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Cuidado con el perro

Escribe
Héctor Oesterheld
Ilustra
Miguel Rep
Con el seudónimo de Héctor Sánchez Puyol, Oesterheld publicó uno de sus primeros cuentos en la revista Más Allá. Fue en agosto de 1953. Más de setenta años después, su pluma y su olfato para entrever la realidad en clave de ciencia ficción están más vivos que nunca.

Mi Señor me ordenó escribir.

Escribir sobre cuanto vea u oiga en mi viaje a la Tierra.

Mi Señor me ordenó escribir, y esto hago.

El viaje en lo que ellos llaman «astronave» va hasta ahora muy bien. El único momento malo es cuando todas las cosas, incluso yo, parecen perder peso y quedan flotando en el aire. Me asusto, y los dos hombres se ríen mucho.

—No tengas miedo, «venusino» —me dice uno de los hombres, el más joven, el que tiene rostro rosado y pequeñas venas muy rojas en los ángulos de los ojos—. No tengas miedo, que pronto podrás acostarte en tu cama.

Tanto me asusto que creo que ya nunca volveré a tener peso, que no puedo decirle que mi nombre no es Venusino, que mi nom­bre es a-Kía. Podría decírselo luego, pero sé que es inútil; no me entenderían. Les gusta tanto cambiar de nombre a todo… Hasta a Riru, el mundo de pantanos donde vivimos, le llaman Venos o Venus o Vinus.

Ya me he tranquilizado, porque mi cuerpo vuelve a tener peso, y aprovecho para escribir.

El hombre joven me mira escribir. No pue­de entender los signos que hago, y se sonríe. Sus labios son rojos por dentro, muy rojos. Y en sus manos se hinchan las venas azules. Todo él, hasta los ojos con venas rojas en los ángulos, parece lleno de sangre.

Ahora se acerca su compañero. Parece más viejo, pues es más pálido; ha de tener por dentro mucha menos sangre.

Mientras me miran escribir, los dos ha­blan. No entiendo casi nada de lo que dicen, pero esto es lo que dicen:

—Suerte que estos venusinos sean tan es­túpidos —quien habla es el más viejo—. Si se comprueba que puedan vivir en la Tierra, el problema de la mano de obra para las ultra­minas de «nife» estará resuelto…

—¿Crees realmente en ese proyecto, Jack? —quien habla es el más joven—. ¿No que­rrán que llevemos este venusino al museo?

—¿Al museo? ¡No seas ingenuo, Fred! ¿No escuchaste acaso el último discurso del mariscal? Bien claro lo dijo: la única forma de explotar el núcleo metálico de la Tierra es empleando mano de obra extraterrestre… ¿Qué obrero humano soportaría trabajar a cien mil metros de profundidad, donde el calor, pese a la refrigeración, es terrible, y el aire, a pesar de los inyectores de oxíge­no, poco menos que irrespirable? Sí, Fred, lo mejor es usar como obreros a seres de otro planeta.

—¿Obreros o esclavos?

—Llámalos como quieras. De todos mo­dos, estos venusinos tienen una inteligencia equivalente a la de un niño de tres o cuatro años; lo han comprobado los psiquiatras de todas las otras expediciones; lo prueba tam­bién su técnica pobrísima: ni siquiera supie­ron construirse nunca la más simple choza… Además, todos los psiquiatras coincidieron en negarles la más rudimentaria noción de lo que nosotros llamamos «sentimiento», «sen­sibilidad»…

—Los perfectos esclavos, ¿no es así?

—Así es.

Durante un momento, el más joven de los hombres se calla; luego, dice:

—No sé quiénes son los que carecen de sentimientos, si ellos o nosotros…

—No dramatices, Fred. ¿Te preocupó al­guna vez la inmoralidad de domesticar vacas, ovejas o caballos? Con los venusinos se hará lo mismo, solo que, en lugar de comerlos o de hacerlos trabajar en el campo, los haremos trabajar en las ultraminas… Son tan estúpidos que les gusta nuestra compañía. ¡Por poco se pelean para que los llevemos a la Tierra! ¿No te parece que es un regalo demasiado grande el que nos hace la naturaleza para desperdi­ciarlo por un tonto prejuicio moral?

—Quizá… Aunque no me convences del todo, Jack… ¡Estos venusinos tienen ojos tan expresivos! Duele pensar que enceguecerán para siempre en las ultraminas.

—No te aflijas, también los caballos y los perros tienen ojos muy expresivos… ¡Y bien que los aprovechamos!

Recojo la conversación tal cual es, palabra por palabra. Aunque no sé qué quieren decir. ¿Qué querrán decir «esclavo», «ultramina», «caballo», «perro», «enceguecer»?

Mi Señor me ordenó escribir, aunque no entienda nada.

Mi Señor me ordenó escribir, y esto hago.

Ahora el peso de mi cuerpo se hace exce­sivo: me muevo con cierta dificultad.

—Estamos próximos ya a la Tierra —me explica el joven. Está satisfecho; lo sé porque sonríe, mostrando otra vez el rojo de la carne de sus labios.

El otro también está contento. Me palmea, y alcanza al joven una cosa que parece tener agua.

—Siempre me alegra volver a la Tierra —quien habla es el más viejo—. ¡Tómate un trago, Fred! ¡Es whisky, de la vieja e inmortal Escocia!

Los dos beben, y hasta las mejillas del más viejo se colorean.

Ahora creo que él está tan lleno de sangre como el otro…

Ya estamos en la Tierra. Estoy varios días tan cansado que ni escribir puedo. Algo en mi cuerpo no se acostumbra a pesar tanto. Pero los hombres me cuidan, y ahora estoy mejor.

No me gusta la Tierra. Aparte del trabajo que me cuesta moverme, hay demasiada luz, demasiado calor. El suelo es también dema­siado duro. Y hay tantos colores que los ojos me duelen mucho.

Hubiera preferido huir y buscar algún pantano, para tenderme a su orilla, pero eso hubiera disgustado a los hombres. Y mi Señor me ordenó agradarles siempre, hacer cuanto ellos me dijeran.

Mi Señor me ordenó agradar a los hom­bres, y esto hago.

Me han hecho pasear en lo que ellos lla­man un «plato volador». Es como una astro­nave para viajes cortos.

He visto así muchas cosas desconocidas para mí; anoto sus nombres, porque no sé lo que son: océanos, campos, canales, navíos, mo­linos, selvas… (Sigo con la lista en hoja aparte).

Lo único que verdaderamente me llamó la atención fue lo que ellos denominan «ciu­dades». ¿Qué temerán los hombres para vivir tan apretados unos contra otros?

A todo esto, el aparato, radiomarcador, que llevo en la cintura, no cesa de funcionar. ¡Hay en la Tierra una radioactividad enorme

Mucha, mucha más que en Riru.

Mi Señor se alegrará de saberlo.

Mi Señor me ordenó no tocar para nada el radiomarcador. Porque el aparato va anotan­do él solo los números de la radioactividad.

Mi Señor me ordenó dejar funcionar solo el radiomarcador, y esto hago.

Hoy salgo a pasear con mis dos acompa­ñantes de la astronave. Nos cruzamos con muchos hombres, y todos se paran a mirarme. Me miran el casco, el traje…, hasta me tocan. Yo les dejo hacer.

Varios hombres pequeños me rodean en un lugar. Gritan mucho, y ríen, y se atropellan.

—¡Un esclavo! ¡Un esclavo! —grita uno muy contento—. ¡Mira, Pedrito, un esclavo!

Les miro los ojos, y veo que casi no tienen venas rojas en los ángulos.

Pero el color de la piel es más rosado que el de los hombres grandes. Se diría que tienen la sangre más a flor de piel.

Los hombres pequeños me empujan, me palmean, hasta me pellizcan. Yo les miro la piel rosada, y sigo andando.

Mis dos acompañantes se sonríen.

Mi Señor me ordenó agradar a los hom­bres, y esto hago.

En un lugar donde hay lo que los hom­bres llaman «árboles», me ocurre algo que al principio me asusta y luego me hace pensar…

Dos seres extraños, que no eran hombres, porque tenían cuatro patas y dientes más lar­gos, salen de no sé dónde y se me vienen en­cima. Mis «compañeros» les gritan algo y los hacen huir. Pero yo me asusto mucho. Porque rugen como el knop, el carnicero nocturno de los pantanos de Riru.

—No temas —me dice el hombre joven—. No te harán ningún mal.

—¿Cómo se llaman? —pregunto.

—Perros… Son animales a los que noso­tros enseñamos a obedecer: nos cuidan las casas, y nos acompañan en los paseos. Son muy buenos amigos; lástima que no sean más inteligentes…

No entiendo mucho de esta explicación; solo que los hombres se hacen obedecer por los perros…

—Si tuvieran más inteligencia, ¿podrían hacer cosas más difíciles?

—¡Por supuesto!

—¿Ayudar, por ejemplo, a conquistar otro planeta?

El hombre joven me mira sorprendido an­tes de contestar.

—Sí; podrían ayudar a conquistar otro pla­neta —contesta luego—. ¡Pero no hay cuida­do de que sirvan para eso! Los perros son tan estúpidos que ni siquiera sirven para conquis­tar a otros hombres.

No entiendo la respuesta, pero la anoto tal cual la oigo.

Veo después a otros perros, aunque lejos. No sé por qué he sentido un gran deseo de atacarlos y de matarlos.

Odio a los perros como nunca odié a na­die…

Pero mi Señor me ordenó agradar a los hombres, y esto hago.

Los hombres fabrican unos aparatos que sirven para copiar en pedacitos de materia blanca lo que ven los ojos. Los llaman «má­quinas fotográficas». La ventaja que tienen sobre los ojos es que la imagen no desapa­rece, sino que permanece fija e inmutable, y puede ser vista a distancia de tiempo y por cualquier persona.

Hoy me dieron una, y he copiado las caras de muchos hombres, especialmente de aque­llos que parecían más llenos de sangre. Estará contento mi Señor cuando las vea.

Hace tres días que vienen hombres a ver­me. Son hombres viejos, con muchas venas rojas en los ángulos de los ojos, pero muy pá­lidos. Me miran mucho, me ponen aparatos raros, me hacen hacer algunos ejercicios.

Después de los tres días, todos los hom­bres viejos se reúnen alrededor de mí. Hay una espera, y aparece otro hombre, ni joven ni viejo. Todos se agachan ante él.

—¿Cuál es el informe? —pregunta a los viejos.

—Confirma los datos anteriores, mariscal —responde uno de los viejos—. Los venusi­nos son de músculos muy débiles para la Tierra, y sin duda su capacidad individual de trabajo será reducida. Pero como hay tantos en Venus, potencialmente la capacidad con­junta de trabajo es formidable.

—Magnífico, magnífico… —el hombre mariscal parece muy contento.

—Su inteligencia, aunque superior a la de cualquier animal terrestre, es muy elemental. No pueden planear nada: fracasan hasta en los «tests» más simples. Eso sí, su memoria es prodigiosa: no tienen imaginación, pero no olvidan nada, y aprenden rápidamente cualquier idioma; siempre, desde luego, que se les hable en términos concretos y muy sencillos.

—Magnífico. Es indudable que las Altas Potencias han decidido hacer un nuevo don al hombre… Desde que pusieron a su lado a los perros, a las vacas, a los caballos, no le habían hecho un favor semejante… ¡Dispondremos de ilimitadas cantidades de esclavos para ex­plotar las ultraminas! Las Altas Potencias han vuelto a acordarse del género humano…

No entiendo nada de lo que dicen. Pero veo que los hombres bajan la cabeza y se lle­van la mano al pecho.

Un hombre muy viejo, quizá el más viejo de todos, se levanta.

—Perdonad, mariscal —quien habla es el más viejo—. Pero ¿no es peligroso hablar tan sin rodeos, delante de este venusino, de lo que haremos con los habitantes de Venus?

—Siempre temeroso, viejo rector… —quien habla es el mariscal—. ¿Qué peligro puede haber? Él escucha, pero no entiende nada… Lo único que entiende es que los tra­tamos bien y que a todos los venusinos los trataremos siempre bien. ¿Verdad, venusino?

Le contesto que sí, moviendo para adelan­te la cabeza, como hacen ellos.

—¿Estamos acaso seguros —quien habla es el más viejo— de que no hay en Venus se­res más inteligentes que estos?

—¡Completamente! Hemos explorado Venus en todas las direcciones, y los únicos habitantes con inteligencia, si así puede lla­marse, que encontramos en ese inmenso pla­neta pantano son iguales a este… Seres sin técnica alguna, muy inferiores aun al hombre prehistórico…

—¿Qué hay de esos hombres que mu­rieron en Venus, mariscal? ¿De todos esos hombres que aparecieron con los cuerpos di­secados, como si fueran momias, y sin ningu­na herida visible? ¿No tendrán los venusinos algún arma desconocida para nosotros?

—¡Absurdo! ¡Le creía con algún discerni­miento, rector! —quien habla es el mariscal; su rostro está casi rojo…—. ¿Alguien les atri­buyó alguna vez a las vacas un arma secreta porque nos trasmitieran el carbunco? ¡Los hombres que murieron en Venus han sido sin duda aniquilados por alguna enfermedad ac­tualmente desconocida!

El mariscal hace una pausa y luego conti­núa, con el rostro otra vez pálido:

—Nada hay que temer, rectores. Este ve­nusino volverá a Venus en la astronave que lo trajo y dirá a sus congéneres que aquí lo tratamos muy bien. Cuando vayan a Venus las astronaves de carga, los venusinos nos suplicarán que los dejemos venir… Y como ninguno volverá jamás, jamás sabrán la ver­dad… ¡Agradezcamos, rectores, a las Altas Potencias el maravilloso don que nos envían, y aprovechémoslo!

Nadie vuelve a hablar cuando calla el ma­riscal. Tampoco yo digo nada: han empleado demasiadas palabras nuevas, desconocidas para mí. ¿Qué significarán «Altas Potencias», «suplicarán», «momias», «carbunco»?

Estamos otra vez en la astronave. Mi cuerpo pierde de nuevo todo el peso y otra vez vuelve a ganarlo; aunque nunca tanto como antes.

—Estamos acercándonos a Venus —quien habla es el más joven—. ¡Era tiempo ya!

Él y su compañero están contentos.

Pero yo lo estoy mucho, muchísimo más.

Porque una vez más veré a mi Señor.

A mi maravilloso, a mi todopoderoso Señor.

Los hombres no saben que él existe; que él, y muchos otros como él, viven ocultos en el fondo de los pantanos de Riru…; que se alimentan de radioactividad, y que por eso quieren conquistar la Tierra… Lo único que necesitan es saber si en la Tierra hay tanta como parece. Por eso yo, a-Kía, fui enviado, con el radiomarcador oculto en la cintura.

Mi Señor y otro como él ocuparán la as­tronave de los hombres, y en ella irán a con­quistar la Tierra con sus armas invencibles. Ellos tendrán toda la radioactividad que ne­cesitan, y nos darán los hombres a nosotros…

Para nosotros los domesticarán; para que nos alimentemos con su sangre, que tanto bien nos hace, y seamos más fuertes. Así po­dremos vivir también nosotros en la Tierra.

La astronave se ha detenido. Ya estamos en Riru.

Los dos hombres están abriendo la escotilla.

Mi Señor me ordenó matar cuando los hom­bres abran la escotilla.

Mi Señor me ordenó matar, y esto hago.

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