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Mis cosas favoritas

Escribe
Tamara Tenenbaum
Ilustra
Miguel Rep
Hace un tiempo organizamos el primer Congreso Orsai 8×1000, donde ocho referentes de la narrativa compartieron ideas y experiencias con mil profesores de lengua y literatura. Ese día Tamara Tenenbaum se paró frente al auditorio y dijo: «Odié a todas mis maestras de primaria». Aquí, el ensayo completo sobre infancia, libertad y lectura.

Estuve pensando bastante en cómo en­carar este texto. Tengo este problema: yo siempre amé leer, pero nunca la pasé bien en la escuela. Odié a casi todas mis maestras de la primaria. A algunos profesores del secundario los quise, pero creo que, de li­teratura, a ninguno. No encontré una buena síntesis entre mi relación personal con la lec­tura y los espacios institucionales de lectura obligatoria hasta que llegué a la universidad. Puede que sea una cuestión de temperamen­to: hay gente que se lleva mejor con las obligaciones y con el orden que yo. A mí, trabajar en una oficina con un horario —cosa que hice muchos años, porque no nací escritora y tam­poco nací rica— me angustiaba mucho más de lo que me angustió después pagar el mí­nimo de la tarjeta siendo freelancer. Por eso tampoco me gustó ser niña: la gente recuerda esa etapa como algo feliz, incluso se habla de la libertad de la infancia. Para mí, hasta ahora —que todavía no he sido vieja— no ha habido nada que se sienta más parecido a es­tar presa que ser chica, tener que estar donde te dejan, ir adonde te llevan. Hay gente que se sentía libre cuando la cuidaban y le decían a cada minuto lo que tenía que hacer y cómo tenía que hacerlo; para mí, es lo peor de lo peor. Supongo que son cuestiones de perso­nalidad, formas de ser de la mente y del alma. Pero quizás no es solo una cuestión personal, y por eso lo cuento: porque quizás hay algo que pensar en la relación entre la obligación y el placer; quizás, incluso si lo mío es una ver­sión extrema de una manera de relacionarse con el mundo y sus convenciones, esa forma de sentir nos puede ser útil para responder la pregunta de cómo generar un espacio de libertad en el contexto de una institución. O sea: cómo generar ese espacio de libertad en la lectura y cómo hacer para que chicos y adolescentes puedan percibir ese espacio como eso mismo, un espacio de libertad.

No sé exactamente a dónde quiero llegar con esto, así que pensé en escribir dos listas: una con las cuatro cosas que más me gusta­ban a la hora de leer cuando era chica, y otra con los cuatro libros que más me gustaban cuando era chica. Lo demás, espero, como dice la Biblia, se dará por añadidura.

Cuatro cosas que me encantaban a la hora de leer

1. Lo podías hacer sola

Tuve una infancia difícil por mil cosas: mi papá se murió cuando yo era chica, mi mamá hacía unos malabares tremendos para que no se notara el agujero financiero que nos había quedado, me crié en una religión opresiva. Y así y todo, para mí, la peor parte de ser chiquita no era ninguna de esas cosas, ya lo he dicho: la peor parte de ser niña es que te cuiden.

En las infancias de clase media de los años noventa para acá, que te cuiden implica, básicamente, no estar sola casi nunca. Te lle­van de un lugar a otro, del colegio a la casa de tu abuela, de la colonia a lo de la vecina, y de ahí a tu casa, y al día siguiente al colegio otra vez. A mí no me interesaba particularmente jugar en la calle o algo así: lo que envidiaba de infancias menos protegidas que la mía (de épocas anteriores, o de clases sociales menos paranoicas y en las que hay menos tiempo y menos adultos a cargo para andarse repartien­do) era la sensación de que no vivían bajo ese monitoreo constante.

Además de la vigilancia, ser niña impli­ca estar obligado a pasar mucho tiempo con otros niños: en tu casa si tenés hermanos (yo tengo dos hermanas), en el colegio, en la co­lonia, en cualquier otra actividad a la que te manden. Nadie piensa en las poquísimas do­sis de silencio y tranquilidad que tienen los niños que no son hijos únicos, básicamente porque no parece que los necesiten: pero mu­chos niños los necesitamos (o los necesitába­mos de niños y los seguimos necesitando de adultos) para mantenernos cuerdos.

Entiendo que ahora los niños tienen otras cosas que pueden hacer solos: básicamente, todo lo que hay en sus tablets y sus teléfonos. En la época que me tocó a mí, en cambio, lo único que quedaba era la lectura. La tele esta­ba en la cocina, la computadora en el living, y ambas eran compartidas: tu acceso exclusivo y solitario a ellas estaba profundamente acota­do. Lo único que podías hacer sola en tu cuarto (además de mirar el techo y fantasear, activi­dad a la que yo también me dedicaba con mu­chísimo ahínco) era leer. Leer era una buena excusa, y una profundamente aceptable para los adultos, para que finalmente te dejaran en paz. Y no solo eso: una vez que efectivamente me quedaba sola con el libro, el silencio abría unos mundos fascinantes. El tiempo transcu­rría de otra manera. La sensación era que real­mente estaba sola, muy sola. Mi casa no era grande ni estaba particularmente acustizada (y quedaba en el medio del Once, que es un barrio muy ruidoso), pero cuando un libro se adueña de tu atención los oídos sencillamen­te se cierran. Me pasa todavía cuando estoy leyendo o escribiendo: no escucho ni siquie­ra cuando me hablan directamente a mí. En un mundo que reclamaba mi atención todo el tiempo, en el que las veinticuatro horas del día tenía que escuchar a alguien que me retaba o me decía lo que había que hacer o lo que había que comer, o a alguien quería jugar conmigo o contarme algo, era como si la lectura fuera una forma de teletransportación. En relación con esto, el punto 2.

2. No tenía límites

Esta todavía puede ser una diferencia respecto de los teléfonos y las tablets: ningún adulto ra­zonable le pone un límite al tiempo que podés pasar leyendo. Los adultos creen que leer es algo bueno: sería como prohibirte comer de­masiadas verduras. En la medida en que pue­dan, también, en general prefieren comprarte libros antes que comprarte juguetes. E incluso sobre temas medio escabrosos, tenés muchísi­mas más chances de lograr leer un libro que a ellos en el fondo no les gustaría que leas (cual­quier novela erótica que encuentres tirada en tu casa y puedas dejar donde la encontraste sin ninguna huella) que de consumir contenidos polémicos en la televisión, o en el teléfono, o en la tablet, o en cualquier pantalla cuyo uso puedan regular y controlar. Entiendo, igual, que esto es cada vez más difícil: es decir, las pantallas también están muy difíciles de controlar, y quizás la restricción las haga más atractivas. No es que sé cómo manejar eso. Solo recuerdo esa sensación de infinitud que te daban los libros, la idea de que había libros sobre todo, que una podía intentar leerlos to­dos, pero que no se acabarían nunca, siempre habría más. En un mundo de recursos escasos, para mí no era poca cosa lo inagotable de la literatura. En relación con esto, el punto 3.

3. Te permitía sumarle a tu vida cosas que tu vida no tenía

Yo crecí en una comunidad religiosa, pero in­cluso si no lo hubiera hecho: la vida de los chi­cos y los adolescentes, hasta que ganan cierta autonomía, es profundamente monótona. No hay lugar para los acontecimientos ni para las excepciones. Los chicos, dicen los padres y los psicólogos, necesitan regularidades, pre­decibilidad: ir siempre a los mismos lugares, ver siempre a la misma gente. Supongo que en alguna medida debe ser cierto, pero a mí me producía una angustia descomunal: sen­tía auténticamente que estaba perdiendo mi tiempo. La gente de los libros se la pasaba viajando, enamorándose, yendo a lugares, siendo infiel, conociendo personas nuevas, enfermándose, lastimándose, muriéndose. Yo no podía hacer nada de eso, pero podía leer sobre eso en los libros.

A medida que fui creciendo y, sobre todo, leyendo teoría literaria, mis ideas sobre la ex­periencia de la lectura fueron cambiando mu­cho. Sumaron capas, se diversificaron. Hoy entiendo que hay experiencias estéticas que no tienen que ver con la inmersión, libros a los que les entro de otra manera y que, así y todo, dejan un impacto en mí. Pero en esa época de niña y adolescente, quizás porque la vida te­nía mucho menos para ofrecerme que ahora, esa sensación de «meterse» en un mundo que sentía que no podía conocer (por lejano, por glamoroso, por trágico, simplemente por aje­no) era lo que más me cautivaba en un libro. Es un cliché, pero es cierto: vivir mil vidas desde tu propio cuarto. Sentía, además, que esas mil vidas eran reales en términos de las transformaciones subjetivas que operaban en mí: el hecho de que no se dieran en el mun­do real no excluía la posibilidad de que esas vidas casi vividas me hicieran emocionarme y aprender, me convirtieran en una persona distinta. En relación con esto, el punto 4.

4. Me servía para tener algo que contar

Creo que esto no es poco, en especial cuando una es adolescente: tener una biblioteca en la memoria te da una identidad. Algo que de­cir, algo que al resto le hace acordar a vos, algo que contar. Mi vida en la primaria y en la secundaria no solamente era monótona: a mí me parecía, en el fondo, que era igual a la de todas las chicas de mi edad. Hoy, que soy grande, puedo entender que todas tenía­mos dinámicas familiares distintas, situaciones económicas distintas, afectos distintos, sexualidades distintas. En esa época, sin em­bargo, yo sentía que, grosso modo, nuestras vidas eran todas iguales. Todas transitábamos los mismos lugares e inaugurábamos las mis­mas experiencias: tu primer beso era único en el mundo, en algún sentido, pero en otro esta­ban todas las demás teniendo su primer beso. Es verdad que se puede hablar de eso, y que de hecho gran parte de las conversaciones en­tre niños y adolescentes efectivamente giran en torno a esas cosas que les están pasando a todos, pero al menos a mí me importaba tam­bién sentir que traía a la conversación algo que nadie más podía traer. Parte del asunto, probablemente, era que me gustaba hablar con adultos, pero no solo a ellos les contaba las cosas que leía: se las contaba (como se las cuento hoy) a mis amigas, cuando podían aportar alguna clave para algo que estábamos conversando, o cuando sentía que era algo tan extraordinario que había que compartirlo.

Contando y compartiendo lo que leía, me hice una personalidad y un estilo de conver­sación que todavía me acompaña hoy. Tomé de ellos historias, palabras, formas de hablar y de pensar. Siento que hay algo de esa idea de estilo personal, y del estilo personal que se ve en tu forma de expresarte (en la forma, por ejemplo, en que hablás en un video en redes sociales), que es más importante que nunca para niños y adolescentes, y quizás no habla­mos lo suficiente del modo en que los libros pueden armártelo sin que te des cuenta.

Cuatro libros que me encantaban de chica

1. Hay que enseñarle a tejer al gato, de Ema Wolf

Empiezo por este porque es un libro que me gustaba cuando era chiquita en serio, cuando poder leer un libro entero era todavía un lo­gro. Si lo pienso, también fue mi primer acer­camiento a la no ficción, porque es un ensayo, aunque sea un falso ensayo, a la manera de un falso documental. Cuando yo era chica, los que leían géneros de no ficción, en general, eran los varones (la lectura estaba muy gene­rizada, aunque supongo que no más que todo lo demás en nuestras infancias rosas y celestes de los noventa): libros de historia, libros sobre trenes, libros con mapas, esas cosas consu­mían los varones; y nosotras leíamos cuentos de hadas, que a mí efectivamente me encanta­ban, mientras que en general los libros «de va­rones» me aburrían. Este manual absurdo para enseñarles a tejer a los gatos, en cambio, me hacía reír muchísimo. Pensándolo ahora, des­de la fascinación que me da aprender a hacer cualquier cosa ridícula en internet, tiene sen­tido: a muchos obsesivos nos encanta leer ins­trucciones, clasificaciones y listas. Supongo que también se vincula con una práctica muy común de los que somos lectores voraces y no tenemos padres lectores: leer manuales de cocina, panfletos, cualquier cosa que una en­cuentra en su casa y que, en general, son tex­tos informativos. Hay que enseñarle a tejer al gato era un texto de esos, pero, además de ser ridículo, estaba muy bien escrito, lleno de imágenes e ideas superoriginales que nunca se me fueron de la cabeza: mi favorita, toda­vía hoy, era la recomendación de tener cuida­do con el color y la textura del gato y la lana, porque si una le daba, por ejemplo, lana de Angora a un gato de Angora, si efectivamente eran del mismo color, iba a ser difícil saber dónde terminaba el gato y dónde empezaba el tejido. Dije «además de ser ridículo», pero no es menor que fuera ridículo: en ninguna época de mi vida desde que tengo memoria, ni a los cinco o los seis años, ni siquiera cuando me leían, disfruté del humor ingenuo y condes­cendiente de muchos libros para chicos. Este libro, en cambio, manejaba un humor comple­tamente absurdo y nada educativo. Creo que eso era bastante genial también: había una ironía en enseñar con tanta seriedad algo tan inútil como tejido para gatos, y esa ironía era doble para mí cuando era nena, porque cuan­do sos nena leés demasiados libros que tratan de enseñarte algo.

2. Mujercitas, de Louisa May Alcott

No sé qué es lo que explica la vigencia de este libro, a un siglo y medio de su publicación. Tampoco sé si las nenas lo siguen leyendo hoy o si, aunque se sigan haciendo pelícu­las, su popularidad termina en mi generación. De lo único que puedo hablar con algún atis­bo de certeza es de lo que a mí me pasó con Mujercitas. Yo debía de tener ocho o nueve años, recién empezaba a leer sola, en silencio, en mi cuarto, y la sensación, cuando me en­contré con Mujercitas, fue que era la primera vez que estaba frente a un original: no algo que había sido adaptado o pensado para chi­cos, sino algo que estaba escrito exactamente como la persona que lo firmaba había querido escribirlo, sin bajar ni achicar nada. Era una novela «seria» (¡una novela del siglo diecinue­ve!), y sin embargo era divertidísima, y mane­jaba un grado de intimidad que, en esa época, pensaba que no era común en los libros de verdad, sin saber que, en gran parte, de eso se trataba, precisamente, la literatura de verdad.

Como sabe cualquiera que lo haya leído, Mujercitas sí era un libro «educativo», pero la verdad es que no me molestaba. Por el con­trario, tal vez: las lecciones que traía, sobre pasarse de rosca con la ira y hacer cosas de las que podías arrepentirte, o sobre engolosinar­te demasiado con la belleza y la seducción y convertirte en una chica que no te interesaba ser, me parecían muy profundas y personales. Leyendo Mujercitas entendí lo que significa­ban, en literatura, los «grandes temas» y las «grandes preguntas»: entendí cómo un libro podía hablar de cosas que estaban más cerca de tu mente y de tus emociones sin estar, en su universo y en su lenguaje, cerca de tu vida. Mujercitas, en ese sentido, me abrió las puer­tas de la literatura: me enseñó a leer más allá de mí misma.

3. Papaíto Piernas Largas, de Jean Webster

Papaíto Piernas Largas era un libro de la colección Robin Hood, de esos que solo recordamos las nenas que los leímos, porque nunca llegaron al estatus de clásico universal de Mujercitas o Los viajes de Gulliver. Lo tengo muy grabado en la memoria porque lo leí muchas veces a distintas edades, y fui siempre entendiendo cosas diferentes. Tardé bastante, por ejemplo, en entender el presente de la novela: supongo que no tenía el hábito de fijarme, en los créditos del libro, cuándo lo habían publicado, cosa que habría resuelto la duda en un instante. Lo que me confundía, supongo, era que yo, como niña judía orto­doxa, vivía una vida mucho más pacata que la que llevaba Judy Abbott, la huérfana a la que un benefactor misterioso (al que ella ha­bía apodado «Papaíto Piernas Largas», por­que así se veía su sombra, como una araña de patas largas) había decidido pagarle la uni­versidad a cambio de que le escribiera cartas contándole su experiencia. Judy Abbott vivía sola en su cuarto de la universidad, leía hasta muy tarde, iba a fiestas y a viajes con amigas, coqueteaba con muchachos y, en un momen­to, hasta se hace socialista (aunque ella mis­ma resalta, en un pasaje, que no tiene todavía, como mujer, derecho al voto). Por todo eso, en mi cabeza era obvio que tenían que ser los años cuarenta, al menos; incluso alguna vez pensé que podían ser los sesenta. Pero no: es una novela de 1912.

Judy Abbott sí tenía, de todos modos, algo muy importante en común conmigo, y era que, como había sido huérfana y pobre, no entendía nada sobre el mundo de las chi­cas ricas con las que iba a la universidad, y se la pasaba teniendo que aprender cosas so­bre esa vida para fingir que siempre las ha­bía sabido. De hecho, en una carta, cuenta que está leyendo Mujercitas: que es la única chica de la facultad que no se crio con ese libro, pero que no importa, que va a leerlo por las noches y nadie se va a dar cuenta. A mí también, cuando empecé a estudiar en un secundario laico, los libros me fueron muy útiles para ponerme al día con mis compañe­ras y compañeros. Nunca vería las obras de Hugo Midón con las que ellos habían crecido ni podría volver el tiempo atrás para ir a un cumpleaños en Pumper Nic, pero los libros son atemporales, y nadie puede saber a cien­cia cierta cuándo los leíste. Leyendo novelas para adultos, incluso, podés fingir que tenés muchísima más calle y más mundo que el resto de la gente de tu edad, aunque en reali­dad tengas la mitad de todo.

Papaíto Piernas Largas era (creo que ya lo insinué) una novela epistolar: por eso tam­bién me ayudó a aprender a leer entre líneas, a reconstruir información que no venía ne­cesariamente narrada. Por eso también, su­pongo, me costó muchísimos años entender el final (bueno, por eso y porque era bastante adulto: resulta que el benefactor misterioso no era un viejo, sino un joven millonario excéntrico que se termina enamorando de Judy). Digo esto no como un argumento en contra del libro, o de que este libro no es para chicos, sino al contrario: como un ar­gumento a favor de darles a los chicos cosas que no necesariamente van a entender del todo. Avanzar por un libro un poco a tientas es una experiencia maravillosa, como darse besos en la oscuridad, incluso si el momen­to del esclarecimiento llega tardísimo, o no llega nunca.

4. Violeta, de Whitfield Cook

Otro libro de la colección Robin Hood, este sí, de los años cuarenta. No hay mucha información en internet sobre él, aunque sí dos datos clave: primero, que su autor fue coguio­nista de varias películas de Alfred Hitchcock, lo que explica lo brillante de los diálogos de la novela, y segundo, que Violeta no es es­trictamente una novela, sino una serie de cuentos sobre una chica muy inteligente en una familia compleja (es la hija del segundo matrimonio de un tipo que se casó tres veces, y cuando arranca el libro está volviéndose a casar con su primera esposa) y que, a falta de un mejor pasatiempo, cuando no está leyendo se dedica a complicarles la vida a los adultos que la crían, para entretenerse. Quizás me re­pito, pero lo profundamente no educativo y no ejemplar de este libro me fascinaba: una nena que se portaba abiertamente mal, y el li­bro jamás se ocupaba de castigarla. Tampoco es que todo le resultara gratis, y efectivamen­te una misma entendía, como persona (igual que en Mujercitas, cuando Jo casi deja que su hermana Amy se muera en un lago), que a ve­ces Violeta se pasaba de rosca y que, incluso si parecía que no, la principal perjudicada de eso era ella.

Lo de la colección de cuentos también es importante para mí. Me doy cuenta de que, desde chica, me entrené de manera involun­taria para leer los géneros en un sentido muy plástico. Que quede claro: yo creo que hay que leer cualquier cosa y que mi gusto parti­cular no tiene ninguna superioridad intrínse­ca, pero siento que muchas personas que se criaron leyendo novelas de aventuras o poli­ciales tienen ideas un poco más rígidas de lo que debería ser una novela. Yo, en cambio, desde chica me acostumbré a que en una no­vela podía no pasar nada demasiado especta­cular, o no haber ninguna intriga, o que podía no haber una cronología o una dirección par­ticular que la marcara narrativamente. Eso me sirvió, me doy cuenta, para leer muchas clases de cosas sin prejuicio, sin preguntarme si esto es una novela o no lo es ni pensar co­sas como «esto no va hacia ninguna parte» (a menos que, efectivamente, no vaya a ninguna parte, porque hay cosas que, como no tienen gracia, no van a ninguna parte). De hecho, siempre me interesó el fenómeno contrario: esos libros en los que no hay ninguna gran aventura, ninguna intriga, y así y todo no po­dés dejar de leerlos.

No tengo idea de cómo se lleva esto a un contexto institucional. Creo que también fui reiterativa con esto: parte de la gracia, para mí, de la literatura era que era algo mío, algo libre, algo desregulado, algo personal. Supongo que lo principal que puedo aportar es esta mínima traducción de los objetivos: para que a los chicos les interese leer, lo que pienso es que hay que lograr convertir la lec­tura en algo propio, muy íntimo, algo que se sienta no solo por fuera de las obligaciones, sino quizás también por fuera de la esfera de los prejuicios ajenos, de lo que se hace para mostrar y demostrar.

Pienso que los libros tienen algo parecido a las bicicletas en el siguiente sentido: cuando decidí, hace un par de años, que iba a andar en bicicleta por la calle, simplemente me compré una y lo hice. No había que sacar un registro ni tomar clases, como para andar en auto; leer no implica equipamientos caros ni aprender a to­car un instrumento. Leer es algo para lo que se necesita, en un sentido literal, poca asistencia, poca institucionalidad, poca colaboración de los adultos. Siento que eso era muy atractivo para mí cuando era chica; no sé si es igual de atractivo para los niños y adolescentes de hoy. Esa es una primera pregunta: si ese espíritu de la autonomía, esa hambre por armarse una vida pequeñita al margen de los permisos que había que pedir, una vida en los rincones, en los ratos que podías robarle al tiempo que organizaban tus padres y tutores, es todavía un objeto de de­seo para los chicos y las chicas. No me queda tan claro que lo sea. Las infancias cambiaron, cambiaron los padres, cambiaron las escuelas.

Y, por otro lado, como ya he dicho, cambiaron también las herramientas: el espacio de la au­tonomía, nos guste o no, hoy es el celular, que es un dispositivo en el que, también, nos guste o no, se lee muchísimo. Esa vendría a ser otra pregunta: de qué modo se puede utilizar esa lectura permanente, de qué modo convertir el hábito de escribir y leer mensajes en un puente hacia escribir y leer otras cosas. No creo que se trate, como entiendo que piensan muchos adultos, de combatir a las pantallas, sino de ver qué clase de hábitos de internet son más inte­resantes y más compatibles con el hábito de la lectura. Lo digo como una persona que ama internet y que pasa mucho tiempo en internet, justamente porque en internet hay mucho para leer, pero no en «cualquier internet»: no en Instagram, no en TikTok, no en Snapchat. Hay partes de internet que están llenas, llenísimas de texto y de información textual y de material de lectura, y están ahí mismo, ahí al lado de todas esas máquinas de consumir imágenes.

Me pregunto, también, qué rol cumple la escritura en todo esto, quiero decir, en todo esto de estimular la lectura. Por el tipo de in­fancia que yo tuve, me gustó leer muchísimo antes de siquiera pensar en escribir. Suponía que escribir era para otros: leía libros sin ja­más preguntarme qué clase de gente era la que los escribía. Pero esta es otra época: la gente quiere ser protagonista de todo, quiere pro­ducir. Hay más gente haciendo pódcasts que oyéndolos; en los talleres de escritura, una se encuentra muchísima gente que escribe más de lo que lee, más de lo que ha leído jamás y más de lo que le gustaría leer en su vida. No lo estoy diciendo como algo bueno ni malo: estoy intentando pensar cómo convertir esas ansias de protagonismo en algo productivo para la lectoescritura infantil y juvenil, y se me ocurre que se puede pensar en las ganas de escribir y narrarse (en las ganas de hacer buenos chistes, de autoguionarse en un vivo de Instagram, por caso) como una puerta para la lectura y la curiosidad por ella, los libros como cajas de herramientas para la produc­ción de la propia voz del autor o autora, que ya no se limita ni a los libros, ni a la literatura ni a la gente que trabaja de escribir.

Otra pregunta, otra vez: qué puede darle la escuela al hábito de la lectura, qué puede hacer el marco y el ámbito escolar por una práctica tan solitaria, tan silenciosa, tan indi­vidual. A mucha gente le gusta decir que todo es «colectivo», o que todo puede ser colecti­vo: entiendo que en ciertos círculos a veces se considera que lo colectivo es netamente bueno y lo individual es netamente malo. Yo no lo pienso así. La lectura y la escritura, a di­ferencia de lo que pasa con el cine o el teatro o la música, son actividades que tienen que ver con la construcción de una misma, de un espacio profundamente íntimo al interior de la propia cabeza, y el goce que una siente en esas actividades se relaciona profundamente con lo a gusto o no que una se sienta en esa soledad de la propia cabeza. Para mí, esto no es un problema: pero la escuela sí es un ám­bito de lo colectivo y lo general, lo que se enseña a muchas personas a la vez, lo que se hace en voz alta y de manera compartida, y quizás por eso, en mi cabeza y en mi vida, la lectura y la escuela fueron siempre asuntos separados. No tiene por qué ser así, de cual­quier modo: me encanta comentar libros con amigos, me encanta comentarlos en talleres, me encanta comentarlos en internet. Algo de ese disfrute en la conversación, en compartir con otros esa intimidad que hemos construido con tanto cuidado en nuestra relación con los libros, tendría que poder ser recreable en la escuela; pero subrayo la palabra «conversar». No recuerdo, honestamente, buenas conver­saciones sobre literatura generadas por mis maestros y profesores en la escuela. Siento que ponían sus propias interpretaciones, sus propias lecturas y sus propias consignas en un lugar demasiado central de la escena, y que las conversaciones sobre literatura más hermosas son las que suceden entre pares, en contextos en los cuales el docente y el talle­rista logra convertirse en una mano invisible. Y por último, ultimísimo, ya que habla­mos de borrarse y volverse invisibles, me pregunto qué de todo eso que nos importa de leer tiene que ver con los libros y la literatura, y qué tiene que ver con otros formatos. En otras palabras: quizás hay algo de la obsesión por que los chicos lean libros que tenemos que soltar. Quizás no: yo no soy educadora, ni pedagoga ni psicóloga, y no puedo afirmar si las habilidades involucradas en leer una novela son iguales o distintas de las que se necesitan para leer un hilo de Twitter o enten­der un guion. Creo que es una investigación que vale la pena hacer: cuánto de nuestra bús­queda por el mantenimiento y la expansión de la lectura en chicos y adolescentes es real­mente importante y cuánto es un aferrarse a formas de la comprensión y de la inteligencia que queremos solamente porque fueron las nuestras, pero no porque sean genuinamen­te tan importantes o irremplazables. Quizás también tenemos que prestar más atención a las habilidades que nuestros niños, niñas y adolescentes sí tengan ganas de aprender e incorporar, en lugar de pensar en cambiar sus deseos. Quizás no, no lo descarto: los niños, niñas y adolescentes se equivocan sobre lo que les hace bien todo el tiempo, y a veces hay que escucharlos menos y no más. Pero más que pensar en oírlos a ellos (de nuevo: un latiguillo niñocéntrico que me interesa poco), sí creo que deberíamos pensar en escuchar menos a nuestras propias nostalgias, nuestros propios apegos y nuestras propias ideas más profundas sobre lo bueno y lo valioso. Es un poco absurdo decir esto después de haber in­tentado entender el hábito de la lectura efec­tivamente desde mi propia historia, mi propia psicología, mis propios afectos, mis propios caprichos; pero, como en tantos otros terre­nos del pensamiento, creo que se trata de ir a lo personal para destruirlo y luego recons­truirlo, pasar por las emociones para tratar de ir un poco más allá de ellas, aunque en algún sentido sea siempre un pasaje imposible. Este ejercicio del vaivén entre el adentro y el afue­ra de la propia mente y el propio corazón es lo que pensaba proponerles como práctica a todas y todos los docentes que me escuchen hoy: habilitar sus pensamientos más íntimos, ponerlos disponibles en la conversación, pero no para adorarlos y celebrarlos, sino también para ridiculizarlos, para entender sus límites y, así, los límites de nuestra propia perspec­tiva en general, como adultos y como miem­bros de otra generación.

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