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El agua desciende de las altas montañas del Montseny, surca un estrecho valle de hayedos y pinos, y siembra fuentes a uno y otro lado del sendero que discurre junto al río. El sol resplandece mientras el pequeño pueblo de Gualba prepara una celebración; lo anuncian las campanas de la iglesia. Bajo el balcón de una casa señorial, de estilo indiano, hay niños y adultos. Sus miradas se concentran en la blanca fachada y en el ventanal, rodeado por una barandilla de hierro forjado en curvas imposibles. Se respira alegría en espera de algún acontecimiento. En el interior se escuchan los gemidos de una parturienta, hasta que de pronto irrumpe el llanto de un niño que acaba de nacer. Las campanas repican más fuerte que nunca, mientras la frágil Josefina Botey seca las lágrimas del esfuerzo y la emoción. Su rostro alargado, de nariz recta y ojos profundos, por fin descansa.
El padre, Joan Ragué, sale al balcón cargado de juguetes y caramelos para los niños del pueblo que gritan de alegría. Moro, el perro de la casa, se contagia de alegría y corre arriba y abajo como un niño más. La madre también querría salir al balcón, si pudiera, para participar de la fiesta con su esposo y con los criados de la casa, que sienten el hijo como suyo. Es el primero, el hereu, el que garantiza la línea de sucesión de una familia que ha llegado al Parlamento de Cataluña. Joan Ragué es diputado de Mancomunitat catalana, que preside Francesc Cambó. El pueblo se siente orgulloso de ello y acabará poniendo su nombre a la plaza principal.
Esta escena transcurre el cinco de julio de 1909 y el niño que acaba de nacer es Francisco Ragué Botey, mi abuelo. Yo soy Alexis Racionero Ragué y no nací hasta 1971, cuando mis padres se separaban después de su periplo hippie en Berkeley. Mi nacimiento iba a renacer la desgastada felicidad de esos abuelos a los que tanto amé. Juntos volveríamos a Gualba y a Sant Celoni, recorriendo las sendas del pasado, sin nostalgia ni rencores, impregnados de la felicidad que reinó el día que nació mi abuelo y que pronto se vería truncada por la muerte y una guerra muy cruel.
Las campanas del pueblo repicaron, tristes y lúgubres, para anunciar la muerte de Josefina Botey, apenas un año después de dar a luz. Las fiebres puerperio (que es como se llamaba entonces a las fiebres postparto) se la llevaron y el pequeño Francisco quedó huérfano de madre. Un tiempo después Joan Ragué contrajo segundas nupcias y tuvo tres hijos más. Dos hembras y un varón que pasó a ser el nuevo heredero, pese a ser el menor. Ahora estamos en el año 1915. Francisco Botey Corrons, abuelo de la malograda Josefina y propietario de diversas fincas a las afueras de Sant Celoni, decide legar todos sus bienes al pequeño Francisco, que entonces tiene seis años y solo piensa en jugar al fútbol. A su hijo Jacinto le deja el usufructo, para que disfrute de las propiedades en vida, pero no se fía de su carácter excéntrico y poco ahorrador. De este modo protege al hijo de la nieta a la que tanto amó y que ahora crece con una madrastra y un padre que apenas tiene tiempo para él.
Entre las fincas que Francisco acaba de legar están las casas Botey, las casas de esta historia, construidas a finales del siglo diecinueve al estilo indiano, que se inspiraba en las viviendas de pueblos caribeños como Trinidad, en Cuba. Por aquel entonces muchos catalanes iban a la isla en busca de fortuna, gracias a la producción de la caña de azúcar o el ron.
Son tres casas que componen un sola fachada, armoniosa y de grandes dimensiones, que se alza distinguida y solitaria a las afueras del pueblo, entre tierras baldías, como un castillo solitario al que nadie quiere ir a vivir. No es hasta pasados unos cinco años de su construcción, alrededor de 1890, cuando aparecen sus primeros moradores. Se trata de la familia Pasqué que viene de Badalona (una pequeña localidad en la costa) para trabajar en la estación de ferrocarril de Sant Celoni. El padre de familia ha conseguido el cargo de subdirector de la estación. Ocupan la casa del centro, en el actual número treinta y cuatro. La casa es conocida en el pueblo como Ca la Bernarda, el nombre del ama de casa que atrae la curiosidad con su cocina de potajes y arroces marineros. Su llegada parece animar a los indecisos y pronto dos familias vienen a ocupar las viviendas adyacentes. El número treinta y seis, donde ahora está la pizzería Estilo Argentino, es ocupado por un taller de reparación y venta de bicicletas llamado Can Quim. La parte de atrás, con un patio exterior soleado, sirve de comedor; la primera planta ejerce de vivienda; y la parte delantera, que da al exterior, es ocupada por las bicicletas. El número treinta y dos, donde ahora funciona la redacción de la revista Orsai, era conocido en 1890 como Ca la Maria Ordinària. El nombre no se debe a la mala educación de la moradora, como uno podría pensar: Maria era la recadera del pueblo.
Las tres casas son casi idénticas, con una superficie que ronda los setenta y cinco metros cuadrados incluyendo un patio exterior. Poseen una primera planta y golfas (o trastero) bajo el tejado de madera cubierto por tejas de cerámica. El interior queda parcelado por la escalera central que sube al primer piso.
Cuando Francisco Botey muere en 1921 la vida en las tres casas discurre sin sobresaltos, mientras su joven nuevo propietario ha abandonado Gualba y vive internado en el colegio de La Salle Bonanova en Barcelona. Sigue dándole a la pelota y destaca como estudiante: aparece entre los primeros de su curso en la orla que los retrata cada año.
Jacinto sigue feliz por recibir las rentas de las tres casas y en compañía de su mujer Mercedes, que parece tener bastante carácter.
Poco a poco el pueblo de Sant Celoni va creciendo, más allá de la plaza de la iglesia, y las tres casas ya no son aquel castillo solitario.
Cuando muere Maria la recadera, su hijo Miquel Renau Vila decide seguir con la tradición familiar. Lo mismo sucede en Can Quim, el de las bicicletas, y Bernarda sigue ocupando la casa del centro una vez que ha perdido a su marido.
Pero la armoniosa paz se rompe en 1936, cuando estalla la Guerra Civil.
Los años veinte han sido ya más turbulentos de lo que parecían. Catalanistas, monárquicos, clérigos, terratenientes y anarquistas colisionan radicalizando sus posturas. Francisco Ragué Botey ha perdido a su padre y después de acabar la carrera de ingeniero industrial realiza prácticas en una fábrica de Manheim, en Alemania. La distancia de su Gualba natal es algo a lo que ya se ha acostumbrado. Echa en falta los paseos junto al arroyo, cuando de pequeño subía con sus hermanos y otros niños del pueblo a lo más alto del Turó del Home, la cima que corona el Montseny. Por fortuna, alguna escapada a la Selva Negra alemana mitiga sus ansias de naturaleza. Lo que no puede sustituir es el amor por Mercedes, una joven a la que conoció después de seguirla durante meses por el Paseo de Gracia en Barcelona. La chica es hija de un mayorista de cereales y legumbres del barrio del Borne. Mercedes creció con unas tías porque sus padres no podían mantener a sus tres mujercitas.
En Alemania, Hitler está deteniendo y deportando a todos los españoles que residen allí para que luchen junto a Franco. Francisco Ragué está en peligro de no poder decidir a qué bando quiere ir a luchar y además, su amada no quiere verlo morir en el frente. Por esto, y pese a tener veinticinco años, Mercedes toma el último avión que sale de Barcelona para Alemania. Allá se encuentra con Francisco y juntos iniciarán una aventura que los lleva a cruzar fronteras por Europa. Este es un relato que me llega a mí, el nieto cinéfilo, como una proyección de la película Casablanca.
El avión de hélices planea sobre un mundo en blanco y negro. En el aeropuerto espera Francisco, con americana y sombrero de ala ancha. Tiene un aire de James Stewart o mejor aún: de Fred McMurray en Double Indemnity. Mercedes, bella como una latina Ingrid Bergman, corre a abrazarle. Dónde irán, qué harán o qué será de ellos ya no importa, porque al menos están juntos. Viven en pecado, ya que no han podido ni casarse. Son fugitivos de una guerra, amantes furtivos en tierra ajena.
Los primeros días son de pura alegría, pero pronto Francisco debe ausentarse de la fábrica de automóviles en la que está trabajando para vivir en clandestinidad. Mientras él se queda en casa, Mercedes sale a la calle. Ahí conoce la pobreza de una nación que trata de recuperarse de la humillante derrota que supuso el tratado de Versalles que cerró la Primera Guerra Mundial. El marco está tan devaluado que sirve como papel higiénico, pero el orgullo conduce a los alemanes a no rendirse, en busca de la prosperidad. Este carácter tenaz y luchador queda grabado en la joven pareja, a la que le espera una vida llena de sobresaltos.
En Manheim corren peligro y la llegada del tío Raúl y Mercedes, la hermana del padre de Francisco, les convence de encontrar otro lugar más seguro donde esconderse. Los tíos parecen ser los únicos de la familia que aprueban su fuga y el hecho de vivir juntos sin estar casados. Raúl tiene contactos en Alemania y decide que lo mejor es permanecer durante un tiempo en un pueblito de la Selva Negra llamado Altensteig. Mis abuelos pasan ahí un año y se enamoran de una localidad llamada Freudenstadt, ubicada en el centro del inmenso bosque. Los abetos y pinos de alta montaña son tan esbeltos que apenas dejan pasar la luz. La oscuridad invade un suelo en que las raíces se extienden como tentáculos. Podría ser el escenario de una película de terror, pero para la joven pareja será un paraíso al que volver años más tarde, cuando tengan hijos y nietos: la imagen a la que regresar antes de morir.
Son nuestros lugares de la memoria esculpidos por las experiencias vividas, imborrables, idealizados y eternos.
Allá, entre sombras y tartas de manzana, Francisco y Mercedes elevan el sol de su amor radiante e inquebrantable, antes de partir de regreso a España. Gualba, Sant Celoni y Barcelona quedan todavía muy lejos. Tienen miedo y no saben si huir al Uruguay, donde Mercedes tiene algún familiar, pero Francisco recuerda aquello que su padre le dijo tantas veces y que estaba escrito sobre el arco de la gran chimenea del hogar donde nació: «No oblidis mai que la teva terra és Catalunya» (No olvides nunca que tu tierra es Cataluña).
Al amanecer, bajo la lluvia, cogidos de un paraguas con apenas equipaje, Mercedes y Francisco suben a un tren que debe conducirles a París. Ella viste un largo abrigo de lana ceñido a la cadera por un cinturón. Él lleva una gabardina a lo Humphrey Bogart. No pueden sacar billete y deben esconderse como polizontes para pasar la frontera. Abrazados, se meten en un compartimiento de primera clase donde viaja un señor en solitario. El nerviosismo les delata, pero hablar bien el alemán suaviza la situación.
El hombre resulta ser francés y trata de calmar sus nervios, pero pronto aparece la amenaza del revisor. Deben esconderse o les harán bajar del tren para ser deportados a España. Sin que se lo pidan, el hombre les protege. Los oculta bajo su litera y lidia tanto con el revisor como con la policía alemana hasta cruzar la frontera. París les recibe gracias a este héroe anónimo de guerra que tantas familias tenemos. Un héroe al que te gustaría conocer y agradecer no solo el hecho de haber salvado a los tuyos, sino el ennoblecer el espíritu humano, eso que aprendí de películas de Charles Chaplin como El gran dictador o Tiempos modernos. Ese hombre no solo los ocultó, sino que les dio algo de dinero y cobijo para sus primeros días en París. Allí, en la ciudad más bella para cualquier amante, mis abuelos sellaron definitivamente su amor, entre paseos por el Sena y los jardines de Luxemburgo. No tenían dinero pero fueron más felices que cuando volvieron como burgueses establecidos. Mi abuela, que se pasó la vida ahorrando, al llegar a la vejez me decía: «Aprovecha tu juventud, porque cuando seas viejo lo que querrás es regresar a ella».
Pero París no es su destino final; están en tránsito, camino de cruzar la frontera española. Lo hacen por el norte para llegar a San Sebastián, dado que Cataluña es un polvorín. El País Vasco ya ha sido ocupado por las tropas nacionales y se respira cierta tranquilidad. Pasa un tiempo y pueden casarse por lo civil, pero no por la iglesia. La situación desaconseja volver a Barcelona, así que se van hasta Sevilla, donde parece más fácil ganarse la vida. Mercedes, que fue una mujer de gran belleza y carácter, visita al general Queipo de Llano para pedirle trabajo para su esposo. Logra que le den un puesto en un taller de reparación de autos y que solo tenga que acudir al frente en la más segura retaguardia.
De esta forma mi àvia Mercedes tomó las riendas de la situación, protegiendo al avi como hubiera hecho su madre Josefina Botey. Yo, que no he vivido ninguna guerra, me pregunto a veces por qué mi abuelo no tuvo el valor de luchar con los republicanos si tanto quería a Cataluña, y creo que la respuesta es que quería más a mi abuela, por la que sobrevivió hasta los noventa y tres años, colmando casi todos sus deseos.
En Sevilla mis abuelos son muy felices. Mi abuela Mercedes se ocupa de un modesto hogar cuya vecina es madre de un torero. Todos los domingos, cuando hay corrida, el edificio entero reza por la salud del joven torero y cuando regresa la felicidad lo inunda todo. A la mecánica tenacidad aprendida en Alemania se suman la alegría y superstición andaluzas. Mercedes aprende a cocinar con mucho ajo y perejil, a tocar las castañuelas y a no romper jamás un espejo ni pasar bajo una escalera. Francisco, mi avi, como siempre le llamé, se limita a trabajar y a pensar cómo reconstruir su vida, ahora que las propiedades de su padre han caído en manos de sus hermanos y la guerra lo ha arruinado todo. Las perspectivas no son muy buenas, pero sabe que su bisabuelo le ha dejado unas casas en Sant Celoni. Unas casas que algún día podrá disfrutar.
Una mañana de primavera, después de cruzar el patio de los naranjos del Alcázar de Sevilla, Francisco y Mercedes van a ver al cardenal Segura para pedirle que les case. La situación es complicada después de convivir años en pecado, pero lo consiguen. Para ellos, que habían sido criados en el más estricto catolicismo, se trata de algo muy importante. Siempre recuerdo la alegría de mi abuela cuando me contaba que pudo ir a Roma a ver al Papa, gracias a que había ahorrado desde muy niña.
La boda se produjo cuando la guerra llegaba a su fin y la celebraron con sus entrañables vecinos entre sevillanas y abanicos.
Por fin, en 1940, mis abuelos vuelven a Barcelona y dos años después nace su hija María José, mi madre, a la que ellos llaman Josefa en honor a la difunta madre de mi abuelo. En aquellos días visitan ocasionalmente Gualba y Sant Celoni, porque la falta de recursos lo impide. La gente se sobrepone a una dura posguerra y a las imposiciones de una dictadura que trata de asfixiar la cultura y la sociedad catalana.
La lengua catalana sobrevive en los hogares, pero está prohibida en lugares públicos. Tampoco está permitida cualquier reunión, debate o acto cultural. En esta situación, el campo de fútbol de Las Cortes y el Barça se convierten en símbolos de catalanidad, con héroes como Kubala, César, Moreno y Manchón, tal y como detalla la famosa canción de Serrat. El fútbol es, más que nunca, vehículo de pasiones, catarsis y emoción. Todos los que venimos detrás mamaremos y entenderemos eso de que el Barça es més que un club. El Barça fue, durante el franquismo, la ventana por la que expresar la reivindicación y el sentimiento de todo un pueblo. El régimen franquista lo sabía e hizo campeón al Madrid por decreto, robándonos a fenómenos como Alfredo Di Stéfano; pero el tiempo te da lo que una vez te quitó, o al menos eso pensamos los que ahora disfrutamos de Messi. Sé que al lector esto puede parecerle una locura, pero cuando Messi marca un gol contra el Madrid, yo sigo viendo a mi abuelo, y a aquellos que sufrieron la posguerra, mientras mi cuerpo se estremece de emoción recordando lo que fue aquella dictadura.
En España la prosperidad económica no llega hasta mediados de los años sesenta, cuando el Real Madrid gana todas las copas de Europa y las jóvenes suecas empiezan a merodear nuestras playas. Mi abuelo recibe al fin sus propiedades de Sant Celoni en 1954, al morir Jacinto Botey, pero las casas están todas arrendadas de por vida y no puede disponer de ellas ni modificar las condiciones del alquiler, cuyos precios han quedado desfasados. Los descendientes de Maria la recadera, Quim de las bicicletas y el ferroviario señor Pasqué viven plácidamente en ellas. El pueblo de Sant Celoni crece hasta sus inmediaciones. Por un lado pasa la Carretera Vella y por detrás la calle Sant Pere. El mayor tránsito de peatones y automóviles beneficia a las casas Botey y a sus comercios. Quim de las bicicletas no teme perder ventas pese a la irrupción de los vehículos motorizados, porque Bahamontes (con sus victorias en el Tour de Francia) ha puesto de moda el ciclismo deportivo. Muchos ciclistas se paran en su taller de reparación, de camino a la larga ascensión a Santa Fe, la ermita al pie del Turó del Home. El señor Pasqué y su superior han hecho de Sant Celoni una de las estaciones principales de la línea a Gerona y Francia, compitiendo con Granollers. Sin embargo, no consiguen atraer al turismo de verano que se desplaza a lugares como la Garriga o Puigcerdà.
Mientras, Francisco y Mercedes empiezan a vivir cómodamente. Han tenido un segundo hijo al que cariñosamente llaman Paquito, y han superado la tremenda adversidad que supuso la poliomielitis que contrajo mi madre en una de las fuentes públicas de Sant Celoni. Por aquel entonces, bastantes niños sufrían esta tremenda enfermedad de la que algunos morían y la mayoría quedaba con secuelas importantes.
Mi abuelo, que ha trabajado muchos años en la Hispano Suiza, una constructora de vehículos, se dedica ahora a importar máquinas de Alemania para la SEAT que vende el popular Seiscientos al país entero. Gana bastante dinero y puede permitirse pasar periodos en una casa de la calle Sant Josep de Sant Celoni que le dejó su bisabuelo o volver a Alemania, tanto de negocios como para veranear con su familia. El regreso a la Selva Negra les hace muy felices. Además su hija se echa un novio alemán y parece que van a casarse, pero al final conoce a un chico nacido en La Seu d’Urgell, hijo de un militar y la pubilla de un hotel, y lo abandona.
Me parece que a mi madre eso del carácter alemán recio y trabajador no le iba demasiado, y menos todavía la idea de vivir en Munich con ocho meses de nieve al año. El caso es que, por bien poco, yo podría haber sido un alemán blanco y rubio en vez de un moreno mediterráneo, pero mi madre se fue con Luis Racionero, mi padre.
Mis padres se conocen estudiando la carrera de económicas, cuando ambos ya tienen sendas licenciaturas de ingeniería industrial y filosofía y letras. Son unos empollones y, gracias a una beca, van a convertirse en hippies. Mi padre había estado en Estados Unidos a principios de los cincuenta, con una beca Fullbright, y poco después de casarse con mi madre recibe una nueva ayuda para hacer un máster de urbanismo.
Los envían a Boulder (Colorado), pero prueban en Berkeley y ahí se quedan.
Este incidente cambia sus vidas y seguramente la mía. Se vuelven hippies para disgusto de sus padres. La Beat Generation, Haight Ashbury, Telegraph Avenue, la Contracultura, las drogas y el amor libre cambian su conciencia. Además conocen y entrevistan a mitos de la época para un libro que preparan. Entre ellos están Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Alan Watts, Norman Brown, la Creedence Clearwater Revival o los Gratefull Dead. Viven como adinerados niños hippies y dan un salto superlativo en el tiempo, viniendo de la España franquista.
Yo fui concebido en Berkeley poco después de que mi madre superara una hepatitis y mi padre unos cuantos ataques de celos porque llevaba bastante mal lo del amor libre y parece que mi madre ligaba más. Poco antes de mi gestación habían decidido separarse, pero como despedida me tuvieron. Muy hippie la cosa; ahí es donde debo agradecer la presencia de unos abuelos que han compensado las divertidas extravagancias de mis padres.
Nací, entonces, en 1971, cuando mis padres acababan de llegar de Berkeley y se peleaban por ver quién publicaba su libro de entrevistas. He crecido entre telas indias, pantalones de campana, collares y la música de mis adorados Beatles, The Doors o los Rolling Stones, pero jamás he estado en una comuna. No soy hippie ni creo estar out of time, pero siento admiración y nostalgia por ese tiempo mitológico. Mis padres me han enseñado a soñar y mis abuelos a tocar de peus a terra como decimos en catalán. Soy escritor y cineasta, y también soy el actual propietario de las casas Botey, gracias a mi abuelo.
A lo largo de mi infancia he pasado muchos momentos en Gualba y Sant Celoni. No olvido los paseos por el bosque con mis abuelos, las costillas de cordero que comía los sábados por la tarde o los caracoles de Campins. Tampoco he dejado de ir un solo día al campo del Barça desde que mi abuelo me llevó con apenas tres años. Me siento culé, catalán y ciudadano del mundo. De las casas Botey puedo decir que las siento como la memoria de una historia cíclica, de un bisabuelo que legó a un bisnieto para protegerlo y, desde el año 2002, de un abuelo que quiso reconocer a un nieto como a un hijo.
Me alegra que las casas Botey estén ahora llenas de vida y que sus ocupantes sean felices.
Cuando recibí las casas, la del número treinta y seis (donde ahora Comequechu cocina sus pizzas) estaba por alquilar después de que se marcharan unas chicas que habían montado una ludoteca para niños pequeños. Antes, en 1988, se había instalado un restaurante especializado en tortillas. El espacio dedicaba el primer piso a un comedor principal con ocho mesas, y la planta baja a la cocina y dos mesas en la entrada. La idea no cuajó y poco después le siguió otro restaurante que apostaba por la alta cocina y el espacio del patio exterior, pero tampoco le fue muy bien. En 2003 la alquilé y se convirtió en una floristería; después de eso, fue ocupada por un vecino lampista.
La casa del número treinta y dos, donde ahora funciona la redacción de Orsai, era casi una ruina en 2002, cuando murió mi abuelo. Estaba en estado de abandono porque Miquel Renau, quien fuera recadero, vivía en un asilo pero se negaba a desprenderse de ella. La fachada amenazaba con desmoronarse y el ayuntamiento nos obligó a intervenir. Después de negociar con la familia Renau pude entrar, una mañana de 2004. La casa estaba oscura y olía extraña, pero era antigua y bonita. Al menos así lo sentí. Altos techos, una esbelta escalera con barandilla de hierro forjado, postigos de madera en las ventanas, suelos con motivos florales. Lo fácil hubiera sido venderla a un constructor para que construyera asépticos micropisos modernos, pero me pudo el romanticismo y mi parte de historiador del arte. Traté de recuperar todo lo que pude, pero en las obras me robaron el fregadero de mármol de una pieza. Creo que al final logré dejarla como lo que había sido. El ayuntamiento, pese a tenerla como finca protegida, no me ayudó en nada, pero esto es algo común en este país no tan civilizado como Francia. Pinté la fachada y, en homenaje a mi bisabuelo, volví a inscribir el nombre Botey en el rosetón que la corona.
Andrés Pardo, el primer inquilino, me dejó a deber un año de alquileres hasta que por vía judicial se le echó de la casa. Al parecer su mujer lo había dejado y entró en una crisis personal. Afortunadamente, poco después entró a vivir una simpática y joven pareja que fue feliz en la casa y la dejó para irse al campo con la ilusión de ser padres. Yo también he sido padre recientemente y soy feliz pensando que algún día llevaré a mi hija a ver las casas Botey. Para mí, escribir su historia ha sido emocionante. Todos tenemos historias bellas que contar y, en ocasiones, una casa puede evocar mil recuerdos.
Son esos momentos que podrían perderse en el tiempo como lágrimas en la lluvia, tal y como dice el replicante Roy en el ilustre monólogo que cierra Blade Runner. El futuro se nutre del pasado aunque vivamos en un eterno y esperanzador presente. Hoy soy feliz de ver estas casas ocupadas por gente que las cuida y tiene proyectos bonitos.