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La increíble y cándida historia del venezolano que llegó a la Argentina escapando de un desastre social

Escribe
Carlos Crespo
El periodista Carlos Crespo emigró de su país en medio de una crisis sin precedentes. Aquí narra sus peripecias para intentar alcanzar «el sueño argentino». Un relato con el que es imposible no sentir empatía.

Nunca imaginé que decenas de juegos de sábanas, toallas, toallones, cubrecamas, cortinas de baño, manteles, cobertores y almohadas esperaban, sobre dos largos estantes de seis metros, mi llegada a Buenos Aires, esa ciudad a la que yo anhelaba desde Caracas y en la que más bien me soñaba recibido por los relatos de Borges, Cortázar y de nuestro querido Tomás Eloy Martínez.

Al momento de tomar la decisión de irme —huir dirán otros— de Venezuela, mi sueño era tan simple como claro; llegar y trabajar en una de las muchas librerías porteñas. Estar rodeado por montañas de libros todo el día y hablar, con personas de todo el mundo, sobre las maravillas que contienen sus páginas. A diferencia de otros venezolanos, para mí la vida cultural de mi destino tenía un peso igual o mayor al del estado de su economía. Una deformación de las prioridades típica de la mentalidad del periodista, el oficio que ejercía en Caracas.

No sólo quería mejorar mi calidad de vida, también deseaba olvidarme, por un tiempo, del agotador debate político de Venezuela. Pero el destino de los más de 500.000 mil venezolanos que hemos decidido volar más de 5.000 Km (unos 7.500 km por carretera) para alcanzar el sueño argentino es, cuando menos, curioso.

A mí me llevó a ser vendedor en una pequeña tienda de sábanas, un oficio que nunca había practicado y un rubro del que conozco menos aún. Ni siquiera sabía, por ejemplo, que hay una diferencia entre un cubrecama y un acolchado. De esto he ido aprendiendo poco a poco con el señor Diego —que tiene más de 50 años en el negocio— a quien agradezco haber acogido a un aprendiz tan torpe como yo.

El señor Diego es un viejo judío argentino, algo gruñón (un estereotipo porteño, me dicen), pero sin duda una buena persona. De otra manera no se explica que todavía no me haya despedido (al menos hasta el cierre de esta edición), pues la torpeza ha sido mi inseparable compañera durante esta aventura porteña.

Durante mi primer día en la tienda, el señor Diego me pidió que le comprara un agua con gas. La ansiedad me hizo ir corriendo hasta el kiosco indicado y volver con la misma velocidad con la botella en la mano. Cuando mi jefe abrió la tapa el líquido salió disparado, desde el pico, directamente hacia su rostro. «Me mojé hasta las pelotas», soltó, ante lo que puse una expresión de horror. «Tranquilo, no pasa nada», agregó.

Así ha sido cuando me olvido de los precios de las sábanas o no sé dónde están las cortinas de baño o de cocina. Aunque a veces sale un fuerte regaño de su boca, me explica las cosas tantas veces como sean necesarias. Su esposa, Mariana, me trata de manera cariñosa, me ofrece café o galletas cuando estoy trabajando. Eso es lo que he encontrado, en general, en los argentinos; solidaridad con el inmigrante. Y no lo digo como una frase hecha para que el porteño se sienta bien consigo mismo (algo que no es muy difícil de lograr), sino porque contrasta con los relatos de los venezolanos en otros países del continente.

También me he encontrado con hijos de p…, que los hay en todas partes (algunos venezolanos, por cierto), que se rieron cuando fui a dejar mi CV en una tienda, o como el argentino que vive en la residencia en donde me quedo, y que me dio a mí y a otro huésped español una larga lección sobre el «desarrollo superior» de los países del sur de Latinoamérica sobre los del norte, por las diferencias raciales en la colonización de ambas zonas. «Acá somos más blancos», dijo, pidiendo con antelación que no me ofendiera.
No lo hice, más bien me divirtió que al principio, por estar al lado de mi amigo vasco, me había confundido con un español y que luego, tras saber que era venezolano, cambió su discurso y se apagó el brillo de sus ojos. Ahí comprendí que el porteño tiene su propio sueño, verse reflejado en el espejo como un europeo. Luego de aquello hasta pudimos hablar de las realidades de nuestro países, con un mate de por medio.

¿Cómo contar este relato? Todo lo que ha sucedido en estos dos meses —el tiempo que llevo en Buenos Aires— se arremolina y mezcla en mi cabeza, así que iré relatando mi experiencia intentando dar unión a lo que viví, sentí y pensé durante este tiempo, en el que cambié de país, de clima, de oficio y de afectos y en el que busqué responder a una insistente interrogante que rebotaba en mi cabeza: ¿Qué carajo hago aquí?

La llegada

«¿Se va a quedar de turismo por dos meses?». Esa fue la primera pregunta que me hizo un argentino luego de que pisara el aeropuerto de Ezeiza. Se trataba de una mujer rubia, en una de las casetas de inmigración, que examinaba con cuidado el pasaporte que sostenía en sus manos. Luego del cansancio de viajar por varias ciudades de Brasil, mis nervios terminaron de romperse en el peor momento.

No recordaba la dirección de la amiga con la que me iba a quedar y entregué, con manos temblorosas, mi documentación a aquella mujer de cara severa. Así que hice lo que todos los venezolanos me aconsejaron que no hiciera: le dije la verdad. «Vengo a intentar sacar mi DNI, si no lo logro, tengo mi pasaje de regreso en dos meses». Observé una pequeña mueca en la cara detrás del vidrio y un rápido movimiento de su mano para sellar mi documento. «Bienvenido Carlos», así fue mi llegada.

Desde ese mismo día la ineptitud me siguió por la inmensa ciudad. No pude conseguir el wifi del aeropuerto y fue el taxista, otro venezolano, el que logró dar conmigo luego de ver detenidamente la foto de mi perfil en Whatsapp. «Eso es en las afueras de la ciudad», me dijo cuando le di la ubicación del domicilio de mi amiga.

Así me enteré de que el departamento de Gloria —usa su segundo nombre porque el primero, Yusleidy, es impronunciable para los argentinos—, en donde me iba a quedar un par de semanas, estaba algo retirado del centro. La carrera del taxi me costó 900 pesos y lo recuerdo porque tuve que pagar en dólares y la equivalencia, aquel 16 de julio, un día después de que Francia ganara el mundial de Rusia, rondaba los 28 o 29 pesos por dólar. Eso no tardaría mucho en cambiar y me haría recordar, en menor escala, la desbocada inflación de mi país, en donde los pronósticos ya hablan de porcentajes en millones, cifras que yo nunca había visto acompañadas con el signo de % al lado.

Yo también sacaba cuentas, con el desgano con que usualmente los periodistas afrontamos cualquier tarea que implique números. Me vine con un presupuesto de 1300 dólares, inferior a los 2000 que le recomiendan traer a todo venezolano para Argentina. El cálculo es que en Buenos Aires se gastan unos 500 dólares mensuales. Pensaba que con eso aguantaría unos tres meses, un lapso mayor al de mi regreso. Mi pasaje de vuelta marcaba el 9 de octubre.

Tenía fe en que, quedándome en un sitio barato y alimentándome con lo justo, lograría estirar aquellos billetes verdes. Luego comprobé que ambas cosas te pasan factura por otro lado: la salud, que empieza a quebrarse. Pero qué sabía yo de eso. Nunca había vivido en un sitio distinto a Caracas, y llegar a Buenos Aires era lanzarse a un mar turbulento para aprender a nadar.

Mi primer despido

Gloria vive en un pequeño departamento junto con su esposo y su hijo de 6 años. Rubén, el hermano del esposo de Gloria, también acababa de llegar de Venezuela para quedarse unos días y cuidar del pequeño mientras ambos padres van a trabajar. Aunque fui muy bien recibido, me di cuenta que, por la cantidad de personas y el tamaño del departamento, mi estadía no podía ser muy larga. Durante aquellas dos semanas dormí en el sofá, mientras que Rubén se acostaba en un colchón en el suelo, al lado mío. Un mes después extrañaría la suavidad de aquel sofá en mi nuevo domicilio.
Aquellos días fueron relajados y la búsqueda de trabajo se limitó a la tediosa tarea de terminar de montar mi CV en las páginas web de búsqueda de empleos: Zonajobs, Bumeran, Computrabajo y LinkedIn. Ya yo había adelantado esto desde Caracas, incluso revisado algunas publicaciones y revistas a las que podía enviar mi CV, pero ahora debía actualizar algunos datos.

Gloria me habló de la posibilidad de que una amiga argentina suya me contratara para ayudarla en su tienda online, que ofrece artículos de diseño como moldes de torta, bolsos de viaje y lámparas con formas de dibujos animados. Yo no sabía nada de aquello, pero la recomendación de mi amiga —pensaba— era suficiente para compensar mi inexperiencia.

Luego de una primera charla, la amiga de Gloria me ofreció un pago de 8000 pesos por laburar —me gusta esa expresión argentina, laburar— durante 4 horas. «Y luego es posible que sea fulltime, ganando 16.000 pesos», agregó María. Aquella promesa me sedó y me hizo cometer mi primer error: dejar de buscar trabajo.

Me dediqué, entonces, a recabar todos los papeles necesarios para sacar la cita para la tramitación del DNI, conseguir un lugar para quedarme e irme adaptando al invierno. A este último lo enfrenté con una sola campera, un regalo de mi hermano que bastó por aquellos días, pero que rápidamente agarró muy mal olor, pues era insustituible.

Mi primer día de trabajo en Argentina fue el lunes 30 de julio, cuatro días luego de que obtuve la residencia precaria. Mi horario era de 11:00 am a 3:00 pm. Decidí acudir, antes, a una sede de la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) para obtener mi CUIL, el registro que me permite trabajar legalmente, con la vana idea de que María deseara contratarme en blanco.

Aunque salí con suficiente tiempo, al llegar a la sede del ANSES más cercana a la residencia de mi amiga me informaron que ahí no hacían ese trámite, que debía acudir a otra sede. Debí irme directo al trabajo, pero pensé que la gestión no demoraría y me fui al lugar indicado. Llegué, pasó media hora y no había llegado mi turno. Vi que ya tenía el tiempo justo y decidí irme al trabajo.

A pesar de lo costoso, detuve un taxi, sabía que me estaba excediendo en el presupuesto, pero no podía llegar tarde el primer día de trabajo. Durante el trayecto le expliqué la situación al taxista. Inmediatamente, hizo el mayor esfuerzo por sortear el infernal tráfico porteño de esa hora. «No queda bien que vayas tarde», se lamentó y tuve la impresión de que mi angustia también era sentida por él. Fue la primera vez que palpé la solidaridad argentina. Llegamos con la hora justa y el taxímetro marcaba 240 pesos. «Con 200 estamos bien», me dijo. Se lo agradecí, aquellos 40 pesos contaban mucho para mí y para él también.

De aquel primer día no tengo mayor recuerdo. La tienda quedaba en uno de los pisos superiores de un edificio en la calle Pueyrredón. Se trata de un departamento particular acondicionado para guardar, de manera ordenada, todos los productos. Sentí que María evaluaba todo lo que hacía: me pedía que le llevara los moldes de torta, que barriera el piso, que empaquetara envíos. Luego me llevó a Once, en donde compraba la mercancía al por mayor que luego revendía por internet. A la hora del almuerzo me brindó unas empanadas y pensé que todo iba bien. Me pidió que me quedara cuatro horas más y que, a cambio, libraría el martes; accedí sin pensarlo.

El martes logré sacar mi CUIL y conseguí una residencia, en Almagro, a la que decidí mudarme. Todo empezaba a caminar con apenas dos semanas en el país, o por lo menos eso pensaba yo. El miércoles me mudé por la mañana y asistí a mi trabajo a la hora indicada. «Hola María», la saludé con una sonrisa. Inmediatamente noté su seriedad. «Vení Carlos», me llamó a su oficina.

«Mi esposo y yo estuvimos evaluando el primer día y no va funcionar. No te ofendas, pero no sos lo suficientemente rústico», agregó, mientras un nudo se apretaba en mi estómago y se desvanecían todas mis ilusiones de poder pagar la nueva residencia. «Sos un profesional, no tenés hijos y seguramente no tendrás problema en conseguir trabajo», dijo mientras yo mantenía, con gran esfuerzo, mi cara seria y le agradecía la oportunidad.
Todavía no he comprendido la razón del primer despido de mi vida: no ser lo suficientemente rústico para una tienda de artículos de diseño en una gran metrópolis como Buenos Aires.

Salí de aquella oficina sin un destino fijo. No quería ir a la residencia, así que hice lo único que cabía en esa circunstancia. Caminé de un lado a otro, sin rumbo, pasando por las mismas calles dos o tres veces, extraviado en aquel monstruo de mil tentáculos que, para el venezolano, es Buenos Aires. Encontré un café cerca de microcentro en el que me bebí una cerveza de litro.

«¡Miente, boludo!»

La confección de los Curriculum Vitae —los llamados CV— se ha convertido en una de las artes más logradas por los venezolanos que estamos llegando al país. La experiencia de mi primer día laboral me hizo comprender que la sinceridad no es la mejor estrategia a la hora de buscar trabajo. Ser profesional puede ser una gran desventaja para aplicar a puestos como vendedor, mozo, bachero o repositor.

Así que, aunque no fue de mi agrado, empecé a tomar los consejos de otros compatriotas, e incluso del argentino que se queda conmigo en la habitación en Almagro, para confeccionar mi CV: «¡Miente, boludo!».

Diseñé tres modelos básicos: uno que decía que tenía experiencia como vendedor en kioscos y tiendas de ropa, en otro coloqué que fui mozo y bachero en famosos restaurantes caraqueños y en un tercer formato, al que le puse más ahínco, indicaba que había sido vendedor en tres librerías de la capital venezolana, en procura de aquel sueño de trabajar en El Ateneo, o alguna librería porteña.

Deben ser pocas las librerías de las principales calles de la Capital Federal que no cuenten con un ejemplar de mi CV falso (si alguno de los encargados está leyendo esto, le pido disculpas). Como me dijo una amiga: «Emigrar también es inventarse una vida». Yo me inventé varias versiones y finalmente germinó la menos esperada.

Empezó la laboriosa tarea de ir entregando los CV por las avenidas de la ciudad en invierno. Yo, como muchos caraqueños, acostumbrado al clima del trópico, subestimé el frío porteño, sus lluvias y cambios bruscos de temperatura. Planifiqué mis recorridos para caminar una avenida completa al día. Empecé por Corrientes, luego Santa Fe, Córdoba, Rivadavia y después lugares como Palermo y Once.

Una de las complicaciones era saber cuál CV entregar en cada tienda. Como me había traído tres carpetas desde Venezuela metí cada uno de los modelos dentro de una. Si precisaba cambiar el CV que iba entregar me ponía detrás de un kiosco, o una pared, para seleccionar la hoja adecuada y dejarla en el establecimiento.

A esta actividad tampoco estaba acostumbrado. En Caracas siempre tuve la suerte de que me llamaban para ofrecerme trabajos, rara vez tuve que enviar un CV, mucho menos ir a un lugar a dejarlo. Entregando estas hojitas se descubre mucho sobre el carácter de la gente. El que se ríe en tu cara (algo que me desmoralizaba al principio), el encargado que te dice que ahorita no buscan personal pero que lo deje por si surge algo, y el empleado sincero que te recomienda no dejarlo pues no va a ser tomado en cuenta. «Aquí usan los CV para envolver los ganchos (perchas)», me indicó otro venezolano en una tienda en Palermo.

Empecé a entregar las interminables hojitas el 3 de agosto y me propuse hacerlo como un ejercicio de lunes a viernes. Descansaba sábados y domingo. Cuando llovía me protegía con un paraguas. Durante esos días descuidé mi alimentación tratando de ahorrar. Poco a poco sentí como me debilitaba, me costaba levantarme y me dolía la cabeza. «Estás muy flaco», me dijo el esposo de Gloria, un fin de semana que fui a visitarlos, palpando mi muñeca.

Luego de dos semanas en que ningún pez mordía los anzuelos que lanzaba, empecé a cambiar de estrategia. En redes como Instagram y Facebook hay numerosas cuentas dirigidas a venezolanos que anuncian vacantes por toda la Capital Federal. Decidí acudir directamente a donde solicitaban personal. Así fue como llegué a un supermercado ubicado en la avenida Lacroze. Decían que estaban buscando a un repositor.

Temprano en la mañana fui al locutorio más cercano en donde el encargado, un argentino afable, a veces no me cobraba por el tiempo que pasaba en la computadora para imprimir las hojas. Ahí paso mucho tiempo, pues no cuento con una laptop. Adapté mi CV de vendedor al puesto de repositor y me dirigí al lugar.

Cuando llegué me di cuenta que el lugar estaba dirigido por chinos. «¿Tenés experiencia?», me preguntó un hombre, con el inconfundible acento asiático, desde su silla, dentro de un pequeño cubículo negro. «Sí, en Venezuela». Alcancé a decir con poca convicción. «Prueba, prueba», me dijo con su vocecilla. Otro empleado me explicó que quería que hiciera una prueba ese mismo día.

El mercado es gigante y los dueños destinan solo dos personas para el trabajo de repositor. Mi jefe directo era otro argentino, Daniel, quien inmediatamente me explicó mis tareas y mi sueldo: trabajar doce horas al día, cargando pesadas cajas de cervezas, llevando carretillas de martes a domingo, con el lunes franco. Todo por unos 9.000 pesos, el sueldo no estaba muy claro.

Aunque dudé desde el principio, decidí aceptar la prueba en procura de fondos. Daniel me dijo que solo los venezolanos aceptaban aquellas condiciones de trabajo y no aguantaban más de dos semanas. Ahí entendí que hay empleadores aprovechando la situación de desespero en que llegamos.

No pasó mucho tiempo antes de que Daniel se diera cuenta de que no tenía experiencia como repositor. A pesar de que pude cargar las cajas de cerveza en la carretilla, alineé mal las botellas dentro de los incontables refrigeradores del mercado. «¿Qué te dije, Carlos? Tenés que ponerlas de adelante hacia atrás». Mientras, el cansancio físico se combinaba con mi mala alimentación y un escalofrío me empezó a recorrer el cuerpo.

Llevaba cuatro horas cargando cajas de cerveza y abriendo heladeras cuando empecé a sentir un agudo dolor en la espalda, pero seguí trabajando. «Tú, a la caja», me dijo un chino con expresión seca. Una señora de unos 70 años me esperaba para que le ayudara a cargar los víveres. Calculé que tenía que llevar dos cajas. No sé cuál era su peso real, pero yo sentí que levanté cincuenta kilos en cada brazo. Empecé a caminar junto a la señora.

La mujer, una argentina, fue muy amable durante el largo recorrido, pero su paso lento me obligaba a cargar aquellas cajas durante mucho tiempo. «Hace poco estuvo otro muchacho venezolano y ya se fue. Es una vergüenza lo que hacen los chinos». Yo solo sonreía. Cuando llegamos a la casa, su marido, un viejo tan amable como ella, me dio 20 pesos de propina y me estrechó la mano sin importarle que las mías estaban sucias. Al regresar al mercado no podía ni levantar los brazos. Me tocaba mi hora de almuerzo.
Con esfuerzo levanté las manos para lavarlas en el grifo destinado a la carnicería y prolongué aquel descanso hasta el infinito. Salí del lugar y no regresé más. A la noche pasó lo inevitable, el malestar se apoderó de mi cuerpo y amanecí con fiebre. Estuve unos tres días en cama, mientras me reponía.

La residencia

Aquellos fueron los días más duros, esos en los que veía disminuir mis ahorros y me parecía imposible conseguir un trabajo. Me sentía algo avergonzado ante las llamadas de mi hermano y mi mamá; las colas interminables que deben hacer para comprar alimentos, la inflación absurda que hace que no puedan comprar una pizza, un lujo que en Venezuela cuesta millones de bolívares, o la imposibilidad que tienen de salir en las noches, hora en que la única autoridad la ejercen los malandros, como le decimos a los criminales. Las locuras en Venezuela se suceden a un ritmo vertiginoso, imposible de digerir para el cerebro humano; incluso un temblor de 7,3 grados en la escala de Richter —recorrió toda la nación y se sintió hasta Colombia— que milagrosamente no dejó víctimas mortales.

La mayoría de los jóvenes del país dedica buena parte de su tiempo a hacer los complicados papeleos para poder irse. Sacar un pasaporte en Venezuela es un trámite reservado para las personas adineradas. El Gobierno emite muy pocos, por la falta del material importado, y ha surgido un mercado negro en el que el documento puede costar miles de dólares. Tener un pasaporte nuevo es necesario, por ejemplo, para quienes quieren irse a Chile. Las autoridades de esa nación exigen a los venezolanos tener este documento con, por lo menos, año y medio de vigencia, algo imposible de lograr para muchos de mis compatriotas, que encuentran en Argentina una opción más viable.

Apostillar los documentos también es una tarea titánica. La página web en la que hay que registrarse solo funciona de madrugada y su capacidad es desbordada todos los días. Recuerdo mis noches de trasnocho intentando conseguir una cita para apostillar mis documentos. Esto hace que la gente pague a «gestores» que te ahorran esa tortura. Se ha creado toda una industria de la migración en Venezuela de la que se enriquecen altos y medianos funcionarios del Gobierno.

Durante los días de enfermedad me quedé en Almagro. La residencia es una especie de hostel con forma de casa antigua. Se trata de una vieja edificación de color ocre y de estilo europeo. Quien vea la puerta de rejas negras y ventanales de madera desde la calle, nunca se imaginará que adentro hay un total de 22 habitaciones en las que pueden dormir hasta 6 personas. La casa es enorme y el dueño, Julio, la ha ido acondicionando para construir nuevos cuartos.

A la recepción, similar a la de un hotel, hecha de piedra y madera, se llega subiendo una escalera de 12 peldaños. Al pasar la cocina, que está detrás de la recepción, hay una escalera que pareciera dirigirte hasta las entrañas mismas de la tierra, como si estuvieras bajando los escalones que te llevan al subte. En el lado izquierdo de la recepción se encuentran otras escaleras, de madera antigua -crujen bajo los pies-, que llevan al piso superior. La televisión que suelen promocionar en los recorridos no sirve, o no está en el cuarto que te asignan.

A diferencia de otros lugares, Julio no te pide recibos de pago o constancia de estudios, sólo el pasaporte o la precaria, lo que lo hace un destino ideal para los venezolanos. La emigración que llega a Argentina es, en buena medida, de clase media y posee estudios universitarios, debido a lo costoso de los pasajes en avión y las dificultades para llegar al país por tierra.

En la residencia hay contadores trabajando en tiendas, un publicista que trabaja en la recepción de un gimnasio, un ingeniero que trabajó como delivery en bicicleta o un biólogo que vendió panchos en un negocio. Los profesionales de mi país están dispuestos a hacer cualquier oficio mientras se estabilizan y son apreciados por los empleadores argentinos por su dedicación y responsabilidad. Algunos se quejan de tener que agarrar una escoba para barrer el piso, teniendo estudios universitarios o de posgrado; otros, como yo, no vemos nada de denigrante en esa tarea, pero, al final, casi todos nos adaptamos. No he escuchado casos de venezolanos que se hayan regresado.

Todos nos inventamos esa nueva vida, aunque no siempre es de nuestro agrado. No es fácil aceptar que se debe comenzar, otra vez, desde cero. «No me gusta estar remarcando precios, pero por ahora es el trabajo que consigo», explica Ronald, un contador que trabaja en un pequeño negocio y vive en la residencia.

Marisol, quien en Venezuela era gerente y aquí trabaja en una floristería, tiene más de año y medio fuera del país. Antes estuvo en Panamá. No le fue bien y decidió venir a Argentina. A pesar de que ya tiene trabajo, se llena de tristeza cuando piensa que debe pasar una nueva Navidad sin su familia. «Ayer lloré. Es fuerte no poder verlos», me confesó un día en la cocina.

Otros son chicos que no llegan a los 20 años de edad, apenas terminaron la secundaria y vinieron a estudiar en CABA. Ese es el caso de Isrrael que trabaja en un kiosco cercano durante toda la noche y de día estudia el ciclo básico de medicina. Aprendió a usar una caja, a memorizar los precios de los incontables productos de los maxikioscos y a distinguir los billetes falsos, pero no sé en qué momento duerme o se divierte.

El caso del colchón

Calculando un promedio de 3 personas por habitación y un pago promedio de 5000 pesos (es lo que pago yo por una triple, la doble cuesta 6000 y la individual 8000) podemos decir que el dueño recibe unos 300.000 pesos mensuales por el alquiler de las habitaciones. Es bueno agregar que Julio posee otras dos residencias de las que, seguramente, obtiene una cantidad similar.

Mi habitación mide 4 x 3 m². En ella hay una cama individual y una litera —cucheta, la llaman en Argentina— dispuestas a ambos lados de las paredes paralelas a la puerta de entrada, para que haya un corredor que nos permita pasar. De forma improbable, Francisco, un argentino encargado del mantenimiento en el lugar, logró meter tres placard en ese reducido espacio.

Mis compañeros de cuartos son un francés de 22 años, llamado Jean-Pierre y un argentino de Mendoza de 29, llamado Mario. Aunque al principio todos no las llevamos bien y hasta salimos juntos a tomar cervezas, nuestros colchones terminaron siendo la manzana de la discordia.
A pesar de la buena ganancia que, sin duda, generan todas las habitaciones Julio no compra colchones nuevos. Después de un mes todos los huéspedes empiezan a desarrollar dolores en la espalda. Este dolor fue especialmente insoportable para Jean Pierre, quien no estaba acostumbrado a este tipo de privaciones.

Mario tuvo una emergencia familiar y debió viajar a Mendoza de urgencia. Cuando regresó soltó: «Este no es mi colchón». Afortunadamente, yo estaba fuera de sospecha. Mi colchón seguía siendo el peor de la habitación. Mario preguntó a Jean-Pierre qué había pasado. «Lo cambió Francisco», aseveró.

Mario habló con Francisco quien negó la acusación. Al final Jean-Pierre admitió que había cambiado el colchón de Mario por el suyo mientras yo estaba fuera. Fue un gran «quilombo», según la expresión de uno de los encargados del lugar. Todos los venezolanos le hicieron bromas a Mario porque, estando rodeados por ellos, vino a ser víctima de la viveza de un francés.

Mario realizó un nuevo viaje, por motivos laborales, y un brasileño, llamado Víctor, ocupó su lugar. Los dos brasileños que viven en la residencia vinieron a Buenos Aires a estudiar medicina. «En Brasil es muy caro y muy difícil», aseguró Víctor, quien habla muy bien el español. Lo cierto es que mi habitación siguió siendo un espacio de mezcla de culturas dentro de la residencia, una pequeña copia de lo que es Buenos Aires; ese increíble crisol de nacionalidades en el que los venezolanos ganan cada vez más terreno.

Pocos días después de todo aquello vi a Jean-Pierre lamentándose en su cama. «Me robaron mi teléfono», dijo con su marcado acento francés. Aunque había venido a Buenos Aires y a esa residencia —podía pagar algo mucho mejor— para aprender español, es poco lo que entendía y menos lo que hablaba. La noche anterior un motorizado le había arrebatado el celular, mientras regresaba de un boliche. Pensé que aquello había sido obra del karma aunque nunca he creído especialmente en esas cosas. Debido a sus dificultades para entender el idioma, me pidió que lo acompañara a la comisaría más cercana a denunciar el robo.
Mientras nos acercábamos a la comisaría empecé a darme cuenta de lo ridículo de aquella situación. Éramos el inicio de un chiste andante: un francés y un venezolano entran a una comisaría en Buenos Aires… no pude evitar sonreír un poco. Cuando nos tocó nuestro turno y le conté al policía —sentado en su escritorio un domingo en la mañana— lo que había sucedido este nos miró de arriba abajo, como si fuéramos personajes salidos de una tira cómica.

A pesar de su esfuerzo no pudo reprimir del todo la risa. Yo ya sabía lo que nos iba a decir, lo he escuchado muchas veces en Venezuela: «Te puedo tomar la denuncia si la necesitás para el seguro del teléfono, pero nosotros no vamos a hacer nada». Me volteé hacia Jean-Pierre y le dije que nos fuéramos. Aquel día me sentí como en casa.

Conociendo a Argentina

Por aquella época empecé a manejar los significados de las palabras en Argentina: campera por chaqueta, placard por armario, banana por cambur, ananá por piña, pochoclo por cotufas o la pronunciación tan característica del argentino de la doble «ll» y la «y», esa que desconcierta tanto a Jean-Pierre.
Me recuperé de la fiebre y volví a la brega, a la entrega de los currículos. Pesaba sobre mí una severa depresión, pero hasta en los días más bajos de ánimo salía, aunque fuera solo un momento, a entregar los CV. Un viernes, en el que me sentía particularmente mal, dejé uno en una pequeña tienda de sábanas. «Cualquier cosa te llamamos», me dijo el dueño. Me despedí con cordialidad, a pesar de que sabía que no me iban a llamar. Ya había escuchado eso demasiadas veces.

El lunes siguiente estaba desayunando en la cocina del piso medio de la residencia, un lugar que parece un búnker y al que no llega la señal de ninguna compañía telefónica. En uno de los extremos de la cocina hay una puerta que lleva a un pequeño patio. Por alguna razón, que ahora atribuyo a una especie de providencia divina —a pesar de que me la paso diciendo que soy agnóstico— decidí ir hasta el patio para tomar algo del poco sol que llegaba.

Apenas di dos pasos dentro del patio cuando sentí el teléfono vibrando en el bolsillo derecho de mi pantalón. Para mi sorpresa era un número argentino. Contesté y una voz gruesa y alta salió por el auricular: «Es de la casa de sábanas donde dejaste el currículo. ¿En cuánto tiempo podés llegar hasta acá?».

La tienda

Llego a la tienda todos los días a las 8:00 am y salgo a las 6:00 pm. Estoy frente al establecimiento 15 minutos antes de que llegue Diego, pues no quiero correr el riesgo de ser despedido. Cuando llega mi jefe le ayudo a abrir los tres candados que cierran la reja que está en la entrada y a quitar la pesada puerta de la cortina, para que esta pueda abrirse a través del mecanismo eléctrico. Hacer cada uno de los pasos de manera correcta es crucial, si se olvida algún candado o el marco en donde se coloca la puerta, se dañará la cortina, cuya reparación nunca podría pagar.

Luego compro el periódico, que el jefe revisa todos los días, más que nada la sección deportiva, es un apasionado hincha de Boca. «Todos son la misma mierda», fue su respuesta cuando le pregunté qué pensaba de los diarios de la capital argentina. Un par de veces le pedí que me los regalara para leerlos en casa. En comparación con Venezuela, tienen un precio bastante elevado.

Más tarde debo barrer la tienda, pasar un trapo de piso o limpiar los tres mostradores si es necesario. Termino todas estas tareas a las 9:00 am y a partir de ahí debo estar en la puerta de la tienda atento a las personas —casi siempre mujeres mayores— que se detienen a mirar algo en la vidriera para entregarles un volante con las ofertas de los diferentes artículos, aunque esas ofertas ya no existan. El aumento del dólar llevó todos los precios hacia arriba.

La crisis inflacionaria ha tenido un efecto contundente. Desde que empecé a trabajar en la tienda, son pocos los días en los que se hacen ventas grandes. Paso horas de pie en la entrada sin que un alma se acerque a preguntar ni siquiera por las toallas, que son el artículo más económico. El que se acerca generalmente solo averigua precios.

Esto ha provocado que mi jefe tenga un humor de perros. «Estás parado ahí y no haces entrar a nadie», me recriminó un día. La verdad es que yo tampoco soy un vendedor estrella, no nací con ese carisma personal para engatusar a las personas, ni soy muy bueno manejando números o logrando sacarle los últimos pesos a una anciana para que compre un cubrecama en vez de su medicina.

Para esto el señor Diego es un as, es como un boxeador que poco a poco va minando a su rival hasta que este cae rendido en la lona. Siempre empieza con un chiste al estilo: «¿Qué está buscando señora, además de plata?», cuando le dicen «algo bonito y barato», replica: «Llévese a mi suegra; es bonita y barata». Con estas frases siempre consigue una sonrisa del cliente que, sin darse cuenta, baja la guardia.

Luego viene el contraataque mortal de jabs y ganchos con el despliegue rápido de las sábanas o los cubrecamas sobre el mostrador. El artículo deseado siempre está a punto de aumentar de precio o es el «último en existencia», aunque a veces no sea cierto. Si la señora está lo suficientemente mareada se le puede aumentar algo el precio de venta, si no, se lleva hasta donde sea conveniente. Trabajamos con precios fijos al por mayor, pero fijar el precio al por menor es un arte que todavía no domino del todo. No sé cuándo aumentarlo o bajarlo y cuando hago esto último siempre me gano la desconfianza de Diego.

A pesar de esto he logrado proezas para una persona que nunca había estado en este campo. Entendí que se puede vender algo sin conocer cuánto cuesta, explotando la necesidad consumista de las personas, que ya están convencidas de que deben llevarse ese artículo. Un día logré vender unas sábanas de 800 pesos a un señor que todavía no tenía colchón, y que me dijo que lo iba a comprar en unos días. «Espero que sea muy bonito ese colchón», le dije cuando salía y sonrió. Sin embargo, no termino de ganarme la confianza de mi jefe. «Todavía necesitas convencerme un poco más», me dijo después de estar trabajando tres semanas en la tienda.

Cumpleaños

El miércoles 19 de septiembre cumplí 34 años de edad; debido a las fiestas religiosas judías, la tienda no abrió ese día. Fue mi primer cumpleaños fuera de mi país. La mañana la dediqué a hacer diligencias como el mercado y lavar la ropa. En la noche decidí que debía combatir la sensación de vacío que sentía en el estómago con algo de alcohol. Le dije a Jean-Pierre y Víctor para irnos a tomar una cerveza en un bar cercano.

En el lugar transmitían el partido de ida, por los octavos de final de la copa Sudamericana, entre el Caracas FC y el Atlético Paranaense. Fue un total desastre para el equipo venezolano que perdió dos a cero en su cancha, desolada, pues la inflación y la inseguridad hacen que pocos se atrevan a acercarse al estadio.

Como nos ha pasado en otras ocasiones, Jean-Pierre, que siempre anda alardeando de que su papá es un empresario que gana mucho dinero en Francia, nos dijo que no tenía para pagar una cerveza. Víctor y yo dijimos que la pagábamos. A pesar de tener una risa fácil y sonora, Víctor no es el típico brasileño. Entre sus libros de cabecera está La náusea de Sartre y a veces le dominan ataques existencialistas y fatalistas, por eso, decidí apodarlo el «sartrecito bahiano», pues es de Salvador de Bahía.
El día de mi cumpleaños tenía uno de sus bajones emocionales. Ambos coincidimos en la necesidad de tomar para despejar nuestras penas. Pedimos una jarra de 4 litros de cerveza que estaba en promoción. Jean-Pierre, serio e incómodo con nuestras risas, decidió irse a la residencia. Nosotros nos bebimos aquella inmensa jarra y hablamos de música, de política y de fútbol.

Cuando llegamos a la residencia ya estábamos algo mareados y unos vecinos de piso nos ofrecieron más cerveza, aquello terminó de emborracharnos. Nos acostamos como a las 3:00 am. No sé cómo me levanté, pero vi el reloj del teléfono y eran las 7:15 am, solo tenía unos 10 minutos para vestirme y salir. Bajé las escaleras de la recepción corriendo y abotonándome la camisa. El colectivo llegó a las 7:43 am, sabía que la competencia para llegar antes que mi jefe iba a estar cerrada.

El colectivo me deja a unas seis cuadras de la tienda, cuando bajé corrí aquellas calles de manera desaforada. Jadeando, pisé la esquina en la que debo doblar a la izquierda para llegar a la puerta del lugar y vi que Diego estaba en la acera contraria, esperando que cambiara el semáforo para cruzar. Aminoré el paso para que no me viera y, muy lentamente, me ubiqué en la puerta. Cuando mi jefe llegó lo miré como diciéndole: ¿Por qué tardaste tanto?

Ese fue el día más largo que he pasado en la tienda, creo que en algún momento me quedé dormido estando de pie. Recordé que el alcohol solo te libra de tus demonios por un rato, a la mañana siguiente regresan y tienen como refuerzo un intenso dolor de cabeza y una pesadez generalizada del cuerpo.

Los demonios

Ya voy a cumplir un mes en mi nuevo oficio y todavía no estoy muy seguro de cuál va a ser mi destino. El señor Diego me dice que tendremos una «conversación seria» la semana que viene. Yo miro el poco movimiento en las ventas y me imagino lo peor. No sería fácil volver a la caza de un trabajo y a la cuenta regresiva que significa la progresiva disminución de los ahorros.

Mientras estoy de pie, en la puerta de la tienda sin que lleguen clientes, la misma e insistente pregunta precede la llegada de mis demonios: ¿Qué hago aquí? Luego empiezo a pensar que lo que gano todavía no es suficiente para enviar dinero a mi casa, que no sé si logré conseguir un trabajo mejor y que, por lo menos, en mi país estaría ejerciendo mi profesión. Creo que son pensamientos que asaltan a muchos de los venezolanos que estamos en Argentina y que van minando ese eslogan con que tratamos de combatirlos: Hay que ir poco a poco.

Así también se encuentra Julián, el publicista que trabaja como recepcionista en un gym. A pesar de que gana más que yo se prepara para que lo echen un día y volver al desespero de tener que conseguir trabajo. «No están entrando nuevos clientes, la gente se va. Seguro que van a reducir personal y van a empezar conmigo, que soy el más nuevo», dice con preocupación.

La situación económica de Argentina ha hecho que muchos venezolanos, traumados por la locura económica del país, piensen que la mala suerte los persigue. La experiencia del venezolano es fatalista; cuando los procesos inflacionarios empiezan a rodar se convierten en inmensas bolas de nieve que acaban con los países.

¿Será que nosotros traemos la pava, como le decimos a la mala suerte?, me pregunta Emilio, un colega que llegó hace poco a Buenos Aires. La interrogante de Emilio está precedida por un episodio surrealista. Al igual que yo, Emilio se queda en una residencia junto a otras personas que no conoce.

Un día, temprano en la mañana, Emilio estaba a punto de salir al trabajo cuando escuchó que tocaban el intercomunicador de la puerta. «¡Abran, es la Policía Federal!». Como no hubo respuesta, pues los dueños no se encontraban en el lugar, los agentes forzaron la cerradura y llegaron directamente a donde estaba Emilio, a quien apuntaron con una pistola. «Al piso», fue lo único que le dijeron.

Luego de unos segundos de desconcierto Emilio obedeció y el policía procedió a amarrarle los brazos detrás de la espalda con un precinto. Los agentes repitieron el procedimiento con todos los huéspedes del lugar, a excepción de una pareja venezolana, pues la mujer se encuentra embarazada. Luego leyeron un acta en la que se explicaba que aquello se trataba de un allanamiento y que podían llevarse cualquier pertenencia como parte del mismo. «Pensé que iba a perder mi laptop y mi teléfono», contó Emilio.

Los policías revisaron las habitaciones y uno de ellos salió con un paquete de más de un kilo de marihuana. Todos los residentes tragaron saliva esperando lo peor. En la habitación, perteneciente a un argentino, encontraron otros instrumentos destinados a la comercialización de la droga. Sólo él fue detenido.

El procedimiento duró seis horas, durante las cuales estuvieron incomunicados. Al menos los agentes entregaron una constancia del allanamiento a los residentes, junto con sus declaraciones como testigos, lo que les permitió darle algo de verosimilitud al absurdo relato que debieron contar en sus trabajos.

La sensación de que la tragedia nos persigue nos acecha a donde quiera que vayamos. Yo prefiero pensar que no, que el destino fatal de un país, que estaba supuestamente «condenado al éxito» por sus recursos naturales, no es necesariamente una copia de lo que le sucederá a otro que se encuentra en dificultades.

Tampoco puedo acompañar la idea de que los venezolanos traemos algún mal al país al que llegamos. En el caso de Argentina, al contrario, se trata de una nación que seguramente se beneficiará del desangramiento de personal calificado que ocurre en Venezuela y que llega al país sureño. También creo que es nociva la idea de que la «fortuna» es el factor que define el destino de un país y no su capacidad para organizarse, de producir, la calidad de su educación o las políticas de sus gobiernos. A pesar de estos argumentos, muy racionales todos, los demonios no dejan de aparecer con su nueva interrogante: ¿Será que nos persigue la desgracia?

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