Desde hace más de una década llevo varios pins en la solapa de mi saco favorito. Como tengo cincuenta y un años y en Argentina la gerontofobia no se detiene ante nada, a veces me preguntan por ese hábito adolescente —no es el único que conservo, por suerte—. Tengo distintas respuestas, dependiendo de quién sea mi interlocutor, respuestas que en general no revelan nada de ese alfabeto secreto diseñado por mi yo del pasado para que el del presente ande con un poco más de cuidado por sus circunstancias. Olvidé decir que se trata de mi “saco de escritora”, como lo han bautizado mis amigas más jóvenes, muchas de ellas ex alumnas, todas, igual que yo, con un ojo especial para la moda.
El pin más importante de mi colección tiene una foto de Andy Warhol y la frase “Your fifteen minutes are up”. Lo compré en la tienda del museo que lleva su nombre, uno de mis lugares favoritos de la ciudad de Pittsburgh. Durante mis años como estudiante de doctorado, pasé tardes enteras recorriendo los siete pisos de ese museo enteramente dedicado al artista más famoso que haya producido esa ciudad. Además de su obra inconmensurable, había salas en penumbras donde una podía calzarse unos auriculares y hundirse en sillones negros para perderse durante horas viendo videos: monólogos de Warhol, sus sesiones de maquillaje, sus conversaciones telefónicas, screen tests de sus estrellas, fiestas en The Factory y secuencias de sus films más famosos. Mi piso favorito era el que contenía los efectos personales del artista —desde un león embalsamado hasta su colección de pelucas, lentes, poleras y sacos de cuero, hasta llegar a una pared cubierta por sus Time Capsules, que por entonces todavía no se habían terminado de catalogar.
Nunca me cansaba de recorrer esa sala, me parecía que estaba frente a un enigma o una estrategia que necesitaba dominar. Las variaciones ínfimas en el rubio lavado de las pelucas y en el óvalo de decenas de anteojos de sol desmentía y a la vez afirmaba una de sus frases más famosas (I like things to be always the same). Sentía que al pasear los ojos por esas vitrinas llenas de objetos que documentaban la vida cotidiana de un muerto, descendía sobre mí una especie de consuelo, una forma de restarle dramatismo al relato que la voz en mi cabeza se encargaba de tejer, cada vez con más saña, desde hacía cinco años. Entonces no habría sabido decir porqué eso me ocurría con un artista con el que antes no había tenido ninguna relación especial de admiración. Ahora creo que en esos recorridos, algo me era devuelto: el derecho a la ironía, a participar con una sonrisa del circo de recompensas y castigos que es la vida de un artista.
Para diciembre de 2011, esa sonrisa me había costado demasiado cara y no estaba dispuesta a resignarla. Tenía treinta y nueve años la tarde en que al bajar a la tienda del museo compré el pin que dice “Se te acabaron tus quince minutos”. Creía que sabía cosas, entre ellas, que se me había acabado el tiempo para ser la escritora que quería ser, que había perdido trenes, aviones, cohetes o lo que fuera que la gente se tomaba para llegar adonde van los que supieron hacer algo con su talento. Afuera nevaba pero el gris omnipresente de la ciudad era un poco menos opresivo porque yo tenía un pasaje de regreso a Argentina para dentro de tres semanas. Estaba a punto de recibirme de doctora en literatura después de cinco años de esfuerzos denodados por demostrarle a la mayoría de mis profesores que una escritora también podía hacer bien el trabajo de investigadora, algo que es tan absurdo que podría ser gracioso pero, cuando quienes deciden mucho de tu futuro en un país extranjero se entregan con tan poca imaginación a una ética de la sospecha, no lo es. Para no depender económicamente de las pequeñas y grandes humillaciones que me diseñaba esa ética, daba clases part time en otras dos universidades (pero no en la que estudiaba). Para asegurarme el contacto con la realidad de la ciudad y no la falsa vida de un campus universitario estadounidense —que parece diseñada por chat GPT después de que lo empacharan de mucho Orwell con un toque de Salinger— iba dos veces por semana a atender casos como voluntaria en un Centro de Ayuda al Inmigrante. Y, sobre todo, leía poesía. “Tengo la cabeza llena de los huracanes de Emily Dickinson, es la única forma de seguir yendo a clase, de enseñar, de escribir, de sobrevivir en este país” anoté por esa época en un cuaderno. Al mismo tiempo que trabajaba en mi disertación, había terminado de escribir una novela oscura y desenfrenada que yo juzgaba como mi primer libro auténtico, lo mejor que era capaz de hacer en ese momento particular de mis facultades, pero “mi” editora en Alfaguara la había considerado “un desastre sin arreglo” y la había rechazado con un informe de tres páginas firmado por uno de sus lectores a sueldo. El informe era tan atroz, tan condescendiente y tan poco profesional que hoy podría darse como manual en una clase de Introducción a la Práctica del Gaslighting en Ámbitos Empresariales. Por último, en un mercado universitario cada vez más difícil para las humanidades, después de una serie agotadora de performances ridículas o “entrevistas laborales”, acababa de rechazar la oferta de un puesto muy bien pago en Virginia. Había detectado a tiempo que hubiera significado condenarme al desierto intelectual y, antes que eso, prefería arriesgarme a volver a Argentina, a pesar de que me aterrorizara todo lo que eso significaba.
Claro que también había muchas cosas que me mantenían sonriendo y con vida: la belleza gótica de esa ciudad llena de puentes y mansiones derruidas, los ríos, las montañas, las historias de los inmigrantes que atendía dos veces por semana y a los que veía sonreír en condiciones desesperadas, historias que acallaban por un rato a la voz interna y melodramática que no me dejaba en paz. Contaba también con el apoyo incondicional de mi pareja, de mi director de tesis y de la única amiga verdadera que hice en ese programa de doctorado, la mujer a la que dediqué esa novela desenfrenada y “sin arreglo”. Y tenía el privilegio de poder perder tardes enteras en las bibliotecas públicas, las tiendas de ropa vintage, los museos. En especial, el Warhol.
En el relato que repetía con variaciones muy refinadas esa voz y que yo —que nunca hice más terapia que apretar los dientes y seguir— había terminado por creer, las calamidades que marcaban mi presente tenían una fecha de origen muy precisa: octubre de 2006, el año en que había había ganado el Premio Clarín de Novela a los treinta y cuatro años, sin siquiera haber publicado un cuento o un poema en alguna revista o antología local y con el primer libro que había logrado terminar de escribir en mi vida.
La historia del pin de Andy Warhol en mi solapa es la historia de ese premio y de todo lo que todavía significaba en esa época ser una mujer que escribe. Pensé muchas veces en escribirla pero no me decidía a hacerlo porque toca las zonas más dolientes de la niña que fui y porque hasta hace poco no me había dado cuenta del valor testimonial que puede tener. Me di cuenta tres días atrás, cuando otra de mis ex alumnas, una mujer de treinta y nueve años, muy talentosa y con algunos libros publicados, me preguntó sobre los premios literarios. Igual que yo a su edad, cree que sabe cosas: que los premios están todos arreglados, que entonces, ganártelos es fácil (se reduce a tener la clase indicada de amigos) y que es lo mejor que te puede pasar. Esta chica cree que hay un círculo secreto de la felicidad donde los exitosos tomamos champán y nos damos palmaditas en la espalda, mientras discutimos la última novela de Houllebecq y nos reímos de los demás, de los que se esfuerzan.
No es culpa de mi alumna. Ese relato es una especie de trama maestra de la argentinidad y, como tal, seguramente refleja una parte de lo que ocurre en algunas zonas de nuestro mundo literario. Pero no se parece en nada a lo que yo viví a partir de ese día de octubre de 2006 en el que subí al escenario del MALBA y acepté (en directo y por TN) dejar de ser la persona que era para transformarme en una desubicada.
—Bienvenida al año más surrealista de tu vida— me dice con auténtica simpatía un chico de bigotes al que no conozco y me da un beso en la mejilla. Es Pablo Toledo, uno de los ganadores anteriores del Clarín. A su lado está Pedro Mairal, que también sonríe y me felicita. A él sí lo ubico porque me gustó mucho su última novela. Fue el primero en ganar este premio, cuando tenía apenas 26 años. Casi enseguida se hizo una película muy exitosa basada en su libro.
Las mozas pasan con bandejas llenas de canapés y copas de vino y el hall del MALBA se va llenando con el público que sale del auditorio. Quiero quedarme charlando con ellos, pero más gente que no conozco llega para saludarme y alguien me lleva del brazo a hablar con uno de los editores de Revista Ñ: tenemos que coordinar una entrevista para el día siguiente. Hablo un rato con él y en seguida me siento muy cómoda (con los años, se transformará en un gran amigo). Ahora me presenta a Claudia Piñeiro, la ganadora del año anterior. Su libro vendió casi cien mil ejemplares, dice alguien en el grupo que se formó entretanto. Les aviso que no esperen eso de mí, que no escribí un policial sino la historia de un artista del conurbano. Se ríen. Yo también, un poco menos nerviosa.
Ya pasó lo peor, pienso (equivocada), creyendo que los cuatro años de trabajo en mi novela y los cinco meses de suspenso desde que me avisaron que era finalista hasta hoy habían sido la parte difícil de ganar un premio. Ya pasó José Saramago, que no pudo viajar para el acto, pero grabó un video diciendo que mi novela era una “obra de arte mayor” y yo, parada en el escenario al lado de la pantalla gigante, apenas pude contener las lágrimas; ya pasó el momento en que, detrás de un atril, Rosa Montero contó un poco la trama de mi libro, me abrazó y me dio la estatuita pesadísima del primer premio. Ya oímos al locutor pronunciar el hermoso nombre que le robé a Pessoa y usé como pseudónimo, para luego abrir un sobre y decir el mío. Ya pasó el momento en que tuve que agradecer y yo, que siempre odié hablar en público, me maldije por no haber preparado un discurso como sí lo hizo el tipo alto, flaco y demacrado que ganó la segunda mención: agradeció durante unos quince minutos, en los que contó la trama de su novela (algo sobre una mujer judía y el holocausto), cómo la había escrito, todo lo que había sufrido. Ya pasaron los hijos de la autora que ganó la primera mención pero no pudo venir y ellos fueron a agradecer en su lugar. Ya cantó Mercedes Sosa, que esa noche abrió el acto; ya pasó ese tiempo larguísimo en el que, sentada en mi butaca pensé “bueno, por ahí aunque sea me dan una mención”.
Ahora el hall del MALBA está repleto. Hay muchos escritores y periodistas. A algunos los reconozco porque los he visto en tele, a otros me lleva un tiempo amigarlos con las fotos en las solapas de sus libros. Me parece inverosímil que sean personas reales. Siento que el escudo mágico que llevaba puesto hasta hace unas horas se desintegra a medida que me van presentando a tanta gente que antes solo vivía en mi imaginación.
Es que gracias a una serie (des)afortunada de eventos de mi infancia, pude llegar a este día sin ninguna ilusión. A los pocos amigos a los que les conté que era finalista, les costó creer que fuera a la ceremonia convencida de que iba a ser una especie un engaño, de que era imposible que me dieran un premio. A mis hermanos, no. Igual que yo, saben bien lo que es entrenarse para fracasar. No estoy citando a Beckett. Estoy siendo literal. Por treinta y cuatro años fui una muy buena doble agente de mí misma: convencida del fracaso, hice, sin embargo, todos los actos necesarios para desmentirlo. Así, además de esta novela, llevo acumuladas más de quinientas páginas escritas en silencio y soledad con el orgullo idiota de quién sabe el valor que tiene esa Babel personal. Seguir adelante con los dientes apretados y oponer a cada burla, a cada mirada suspicaz, un empeño demencial en la nada misma, fue siempre mi estrategia, un entrenamiento tan eficaz que a los veintiún años tuve que empezar un tratamiento experimental porque se me astilló por completo uno de los huesos de la mandíbula. Mi médico anduvo mostrando radiografías de mi maxilar en varios congresos del mundo: nadie en su campo había visto a alguien tan joven con esa patología.
Claro que en ese momento de la noche no pienso en estas cosas. Sigo tomando y sonriendo y coleccionando tarjetitas de presentación de gente a la que nunca tendré necesidad de volver a ver. Hablo un rato con Rosa Montero, que me cuenta con entusiasmo las cosas que más le gustaron de mi libro. Veo a mi padre y a mi novio en un rincón pero están lejos y una mujer maciza, unos veinte años mayor que yo, me intercepta en el camino. Tiene un pelo espléndido, de esos que quedan bien hasta con canas. Camina ligeramente encorvada, con la cabeza hacia adelante, como si tuviera que obligarse a hacerlo, de modo que sus ojos parecen llegar antes que su cuerpo. Es la editora de Alfaguara, que me saluda mientras se pone el saco para irse (porque ella nunca se queda a los cócteles), me da su tarjeta y me anuncia que “aún no leyó la novela” pero que ya hablaremos porque yo vivo en otro país y “si hay cosas para corregir tiene que ser rápido” porque el libro sale para navidad. El énfasis en el verbo “corregir” no enciende ninguna alarma, porque todavía estoy tratando de entender lo que está pasando: el entrenamiento que me protegió durante décadas acaba de caducar y no tengo nada más en su lugar.
Sigo tratando de llegar al rincón en donde están Jorge y mi papá. Al bajar del escenario no los pude abrazar porque me llevaron a un cuartito detrás del telón para que firmara el contrato frente a un escribano. A cambio, me dieron un cheque por el importe del premio. Cuando lo estaba guardando en la cartera, apareció de la nada el tipo demacrado que había ganado la segunda mención y empezó a disculparse: estuvo, me explica, agradeciendo tanto rato porque creyó que había ganado el primer premio.
—Es que yo estaba afuera, en el bar, y ya me había tomado unos cuantos vinos cuando mis amigos me dijeron, “entrá, entrá, que ganaste”. Y pensé que había ganado.
—Ah, no te hagas drama. Ni me di cuenta—le digo.
Ahora no lo veo entre los grupitos que hay en el hall. Se habrá ido temprano. Camino entre la gente y desemboco en el espacio que genera a su alrededor la figura inconfundible de Rodolfo Fogwill. A su lado, hay una mujer de pelo negro, largo y enrulado. Fogwill me felicita, pone un beso en mi mejilla y, dejando resbalar su mirada desde mis ojos al collar de cuentas de vidrio color escarlata que me puse a último momento para no ir toda de negro, dice:
—Al fin le dieron el premio a una linda. Cada bagayo salió en tapa—Enseguida se da cuenta de lo que acaba de hacer y trata de arreglarlo. Pasa un brazo conciliador por los hombros de la mujer a su lado y agrega—. Bueno, ella escribió la mejor novela. Hasta ahora.
De repente, la reconozco: la escritora que estaba charlando con Fogwill ganó el Clarín hace unos años con una novela que yo leí con especial interés porque ocurría en Estados Unidos. Veo su sonrisa forzada. Se la devuelvo con igual incomodidad, pero disculpo mentalmente a Fogwill porque es el año 2006 y todavía caigo en la trampa del halago (diez años después, ella confesará en una nota muy valiente que siempre me tuvo envidia y por eso se ocupó de no leer ninguno de mis libros; ¿cuánto de ese sentimiento se habrá gestado esa noche por culpa del chiste de un machirulo antiderechos y escritor extraordinario?).
Me doy cuenta de que tengo hambre. Estoy mareada. No paré de tomar desde que bajé del escenario. Al fin logro llegar a la mesa y morder un sándwich. Jorge me abraza y me habla en inglés en el oído. Siento que su bilingüismo, su nacionalidad, su ir por el mundo a bordo de una ambulancia salvando vidas hace un segundo de silencio en esa fiesta a la que ninguno de los dos pertenece. También abrazo a mi papá. No me hizo nada fáciles los treinta y cuatro años que me llevaron hasta esta noche, pero nunca lo vi tan contento. Les digo que tengo ganas de irme a casa pero que antes me falta saludar a Eduardo Belgrano Rawson, el otro jurado presente en la ceremonia. Como no lo encuentro, salgo a la explanada del museo. Ahí está, fumando, con Fogwill. Me acerco a ellos. Sé que interrumpí algún chisme, pero ya es tarde. Belgrano Rawson me felicita, muy serio, y me da la mano. Fogwill me mira divertido. Quiero decirle que sé que cuando dijo que esa autora había escrito la mejor novela se refería a la mejor de entre las mujeres —no a “la mejor”—, pero no me sale. Lo que me sale es pasear los ojos por su traje de lino blanco hasta llegar a sus zapatos. Al volver a enfocar sus ojos celestes, no sé cómo, le pregunto:
—¿Usted siempre está en personaje, Fogwill? ¿No se cansa?—
Él se inclina un poco hacia mí, levanta las cejas y, con una sonrisa, me contesta:
—Vos también te vas a tener que inventar un personaje.
Estoy advertida, entonces. Pero esa noche las señales son tantas que logran pasarme desapercibidas. Quien seguro las registra es esa narradora que vive en mi inconsciente y que pronto tomará los controles de mi vida. Ya empieza a lamentarse y a recriminarme. Pero la ignoro. Sigo creyendo que cuando vuelva a casa y no pueda conciliar el sueño (borracha de alcohol, sí, pero también de terror y de alegría) va a caer el telón y podré volver a ser yo misma. O sea, nadie. Nadie está muy bien para alguien que no festeja sus cumpleaños, que odia las fiestas, los recitales, las sorpresas, las visitas; para una mujer que para poder renunciar a sus dos últimos trabajos tuvo que tomar ansiolíticos. Ser nadie es muy necesario para alguien que de chica ni siquiera se animaba a comprar comida en el quiosco de la escuela y prefería mearse encima antes que arriesgarse a pedir un permiso que podía serle negado. “Nadie” parece ser lo único capaz de proteger a la persona inconsistente que soy, a esa doble agente de mí misma que ejerce una adultez poco convincente mientras se dedica con todo su ser a vivir una ensoñación en las palabras.
Al día siguiente de la ceremonia, hay un exceso de mí por todas partes. No hago más que despertarme y ya perdí mi nombre, mi historia, el equilibrio. Adiós al sueño tilingo de firmar con pseudónimo. Ahí está Betina González, en la tapa del diario más vendido del país, con trofeo en alto y una biografía tan poca cosa como su nombre.
Hace tres años que no vivo en Argentina, a lo mejor por eso fui incapaz de prever la difusión extraordinaria de este premio, que va mucho más allá de los canales del multimedio Clarín. La chica que se encarga de “mi prensa” ya me hizo agenda completa para los cuatro días que me quedan antes de volver a Pittsburgh, adonde acabo de mudarme, después de terminar una maestría en escritura en Texas.
“¿De qué te quejás?” empiezo a escuchar en mi entorno familiar. Protesto. Quiero explicar los meses con dos libros terminados y el diploma guardado en un cajón, los correos electrónicos a editoriales argentinas que no se molestaron en responder o respondieron con frases que parecían de escribanía, mi carencia de “contactos”, la sensación de complot que produce saber que hay una forma de hacer las cosas que todos conocen menos vos. Empiezo a entender la diferencia entre encontrar editor para tu primer libro y ganarte un premio como este. Trato de explicarla muchas veces a lo largo de estos días. A amigos, a parientes, a extraños, pero la única persona que hubiera podido entenderme murió hace unas semanas sin saber que yo era finalista de este premio. Preparada siempre para perder, no me atreví a contárselo hasta no estar segura de que iba a ser algo que más que eso.
“Tengo una prima que es escritora” me había dicho una compañera de la facultad en un correo. “Escribile”. Resultó que la prima de mi amiga era Paola Kauffman y había publicado una novela que a mí me había alentado a probar formas diferentes de escritura. Di muchas vueltas antes de mandarle un correo, sintiéndome una arribista. Paola fue amorosa, le restó peso a toda la situación y me dio dos consejos: “no pierdas tiempo con las editoriales, mandá a los concursos que tengan buenos jurados, así te aseguras de que si no ganás, al menos, te lean escritores que puedan darte buenas devoluciones”. E incluyó una lista de los concursos con esas características. Así fue que unos meses atrás mandé Arte menor al Clarín y un libro de cuentos al Fondo Nacional de las Artes. La tristeza que me da no haber podido abrazarla y agradecerle solo se equipara a la sensación de fatalidad que tiñe todo lo que está me está pasando.
El teléfono en la casa de mis viejos no para de sonar: desde amigos muy cercanos hasta gente que no veo hace más de veinte años llaman para felicitarme, incluyendo a mi odontólgo que tocó el timbre de casa a las diez de la noche con el diario en la mano. También periodistas, algunos con propuestas ridículas que rechazo por puro sentido común (“hola, soy la productora del programa de Nancy Pazos, ¿querés venir a la radio a entregar una medalla que damos bla bla bla?). Mis hermanos se resignan a actuar de secretarios. Toman recados, hacen listas que reviso al volver ya de noche de este trabajo para el que no estoy preparada y que consiste en ser vocera de mí misma. Por supuesto, lo hago pésimo. Contrariada porque Clarín publicó una mini biografía que me presenta como docente de una universidad privada especializada en maltratar a sus profesores y en la que enseñé por poco tiempo, digo todo esto en tele, en el programa de Jorge Guinzburg. Por suerte, él tiene cancha y lo toma a chiste. Yo no. Todo me molesta: la ropa que me puse, las preguntas que me hacen, la obligación de mostrarme siempre contenta, humilde, agradecida. Más que nada: la necesidad de estar en guardia porque no sé de qué nueva esquina me va a caer un golpe. De lo de Guinzburg, me llevan a grabar con una señora alta, bella, que desde mi infancia tiene programas de libros. Hace repetir varias veces las tomas porque se equivoca en los datos y entonces yo tengo que volver a decir todo como un robot, no importa si es a mí a la que se le traban las palabras. Al terminar, fuera de cámara, me desea suerte. “Este premio ayuda mucho…si es que escribiste una buena novela”, agrega. La ética de la sospecha ya empieza a levantar paredes a mi alrededor. Me llevará mucho tiempo entender que no hay nada que pueda hacer para impedirlo. No importa cuán bueno sea mi libro, cuán complaciente o irónica sea en las entrevistas, quienes integran ese bando no están interesados en la evidencia sino en ellos mismos: son sus deseos, sus miedos, sus frustraciones los que se agitan ante la foto de una chica con un trofeo. Mucho más tiempo —años— me llevará entender que esto ocurre en cualquier disciplina cada vez que una mujer (sobre todo si es percibida como “muy joven”) ingresa por sus propios méritos al circuito social de distribución de la gloria.
El golpe más inesperado viene de un blog. En una época en la que no existen las redes sociales, recibo decenas de correos electrónicos. De repente parece que cada persona que me crucé en la vida tiene algo para decir, compartir, criticar. Alguien “bien intencionado” me manda un link y entonces leo. Ojalá no lo hubiera hecho. Son varones —algunos tienen libros publicados— y se pasan la palabra en un foro para burlarse de cómo escribo basados en un párrafo que Clarín publicó como adelanto de mi novela. En ese momento, no debe haber en el mundo diez líneas más exprimidas en busca de errores, cacofonías, impericias. No me cuesta mucho llegar al texto que dio permiso a esos ataques desmesurados: una columna en el diario Perfil, firmada por Daniel Guebel, el tipo alto y demacrado que ganó la segunda mención.
Empieza la nota denunciando a los premios literarios como meras operaciones de marketing en las que las empresas “se premian a sí mismas eligiendo a las personas que mejor las representan”.“Cuanto mejor es un escritor, menores son sus perspectivas de ganar” sentencia y explica que solo sus “dificultades financieras” y una promesa a su hijita lo convencieron de mandar su novela al Clarín, con seudónimo de mujer, claro, porque “a este premio lo ganan casi siempre mujeres, y el 75 por ciento de las lectoras son mujeres y dos de los tres miembros del jurado son hombres a los que les gustan las mujeres”. “Mi único riesgo”, confiesa con transparencia digna de diván, “era que tuviese la desdicha de enfrentar a un autor inédito o a un alumno de taller literario, especies ambas que son usuales fabricantes de convencionales libros que las empresas e instituciones premian para demostrar que dan oportunidad a los nuevos talentos”. El remate le queda fácil: que ganara una “autora inédita, y que vive en el extranjero”, le parece “lo de siempre”. ¿Lo de siempre, Guebel? ¿En serio? Lo de siempre son vos y tus amigos, quiero gritar, mientras leo. Sé que lo mejor sería detenerme pero sigo. Me obligo a leer la nota hasta el final.
Además de un ejercicio de narcisismo inelegante, esa columna es el retrato de alguien que esa noche no fue al MALBA lleno de ilusiones sino convencido de ganar. Ni siquiera al día siguiente puede aceptar que sus certezas estuvieran infundadas, por eso sus amigos salen a los blogs a defenderlo contra quien acaba de desbaratarlas. También es un una radiografía de uno de los modos más toscos que tiene el patriarcado de silenciar la escritura de las mujeres. Casi se puede decir que Guebel hace periodismo de anticipación: adelanta la desesperación de muchos varones de esa generación ante el hecho incontestable de que muchas mujeres escriben y han escrito mejor que ellos. Cuando llegue la ola feminista de 2015, reagruparán fuerzas en bares y redes sociales para pensar lavados de cara políticamente correctos que les permitan seguir penando por el ecosistema literario. Incluso en este momento del año 2006 es tan obvio el bochorno de este escritor dieciséis años mayor que yo y con una decena de novelas publicadas que, al año siguiente, Clarín elimina las menciones de este concurso, no sea cosa que el papelón se repita.
Tengo ganas de renunciar. A todo: al premio, a la publicación, al doctorado. No quiero ser parte de este mundo en el que no sé cómo defenderme. Al síndrome de la impostora que sufre toda persona que logra algo muy codiciado, se agrega mi voz interna, una especie de coro griego que amplifica la ética de la sospecha. Hay demasiados frentes que atender y yo llevo casi 24 hs sin dormir. Vuelvo a los ansiolíticos. Le pido a mi papá que hable con su médico, me los consigue para esa tarde. Mientras, salgo de una radio y voy directo a una sesión de fotos en el diario. Esta vez me avivé y fui con ropa cómoda. El fotógrafo hace algunas fotos, se detiene, me dice que estoy muy seria. Intento sonreír, pero un músculo de mi cara empieza a temblar sin control: no doy más. “Ey”, dice él. Deja la cámara, se acerca, me abraza. Se me caen dos lágrimas. Le agradezco. Voy al baño. Me maquillo como puedo y hacemos algunas fotos más, de la que sale la que irá en la solapa de mi libro: la odiaré siempre porque me recuerda ese día en el que todavía me espera el almuerzo con la editora que me diga que escribo bien “pero que también tuve mucha suerte” y me haga una cita en un bar con su correctora para el día siguiente. Ya entonces intuyo que a esta editora no le gusta recibir textos en los que no puede intervenir, mucho menos que uno de sus escritores favoritos me haya augurado “un futuro brillante”. Sin embargo, voy tranquila a la cita con su empleada. Son dos horas en las que tengo que repasar la novela entera con una desconocida que tiene órdenes de cambiar adjetivos, licuar misterios, psicologizar personajes. Por suerte, Arte menor fue mi tesis de maestría, así que tengo muy presentes mis decisiones: esa tarde en el bar, pierdo la cuenta de todas las veces que digo que no (¿cuánto en la biografía de una mujer se cifra en la lista de las ocasiones en que tuvo que pronunciar ese monosílabo?).
Ese viernes llego a casa y ni siquiera puedo hablar, tragar la comida o sentarme a reírme de todo esto con mis hermanos, que hubiera sido lo más saludable. Voy directo a las pastillas. Todavía falta que suene el teléfono al día siguiente —sábado, 9 am— y después de una música de pianito que pone una secretaria, me encuentre a solas con la voz más siniestra de la televisión argentina. “Buenos días”, me dice esa voz. “Habla Bernardo Neustadt”, y a mí me tiemblan las manos. Me cuenta que obviamente no leyó mi libro porque aún no se publicó pero que me oyó hablar en radio y supo que estaba “ante una mujer extraordinaria” y quiere invitarme a unos desayunos que organiza en su casa “con unos jóvenes a los que les interesa el país”.
No sé qué estrella me protege, para que diga, medio dormida:
—No, gracias, yo solo desayuno con mi familia.
Voy a tener que agradecer muchas veces a esa estrella. Porque todavía falta mucho para que entienda que lo que tengo que hacer es simplemente renunciar a ese lugar en la luz que todos parecen querer y para el que yo no me preparé nunca. Todavía falta que llegue el periodista de Para ti que me compare con Demi Moore porque tengo diez años más que mi pareja, el de Gente que titule con una mentira grotesca la nota que me hizo, el fotógrafo de esa misma revista que trate de convencerme de que me ponga una bikini para “el número del verano”. Falta el ataque de pánico que tuve en el aeropuerto de Atlanta al regresar a Estados Unidos, falta que entienda que no tengo escapatoria porque no hay límite geográfico para la ética de la sospecha. Tal es el poder de las palabras de un premio Nobel que cuando llego a la Universidad de Pittsburgh, encuentro a los profesores divididos: dos están orgullosos de tenerme como alumna, el resto decide que cada asado al que falte, cada frase demasiado “poética”, cada opinión o subsidio externo que reciba, confirmarán sus dudas. En especial, luego de que mi libro encabece la lista de best sellers y venda 70000 ejemplares. De a poco me voy a ir enterando de que a mi alrededor hay más —muchísimos— varones con ilusiones, hombres que tienen guardadas novelas “extraordinarias” que no pasaron nunca de su estado manuscrito, varones de distintos países que hubieran querido, podido, debido ser escritores pero tuvieron que conformarse con la docencia universitaria. Algunas mujeres, también.
Al principio, confío en el tiempo, en que se olviden. Pero cuando creo que ya pasó todo lo que podía pasar y ahora solo me queda estudiar para los exámenes, ocurre todavía algo más: el libro de cuentos que había mandado al concurso del Fondo Nacional de las Artes gana el segundo premio. “Bien”, me dice un amigo. “Que se enteren. Un premio puede tener que ver con la suerte, dos, no”. Pero para mí es demasiado. Para muchos otros, también. En vez de celebrarlo, me hundo en el invierno más largo de mi vida. Desaparezco. Pasan dos años. Viene a dar una charla en la universidad un escritor argentino de familia pudiente al que me presentan en un cóctel. “Pero vos ya no escribís más, ¿no?”, me dice, guapísimo incluso en su desprecio. Me meto un pedazo de queso en la boca para no tener que contestarle y me voy a casa felicitándome por la eficacia de mi acto: al fin pude desmentir a Fogwill. Soy nadie. O mejor: soy un one hit wonder.
Pasan tres años más, en los que sigo escribiendo todas las mañanas como lo hice siempre: concentrada solo en el combate con esa materia tan difícil que son las palabras. El resto del tiempo doy clases, leo textos del siglo XIX y, a veces, recorro los siete pisos del museo Warhol de Pittsburgh. Ahora es noviembre de 2011 y en el fondo, agradezco que mi editora haya rechazado el libro que por contrato estaba obligada a ofrecerle. Ya no le debo a nada a nadie, ya pagué con intereses de sobra mis quince minutos al sol. Y por eso me doy permiso para volver a Argentina.
Tengo treinta y nueve años y creo que sé un montón de cosas esa tarde en la que hago mi última recorrida por el museo y, al bajar a la tienda, elijo el prendedor con la cara de Warhol que dice “Se te acabaron tus quince minutos”. La frase me parece un buen final para estos cinco años; tiene la dosis de ironía necesaria.
Hay gente que se aferra con todas sus fuerzas a sus diez minutos. Yo no, gracias, pienso.
Hay gente que cree que el éxito es un lugar al que se llega, no un tiempo, no un raro momento de coincidencia entre vos y lo que sea que aplaude el mundo. Mientras hago la cola para pagar y afuera cae la nieve, me prometo que esta vez mi acto de desaparición será completo, que nunca más voy a ganar un premio o a publicar un libro. Por supuesto, estoy equivocada. Pero esa promesa es suficiente para amansar por un rato a mi peor enemiga: la voz de niña desamparada que controla el relato de mi vida. Me faltan unos años para entender que una nunca se deshace de los miedos de la infancia, que lo máximo que podemos hacer con ellos es acunarlos con esos micro hechizos, que no son nuestros actos ni nuestro tiempo en la luz lo que nos define sino nuestro tiempo en la sombra, los momentos anteriores a la acción, los de suspenso, los de duda. Es de ese terror personal que surge la verdadera fortaleza y todo acto de creación futura.