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Fue a comienzos de 2010 cuando me recomendaron por primera vez que viera Mad Men. Con la fotógrafa Alejandra López intercambiábamos datos sobre las series que estábamos viendo y ella me dijo que no me podía perder Mad Men. Como buena fotógrafa alabó la iluminación y los colores. Me dijo que cada cuadro era justamente eso: un cuadro donde había que observar cada detalle. Fue Alejandra también quien me explicó que «mad men» era como se llamaba a los publicistas neoyorquinos de los cincuenta y los sesenta que tenían sus oficinas en Madison Avenue.
Pasaron los meses hasta que Gisel, mi mujer, leyó un artículo apologético de Mad Men en un blog de series que ella sigue con demasiado fervor, para mi gusto. Me intimó a que dejáramos las aventuras amorosas de Enrique VIII en The Tudors y nos pusiéramos con la serie que recrea los «early sixties». Me puse a buscar la primera temporada. Me costó encontrar links activos donde bajarla y terminé descargando los capítulos con formato «mkv». Así que para observarlos en el reproductor de DVD tuve que convertirlos en Divx. «¿Valdrá la pena tanto esfuerzo?», me pregunté.
La primera sensación que tuve, después de ver los dos primeros capítulos de Mad Men era que con gusto volvería a ver esos dos, pero que no me interesaba especialmente seguir avanzando. Eso le dije a Andrés Beláustegui y a Natalia Méndez mientras almorzábamos en El Gijón, una fonda atendida por gallegos de mal carácter, pero con platos caseros exquisitos.
—Ni se te ocurra abandonarla —me dijo Andrés—. Mad Men es una serie que se va metiendo de a poco en vos y no te suelta.
Le hice caso. No tardó mucho (¿uno, dos capítulos más?) para que Mad Men se convirtiera en una droga de diseño que me permitía viajar en el tiempo, enfrentarme a mis incertidumbres, convivir con personas que comenzaron a ser más familiares que mis vecinos o mis colegas. Una serie que arrasaba con todo lo que había visto y leído. Terminé de ver la cuarta temporada con el amargo sabor de tener que esperar meses para volver a meterme en ese universo paralelo que habité semana tras semana. A los muchos miedos que me despierta la muerte le agregué uno más: no llegar a ver la quinta temporada de Mad Men.
Bienvenidos a este viaje por la Mad Men Manía. Les recomiendo que se ajusten los cinturones (estamos por retroceder cincuenta años) y que no crean en todo lo que digo. Un yonqui con síndrome de abstinencia nunca es un tipo muy confiable.
La felicidad
Para comenzar a explayarme sobre una de las tres mejores series que vi en esta década, debo citar a una de las tres mejores películas que vi en mi vida. Se trata de El odio, del francés Mathieu Kassovitz. En este film en blanco y negro de comienzos de los noventa, uno de los protagonistas cuenta un chiste que se convierte en el leitmotiv de toda la obra y que podría ser tranquilamente el epígrafe de Mad Men:
«Un hombre se cae desde lo alto de un edificio. A medida que va cayendo y mientras ve pasar delante de sus ojos los distintos pisos del edificio se repite: ‘Hasta ahora todo va bien, todo va bien’.»
En la impactante presentación de cada uno de los cincuenta y dos capítulos que componen las cuatro temporadas emitidas de Mad Men, se ve la figura dibujada en negro de un hombre de maletín que ve diluirse su entorno y que cae de un edificio. A medida que se desploma podemos ver (como quien recuerda toda su vida) ilustraciones de publicidades gráficas que remiten a las décadas de 1940 hasta 1960. El hombre cae pero no se destroza contra el piso sino que se convierte en el típico hombre de fines del siglo veinte, sentado cómodamente en un sillón con un cigarrillo en la mano. ¿Fin de la caída o continuación por otros medios? Hasta ahora todo va bien.
Mad Men es muchas historias y muchos personajes pero es ante todo la historia de Don Draper (interpretado por Jon Hamm), el director creativo de la agencia de publicidad Sterling Cooper, propiedad de Roger Sterling (John Slattery) y Bertram Cooper (Robert Morse). Alrededor suyo se mueven los demás empleados de la agencia entre los que se destacan la jefa de las secretarias Joan Holloway (Christina Hendricks), el responsable de cuentas Pete Campbell (Vincent Kartheiser) y Peggy Olson (Elisabeth Moss), primero su secretaria y luego redactora creativa.
Draper está casado con Betty (January Jones) y tiene dos (luego tres) hijos. Su vida es la de un hombre exitoso que se hizo a sí mismo cumpliendo el sueño americano. Vende eslóganes y campañas publicitarias para un mundo manejado por la publicidad y el consumo. Es admirado por sus colegas, deseado por las mujeres y requerido por los clientes. Tiene amantes bellísimas, aunque ninguna es tan bella como su propia esposa. Su vida sería perfecta si no fuera un hombre de alma oscura y un pasado turbio que incluye la deserción del ejército (en pleno fervor patriótico post Corea y pre Vietnam) y el apropiamiento indebido de la identidad de otra persona.
Mad Men es una serie donde los conflictos se desarrollan lentamente y de manera pudorosa. Salvo el suicidio de un personaje secundario al comienzo de la segunda temporada, todo ocurrirá siempre en un marco de discreción. Y sin embargo, es una serie profundamente dramática, en la que los personajes se mueven en situaciones límite y en la que no hay piedad para nadie. El mundo de la publicidad como la cáscara brillosa de una fruta podrida que no es otra que la sociedad de consumo.
«La publicidad se basa en una cosa: la felicidad. ¿Saben lo que significa la felicidad? Felicidad es el aroma de un auto nuevo. Es no sentir temor. Es un cartel en el camino que, a gritos, nos asegura que lo que hacen ustedes no tiene nada de malo. No hay nada de malo en su producto.» Le dice Don Draper a los dueños de Lucky Strike.
El creador de esta historia es Matthew Weiner. Le llevó más de un lustro convencer a los estudios y a las productoras para que invirtieran en este proyecto televisivo que una vez en el aire arrasó con premios y elogios. Es lógico. ¿Cómo a alguien se le puede ocurrir hacer una serie que transcurre a comienzos de los sesenta y que muestra el lado glamoroso de una sociedad en crisis? Matthew Weiner lo hizo.
Espíritu de los tiempos
En los sesenta la sociedad norteamericana estalló en pedazos. En Mad Men se pueden descubrir las esquirlas del estallido. Una década que comienza con John F. Kennedy llegando a la presidencia, con la Guerra Fría en su momento más caliente, y que culmina con el hombre en la Luna y con Richard Nixon acomodado en el Salón Oval de la Casa Blanca. En esos diez años Estados Unidos y el mundo cambiaron para parecerse al mundo en el que vivimos. Pero en 1960 todo era distinto.
Detalles cotidianos de una sociedad que nos causa asombro. Todo el mundo fuma en cualquier lugar. No existen los lugares «libres de humo» (mucho menos los edificios o bares en los que se prohíba fumar). Fuma el médico mientras atiende a su paciente y fuma sin parar la embarazada. Y el cigarrillo no es un tema menor en Mad Men sino que articula las cuatro temporadas. De hecho, la serie comienza con Don Draper tratando de armar una campaña para Lucky Strike, ya que las cigarreras comenzaban a ser interpeladas por las primeras (y muy débiles) campañas antitabaco. Lucky es «el» cliente de la agencia y el humor de su dueño llevará a Mad Men a momentos dramáticos (el despido de un creativo gay acosado por el mandamás de Lucky) y también pasos de comedia formidables (la fiesta de fin de año que la agencia se ve obligada a armar para satisfacer los caprichos del empresario). La cuarta temporada cierra con una vuelta de tuerca sobre la relación de Draper y su gente con las empresas tabacaleras.
El mayor peligro de tener relaciones sexuales sin preservativo era (como lo fue hasta mediados de los ochenta) un embarazo no querido. Aunque la píldora anticonceptiva empezaba a hacer su trabajo de liberación en las mujeres. Peggy Olson y Joan Holloway, hoy setentañeras, podrían contarnos muy bien esas experiencias.
Los chicos estaban lejos de ocupar el centro de atención. Eran una molestia que los padres sobrellevaban con cierta indiferencia: cualquier adulto podía darles un mamporro y retarlos sin que eso resultara extraño. Un abuelo podía permitir que su nieta de diez años manejara su auto y un padre podía darle la mano a su hijo preadolescente como todo saludo.
En esos tempranos sesenta reflejados por Mad Men, los negros solo ocupan lugares serviles de empleados de limpieza, mozos o ascensoristas. Cuando uno de los creativos se pone de novio con una negra, debe soportar con estoicismo la mirada reprobadora de su entorno (la hija de Draper preguntando al ver una foto de la chica negra: «¿Es tu empleada doméstica?»).
La corrección política no había llegado a la vida social norteamericana. Los chistes misóginos e incluso los comentarios antisemitas podían formar parte de la conversación de gente respetable. La homosexualidad era despreciada e inadmisible. La aparición de una amiga lesbiana de Peggy en la cuarta temporada despierta comentarios agresivos de uno de sus compañeros.
Los sesenta, ¿quién no hubiera querido estar ahí? Por Mad Men desfilan en un segundo plano el surgimiento y la muerte de John Kennedy, Cassius Clay convertido en Muhammad Ali, la Crisis de los Misiles, el suicidio de Marilyn Monroe, el éxito de Ann Margret, el comienzo de la Guerra de Vietnam, la lucha de Martin Luther King, la carrera armamentista y espacial, la llegada de los Beatles a Estados Unidos. Las polleras tubo cada vez más cortas en las mujeres reemplazando los vestidos acampanados de las chicas de los años cincuenta. El abandono progresivo y muy lento del sombrero en los varones.
Mad Women
En una de las campañas que prepara la agencia Sterling Cooper, contraponen dos modelos de mujer: Marilyn Monroe y Jacqueline Kennedy. La amante apasionada pero algo tonta contrapuesta a la esposa abnegada e inteligente. Las dos bellas, por supuesto. Claro que se trata de una campaña publicitaria y por lo tanto lejana de la verdad. No es Marilyn versus Jackie la verdadera dicotomía.
Hay una mujer que muere en los sesenta y otra que nace. El ama de casa versus la mujer independiente que pelea palmo a palmo con los varones por un espacio laboral. La tensión entre estos dos modelos no tendrá como eje a Don Draper sino al tan insoportable como encantador Pete Campbell, el ejecutivo de cuentas que intenta crecer en el mundo de la publicidad. En el primer capítulo de la primera temporada, Pete está por casarse con Truddy y tiene una aventura con la secretaria que acaba de entrar en la agencia, Peggy Olson. A lo largo de la serie Truddy y Peggy serán las encargadas de poner de manifiesto el enfrentamiento de estos dos modelos de mujer. Lo único que desea Truddy es casarse, tener hijos a los que criar y vivir en un lujoso departamento. Fue educada para eso y respeta sin ninguna rebeldía los preceptos paternos.
En cambio, Peggy es ya una mujer de esta época. Una pionera que deberá soportar el acoso y el desprecio machista. Su talento la lleva de ser secretaria a convertirse en redactora creativa. Y al tiempo, en la redactora más importante de la agencia. Sus compañeros piensan que el puesto lo consiguió por acostarse con Don, algo que no es para nada cierto (aunque ella hubiera estado dispuesta a tener una historia con él, tal como lo muestra en el primer capítulo). Peggy no piensa en casarse, se enoja cuando le dicen que todo lo que desea una mujer es tener un marido, no se ve a sí misma en el rol de madre y hasta da muestra de autoridad cuando despide a un colega varón por maltratar a Joan.
La transición entre una mujer y la otra es Betty Draper, la esposa de Don. Sin duda, es un ama de casa cuya principal ocupación es tener la cena lista para cuando llega el marido. Soporta las infidelidades de su marido y no se anima a hacer lo mismo. Pero no vive como Truddy, feliz en ese papel que la sociedad le ha reservado para ella. Gran parte de su malestar se debe a la contradicción entre ser un ama de casa y querer ser una mujer plena. De allí la felicidad con la que encara su fallido paso por el mundo del modelaje, o que busque cierta libertad en la actividad ecuestre (un espacio no controlado por su marido, como sí lo es el consultorio del psiquiatra al que concurre). Muchas veces se comporta como una niña malcriada, pero es su manera de no dejarse hundir en el rol de mujer correcta que todos esperan de ella.
En la galaxia de personajes femeninos fuertes de Mad Men también se destaca Sally Draper, la pequeña hija de Don y Betty. Ella es una niña de los sesenta que crece mirando la televisión (dibujos animados, pero también el noticiero y el resto de la programación pensada para el público adulto). Se rebela ante la arbitrariedad de su madre y se siente fascinada por su abuelo enfermo. Pocos personajes evolucionan tanto en la serie como el de ella, apoyado en la excelente interpretación que hace Kiernan Shipka.
La gran novela americana
Pocas series como Mad Men contienen tan profundamente el american life style (desde el endiosamiento del consumo a la política del éxito como única vía de felicidad) y, sin embargo, algunas cuestiones se ejemplifican mejor cruzando el océano.
Hay una novela negra de Boris Vian titulada Todos los muertos tienen la misma piel (1948). Bellísimo título para una obra que tiene como tema central al racismo. El protagonista de esta novela que transcurre en Estados Unidos se llama Dan y tiene algunas similitudes con Don Draper. Su vida es bastante tranquila y exitosa junto a su mujer. Un día a su vida llega un hermano menor. Un hermano que él niega y que oculta un terrible secreto sobre el pasado de Dan y que puede terminar con su vida feliz y exitosa si se divulga.
El parecido de esta historia con la de Don Draper y la llegada de su hermano en la primera temporada es sorprendente. Me cuesta creer que Matthew Weiner leyera a Boris Vian y decidiera retomar un argumento del autor francés. La explicación tal vez sea más compleja.
Boris Vian entendía perfectamente los mecanismos de la novela negra norteamericana. No solo tradujo novelas de Raymond Chandler y James McCain y se lo considera el introductor del género en lengua francesa, sino que escribió algunos relatos que retomaban las características profundas del policial norteamericano. Y eso es lo que consiguen los guionistas de Mad Men: aplicar la esencia del thriller en el relato. Porque para que funcione una novela negra el crimen es lo de menos. Lo que se necesita es que un mundo corrupto se muestre como perfecto, que la mínima discordancia con ese universo ponga de manifiesto las mentiras en las que se sostiene una sociedad. Y se necesita un héroe imperfecto, que cargue sobre sí la culpa y la redención. Los guionistas de Mad Men supieron llegar a lo profundo del género policial sin un crimen. Aunque sí con muertes (en Corea —donde se esconde el secreto de Don— y en una pensión barata neoyorquina).
La novela negra no es la única presencia literaria de Mad Men. De hecho, la serie parece un compendio de toda la tradición literaria norteamericana. La encantadora Joan Holloway es un personaje arrancado de los cuentos de Dorothy Parker, los flashbacks de la infancia de Don Draper recuerdan a las novelas sureñas del siglo veinte, con William Faulkner a la cabeza. Toda la familia Draper parece una novela más de John Cheever. Esos publicistas en busca de éxito que solo sus esposas consideran geniales remiten a esos norteamericanos algo grises, siempre atractivos, de John Updike. La aparición fantasmal de Midge Daniels, una ex amante de Don, en la cuarta temporada tiene ecos de V., esa novela desmesurada de Thomas Pynchon (Bertram Cooper también es un personaje digno de Pynchon). Y la vida de Roger Sterling parece escrita por el John Irving menos trágico. El encuentro nocturno de Don Draper con una pareja casi adolescente en una carretera que se desarrolla con una fuerte tensión sexual podría ser el comienzo de un libro de Norman Mailer. Betty Draper, con su carrera frustrada de modelo, sus episodios de represión sexual, su relación confusa con un preadolescente, su belleza perfecta y su sensualidad descarada en el viaje a Roma de la tercera temporada, ¿no es un personaje que hubiera querido inventar Truman Capote? El encuentro final de Don Draper con su amiga Anne, cuando Don se entera de la enfermedad de ella, tiene la belleza sobria de los mejores cuentos de Raymond Carver.
Pero no todo es novela en Mad Men. También hay mucho teatro y del mejor. Hay situaciones, momentos, escenas en donde la acción podría salir de la pantalla y ubicarse en un escenario teatral. Es Tennesee Williams y sus pasiones a flor de piel. Pero sobre todo es Arthur Miller diseccionando el cerebro del norteamericano medio. Si para muestra basta un botón, qué mejor que todo un capítulo para ejemplificarlo. Se trata del séptimo capítulo de la cuarta temporada. Una obra maestra que se puede disfrutar incluso sin haber visto antes nada de Mad Men. El duelo actoral de Jon Hamm y Elizabeth Moss en esa noche medio pesadillesca de Don y Peggy es lo mejor que ha dado la pantalla (chica y grande) de los últimos años.
Durante más de un siglo los críticos y escritores norteamericanos buscaron la gran novela norteamericana. Mad Men es esa gran novela por otros medios.
Don Draper, Don Juan
Tercera y última comparación francesa. Albert Camus. Don Draper tiene la facha del gran escritor francés. Y su estilo parco, algo mala onda, siempre seductor. Como Draper, Camus fue un donjuán. Al momento de morir en un accidente, Camus tenía una esposa y tres amantes a las que había escrito el día anterior. A todas les hablaba de amor.
El que crea que el donjuanismo de Camus o de Draper es equiparable a ser mujeriego, a cierta vanidad masculina de acumular muescas en la pistola (metafóricamente hablando), se equivoca. Draper no se siente orgulloso de las amantes. No comparte con nadie su vida amorosa. Carece en absoluto de la actitud del cazador que se vanagloria delante de otros cazadores de las presas atrapadas. Y qué presas las de Draper. La artista del Village, la empresaria rica, la esposa del cómico, la maestra de la hija, la jovencita millonaria, la secretaria a la que termina despidiendo, la psicóloga que trabaja en la agencia. Todas representan una búsqueda desesperada de una trascendencia de alguien que no cree en nada. Ni siquiera en sí mismo.
«Si bastase con amar, las cosas serían demasiado sencillas» dice Camus en El mito de Sísifo analizando a Don Juan. «Si abandona a una mujer bella no es, de modo alguno, porque no la desee ya. Una mujer bella es siempre deseable. Pero es que desea a otra, y eso no es lo mismo.» No habla de Don Draper pero pareciera que sí.
Continúa Camus: «Lo que Don Juan pone en práctica es una ética de la cantidad, al contrario del santo, que tiende a la calidad. No creer en el sentido profundo de las cosas es lo que corresponde al hombre absurdo. Recorre, estruja y quema esos rostros ardientes o maravillados. El tiempo marcha con él. El hombre absurdo es el que no se separa del tiempo. Don Juan no piensa en «coleccionar» las mujeres. Agota su número y con ellas sus probabilidades de vida. Coleccionar es ser capaz de vivir del pasado propio. Pero él rechaza la añoranza, esa otra forma de la esperanza. No sabe contemplar los retratos».
¿Quién es Don Draper? La pregunta abre la cuarta temporada. Pero la pregunta del millón es otra: ¿Qué busca Don Draper? Tal vez la clave esté en una escena de la primera temporada cuando observa desde su auto las vías del tren: ¿huir, envejecer, suicidarse, qué? Camus utilizando de manera inquietante el nombre de nuestro protagonista afirma: «Hay también muchas maneras de suicidarse, una de las cuales es el don total y el olvido de la propia persona.»
Como Homer Simpson
Hay series que no he visto y otras que hubiera preferido perderme (¡yo vi toda una temporada de Eureka!). De lo que he visto hay tres que son mis favoritas, por su perfección (imposible encontrarles un mal capítulo) y por su capacidad para generar personajes inolvidables: The Sopranos, The Shield y Mad Men. Una serie de mafiosos, otra de policías corruptos y una tercera de publicistas.
En principio, tanto por estética, espacios en las que transcurren y tipos de personajes, parecen tres series imposibles de conectar. Como mucho uno puede pensar que tranquilamente Don Draper hubiera aceptado (salvando las décadas que los separan) llevar adelante una campaña publicitaria para promocionar el día de Cristoforo Colombo pagada por Tony Soprano. Y Vic Mackey no hubiera dudado en arreglarles cualquier problema con la ley a cambio de una cifra de cinco dígitos.
Más allá de esto, a mí también me parecían personajes incompatibles, hasta que caí en la cuenta de un fuerte punto en común que tienen Tony Soprano, Vic Mackey y Don Draper. Los tres tienen amantes todo el tiempo. Combinan los riesgos de su oficio (la mafia de Nueva Jersey, las calles violentas de Los Ángeles, los empresarios volubles de toda Norteamérica) con la necesidad de tener mujeres a las que deben conquistar, incluso a riesgo de poner en peligro su actividad. Pero los tres tienen como prioridad innegociable su familia. Nada está antes de mantenerse junto a su esposa legítima y sus hijos. Pueden ser los peores tipos de la tierra, los más viles, pueden caer en lo más bajo, pero los tres jamás descuidarán su amor por la familia que constituyeron y que los sostienen. Y no hay en esto un guiño o una concesión al modelo occidental y cristiano de sociedad que tiene como unidad a la familia. Los tres se cagan en las normas de la sociedad y a su manera quieren destrozarlas. Pero a su vez saben que en esa casa donde sus mujeres cuidan a sus hijos está la verdadera o al menos la posible felicidad. Soprano consigue imponer esto como su forma de vida. A Mackey todo se le va al demonio. Y Don lucha a brazo partido para sostener una relación mucho más agotada de lo que él está dispuesto a ver y a soportar. Los tres se comportan como ese otro transgresor: Homer Simpson, que siempre volverá a los brazos de Marge, no importa en qué aventura o problema se haya metido.
Cada cuadro
Mad Men no es solo la mejor serie del momento. No solo le da el pesto a todo el cine que sale a diario de Hollywood. Mad Men no es solo la mejor novela que un norteamericano haya escrito. Mad Men es también un cuadro. O varios. Son las parejas despreocupadas que pinta Jack Vettriano. Es Edward Hoopper y su soledad en cada imagen. «Se nace solo, se muere solo. Y el mundo te impone unas cuantas reglas para que te olvides de eso. Pero yo no lo olvido. Vivo como si no hubiera un mañana, porque no hay ninguno». No lo dijo Camus sino Don Draper. Si es para tomar otro bourbon, encender un Lucky y olvidarnos de todo.