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América Latina es mi propio cuerpo. En trance. Poseído por el espíritu de mis propios muertos y por las almas azoradas de las princesas vírgenes ofrecidas en sacrificio a los dioses Incas.
Mojado por la transpiración de la entrepierna de las mulatas dominicanas cuando bailan merengue. Embriagado por el olor a alcohol que exuda el cuerpo de sus machos, de sus chulos, de sus amantes.
La energía sube por las piernas con la fuerza de un volcán en erupción, da vueltas por el estómago, el bajo vientre, anuda los intestinos, corta la respiración, raspa en la garganta, da vueltas por la cabeza, molesta en la zona de la nuca y en toda la espalda, y luego se instala justo en el medio del plexo solar. En el corazón. Se queda allí, y comienza a expandirse.
A mí me gusta exagerar. En función de lograr la máxima contundencia del relato no tengo problemas en mentir. Pero la verdad es que en esos momentos parece realmente que el cuerpo va a explotar.
Desorden, duda, inseguridad, alegría, miedo, alquimia emocional, y en un estado que puede definirse como trance chamánico, los recuerdos
infantiles se transforman en imágenes.
Los duelos, en gritos desesperados que luego se transforman en plegarias, luego en perdón y mas luego en reconciliación. El resentimiento toma la forma de observación tranquila. A veces humor. Erotismo. Sexo. Lucha libre. Insurrección obrera.
El cuerpo se transforma en la América toda. El altiplano. Los salares del norte de Chile. El sertão del nordeste brasilero. La Amazonia. Yo mismo reencarnado en las señoras que venden frutas, legumbres, ropa usada en los mercados de Bolivia. En los travestis que deambulan por las calles laterales de Plaza Constitución, al costado de la estación de trenes, en Buenos Aires, a cuatro cuadras de mi casa.
Soy hombre y soy mujer. Soy tigresa. Soy perro de la calle. Niño, marica, gaucho, malevo, madre y padre. El tamboril de los negros que tocan candombe en el Puerto de Montevideo. Soy el cacique de todos los indios que habitaban la Patagonia. Soy Sicario. Narco. Table dancer del bar mas oscuro del DF.
Por un instante, por un glorioso-divino-ansiado instante, no tengo ética, moral, sexo, juicio, piedad, perdón, ni lágrimas. Algo parecido al canto primitivo. Tribal.
Después de ese borbotón de sensaciones corporales, aparece la idea. No me queda bien claro si sube desde la tierra o baja desde el cielo. No importa. Lo que sí importa es descartar. Quedarse con las imágenes que tienen peso.
Luego viene una cuestión puramente técnica. El oficio de hacer las fotos y que tengan cierta gracia. Que deslumbren. Encontrar el equilibrio exacto entre forma, contenido, color, figura y fondo.
Enseguida después, hay un estado parecido a la calma que sigue a la batalla. Placer por el deber cumplido: haber logrado materializar una emoción, que es al mismo tiempo una opinión socio-política, una crónica y un documento.
El problema es que pasa el tiempo y las imágenes se transforman nuevamente en recuerdo. No queda nada. Viene la ola, y deshace el dibujo hecho con un palito en la arena mojada de la orilla de mar.
En ese momento hay que respirar hondo. Quedarse quieto. Tratar de instalarse en el espacio que hay entre un pensamiento y otro. La angustia no se quita, pero disminuye bastante. Se vuelve tolerable.