El origen de la ira
Es muy común que los fanáticos canalicen toda la furia acumulada en semanas, meses o años durante los noventas minutos que dura un partido de fútbol. Algunos hasta suelen terminar sin voz o deshidratados de tanto gritar, ya sea en las tribunas o frente al televisor.
La sociología, la psicología, incluso la antropología, han encontrado distintas explicaciones para el origen de este fenómeno, pero todas ellas ignoran un hecho crucial de la historia pasada, oscuro y desgarrador, cuyo germen aún persiste en las vísceras de los sufridos espectadores de este deporte.
Para intentar una posible aproximación al fenómeno, antes es necesario hacer una aclaración vital: los ingleses no inventaron el fútbol. Por más que ellos insistan en apropiárselo, acostumbrados siempre a apoderarse de cosas ajenas, existen diversas teorías acerca de los inicios de este deporte. Sin ir más lejos, hace unos dos mil años, los mayas, los egipcios y los chinos practicaban juegos bastante similares al fútbol, aunque ciertamente más violentos, que incluían patear objetos por diversión, o bien por entrenamiento militar.
Pero no fue hasta el año 1700 cuando, en sus memorias impresas, el jesuita catalán José Manuel Peramás dejara verdadera constancia de que en las reducciones guaraníes sobre el norte argentino, el sur brasileño y el territorio actual del Paraguay, los indios ya habían desarrollado un juego muy similar al fútbol, tal como lo conocemos hoy.
De regreso a España, y tras haber sido desalojado de América por el Decreto de Expulsión, Peramás escribió en su Diario del destierro:
“Solían (los guaraníes) también jugar con un balón, que, aún siendo de goma llena, era tan ligero y rápido que, en vez que lo golpeaban, seguía rebotando algún tiempo, sin pararse, impulsado por su propio peso. No lanzaban la pelota con la mano, como nosotros, sino con la parte superior del pie desnudo, pasándola y recibiéndola con gran agilidad y precisión”.
Es por este revelador párrafo que se considera al pueblo guaraní el verdadero inventor del fútbol moderno, y a los invasores blancos como agentes que solo se ocuparon de transportar la semilla de este juego al continente europeo, entre las tantísimas cosas que también se llevaron.
Muchos años después fueron halladas otras pruebas que refuerzan esta hipótesis: restos arqueológicos similares a pelotas, ruinas de campos de juego con medidas comparables a las actuales, aunque con arcos sin travesaño, y relatos orales transmitidos de padres a hijos, como este al que voy a referirme ahora, y que tal vez explique el origen de la furia que suele consumir a los verdaderos fanáticos.
Pese a que la vida en las reducciones guaraníes estaba condicionada por una disciplina férrea, imperaba una obvia y delicada tirantez entre los aborígenes que defendían sus costumbres, y los españoles que intentaban avasallarlos para imponerles un Dios y un paquete de reglas. Por esta y otras razones era habitual que se produjeran desde pequeñas escaramuzas hasta feroces enfrentamientos entre ambas culturas en permanente tensión, que solo era interrumpida en épocas de festividades.
Cada diciembre, durante el solsticio de verano, los guaraníes llevaban a cabo una ceremonia ancestral de agradecimiento a los dioses que consistía en un día entero de danzas, juegos, ofrendas y banquetes, ajenos a toda hostilidad.
Sin embargo, en una de estas conmemoraciones, fueron sorprendidos por los colonizadores a traición, en un ataque a sangre y fuego que buscaba escarmentar cualquier potencial sublevación en las más de treinta reducciones guaraníes que por entonces existían en las inmediaciones del río Paraná, y al mismo tiempo acabar de una vez por todas con los ritos paganos.
En nombre del Rey de España, y como medida preventiva y ejemplificadora, los soldados de la corona asesinaron brutalmente a hombres, mujeres y niños en el momento en que estos jugaban con una pelota de goma llena, probablemente con la misma agilidad y precisión con que lo describió el jesuita Peramás. Después de esto, los invasores cortaron las cabezas de sus víctimas y las patearon a modo de burla, como si fueran pelotas.
Mientras esto ocurría, antes de ser atravesado por una espada, el viejo cacique de la aldea fue obligado a observar el macabro espectáculo. Agonizante en el suelo, los maldijo para siempre.
Apenas unos días más tarde, los cuerpos mutilados que quedaron sobre el campo sin enterrar provocaron una peste implacable que en pocas semanas arrasó con la vida de los traidores. Fue, quizás, un acto de justicia, pero lo cierto es que las víctimas nunca lo supieron.
Quizás por esto, desde entonces, cualquiera que lleve el fútbol en la sangre lleva también el espíritu de aquel cacique guaraní que, desde lo más profundo de su alma, grita para que el universo no sea tan injusto y permita que alguna vez ganen los buenos, al menos durante noventa minutos.
«Como dicen los libros»
Hay algunas mentiras repetidas y dadas por ciertas durante tantos años que ya nadie se detiene a cuestionarlas: la efectividad de cabecear un centro de pique al suelo es una de ellas. Esta mentira suele ser repetida por ciertos relatores de fútbol cada vez que un goleador despilfarra un centro perfecto por frentear la pelota hacia cualquier parte, en lugar de apuntar al arco: “Cabeceó para abajo, como dicen los libros”, vociferan alegremente los relatores.
¿Los libros? ¿Qué libros? Los de estadísticas, seguro que no.
Basta repasar los goles de cada fecha en todas las ligas del mundo para advertir la estafa. El noventa por ciento de los tantos de cabeza derivan de remates que se dirigen al arco con toda la fuerza posible, mientras que en solo uno de cada diez la pelota rebota en el suelo antes de cruzar la línea de gol.
Uno de cada diez. Fin de la discusión.
Es alarmante la cantidad de nueves grandotes que tuvieron que poner un kiosco porque en la jugada más importante de sus vidas (ese instante crucial en el cual te tomás la pastilla azul o roja) cabecearon hacia el pasto agachando la cabeza, como si siguieran una orden atávica o afirmaran una mentira sin convicción.
¿Cuánta fuerza pierde un remate al tocar el suelo? ¿Cuánto tiempo más tarda la pelota en llegar al arco? Una vez, el indiscutible goleador Martín Palermo contó que Carlos Bianchi, por entonces técnico de Boca Juniors, le había sugerido que cabeceara siempre en sentido contrario a la trayectoria del balón para aprovechar la fuerza del lanzador. Palermo se cansó de hacer goles con esa fórmula. Así de corto y efectivo.
El razonamiento de quienes avalan la efectividad de cabecear hacia abajo se construye sobre la falsa hipótesis de que, ante el imprevisto sobre pique, al arquero le resultará más complicado adivinar la dirección de la pelota, particularmente si esta rebota sobre la línea de gol.
¡Oh! ¡Qué dilema entonces para el nueve! ¿Qué decide el delantero un segundo antes de cabecear? ¿Rompe el arco con un topetazo frontal contra el palo? ¿O bien intenta que la pelota rebote en el suelo, pierda fuerza, confunda al arquero tras el pique y luego ingrese soberanamente al arco?
La respuesta es la siguiente: el kiosco abre a las ocho y cierra a las veintitrés, en punto. Nunca será más efectivo cabecear hacia abajo que de manera frontal. ¡Nunca! Y cualquier reclamo, por favor, que sea sin membrete.
El secreto de los arqueros
Todos los arqueros guardan un secreto bajo siete llaves. Revelarlo, para ellos, sería como entregar en bandeja la clave mágica que abre sus armaduras. Sin embargo, por el bien del fútbol y de los goles, ya es hora de que se sepa la verdad: los arqueros son más vulnerables cuando les patean desde larga distancia que cuando tienen que atajar disparos desde cerca.
La paradoja tiene una explicación. Los arqueros reaccionan más tarde ante los disparos lejanos porque tienen más tiempo para mirar la pelota. Por lo tanto, el tiempo que pierden en observarla lo pierden también en moverse. Cuando el remate es muy cercano, en cambio, actúan por reflejo.
Desde lejos no se ve, repite la canción como un mantra. Solo ellos saben que esto es al revés y que ahí radica el problema. En lugar de moverse siguiendo la trayectoria de la pelota, los arqueros quedan como hipnotizados en el mismo lugar.
Si prestamos atención, podremos notar que las atajadas que resaltan los resúmenes futbolísticos de todas partes del mundo siempre son las que se consuman ante disparos cercanos. Esto ocurre por dos razones. Uno: porque son más espectaculares. Dos: porque las atajadas que surgen de los remates lejanos o bien terminan en gol, o bien son disparos insignificantes de los que los arqueros sacan provecho y se tiran para la foto.
Dado que son conscientes de su talón de Aquiles, los guardametas suelen vestirse con colores sugestivos o extravagantes. De esta forma los rivales, inconscientemente atraídos por las tonalidades llamativas de su indumentaria, siempre van a querer acercarse a ellos todo lo posible antes de intentar patearles desde lejos.
Por otro lado, esta debilidad se distingue claramente en los penales. Observemos un penal cualquiera en el que el arquero, en lugar de jugarse por un palo (movido por instinto, reflejo o estadística), decide no anticiparse y esperar la ejecución para seguir la dirección de la pelota. Lo que suele ocurrir en estos casos es que, cuando la pelota entra al arco, él todavía ni siquiera reaccionó.
Entonces, ¿un arquero ciego atajaría mejor? Claro que no, tampoco hay que ser imbécil. Sin embargo, queridos delanteros, a partir de ahora todos ustedes cuentan con un arma más para alcanzar la gloria. Aunque, al mismo tiempo, tienen una excusa menos para cumplir con la parte que les toca.
Vaya de todos modos mi comprensión sincera hacia todos los arqueros del mundo que hacen el ridículo en estadios repletos, cuando quedan petrificados frente a disparos de larga distancia que terminan en gol. En el fondo no están solos. Muchas veces a mí me ha pasado lo mismo, particularmente cada cada vez que no supe resolver problemas que vi venir con antelación.
La siete y la once
Los wines comenzaron a desaparecer frente a los ojos de todo el mundo sin que nadie hiciera nada. Poco a poco fueron cayendo como moscas, uno tras otro, partido tras partido, campeonato tras campeonato, sin previo aviso y en silencio.
Los relatores los buscaban donde solían estar pero solo encontraban vacío. Los cambios de frente acabaron mansos contra el alambrado. Los hinchas gritaban incrédulos sus apellidos sin obtener respuesta. Los laterales encargados de marcarlos miraban desorientados al banco de suplentes esperando órdenes. El centro atrás dejó de ser una realidad para convertirse en nostalgia. Y la mitad del campo de juego se fue superpoblando a la fuerza, como ocurre en un país desigual.
Los nuevos esquemas conservadores que se pusieron en práctica ya no necesitaban de los heroicos wines que estorbaban el sistema con sus gambetas libres, su velocidad endiablada y la poética imprevisible con la que fueron concebidos. Había que extirparlos del campo de juego, y no importaba la forma.
Algunos fueron obligados a convertirse en corredores que durante todo el partido debían bajar hasta el área propia para marcar a los rivales, y luego correr a toda velocidad hasta la línea de fondo contraria para tirar un centro. De esta forma, los wines quedaban extenuados a los quince minutos del segundo tiempo sin haber realizado bien ninguna de las dos funciones.
Otros fueron relegados sin explicaciones al banco de suplentes para ingresar al partido a los pocos minutos de su finalización, casi siempre con el resultado adverso y sin posibilidades de demostrar su potencial.
Muchos se adaptaron a los nuevos tiempos disfrazándose de lo que no eran solamente para poder sobrevivir.
Fue tan grande la campaña contra ellos, que hasta los réferis se ensañaron con los que se resistían al cambio y ante el menor roce los expulsaban para que luego los tribunales de faltas actuaran con extremada rigurosidad, dejándolos sin jugar durante meses hasta que entraran en razón.
Los dirigentes les bajaron el sueldo sin motivo o no les renovaron el contrato, mientras siniestros barras bravas, mercenarios del poder de turno, los insultaban y amenazaban dentro y fuera de la cancha.
De este modo, los wines se fueron retirando o bien comenzaron a exilarse en ligas más abiertas donde todavía se podía jugar con libertad. Pero fueron solo unos pocos, porque lo cierto es que con la mayoría de los wines nunca se supo que pasó.
Los diarios de la época hicieron de cuenta que no sucedía nada y, en lugar de hablar de estas ausencias, comenzaron a escribir sobre las bondades del desembarco de flamantes carrileros maratonistas, mecánicos y previsibles que sin embargo llegaban como los abanderados del fútbol moderno.
Los partidos comenzaron a enrarecerse. Nadie sabía bien en qué puesto jugaba el rival. Y el hecho de que los números en la espalda no coincidieran con la posición de los jugadores en el campo comenzó a provocar una desconfianza generalizada.
Los habilidosos y pensantes números diez dominaban la pelota con pericia y levantaban la cabeza buscando como siempre el pase largo hacia alguno de los laterales, pero como no lo encontraban se quedaban consternados con el balón en los pies sin saber qué hacer, hasta que se lo quitaban. Posiblemente, aquellos números diez ya sospechaban que ellos iban a ser los próximos en la lista.
Fueron muy pocos los que se dieron cuenta de la gravedad de lo que estaba sucediendo. Y fueron menos aún los que se animaron a denunciarlo en afiebrados ensayos que los editores a veces censuraban y otras veces publicaban a desgano en un costado angosto de las páginas deportivas.
Lo cierto es que, así como la llama de una vela se va apagando hasta dejar la habitación a oscuras, los wines dejaron de existir. Sus fotos en blanco y negro con bigote y pelo largo permanecen como prueba irrefutable de su existencia.
Por eso, cada vez que veo a un pibe correr detrás de una pelota con un siete o un once sobre la espalda (a excepción del hipócrita siete de Cristiano Ronaldo), me emociono y le pido que nunca deje de volar libre pegado a la raya o tirando una diagonal. Y que honre la memoria de aquellos wines que ya no están. Porque esos dos números impares y profundos son la bandera que seguimos alzando toda vez que nos toca confirmar qué tipo de juego preferimos.
El acorde perfecto
En ciertos lugares, cuando llega una persona a una reunión en donde no es del todo bienvenida, o que por diversos motivos no termina de encajar, se suele utilizar la siguiente frase: “se formó un acorde raro”.
Para aquellos que no están familiarizados con la alquimia de la música, vale decir que un acorde se conforma por tres o más notas (básicamente tónica, tercera y quinta) que, al ejecutarse simultáneamente, logra un sonido armónico.
Por ejemplo, el acorde Sol Mayor, famoso por ser el más lindo del mundo, está compuesto por Sol (tónica), Si (tercera) y Re (quinta). A estas tres notas se les pueden agregar otras para conseguir acordes cada vez más complejos. No es difícil imaginar una gran cantidad de combinaciones posibles sumando o modificando notas para que, en lugar de sonar agradable y natural, el acorde genere tensión, tristeza, angustia o cualquier otro sentimiento que la canción necesite.
Si a un acorde como Sol Mayor le añadimos una nota disonante, como un Do Sostenido, el resultado ya no va a sonar tan encantador. Así también funcionan los grupos sociales. Si nosotros (Sol) compartimos un estupendo picnic con una bella mujer (Si) y su dulce gatito (Re), pero de pronto irrumpe el cocainómano Roberto (Do Sostenido) y comienza a relatarnos una incómoda anécdota escatológica, el acorde que se forma de este encuentro, sin lugar a dudas, terminará arruinando toda la excursión.
En el fútbol pasa algo parecido. En un plantel con más de treinta profesionales, los directores técnicos deben elegir solo once jugadores titulares. Las variables pueden ser infinitas.
A simple vista, cualquiera podría inferir que lo más obvio sería ubicar en sus puestos a los futbolistas más habilidosos y listo. Sin embargo, no es tan sencillo. Para que un instrumento suene óptimo, conviene estar atento a los detalles.
Quizás el jugador más habilidoso del plantel esté enamorado de la hermana de un pibe de la reserva y quiera jugar con él sí o sí, y entonces, por el bien del equipo, conviene darle el gusto. Tal vez el arquero suplente (que no es tan bueno) cuente anécdotas divertidas que generan un ambiente distendido en el vestuario, y entonces hay que tenerlo en cuenta porque esto repercute favorablemente en el plantel.
También hay deportistas conflictivos que arruinan cualquier orquesta, equipos que se llevan mal fuera de la cancha pero que a la hora de la verdad se potencian entre sí. Y otros que durante un partido se quedan con diez hombres y elevan su rendimiento, simplemente porque antes sobraba una nota pero nadie lo percibía.
Los buenos directores de orquesta saben encontrar las notas para lograr el acorde perfecto, por más que el público no lo entienda del todo. Esto queda demostrado cuando en la formación inicial aparece un apellido inesperado que logra dar la nota y llegar a la armonía perfecta.
Algunos entrenadores cambian constantemente su once titular y recién consiguen la fórmula más eficiente en las últimas fechas, gracias al mecanismo de prueba y error. Otras veces las expulsiones o las lesiones allanan el camino y le permiten al técnico probar notas imprevistas, que finalmente terminan favoreciendo al equipo.
En todo plantel siempre preexiste el mejor acorde posible, aunque alcanzarlo no necesariamente signifique el campeonato. La famosa frase “equipo que gana no se toca“ hace referencia a esto. No importa si el equipo jugó bien o mal. Si el profesional más caro del plantel quedó por azar en el banco de suplentes. O si el cinco es el puesto natural de aquel que acabó jugando de dos. Lo único que importa es descubrir el acorde adecuado.
En ocasiones, el simple y bello acorde de un equipo sin presupuesto suena mejor que el de una poderosa escuadra perfeccionado a fuerza de billetera. Parece matemática, pero es magia.
Veinte cosas que ocurren en todos los campeonatos
- Durante la pretemporada emigra un jugador importante a un club raro en condiciones no muy claras. Se especula con que los derechos del futbolista pertenecen a alguna figura pública de oscura reputación. Se culpa a la dirigencia por no aclarar el asunto y finalmente se sospecha de alguna delicada razón personal, que quedará flotando en el ambiente con idéntica persistencia que sus mejores actuaciones en el campo de juego.
- Se rumorea sobre la llegada de un futbolista muy bueno. Los diarios lo ponen en el hipotético equipo titular y la parcialidad se emociona. Finalmente el jugador no llega y en su lugar traen a un muerto que juega poco y sale mucho.
- La última esperanza de un golpe de mercado es la inscripción cablegráfica. Sin embargo, en toda la historia de la humanidad, jamás un jugador que haya sido inscripto sobre la hora cablegráficamente anduvo bien en serio. Jamás. Por otro lado, muchos dirigentes también siembran allí la semilla de la esperanza para compensar los refuerzos impresentables que compraron. Cuesta dinero inscribir a alguien cablegráficamente, pero no importa. Ellos consignan cualquier nombre, por imposible que sea, con tal de generar expectativa. Al club del que soy hincha estuvo por arribar Michel Platini en varias oportunidades. Incluso ya retirado.
- Primero se revisa el fixture buscando en qué fecha se juega el clásico. Luego se analizan los puntos que se ganarán de local y lo que se pueden perder como visitante. Más tarde se examina la última fecha anticipando una posible jornada emocionante. Finalmente se concluye que, en todos los casos, nos irá mal.
- Sobre la hora la dirigencia trae más muertos.
- El director técnico arranca el torneo con un planteo ofensivo: dos puntas, dos carrileros que llegan al gol, un diez zurdo que maneja los hilos y dos laterales que se proyectan. Promediando la tercera fecha elimina al diez, descarta a un extremo, suprime a un carrilero, arma línea de cinco, pone cuatro mediocampistas de marca, prohíbe a los laterales cruzar la mitad de cancha y le pide al único delantero que queda que se sacrifique y baje a colaborar.
- Una vez comenzado el campeonato, uno de los muertos resucita, hace un par de goles y el técnico alardea de haberlo elegido. Sin embargo, evita hablar de los demás muertos. Los hinchas, que no dejan nada escrito, se jactan de haberle tenido fe al muerto, aunque nadie recuerde tales afirmaciones. A las pocas fechas, se descubre que el muerto habilidoso no comprende la ley del offside.
- Uno de los mejores jugadores del campeonato se lesiona gravemente en la fecha dos y no juega más.
- Un director técnico renuncia en la fecha ocho y el que llega dice que le tengan paciencia porque él no armó este plantel de muertos.
- Un escandaloso fallo arbitral favorece a un equipo grande y los papanatas salen a decir que está todo arreglado. Dos fechas después, otro árbitro desfavorece al mismo equipo y los papanatas no hablan del tema. Ahora hablan de política y elogian a un candidato multimillonario afirmando que, como tiene dinero, en caso llegar al poder no va a robar.
- En la fecha cuatro alguien convertirá un gol excelente y todos dirán de inmediato que ese es el gol del campeonato. Después habrá otros mejores.
- Un equipo chico se encarama impensadamente en los primeros puestos y pronto todos dicen que eso tiene lógica, porque dicho equipo mantuvo la base a lo largo del tiempo y que esa es la forma correcta de trabajar. Luego empieza a perder y termina peleando el descenso.
- Un equipo grande lleno de figuras no le gana a nadie. La prensa habla de problemas en la comisión, de un vestuario dividido, de un técnico aislado del plantel. Ante las especulaciones, los jugadores se enojan y deciden no hablar más con el periodismo. Pero alguno termina hablando.
- Trasciende que un miembro de la barra brava visita el entrenamiento de un equipo. El club asegura que la reunión se produjo en buenos términos. Que el barra conversó con los jugadores sobre cuestiones de táctica y de estrategia. Más tarde se conoce que también se utilizaron armas de fuego para ejemplificar algunos conceptos.
- Comienza un nuevo programa deportivo que propone una idea distinta de análisis y discusión. A las pocas semanas invitan al piso a la mujer de un futbolista presuntamente embarazada de un utilero con micropene.
- Un ex árbitro brinda un reportaje en el que desliza que hubo arreglos en ciertos partidos de primera división. Es la noticia del año. Sin embargo, el escándalo dura tres días y jamás llega a la Justicia. El ex árbitro aparece ahorcado tiempo después, pero nadie se entera.
- Hay elecciones en un club. Votan pocos socios y gana un mafioso. Cuatro años más tarde el club está fundido y descendió una categoría. Hay nuevas elecciones.
- Un jugador es convocado a la selección. Después del partido regresa lesionado a su club y el director técnico se queja porque no lo cuidaron. No volverá a ceder a un solo jugador más. Con los años querrá dirigir la selección.
- Un equipo juega mal y pierde todos los partidos hasta que cambia de técnico. A la fecha siguiente, misteriosamente, el mismo equipo sin ninguna variante nueva se convierte en el Ajax de Johan Cruyff.
- Finalmente, el mejor equipo es el que siempre sale campeón.
La pena máxima
Cuando un arquero va a patear un penal yo siempre quiero que lo erre. También quiero que le hagan un gol de contragolpe, que en su patética carrera de regreso al arco se lesione, que su equipo pierda el partido, que la hinchada se enoje muchísimo con él, que los dirigentes echen al técnico, y que después el arquero no consiga trabajo, que ponga un quiosco y que se funda.
¿A quién se le ocurre que un arquero patee un penal cuando en el campo hay otros diez deportistas específicamente entrenados para jugar con los pies? Si ese mismo equipo cuenta con un par de delanteros que viven de hacer goles, un mediocampista habilidoso, dos centrales que le pegan con un fierro, ¿por qué tiene que patear el arquero? ¿Y por qué, además, tiene que dejar su propio arco vacío mientras se ejecuta la pena máxima?
Cualquier hijo de vecina responderá que la elección se debe a que ese arquero patea bien los penales. Ok. Pero si un equipo cuenta con un arquero que patea a corta distancia mejor que los jugadores de campo, el técnico debería retirarse dignamente. Porque con la misma lógica un delantero también podría atajar penales dado que tiene buen tino para adivinar la trayectoria del balón.
¿Qué misterio se esconde detrás de esta estúpida decisión? La respuesta correcta es que los arqueros que ejecutan penales se han tragado el sapo del héroe.
A estos arqueros el sueño de la gloria los despierta en mitad de la noche. “No soy un deportista más”, murmuran en la cama con la baba de las cuatro de la mañana, la voz carrasposa y la rodilla levantada, como si salieran a cortar un centro provocado por un tiro injusto de pelota parada.
Por algo tienen el número uno en la espalda. Eso indica no solo una posición, si no también su importancia. Por otro lado, llevan una indumentaria diferente a la del resto del equipo. También usan guantes y, si lo desean, pueden usar pantalones largos, que ciñen con gracia sus piernas musculosas.
Esta raza de arqueros entrena duro con el gesto de Rambo y la respiración cortita. Hay días en los que se sienten enamorados de un lateral izquierdo de la reserva. Pero no, no es amor, es solo afinidad. Y además es una sincera admiración por el cuerpo que dicho compañero posee. De todos modos, tratan de correr a la par del joven lateral. Cuando el muchachito lo percibe no duda en esquivarlos sin miramientos, y entonces ellos vuelven a trotar solos y melancólicos alrededor de la cancha.
En los entrenamientos, también en los partidos, suelen escupirse los guantes ante cada ataque. Esto no es tan bueno, porque muchas veces se escupen las manos sin darse cuenta, incluso cuando no tienen los guantes puestos, por ejemplo en un restaurante. Lo cierto es que los héroes siempre tienen la cabeza en otro lado. A veces se preguntan si no será inmortales y se apoyan con fuerza la punta del tenedor en los labios y gritan.
En el fondo, su único propósito es que los ojos de todo el estadio se posen sobre el uno de su espalda cada vez que ellos se inclinan garbosamente para apoyar la pelota sobre el punto perfecto del tiro penal. Siempre que esto sucede, sepan que detrás de ese acto, además del deseo de un héroe orgulloso, también se esconde un director técnico que no maneja el vestuario, una dirigencia que no sabe de fútbol, una hinchada pusilánime y diez jugadores mediocres y sin coraje.
Por lo demás, si alguien insiste tanto en hacerse cargo de una pena máxima que no le corresponde, será porque el crimen que cometió ha de haber sido enorme.
Ofiuco o el resultado imposible
Más allá de todas las especulaciones que se efectúen antes de un partido de fútbol, en las que se incluyen análisis de los planteles, tácticas elegidas, esquemas, estilos de juego, formaciones titulares, estado del césped, rachas buenas y malas, chicanas, rivalidades, cuentas pendientes, posición en la tabla, contingencias y todo lo que se nos pueda ocurrir, los resultados siempre estarán sujetos solo a doce posibilidades, como los signos del zodíaco.
Esto se puede chequear fácilmente si analizamos los tanteadores finales de los últimos cien años de fútbol nacional e internacional. No importa quién juegue, dónde y en qué circunstancia. El resultado definitivo no escapará a estas doce variantes. Salvo una sola excepción. Del mismo modo que no hace mucho se filtró en el horóscopo un nuevo signo del zodíaco llamado Ofiuco, a la excepción de la que hablamos aquí también la llamaremos con ese nombre.
Si antes de cada partido se lanzara un dado de trece caras, doce de ellas marcarían un resultado factible, mientras que la decimotercera (es decir: Ofiuco) abriría una caja de maravillosas sorpresas. Digamos también que no todas las caras tendrían las mismas chances de salir. La primera contaría con más posibilidades que la segunda, la segunda con más que la tercera, la tercera con más que la cuarta y así sucesivamente hasta llegar a Ofiuco, que acontece muy de vez en cuando.
A continuación, para que cada uno saque sus propias conclusiones, voy a proporcionar una lista del número uno al trece —pacientemente elaborada por mí mismo sobre la base de diversas fuentes que tomé de distintos medios— con los resultados más frecuentes que se dan en los partidos de fútbol de todas las ligas del mundo, a saber:
1) 0 – 0
2) 1 – 0
3) 1 – 1
4) 2 – 0
5) 0 – 1
6) 2 – 1
7) 2 – 2
8) 1 – 2
9) 3 – 1
10) 0 – 2
11) 3 – 0
12) 1 – 3
13) Ofiuco
En cada una de esas posibilidades, por supuesto, se dan distintos escenarios que hacen que cada encuentro sea diferente de otro. Sin embargo, ciertos esquemas suelen repetirse con considerable frecuencia. Yo elegí algunos patrones que a continuación paso a detallar, solo para tener una noción más cabal del listado que acabo de presentar:
1 – 0. El local ataca desde el inicio del encuentro y el visitante se dedica a aguantar y a tratar de aprovechar alguna pelota parada. No la aprovecha porque casi no cruza la mitad de la cancha. Hasta que en determinado momento la resistencia se quiebra como una silla vieja en la que se sienta el tío gordo.
0 – 0. Los medios y los hinchas presagian un encuentro cerrado y con pocas opciones de gol. Tenían razón.
1 – 1. El local convierte un gol con mucho esfuerzo en el segundo tiempo. Minutos después, expulsan a un jugador visitante y el partido parece definido. Sin embargo, en un centro aislado, el visitante consigue empatar.
2 -. 0. El local aprieta todo el encuentro a su rival colocando cada vez más hombres en ataque. La hinchada presiona, el árbitro inclina la cancha de a poco hasta que en un momento el equipo local convierte el primer gol que baja la persiana del partido. Luego aparece alguna tarjeta roja para el visitante, y el segundo tanto llega con el perdedor volcado al ataque.
0 – 1 . El local aprieta todo el encuentro a su rival volcando cada vez más hombres en ataque. La hinchada presiona, el árbitro inclina la cancha y en algún momento el visitante hilvana un contragolpe que termina en gol ante el estupor de las gradas. A partir de ese momento, el local se empeña en lanzar pelotazos al área rival, que son despejados sistemáticamente por los defensores. Al término del encuentro, el técnico del equipo perdedor declara que merecieron otra suerte porque los rivales no llegaron nunca. Tiene razón.
2 – 1. Partido cerrado con el resultado igualado en un tanto. El director técnico mete un cambio y le asegura al jugador que entra que va a convertir el gol del triunfo. Dicho y hecho.
2 – 2. El equipo gana cómodo dos a cero y podría definirlo en cualquier contragolpe. Está tranquilo. Se confía. Baja la intensidad. En una jugada aislada, el otro equipo le convierte un gol y el partido comienza a jugarse en el plano anímico. Todos saben lo que va a ocurrir. Y ocurre. Dos a dos sobre la hora.
1 – 2. El local se pone en ventaja por la mínima diferencia, pero el rival enseguida empata. A partir de este punto, el local busca la victoria de todas las formas posibles. Hasta que en el primer minuto del descuento lo pierde.
3 – 1. Con un cómodo dos a cero a favor, el local gana el partido y comienza a regular el juego. Se confía El visitante descuenta con un penal dudoso y luego va a buscar el empate. El visitante lo liquida de contragolpe.
0 – 2. El visitante convierte un gol que desconcierta al local. El técnico hace cambios ofensivos y el equipo entra en desesperación. Le convierten el segundo gol cerca del final del partido, en una corrida de tres delanteros contra un solo defensor.
3 – 0. Todo indica que el partido se va a abrir cuando el local convierta el primer gol y así ocurre. A partir de ahí las cosas se facilitan por completo. El local gana tranquilo.
1 – 3. El local llena la cancha. La tarde está hermosa. Los hinchas hacen cuentas porque saben que si ganan este partido sencillo quedan cerca de la punta y además llegan bien al siguiente encuentro contra un rival fuerte. El visitante se acomoda atrás y aguanta los famosos primeros quince minutos. Luego empieza a atacar y convierte un gol. La hinchada local se impacienta y sus jugadores también. Segundo gol. Consternación. Tercer gol. La muerte. Cuando llega el descuento, casi ni se festeja.
OFIUCO: ¡Esto es fútbol, señores, y puede pasar cualquier cosa!
El arte de desperdiciar una pelota parada
No llegamos nunca al arco contrario. De golpe, un pelotazo largo de nuestro arquero pica profundo y el más grandote de los defensores rivales empuja torpemente a nuestro único delantero para ganarle la posición y despejar de cabeza. El árbitro, que nunca cobra nada a favor de los equipos chicos a los que además les toca jugar de visitantes, esta vez se ve obligado a sancionar la falta, por haber sido demasiado evidente.
Es decir que, sin esperarlo, ahora tenemos un tiro libre casi frontal en las puertas del área. El réferi se agacha y pinta una raya torcida en el césped con aerosol. La distancia reglamentaria en estos casos es de casi ocho metros. El arquero arma la barrera y le da indicaciones a un defensor para que se pare cubriendo el primer palo.
De pronto, frente al balón, cinco de nuestros jugadores discuten algo. Tardan en decidirse. No entendemos qué pasa. El tiempo queda en punto muerto. La respiración, contenida. Acto seguido, uno de nuestros jugadores levanta una de sus manos e indica, para nuestro horror, una jugada preparada.
Cada vez que un equipo despilfarra un tiro libre o un córner para realizar una maniobra de pizarrón, el hincha siente una puñalada profunda en el corazón. ¿Por qué los futbolistas desaprovechan una pelota parada con una jugada de laboratorio, en lugar de tirar un centro o de patear al arco?
Seguramente, la raza de jugadores y técnicos que diseñan estas sofisticadas maniobras tendrán sus razones. Dirán que la defensa contraria es más alta que los delanteros del propio equipo. Que poner un compañero al lado del que va a patear el córner genera tanta confusión que al final del partido los rivales necesitan asistencia psicológica. Que el armado de la barrera demanda el empleo de muchos jugadores y eso genera mayor libertad para actuar estratégicamente y sorprender…
Sin embargo, las estadísticas dicen que el ochenta y cinco por ciento de todas las jugadas preparadas no terminan en gol. No importa lo que nos argumenten a su favor. La única razón por la cual los fantasmas se cubren con sábanas es porque son cadáveres. Y punto.
El mundo funciona más o menos bien porque cada uno cumple con su parte. Las plantas fotosintetizan, la tierra gira a una prudente distancia del sol, el agua se potabiliza a sí misma, las vacunas extinguen enfermedades, la humanidad se reproduce y las pelotas paradas no se desperdician, sobre todo cuando ciertos equipos recién conocen el área contraria al cambiar de arco en el segundo tiempo.
Conseguir una pelota parada a favor es lo máximo a lo que pueden aspirar determinadas escuadras. Malgastar esta única oportunidad equivale a cobrar el sueldo y dilapidarlo en el bingo.
En ajedrez hay una máxima que dice: “siempre da jaque, puede ser mate”. La misma premisa, con leves variantes, puede aplicarse en el fútbol: “no especules con porquerías, patea siempre a portería”.
Un centro a la olla puede rozar en cualquier cabeza y meterse contra un palo. Un remate lejano puede picar mal y sorprender al arquero. Cierto disparo intempestivo puede atravesar misteriosamente las piernas de diez jugadores y llegar al fondo de la red. El tiro menos esperado, quizás, puede convertirse en el gol del campeonato. Ergo, no lo desaprovechemos.
El número que nadie sueña
Hay un número de camiseta que es el más despreciado entre los once titulares de un equipo de fútbol. Un dígito con connotaciones oscuras que todos los jugadores pretenden esquivar, aun en entrenamientos o partidos amateurs. Una cifra que no se lleva, sino que se carga sobre la espalda como una piedra, o como una condena.
Se trata del número cuatro. Ningún niño sueña con jugar de cuatro. Ninguna carta quiere ser el cuatro de copas. La camiseta que tiene el cuatro en la espalda abriga menos que la piel y se destiñe más rápido que las otras. Nadie se compra una camiseta con el número cuatro. Todo cuatro consumado sale por descarte de inferiores y siempre gana menos que los otros. Hay que estar muy mal como institución para gastar dinero en un cuatro.
¿Por qué los jugadores que llevan este número se arrastran por el suelo en cada cruce? Para que el cuatro se les borre de la espalda.
Ni siquiera el trece, con su histórico estigma, genera tanto rechazo. Tampoco el tres, que pese a ocupar el extremo opuesto del campo de juego no es tan despreciado. Acaso porque para jugar de tres conviene ser zurdo, y solo el once por ciento de la población mundial lo es. Lo que lo convierte, desde el vamos, en un puesto que solo unos pocos pueden desempeñar con corrección.
En cambio el mundo está superpoblado de diestros, y quienes llegan a jugar de cuatro lo hacen después de haber fracasado en todos los demás puestos para los que se probaron. Son el descarte de las inferiores. Los que sobraron de otros puestos.
Si bien cuentan con cierto estado físico y mucha voluntad, lo cierto es que los cuatro solo están ahí porque alguien tiene que marcar al lateral ofensivo derecho. Sin ir más lejos, la idea de jugar con línea de tres viene del desprecio por el cuatro más que de una vocación ofensiva.
Si algún cuatro hace un gol, cosa que ocurre excepcionalmente, sus compañeros lo abrazan con ternura, como si se tratara de una criatura que acaba de articular su primera palabra. En estos casos, los directores técnicos más lúcidos los cambian de inmediato, porque saben que cada vez que un cuatro convierte, inmediatamente se marea.
Cuando el cuatro se retira del fútbol nadie se entera. Lo hace en silencio, sin lágrimas y sin partido homenaje. Por lo general deja la camiseta arrugada en el vestuario, toma el último mate con el utilero y luego se va silbando bajito por la vereda del sol. Quizás, si tiene un poco de suerte, todavía le quede la vida por delante.