás de acuerdo con el uruguayo Evan, que dice que Twitter sirve para el activismo?

—¡En Egipto sí! —le digo— En Afganistán, ponele. O en México, en Colombia. En lugares en donde la juventud tiene hambre en serio, o están hartos de verdad. Acá todavía la revolución es una moda hipster.

—¿Y por qué no salís a la calle y rompés todo? —me convida Chiri— Vos tenés barba.

—Pero ya no soy joven, querido amigo… Me encantaría tirarle un zapatazo a Rajoy en una conferencia de prensa, y después salir corriendo. Pero soy gordo y viejo, me agarran enseguida.

—Entonces, ¿estás indignado o no?

—No —le digo—. Estoy aburrido, que es la indignación del burgués.

De La canción sin nombre a Plástico cruel

La ley del mínimo esfuerzo

—Disco Libra, la disquería de Quique Fauri en Mercedes—se acuerda Chiri—, tenía unos cuatro mil long plays en las bateas. ¿Te acordás que nos pasábamos horas buscando música rara, después del colegio?

—Me acuerdo que estuvimos años enteros buscando Películas, el segundo disco de “La máquina de hacer pájaros”. Y también había un disco muy raro, en inglés, de Spinetta solista, que era imposible conseguir en Mercedes.

—Only Love Can Sustain —me dice, en un inglés espantoso—. Era la figurita difícil de la discografía del Flaco. Ahora todo está en Taringa, gracias a dios y a la virgen santa.

—¿Pero no te queda como una melancolía del esfuerzo que ya no hacemos? —le pregunto.

—Explicáte.

—Quiero decir: hoy todo lo que había en Disco Libra, todos esos miles de discos, están en internet y entran en un pendrive de ocho gigas.

—Ocho gigas sobran. Te queda espacio para meter los estrenos de Video Gioscio, que estaba a la vuelta.

—Por eso… Era lindo no conseguir algo, y buscarlo por todos lados, viajar a Buenos Aires y recorrer las disquerías de Cabildo, con el corazón a mil por horas cada vez que aparecía una tapa amarilla —le digo, con voz de viejo—. Estos pibes de la cancionística nueva, los de la crónica, tienen esa sensación de clandestinidad, por eso me gusta la movida que hacen.

—Martín Graziano escribió un libro que se llama “Cancionistas del Río de la Plata”, donde entrevista a Gabo Ferro, Lisandro Aristimuño, Ana Prada y Martín Buscaglia, que es uruguayo, entre otros muchachos de la joven guardia argentina —me cuenta Chiri—. La tesis del libro es la misma que Martín formula en la crónica de Orsai: cómo músicos que nacieron en el rock empiezan a barajar tradiciones anteriores como los folklores rurales, el tango o el jazz, y crean un sonido nuevo y personalísimo.

—Pero no solo eso: también convidan a sus oyentes a hacer un esfuerzo para encontrar a esa música. En esta época el acceso a la cultura es sencillo, y está bien, pero nos hace muy sedentarios. Y estos pibes entendieron eso: hacen fiestas y conciertos complicados de encontrar.

—Nosotros hacemos eso también, con la revista —me dice Chiri.

—Claro. Sería más fácil llenar la revista de publicidad y hacerla gratuita para el público. Pero lo gratuito, lo que no cuesta nada conseguir, va a la basura más rápido.

—A la papelera de reciclaje.

—Estos chicos saben esto —digo—. ¿Serán conscientes de que a lo mejor realmente sean el inicio de una nueva etapa?

—¿Te acordás de “Cómo vino la mano”, aquel libro de Miguel Grinberg? —dice Chiri—. Un libro emblemático sobre la historia del rock argentino desde el inicio, desde que no era nada. 

—¡Claro! Como Martín Graziano ahora, Grinberg fue testigo directo de los inicios del rock argentino en la década del sesenta. 

—¿Sabías que Grinberg era amigo personal del polaco Witold Gombrowicz? 

—No tenía idea —le digo.

—Incluso escribió mucho sobre él. Gombrowicz llegó a Argentina en 1939 y se quedó acá casi veinticinco años. Era medio marginal, no le daba pelota a la gente del grupo Sur y a los intelectuales porteños; los despreciaba. Pero estaba rodeado por un grupo de iniciados, o discípulos, con los que se juntaba en su pensión y en los bares y les comía la cabeza. Entre ellos estaba el joven Grinberg.

—Para mí Gombrowicz y Luca Prodan son lo mismo —le digo—: dos extranjeros que llegan a Argentina medio de carambola, uno se queda en el país anclado por la guerra europea, el otro llega escapando de la heroína… Pero los dos pusieron patas para arriba la música, en un caso, y la literatura, en el otro.

—Es cierto, Jorgito. Estos tipos nos miraron desde muy adentro con ojos de afuera, y nos enseñaron a vernos a nosotros mismos.

—Hay un libro, de la época de Prodan, del Buenos Aires de los ochenta, que nunca pude conseguir —le digo—. Ni siquiera en Internet. Lo busqué muchísimo, porque lo recordaba hermoso, sexual, adolescente, marginal. Y hace poco alguien lo escaneó y lo colgó. ¿Te leo algo?

—Dale.

De Plástico cruel a El Gran Surubí

Dr. Sbarra y Mr. Symns

—Increíble que un tipo que trabajaba en la revista Billiken, llegara después a su casa y escribiera literatura erótica sadomasoquista —dice Chiri.

—Sí. Sbarra fue una especie de doctor Jekyll y mister Hyde. O de Lou Ferrigno y Bill Bixby. Vos no te acordás, pero hace mil años, en una Cerdos & Peces, leímos un fragmento de “Plástico Cruel”. Teníamos diecisiete años y esperábamos esas revistas con muchas ganas. Yo casi me sabía de memoria ese párrafo que termina diciendo “Que te pase algo así, para que me entiendas”.

—Yo lo tenía muy difuso —me dice—, pero cuando me lo leíste me vino de golpe a la cabeza. ¿Cuántos libros publicó Sbarra? 

—Varios, pero algunos no le gustaron. Se arrepintió de haberlos publicado. “Plástico Cruel”, por supuesto, no entra en esa categoría.

—Es una suerte que vuelva a estar disponible, y además gratis, para descargarlo —dice Chiri—. La historia es casi teatral, puro diálogo, ¿no?: es sobre un travesti que se llama Bombón y un adolescente…

—Axel, el cerdo: un pibe muy carismático. Es una historia de un amor no correspondido. Y aunque la novela esté escrita en forma fragmentada cuenta una historia lineal, y te pinta el submundo de Buenos Aires de los ochenta.

—El otro día encontré  una entrevista a Sbarra que le hace Enrique Symns. El inicio dice así: “Es homosexual, algo frívolo y también denso. Pero muy querible y sobre todo: está apasionadamente vivo”. 

—No me extraña…

—Las preguntas que le hace Symns son buenísimas: ¿”Plástico cruel” es literatura para homosexuales? ¿Tuviste una vida sexual intensa, promiscua? ¿Qué clase de cosas sádicas hacías? ¿Sos violento en el sexo? ¿Nunca violaste ni forzaste? Y en un momento le dice: “Desconozco tu historia”, para que el otro se la cuente. Es muy genial.

—Tenemos que hablar con Enrique Symns, tenemos que invitarlo a escribir en Orsai. Qué hombre hermoso —le digo.

—Sbarra hace una síntesis de su vida, que estoy seguro Symns desgrabó y la dejó tal cual. Oí: “Mi familia era rica y mi viejo era un boludo que se peló. Vivíamos mal, sin agua caliente y yo tenía que ir a bañarme a la casa de mi abuelo. Mi viejo le fundió la fábrica a mi abuelo. Vivía en una casa con calle de tierra. Pero en verano me sacaban y me llevaban a Mar del Plata. Siempre trabajé de todo. Durante diez años llevé gente a Bariloche, llevaba turistas. Desde los dieciocho años hice eso. Fui cadete, me metía en los piringundines y me hacía coger por las putas. Yo iba por eso, pero también porque los tipos me tocaban la pija. Después también me los cogía”.

—Qué fantástico —le digo—. ¿Dónde salió esa entrevista?

—En el número uno de la revista El cazador. La nota se llama “Coger, drogarme, escribir”. Y escuchá esta parte. Symns le dice: “Me identifico con vos en el sexo y las drogas, pero escribir…”. Y Sbarra le contesta: “Es cierto. Yo me veo escribiendo y me parece la imagen más desagradable, un tipo escribiendo es un pajero…”.  

—¡Un tipo que escribe es un pajero! —grito—. Es genial. Hay muchos tipos que escriben y vos ves que, en realidad, se están haciendo una paja. “Todo muy lindo, muy inteligente, pero lo que usted escribe no me dice nada”,  me dan ganas de decir cuando agarro uno de esos libros. 

—Sbarra tiene altibajos —dice Chiri—, Symns, por supuesto, también. Incluso muchas veces Symns se pone demasiado maldito para mi gusto. Pero escriben de otra manera. Son narradores honestos. Sbarra dice algo interesante en ese reportaje: “¿Vos sabés la cantidad de pendejos que andan con mi libro? ¿Sabés lo que debe ser que encuentren un libro de alguien que fue igual que ellos? Para ese pibe de catorce o quince años, mi libro está vivo. De los treinta años para arriba, no me interesan los lectores. Me chupa un huevo y te soy sincero, si el libro gusta o no gusta, si es bueno o si es malo. Yo escribo para unos cuantos pendejos”. 

—Qué mal —digo—. Nosotros tenemos más de cuarenta. ¿Para quién publicamos este fragmento de la novela de Sbarra, entonces?

—Para los pendejos —me dice Chiri—. ¿Tenemos lectores pendejos, no?

—Sí —le digo—. Y está bien que sea así. Porque en realidad, cada vez que sale un ejemplar de Orsai de la imprenta, yo lo abro imaginándome que estoy en Mercedes y que tengo diecisiete años. Abro la Orsai como si la hubiese estado esperando a escondidas.

De La laguna a Cientofante

Continuará en el próximo episodio

—Otra vez me dieron ganas de ir a la casa de Carolina Aguirre, tocarle el portero eléctrico y preguntarle a los gritos, desde la calle, cómo sigue la historia de Julio Kaminski —le digo a Chiri.

—A mí también pero no sé dónde vive. Sé que pasa los veranos en el Tigre y que escribe desde ahí, sentada en una reposera, mirando el río y los lanchones que van y vienen, como una escritora del siglo diecinueve.

—¿Todavía hay escritores que le dan bola a la naturaleza? —le pregunto. 

—Como Thoreau.

—¿Quién es Thoureau?

—¿Vos dirigís una revista literaria muy internacional y no sabés quién es Thoureau? Un escritor yanqui, del siglo diecinueve. Casi casi el inventor del ecologismo. El chabón vivió como dos años solo en el bosque, en una cabaña que se hizo él mismo. Tiene un libro que se llama Walden, ahí cuenta todo. Lo loco de esto es que una universidad de California, ahora mismo, está desarrollando un videojuego sobe esta experiencia de Thoreau. 

—Debe ser el videojuego más aburrido de la historia —le digo—, porque ya casi me quedo dormido con tu explicación.

—Por lo que vi en internet —me dice Chiri—, vos te metés en la cabeza de Thoreau. Ves todo desde su perspectiva. Das largos paseos por el bosque, agarrás una fruta de un árbol y te la morfás. Después caminás hasta el lago, que se llama Walden, tirás una caña y sacás un pescado, y todo el día así. 

—Un embole. ¿Por qué hablamos de esto?

—Porque Carolina Aguirre pasa los veranos al aire libre, en la naturaleza, mirando el río.

—Hablando de río —le digo—, el surubí de Mairal se está poniendo cada vez más impresionante. ¡Pobre Peñalver! Cuando llegué a esa parte me sentí muy triste. Me había encariñado mucho con él.

—¿Y los dibujos de González? —me dice Chiri—. El último, en el que están los cuerpos mutilados al asador, me parece tremendo. Puro arte de industria nacional.

—Pobres los norteamericanos, ¿viste?

—¿Qué les pasó?

—Este año no tuvieron a quién darle el Pulitzer de literatura y lo dejaron desierto. ¿Habrá sido tan malo el 2011 para la literatura yanqui? 

—Si le preguntás Vargas Llosa seguro que te dice que sí. ¿Viste que para él la cultura está retrocediendo? 

—¿Dijo eso?

—En La civilización del espectáculo, que es su último libro, dice que la cultura de la diversión se está devorando a la alta cultura. Y opina que la democratización de la cultura, por ejemplo, beneficia la cantidad a expensas de la calidad. 

—Está gagá, hay que decirle a todo que sí.

—O responderle con buena literatura popular, como está haciendo Leo Oyola con Cruz/Diablo y con el resto de sus libros —me dice Chiri—. Leo no subestima a nadie. Mezla tradiciones populares, testimonios orales, incorpora viejas historias y elementos de la cultura de masas y escribe altísima literatura para todo el mundo. Y es divertido. Y es genial. En este último capítulo incluso se da el lujo de poner una canción de Def leppard, la que el Viejo que bajó del monte le hace cantar al Adolfo Peluffo, en trance.

—Sí, está haciendo magia Oyola. Pedro y Carolina también. Los folletines funcionan como series británicas de seis episodios, pero son literatura. Me parece que la cultura del ocio lo que hace es comprimir, mejorar las tramas. Qué sé yo… Capaz que es deformación de tanto ver tele y Vargas Llosa tiene razón. ¿Estás viendo Fringe?

—No —me dice Chiri—. La dejé.

—¿Viste los separadores que ponen entre bloque y bloque, que en realidad son letras que, al final del capítulo forman una palabra clave para el capítulo siguiente?

—Sí. Se llaman códigos Glyphs.

—Deberíamos usar algo así en la revista, un código secreto que informe algo que va a pasar en el número que viene.

—¿”Deberíamos usar” significa que ya lo estás usando, verdad?

—Correcto —le digo—. Si te fijás bien, en cada una de las siete sobremesas de esta edición, hay datos que forman una palabra sobre algo que va a pasar en el número ocho.

—Qué gordito juguetón que sos.

—Es lo que tengo.

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