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Los humanos tenemos una relación complicada con nuestra inteligencia. También con la tecnología que creamos a partir de ella. Estamos orgullosos de nuestra sabiduría, que nos permite comprender el universo y crear herramientas para controlarlo, pero desconfiamos de ese saber y tememos que nuestro poder nos aleje de la naturaleza y nos haga daño. Amamos y odiamos nuestras creaciones, de las que nos gusta desconfiar. Hay todo un género intelectual —milenario— que se dedica a analizar, criticar y rechazar la tecnología. Y si se critican los efectos de las máquinas sobre la humanidad, esta crítica es aun más feroz cuando se trata de juzgar las herramientas de la mente. La desconfianza de Platón hacia la escritura, por ejemplo, o la de Erasmo de Rotterdam sobre los problemas que causaría la imprenta en la vida intelectual, son clásicos de un género al que muchos autores recientes se han incorporado para denunciar nuevos males. ¿Cuáles? Los que, según ellos, provoca internet en la cultura. El reciente libro Superficiales, de Nicholas Carr, es heredero legítimo de una tradición intelectual que se remonta a las hogueras de nuestros antepasados paleolíticos. Siempre, en cualquier época, habrá alguien que anuncie el inminente fin de los tiempos a causa de nuestra arrogancia.
En su libro, Carr postula y defiende que algunas características de internet, como el hipertexto o la multiplicidad de fuentes de información, nos hacen menos inteligentes, ya que favorecen un modo de pensar superficial basado en la relación entre datos, en detrimento de una inteligencia basada en la introspección y el análisis profundo de una fuente única de información. Por ejemplo, un libro.
Para colmo, la forma de aprender que tiene el sistema nervioso hace que los cambios en el modo de pensar modifiquen permanentemente la estructura del cerebro. Según Carr, la red rebaja la calidad de nuestra mente y —además— modifica su asiento físico, haciendo que esta disminución sea irreversible. Internet nos estaría convirtiendo, entonces, en compulsivos devoradores de información de distracción fácil, incapaces de concentrar nuestra atención y de pensar en profundidad, es decir, de pensar correctamente. La web (siempre según Carr) se habría convertido en una amenaza para el conocimiento, e incluso para el futuro de la humanidad, al transformarnos en pensadores superficiales, y por tanto menores. Internet, señores, como heraldo del fin de los tiempos.
La riqueza de los bajíos
El autor ha estado particularmente desacertado con la metáfora al titular «The Shallows» («los superficiales», pero también «los bajíos») a su libro. Y explicaré por qué.
En el mar, los bajíos son esas zonas de menor profundidad, más cercanas a la superficie, muy temidas por los marineros, porque son un peligro para los barcos que pueden embarrancar en ellas. Para Carr, el único conocimiento real es el profundo, y cualquier saber superficial es de inferior calidad, de modo que juega con la imagen de unos bajíos pobres y yermos, en contraste con la riqueza y la complejidad del conocimiento basado en lo hondo. Pero la metáfora se rompe, porque en los océanos las profundidades abisales están lejos de ser las más ricas y fértiles; de hecho, solo están habitadas por carroñeros que sobreviven devorándose unos a otros, dependientes de la lluvia de desechos que cae desde las áreas más superficiales. En el mar, los bajíos son las zonas más fértiles, pobladas e interesantes; las fosas oceánicas solo llaman la atención por sus grotescos monstruos. La variedad, el color, la multiplicidad de formas de vida están, siempre, cerca de la superficie.
Esto mismo ocurre en el área de las ideas. El mayor riesgo intelectual para el siglo XXI no proviene del pensamiento superficial y su facilidad para la conexión, sino del exceso de especialización de las distintas disciplinas de la ciencia y la cultura. En su cada vez mayor profundidad, las especialidades intelectuales pueden acabar aislándose en fosas incomunicadas y pobladas por monstruos intelectuales estériles. Internet y su superficialidad es justo la salvación que necesita una cultura aquejada de aislamiento y de la esterilidad que provoca. Los bajíos y su riqueza de cruce, hibridación y mezcolanza, son la metáfora perfecta para el intelecto necesario en el siglo XXI y sucesivos.
A lo largo de lo que, en esencia, es una bien escrita y documentada diatriba sobre los peligros de la red, Nicholas Carr demuestra que el uso de distintas tecnologías del conocimiento tiene un efecto sobre la estructura y el modo de funcionamiento del cerebro. La capacidad plástica del tejido nervioso refuerza las conexiones entre las neuronas que son utilizadas con más frecuencia, lo que a su vez facilita la conexión. El efecto es que, durante el aprendizaje, las tareas que se llevan a cabo más a menudo se vuelven más sencillas. El cerebro aprende mediante la modificación de su propio cableado en respuesta a tareas intelectuales: el entrenamiento en una determinada disciplina, o técnica mental, aumenta su potencia y reduce su dificultad. En la práctica, nuestras neuronas actúan como los músculos: se fortalecen con el ejercicio.
Lo que los neurofisiólogos están descubriendo es que los sistemas de aprendizaje basados en la meditación en profundidad, la repetición y la memorización, no solo funcionan, sino que se perpetúan modificando la estructura misma del cerebro. El libro, sumado a esa lectura silenciosa que tanto desconcertaba a Agustín de Hipona cuando veía a San Ambrosio practicarla, favorece la concentración profunda y da lugar a una especie de rumia intelectual que ha sido la marca del pensamiento durante los últimos siglos de la cultura. Carr se sumerge en la literatura y llega a la conclusión de que una mente entrenada en la profundidad de análisis y pensamiento es una mente mejorada, una mente capaz de más profundidad de pensamiento. El cerebro que se aísla de los estímulos exteriores amplía su capacidad de introspección, es decir, de aislamiento del exterior. Esta es, en el fondo, una tautología poco interesante.
La clave del libro Superficiales consiste en dar como buena esta capacidad de aislamiento, introspección y pensamiento reiterado sobre una estrecha área de conocimiento: la única forma de pensamiento verdadera y útil. Por consiguiente, cualquier otro tipo de pensamiento, carente de esa introspección característica de la cultura libresca, es mala, es inferior, es una forma devaluada de intelecto.
Partiendo de anécdotas personales, Carr transforma en categoría la afirmación de que internet favorece la distracción, entendida como la dispersión del foco de la mente, que se concentra no en un único sujeto, sino en varios a la vez. La inteligencia pierde así la capacidad de analizar internamente y en profundidad y se vuelve superficial, extrovertida y por tanto inconstante y carente de propósito o utilidad. La neuroplasticidad asegura que este estado se haga cada vez más sencillo de alcanzar hasta hacerse permanente, de tal modo que la otra forma de pensamiento tendería a desaparecer, volviéndose imposible.
En suma, con el advenimiento de internet, la humanidad corre el riesgo de perder sus mejores técnicas de investigación y análisis, y de abandonar para siempre —y de modo irreversible— aquello que ha hecho grande a la cultura y poderosa a nuestra especie. Según Carr, estaríamos evolucionando hacia una cultura de lo efímero, lo sorprendente y lo grotesco, nos estaríamos volviendo seres incapaces de llegar a los hondos qués y porqués de las cosas; una cultura de la apariencia (de la superficie); humanos nuevos sin la posibilidad de aprehender las esencias. En suma: la web como un disparador del apocalipsis cultural e intelectual.
Todos estos son argumentos con claros ecos de terror al monstruo de Frankenstein, o a la máquina creada por la humanidad que se rebela contra su creador. Una versión de la expulsión del Jardín del Edén en la que la gente natural se ve desterrada por la tentación del poder que le ofrece la tecnología, para descubrir demasiado tarde que el precio es mayor que el beneficio. Carr desconfía y teme a las creaciones técnicas porque sospecha que su poder debe estar acompañado de un lado oscuro, que sus evidentes ventajas han de estar kármicamente compensadas por alguna desventaja, aunque esta no sea evidente. Para colmo, la tecnología deshumaniza al hacer a las personas más semejantes a las máquinas, y por tanto inferiores, dado que los mecanismos carecen de alma. Donde Alessandro Baricco, en Los Bárbaros, reconoce la existencia de un otro incomprensible (pero dotado de su propia lógica), Superficiales rechaza que pueda existir otra forma de intelecto distinta de la suya. Internet no reemplaza una forma de pensar por otra, dice Carr, sino que destruye la inteligencia para poner en su lugar ignorancia. Los superficiales, los bajíos, son malos por definición; porque no son profundos.
Esta afirmación de calidad moral está en la esencia del argumento: internet es mala porque el tipo de pensamiento que favorece está devaluado, es inferior. Lo que en ningún momento considera Carr es que si la web favorece la superficialidad, la interconexión de ideas y la relación entre campos diversos, no es por un defecto, sino porque es un rasgo fundamental de su diseño. La web es superficial porque se construyó para serlo; porque se hizo para resolver uno de los mayores problemas intelectuales del hombre. Y este problema no es la falta de profundidad, sino la creciente esterilidad de los abismos del saber. Internet fomenta los bajíos, porque los bajíos son más fértiles. Baricco tiene razón: los bárbaros tienen un plan, una cultura y una inteligencia. Una cultura para los próximos siglos.
Prótesis para la mente
La web que hoy conocemos, miles de millones de ordenadores personales conectados a servidores que proporcionan información en un formato de hipertexto, desciende intelectualmente del artículo «As we may think» («Cómo podríamos pensar»), publicado en julio de 1945 por el ingeniero y administrador estadounidense Vannevar Bush (ningún parentesco con los presidentes de los Estados Unidos de igual apellido) en la revista The Atlantic Monthly. Ese artículo definió la informática moderna. Y también planteó un programa de desarrollo de herramientas para la mente, diseñadas específicamente para resolver el estancamiento en que estaba entrando el intelecto humano por exceso de profundidad.
Existen dos tendencias históricas en el desarrollo de la ciencia informática en lo que se refiere a la Inteligencia Artificial (IA). Por un lado, los partidarios de la IA «dura» intentan crear un cerebro no humano capaz de pensamiento creativo e independiente. Esta idea aparece en conceptos como la Singularidad Tecnológica definida por Vernor Vinge, o en mitos como el ordenador omnisciente que se rebela (otra vez Frankenstein) para acabar dañando a su creador.
Si una vez creada inteligencia en una máquina es posible ampliar su cerebro (su capacidad) de forma infinita, del mismo modo se puede temer que la IA «dura» acabe creando una inteligencia superior de origen artificial que, o bien salvará a la humanidad, como el Eschaton de Charles Stross en Singularity Sky, o bien acabará con ella, como el SkyNet de la saga Terminator, el WORP de WarGames o el HAL 9000 de 2001: A Space Odyssey. La humanidad crearía así su propia divinidad, o demonio.
Hay una segunda tendencia que no intenta construir un cerebro artificial que nos reemplace, sino herramientas que aumenten la capacidad de los cerebros naturales: prótesis para la mente que potencien el pensamiento. A esta segunda tendencia pertenecía Vannevar Bush. A través de un tortuoso camino histórico e intelectual que pasa por (la lista es larga, pero fascinante) Douglas Engelbart y La Madre de Todas las Demos, Ted Nelson y su proyecto Xanadu y el Hipertexto, Stewart Brand y el Whole Earth Catalog, el Homebrew Computer Club, el Xerox PARC, Apple Computer, IBM, Microsoft, Tim Berners-Lee y la World Wide Web, acaba por culminar en la actual era del ordenador personal e internet.
La esencia del problema consiste en definir qué es la inteligencia. Si la sabiduría consiste en almacenar grandes cantidades de información en el cerebro, para después realizar complejas operaciones de realineamiento y reconexión profunda, entonces Carr tiene razón: la red que hoy conocemos nos está haciendo menos inteligentes. Al reducir la cantidad de datos que albergamos en nuestra memoria y al favorecer el salto entre diferentes informaciones y el mantenimiento de múltiples ideas simultáneamente en el foco de nuestra atención, sin duda almacenamos y rumiamos menos. Pero esa es únicamente una definición posible de inteligencia. Hay otra que se basa más en la conexión y en la capacidad de combinación de ideas que en la mera acumulación y reelaboración de información aislada, o de narrativas lineales. Si la inteligencia se define en función de la capacidad de relacionar diferentes ideas, y no por su simple posesión, entonces los cambios que describe Carr pueden ser ciertos, pero no negativos. Porque si la red fomenta este otro tipo de inteligencia y al extenderlo modifica el cerebro para hacerlo cada vez más sencillo de usar, estaremos cambiando un intelecto por otro. ¿Pero por cuál? Quizá, por una forma de inteligencia más necesaria para resolver los retos del futuro.
Desde luego así pensaba Vannevar Bush, que en el artículo citado describía una máquina conceptual —llamada Memex— como un aparato para favorecer la inteligencia humana, ayudando a establecer conexiones entre ideas diferentes y separadas. Para Bush, el principal problema intelectual del siglo XX no estaba en la falta de concentración, sino en el exceso de profundidad de los estudios y la paralizante imposibilidad de dominar campos diferentes; eso es lo que estaba aislando a las diferentes disciplinas.
Al hacerse cada campo de estudio más profundo, la especialización tiende a extenderse más tiempo hasta que el especialista se hace incapaz de entender y de interactuar con los campos ajenos, incluso los cercanos. La hiperespecialización desarrolla sus propios lenguajes, sus propias historias intelectuales, sus propias estructuras sociales, de modo que quien no pertenece a la reducida hermandad de los expertos ya no puede entender siquiera de qué hablan. El exceso de profundidad intelectual no ha dejado de crecer desde 1945, dando lugar a un chiste amargo: un especialista es aquella persona que sabe cada vez más sobre cada vez menos hasta que lo sabe todo sobre nada.
Tan recientemente como en 1968, John Brunner, en su novela Todos sobre Zanzíbar, inventó para el personaje Donald Hogan un nuevo trabajo de inteligencia militar («sintetista»): alguien dedicado a conectar ideas, dado que el aislamiento de las distintas disciplinas estaba dañando el avance científico e industrial de la nación. El problema no ha dejado de empeorar; estamos en la era de la abundancia informativa, en la que hay muchos datos y faltan filtros, y el efecto en las ciencias y las disciplinas de la cultura está resultando paralizante por falta de capacidad de conexión y análisis multidisciplinar. La carencia de relaciones entre datos impide comprender su significado: un hecho aislado, sin contexto, puede perder todo su valor. A veces, el dato o la interpretación clave para desbloquear un problema no llega a los especialistas adecuados porque se origina fuera de la burbuja de esa disciplina. Vannevar Bush quería evitar que se repitieran situaciones como que las leyes de Mendel se perdieran durante más de una generación, simplemente porque los trabajos de un desconocido monje checo no alcanzaron en todo ese tiempo las esferas de quienes podían comprender su significado. Las profundidades abisales de la especialización retrasaron cincuenta años un conocimiento vital por falta de conexión, un fenómeno que durante el siglo XX se hizo cada vez mas común. Y que supone una verdadera amenaza intelectual en el siglo XXI.
Bush quería crear una máquina, pero no para reemplazar al cerebro, sino para aumentar su memoria y complementar sus capacidades. Parte del Memex era un dispositivo de acceso a los depósitos externos de memoria que ha construido nuestra civilización: bibliotecas, bases de datos técnicos, resultados de laboratorio. Al tener a su inmediato alcance cualquier libro, cualquier dato, cualquier imagen o ecuación que pudiese necesitar, el usuario del Memex no necesitaba almacenar toda esta información en su propio cerebro. Esto le permitiría usar muchos más datos de los que el propio cerebro tiene capacidad de asimilar, aumentando el alcance de su mente. Como los libros, el Memex serviría como un depósito externo de datos, liberado de las limitaciones de la memoria orgánica, y por tanto capaz de ampliar su alcance. Una especie de superbiblioteca universal optimizada.
Para poner en perspectiva cuál podría ser el efecto de esta multiplicación del almacenamiento externo (sobre la capacidad del cerebro y sobre la inteligencia humana), conviene contemplar el efecto que los libros han tenido en nuestra historia. A muchos de los primeros pensadores y filósofos, aquellos que por primera vez se vieron expuestos a la escritura, les parecía que el libro iba a causar un pernicioso efecto en la humanidad. En el diálogo Fedro, de Platón, el filósofo hace que Sócrates relate la leyenda del rey egipcio Thamus, que recibió con escepticismo el regalo de la escritura por parte del dios Theuth. Thamus, relata Platón, consideraba que la escritura destruye la memoria, reemplazando la verdadera sabiduría (que solo puede ser viva y expresarse en forma dialéctica) por una forma inferior de recuerdo inerte, por una falsa sabiduría basada en poder invocar el contenido de lo escrito. Con el agravante de que ese recuerdo pueda ser considerado engañosamente igual al verdadero conocimiento. Y con la consecuencia, paralela al argumento de Carr, de que la humanidad perderá la memoria por falta de ejercicio y se hará estúpida. La escritura, concluye Thamus, no hará más sabios a los hombres, sino menos. Qué interesante: Platón consideraba inhumana la escritura, y desconfiaba de que sirviese para aumentar el conocimiento.
Sin embargo, desde su nacimiento, la escritura es sin duda el factor más importante en el crecimiento y desarrollo de la sabiduría humana. Durante cientos de miles o millones de años, la única forma de conservar información fue la memoria, y la única manera de hacerla sobrevivir en el tiempo fue traspasarla a las memorias de las siguientes generaciones. En la época de Homero todos los mensajes importantes tenían que conservarse mediante memorización. Por eso los relatos y las canciones eran en verso: para facilitar su almacenamiento en las memorias de las personas, y de esta forma su supervivencia. Por eso la Biblia y la Odisea sobrevivieron. Cabe preguntarse qué otras obras desaparecieron, cuando murieron las últimas personas que se las sabían de memoria.
Pero a pesar de que Carr lo afirma en su libro, Sócrates no tenía razón. Es cierto que los libros hicieron a las personas menos dependientes de su memoria, y que esa concreta capacidad humana ha disminuido. Pero poca duda puede caber de que los libros han hecho a la humanidad, en su conjunto, mucho más sabia, permitiendo una expansión de la cultura inimaginable en tiempos de Platón.
La Historia se ha visto acompañada, desde la invención de la escritura, por un continuo aumento de la cantidad de información disponible para las personas. La escritura permite la continua acumulación de nuevos rasgos culturales sobre los antiguos, acelerando así no solo el almacenamiento, sino la creación de ideas. Las diversas tecnologías que han facilitado la extensión de los materiales escritos también han contribuido a esta explosión, como lo han hecho las políticas que han proporcionado a miles de millones de personas la capacidad de leer. Estos desarrollos, la explosión del número de los libros y la multiplicación de los lectores, coinciden con las etapas más brillantes, dinámicas e intensas desde el punto de vista cultural de la Historia.
Se dice que una edición dominical del venerable The New York Times contiene más información de la que estaba a disposición de un inglés ilustrado a lo largo de toda su vida antes del siglo XIX. Existen bibliotecas con decenas de millones de volúmenes, como la del Congreso de los Estados Unidos o la Biblioteca Nacional española. Se publican centenares de miles de nuevos libros cada año, y se venden muchos millones de ejemplares. La extensión de la escritura hasta extremos que hubiesen resultado inconcebibles en la Grecia clásica no ha hecho más estúpida a la humanidad. Al contrario: la ha hecho muchísimo más inteligente. Almacenar parte de nuestra memoria en los libros, liberando las neuronas para que no se vean sobrecargadas por el exceso de información, ha multiplicado el poder de la inteligencia humana. Relojes, mapas, libros y otros instrumentos no han dañado la mente al modificar nuestra percepción del espacio, del tiempo o de la memoria. Puede que hayan hecho nuestros cerebros menos interesantes desde el punto de vista anatómico, pero también los han hecho más poderosos.
La otra forma de inteligencia
Para Vannevar Bush, facilitar el acceso a la información escrita por medios tecnológicos era solo una parte de su idea. La más importante era la capacidad del Memex para establecer conexiones, vínculos entre diferentes ideas, diferentes libros, distintos depósitos de información. Bush denominó a estas relaciones «senderos», y los imaginaba como recorridos anotados de un párrafo en un libro a una foto en otro; de una ecuación aquí al plano de un puente allá. Los senderos reproducirían las relaciones y vínculos de una mente real reflexionando sobre un problema o idea concreta y las asociaciones que le pudieran sugerir a esa mente los depósitos externos de memoria. Lo más importante es que los senderos podrían grabarse, distribuirse y compartirse; de modo que el camino trazado por la reflexión de una persona (a través del mundo de las ideas) lograría compartirse con otras personas, que podrían reproducir ese camino intelectual. Los alumnos encontrarían la forma de seguir el sendero trazado por un profesor; los colaboradores de un ingeniero podrían reproducir su línea de pensamiento sobre un diseño. «As we may think» incluso imaginaba el nacimiento de una profesión, de personas dedicadas a tiempo completo a crear nuevos senderos intelectuales para que otras personas pudiesen después seguirlos y aprovecharlos.
La idea no es original: consiste en replicar, por medios artificiales y en nuestros almacenes externos de información, el mismo proceso que ocurre dentro de nuestras cabezas y que llamamos pensar. Los practicantes de la Cábala lo llevan haciendo siglos, y para este tipo de relaciones se inventaron las notas a pie de página y las referencias cruzadas en los libros. En el siglo XIV Ramon Lull quiso crear un instrumento para conectar ideas con el fin de generar ideas nuevas. Vannevar Bush quería una máquina capaz de relacionar ideas del mismo modo que lo hace dentro de su cerebro una persona que está pensando. Este sistema de interconexión de ideas no solo se ha demostrado enormemente rico (a la hora de generar nuevos conceptos), sino que es la esencia de nuestra inteligencia y nuestra memoria, como explica el propio Carr en su libro. Lo que llamamos sabiduría surge cuando se establecen nuevas conexiones entre neuronas, conexiones que la experiencia refuerza hasta convertir en memorias. El Memex pretendía ampliar a los libros un procedimiento análogo al que hace surgir inteligencia en nuestros cerebros por la interacción de las neuronas: extender nuestra mente más allá de los confines de nuestra cabeza. Incluso llegó a especular con la posibilidad de que algún día esta vinculación entre cerebro y almacenes de información externos pudiese realizarse de modo directo, sin intermediación de pantallas, teclados u otros dispositivos de traducción.
Las herramientas que uno tiene a su disposición no solo cambian la sensación subjetiva al enfrentarse a los problemas y modifican a quienes las usan. También cambian la escala de los problemas que se pueden resolver. El Canal de Suez, o el de Panamá, no podían construirse con picos y palas: hacían falta otros niveles de tecnología quizá mas alienantes con respecto al hecho físico de cavar, pero más potentes. Colocar un hombre en la Luna es imposible usando técnicas medievales, como hubiese sido imposible construir una catedral gótica en la era romana. La capacidad de los instrumentos a nuestro alcance modifica nuestro uso y altera nuestra percepción del mundo. Pero, ante todo, nos abre nuevas posibilidades antes imposibles: proyectos de tamaño inconcebible antes de la existencia de estas nuevas herramientas. La tecnología nos cambia, y nos hace capaces de enfrentar desafíos nuevos.
Hoy vivimos en un universo en el que la información es cada día más abundante, hasta el punto de que satura los anticuados sistemas de filtro que conocíamos y acaba provocando problemas por acumulación. La enorme cantidad de datos disponibles imposibilita la formación interdisciplinar, ya que hace falta toda una vida para alcanzar el nivel suficiente de conocimientos de una única disciplina. Aisladas, diferentes áreas del saber repiten trabajos, no reciben información vital de áreas vecinas y dejan de desarrollar conocimientos en las zonas de jerarquía dudosa. Los descubrimientos más prometedores y las ideas más audaces surgen en los márgenes de las disciplinas convencionales, donde priman las conexiones y la fertilización cruzada. Para poder aprovechar la abundancia de información son necesarias nuevas y mejores herramientas, técnicas y habilidades de análisis y conexión de referencias.
Los datos aislados nada significan. Hace falta contexto para poder comprender cualquier fragmento de información: o dicho de otro modo, hacen falta enlaces. La selección y la valoración de ideas dependen de las relaciones entre datos, no de su almacenamiento. Los problemas del futuro precisan de mayor capacidad de comparación, relación y enlace de datos, para poder evaluar rápidamente grandes cantidades de información; la capacidad de seguir y establecer conexiones, de mantener múltiples vías de análisis abiertas a la vez. Los desafíos que nos impone la actual situación de la cultura necesitan herramientas para la navegación entre informaciones diversas, con capacidad multitarea, que coloquen las tareas de almacenamiento en manos de máquinas auxiliares y aprovechen al máximo la capacidad única del cerebro humano de establecer relaciones entre datos. La tecnología de internet es justo lo que necesitamos. Y las modificaciones que esa tecnología provocará en el modo de trabajar del cerebro son exactamente las que nos permitirán crear una nueva cultura de la abundancia de información.
Las profundidades de la contemplación introvertida ya han dado todo lo que podían dar. Es el momento de los bajíos en el mundo de la mente: de la riqueza de las conexiones, de la explosión de variedad y novedades que surgen del pensamiento interconectado. Es el momento del cruce de ideas, del contexto, del análisis de grandes cantidades de datos, de la mezcolanza y la fusión. Necesitamos recuperar conocimientos y formas de pensar que quedaron abandonadas en la carrera hacia las profundidades; tenemos que aprender a explotar la conexión, la relación, el vínculo para generar nuevas ideas. Porque la riqueza de ideas surge de la mezcla, no de la separación. Es el momento de abandonar para siempre las herramientas, los hábitos mentales y las consecuencias del pensamiento abisal.
Es el momento de reivindicar y abrazar los bajíos de la mente.
El paraíso que nunca existió
En el fondo, el mito que defiende Nicholas Carr es conocido: la existencia y evidente superioridad de una humanidad natural primigenia anterior al desarrollo tecnológico, de un ser humano no contaminado por la máquina, y la melancolía ante su pérdida. De ahí las comparaciones entre comportamientos maquinales y la esencia de la máquina, el miedo a la transformación del ser humano en tecnología, la desconfianza y el rechazo a cualquier ayuda externa que pueda aumentar la potencia del pensamiento humano. En las poéticas loas a Hawthorne meditando en Sleepy Hollow y en los ataques al efecto del tren que rompe su concentración hay mucha nostalgia romántica por un mundo perdido más sencillo, menos mecanizado y por tanto más humano. Lo que se evoca es el paraíso perdido: la era dorada de la humanidad anterior al pecado original, antes de que la máquina contaminase la inocencia.
Para un ingeniero, o un arquitecto, este tipo de argumento es casi insultante, porque opone la humanidad a sus obras y al hacerlo niega el valor de las creaciones de la técnica. Cuando Deep Blue derrota a Garry Kasparov, esta corriente de pensamiento considera que la humanidad ha sido vencida. Y sin embargo Deep Blue es una obra humana, creada por programadores y diseñadores de hardware y técnicos electrónicos y maestros de ajedrez. Su triunfo no es un triunfo del otro sobre el ser humano, sino un triunfo de la humanidad a través de sus fabricantes humanos. La herramienta no puede existir sin el creador de la herramienta. El ingeniero, el herrero, el fabricante de tecnología es tan creativo como puede serlo el artista o el científico: la erección de un puente o una bóveda, el tendido de un cable submarino o la creación de Deep Blue pueden ser consideradas obras que demuestran el talento del ser humano a la par de un cuadro de Velázquez, una obra de Shakespeare o una cantata de Bach. Considerar a la tecnología enemiga de la verdadera humanidad es rechazar la creatividad, la pasión, la inteligencia y el esfuerzo de quienes la hacen nacer, humanos en fin. Es distinguir entre una creatividad noble y otra innoble, entre obras de sublime inutilidad y obras útiles que nos hacen poderosos como personas y como sociedades pero que de alguna manera son inferiores moralmente, quizá por esa misma utilidad. Es rechazar el sudor y el talento de quienes realizan prodigios de genio e inteligencia al menos tan brillantes como las más sublimes obras del arte, pero en el campo de la maquinaria, de la ingeniería, de la construcción. Es no reconocer a Deep Blue como lo que es: un gran triunfo de la mente humana, la de sus creadores, sobre otra mente humana, la de Kasparov: una verdadera fiesta de nuestro intelecto.
Aunque lo peor de esta visión de la humanidad no contaminada con la tecnología no es que sea ofensiva para los tecnólogos, sino que es rotundamente falsa. No existe y jamás existió ese supuesto estado de adánica inocencia previo a la venta de nuestra alma por un puñado de máquinas. La arqueología nos confirma que el Homo sapiens sapiens viene de una rama de simios que desde hace casi tres millones de años coevolucionan con la tecnología. Nuestros antepasados utilizaban herramientas cuando no eran más que monos bípedos, mucho antes de desarrollar sociedades, o inteligencia. Somos animales dependientes de la tecnología desde mucho antes de ser siquiera humanos; o dicho de otra forma, somos humanos a causa de nuestra tecnología, una especie simbiótica con nuestras herramientas. No hay un paraíso pretecnológico al que regresar: jamás lo hubo. Solo estamos nosotros: un mono que lleva tanto tiempo haciendo máquinas que ya no puede separarse de ellas. El ser humano, el mono ciborg.