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«La media vuelta» — Episodio 2

Escribe
Víctor Correal
Ilustra
Adrià Cuatrecases
Durante 2011 Orsai acompañó al joven catalán Albert Casals, a su novia y a su silla de ruedas por medio mundo. El objetivo, las antípodas. Este es el segundo de cuatro episodios.

Páginas ampliables

El pasado enero, cuando el número uno de la revista Orsai salió a la calle y los primeros lectores empezaban a disfrutar de sus páginas, Albert y Anna emprendieron su viaje. Era la mayor y la más extraordinaria aventura a la que nunca se habían enfrentado: dar media vuelta al planeta. Escribir dar media vuelta al planeta es sencillo, pero cuando lo lees y lo piensas se torna un poco más complejo. En el momento en que te dispones a dar el primer paso de este periplo, te das cuenta de la inmensa dificultad que implica. Quizás las cosas difíciles de llevar a cabo se comprenderían mejor si también fuera difícil escribirlas o leerlas. Aunque Albert y Anna no le den importancia, ellos llevan una dificultad añadida: viajan sin dinero y él va en silla de ruedas.

El día que nos despedimos, en una pequeña carretera secundaria en las afueras de Esparreguera, todos estábamos eufóricos. Esa excitación de bienestar que produce el inicio de un viaje es inigualable. Y nos la contagiaron. Con los nervios, les repetimos decenas de veces las últimas instrucciones sobre las cámaras y los micrófonos que les habíamos dado. Aunque lo habíamos hablado en muchas ocasiones les volvimos a explicar cómo debían enviarnos las imágenes y, sobre todo, les rogamos que nos escribieran los detalles de su aventura siempre que se encontraran con un punto de acceso a internet. Insistimos en que había, al menos, diez mil ochenta personas esperando.

Después de los abrazos y los besos, emprendieron la marcha. El sol caía (no es un recurso para embellecer el relato, de verdad, el sol caía), Adrià y yo nos quedamos plantados, en silencio, viéndolos alejarse.

No recuerdo quién lo dijo de los dos (siempre es uno o el otro el que dice primero las cosas):

—¿Cuántos kilómetros podrán recorrerse en silla de ruedas y sin dinero desde el número uno hasta el número dos de Orsai?

Ninguno de los dos supo responder. Quizá porque aquella no era la pregunta correcta. En realidad, deberíamos habernos preguntado: «¿Cuánta gente se podrá conocer durante el recorrido y con cuántas historias sorprendentes podrán encontrarse?».

Un inconveniente en la cabina

Puede parecer increíble, pero al día siguiente Albert y Anna ya estaban en Roma. Al autoestop Albert lo llama «sillaestop». No utiliza el método tradicional, el de toda la vida, ese en el que se aguarda en las cunetas con el pulgar levantado durante horas interminables, no. Tiene un sistema que, al menos a él, le resulta mucho más efectivo. Lo descubrió durante un viaje a Frankfurt hace ya unos años. Consiste en hablar, y se sustenta en el principio de que pasar de largo con el coche es mucho más sencillo que decir «no». El método sonará obvio, pero hasta que no pensó en ello, sus viajes en «sillaestop» eran igual de cargantes y complicados que los de cualquier otro autoestopista. Desde entonces Albert se planta en un área de servicio, habla con los conductores, les cae simpático, y en minutos ya está subido en sus automóviles riendo y explicándoles sus anécdotas de viaje. Y los otros encantados.

Pero durante los primeros días de este viaje Albert ha descubierto que el sillaestop es aún más factible viajando con Anna. De hecho, este ha sido el sillaestop más rápido que ha practicado en su vida. Por una misteriosa razón —que Albert no logra descifrar— el autoestop en pareja es diez veces más efectivo que en solitario. Podría parecer que el doble de pasajeros debería ser un inconveniente para algunos conductores, pero no. Albert siempre dice que no hay nada que supere el poder de la compasión (se aprovecha de ello con picardía en numerosas ocasiones) y, por lo que parece, no hay nada que supere la compasión que produce una romántica pareja de jóvenes autoestopistas; aunque también tiene sus inconvenientes. Lo comprobaron pocos días después, al salir de Roma.

En la capital italiana estuvieron casi una semana. Albert y Anna hicieron de turistas comunes, pero con la ventaja de ser guiados por amigos romanos que Albert había conocido en sus viajes anteriores. No hay mejor forma de explorar una ciudad que esa. Te permite esquivar los escenarios turísticos colocados ahí para despistar al viajero, esos que impiden meterte en las entrañas de la ciudad. Y no comprendes una ciudad hasta que no te has perdido en sus entrañas.

Albert y Anna durmieron todas las noches en un camping sin pagar ni un euro gracias a una eficaz combinación de morro, buena suerte, y una valla excesivamente fácil de saltar. Llegó el día de emprender de nuevo el viaje y consensuaron que la dirección sería Trieste, una ciudad al norte de Italia, muy al norte, fronteriza con Eslovenia. Hicieron sillaestop, pero esta vez apareció el inconveniente.

En la primera área de servicio que pisaron a las afueras de Roma, y con la rapidez a la que estaban acostumbrados, un amable conductor de camión se prestó a llevarlos hacia el norte. Después de muchas horas de viaje y de charla hicieron la primera parada de descanso. Enternecido por la historia de los dos jóvenes, el camionero dejó claro que aquella noche deberían descansar a fondo. Les permitió quedarse a dormir y, además, les ofreció las dos camas que había en la cabina. Él dormiría en el asiento del conductor sin problemas, pero, según parece, durante la noche cambió de opinión. Un grito despertó a Albert. El susto lo catapultó un metro sobre la litera. El hasta entonces simpático conductor estaba intentando colarse en la cama de Anna, en calzoncillos. En pocos segundos recogieron sus cuatro pertenencias y huyeron, no sin antes insultar largo y tendido al camionero. Insultaron en catalán, porque cuando insultas de verdad, de corazón, siempre emerge la lengua materna. Nos pasa a todos.

La de la cabina no es una situación para bromear. Esa noche fue angustiosa y Albert y Anna lo pasaron bastante mal, pero por suerte solo quedó en eso, en un susto. Días más tarde nos tranquilizó saber que al explicarnos lo sucedido lo hicieron entre risas. A menudo, con el tiempo, el drama se convierte en comedia.

Dos jóvenes chicas

Cuando dejaron Italia, ya en Eslovenia, les tocó dormir muchas noches en la calle. Con ellos siempre viaja una pequeña tienda de campaña que procuran montar en el sitio más blandito que encuentran, habitualmente en la hierba de algún parque. En esos días su obsesión era dirigirse tan rápido como fuera posible hacia Estambul, hacia el sur. Querían escapar cuanto antes del frío intenso de diciembre y enero en el hemisferio norte. No lo saben con certeza pero sospechan que estuvieron muchos días bajo cero, o muy cerca. Los indios americanos decían que el frío es una opinión. Pues Albert y Anna opinaban que hacia un frío de cojones.

Se les hizo largo, pero finalmente consiguieron cruzar Eslovenia, Hungría, Rumanía y Bulgaria, hasta pisar Estambul.

Una de las primeras imágenes que Albert y Anna descubrieron al llegar fue el puente del Bósforo, una estructura colgante que une la parte asiática con la parte europea. Estambul es la única ciudad del mundo que se sitúa entre dos continentes, Asia y Europa. El puente tiene más de un kilómetro de longitud y seis carriles, tres de cada lado. Al verlo, Albert se dirigió allí sin pensarlo, embobado como un niño. Debemos aclarar que una de las aficiones preferidas de Albert es subirse a los sitios. Desde que Adrià y yo lo conocemos, lo hemos visto trepar árboles, escaleras, paredes, colinas, lomas, estanterías y andamios. Nada se le resiste. Utiliza únicamente la fuerza de los dos brazos y las piernas como puntos de apoyo. No entendemos muy bien cómo lo hace, pero lo hace. ¿La razón? Porque le gusta y punto.

Albert y Anna preguntaron a un estambulita la mejor forma para llegar hasta el puente. El pobre hombre los miró extrañado y les advirtió que estaba «totalmente prohibido» atravesarlo a pie. Les explicó que está controlado las veinticuatro horas por coches patrulla de policía para evitar suicidios. La medida tomada por las autoridades de la ciudad hace unos años tampoco ha solucionado mucho el problema: ahora lo que hacen los suicidas es tirarse directamente al río con el vehículo incluido.

El hombre intentaba desanimarlos en su idea de ir hacia el puente y consiguió justo lo contrario. Cuando Albert escuchó la palabra «prohibido», su interés se multiplicó. ¿Una cosa que se puede trepar y además está prohibida? Era su día de suerte.

Anna no quiso acompañarlo en su locura y lo esperó —aburrida— en uno de los inicios del puente. Albert regresó unas horas más tarde sucio y cansado, pero sano y salvo. Le explicó a Anna que pudo recorrer un largo tramo y divisar las fabulosas vistas de la ciudad desde las alturas. Nadie lo había visto, estaba feliz. Ningún policía le había pillado durante la infracción, aunque en los días siguientes no tendrían tanta suerte en ese aspecto y Albert debería cortarse el pelo.

Cuando eres como Albert —un jovencito en silla de ruedas que viaja por el mundo con su novia y sin dinero—, despiertas la curiosidad de mucha gente y también la de la policía (aunque un poco después, porque siempre van más lentos). Si además montas tu tienda de campaña en edificios en construcción y compartes cordero a la brasa y estufa con los albañiles, en un momento u otro aparece algún policía para hacerte preguntas de policía.

La razón por la que Albert y Anna acabaron en comisaría fue que los policías querían esclarecer los motivos que impulsaban a dos chicas jóvenes a viajar solas por el mundo. Sí, chicas jóvenes. Costó, pero después de un rato de conversación —en inglés básico y señas—, los agentes acabaron entendiendo que Albert no era una chica y que Anna era su novia. Desde ese momento se pasaron media hora dándole codazos a Albert y felicitándolo con los pulgares hacia arriba cada vez que Anna no miraba. Para evitar males mayores y otros futuros equívocos, Albert se rapó: le cayó simpático al barbero y el corte le salió gratis. Como siempre.

La Ley de Murphy inversa

Albert es un chico muy afortunado, él mismo lo reconoce siempre. Durante sus viajes, la suerte aparece continuamente contradiciendo la ley de las probabilidades. Siempre hay un barbero contento de cortarle gratuitamente el pelo, una familia que le ofrece un buen almuerzo, un joven que le presta una cama para pasar la noche y un amable conductor dispuesto a llevarlo justo hasta el punto al que quiere ir. Pero tal vez no sea suerte (lo cierto es que la suerte es solo una creencia, no un hecho), tal vez es que tiene una perspectiva diferente sobre las cosas. Él siempre ve el lado positivo de cualquier situación, de esa forma muy pocas cosas te pueden parecer mal.

Albert cree que el mundo no está lleno de asesinos en serie con ganas de abrirte en canal, al contrario. Sabe que el mundo está lleno de buenas personas: él las ha encontrado en todos los rincones. Cree firmemente que si algo puede salir bien, saldrá mejor. Es como agarrar al señor Edward A. Murphy de la pantorrilla y colocarlo boca bajo para siempre. Cuando te mueves con esa filosofía por la vida, todo parece más sencillo. Al menos a Albert le funciona, y muy bien.

Durante este viaje con Anna, tuvo otro ejemplo: en una de las innumerables fronteras que tuvieron que cruzar, unos policías aduaneros les dieron el alto. Habían intentado pasar disimulados pero les aseguraron que nunca cruzarían si no pagaban los cincuenta y seis dólares que marcaba la ley. Minutos más tarde Albert y Anna almorzaban un kebab invitados por los agentes. Mientras tanto, los demás funcionarios hacían una recolecta para pagar el precio de la aduana. Así es viajar con Albert.

Cinco días en Estambul les bastaron para conocer bien la ciudad. La visitaron rinconcito a rinconcito gracias a los autobuses municipales. Se colaron en ellos todas y cada una de las veces que quisieron. Sin embargo los estambulitas les habían jurado y perjurado que era completamente imposible montarse sin pagar en el transporte público y que nunca nadie lo había conseguido antes.

Después de Estambul continuaron su viaje de la manera habitual, sin planificación previa, improvisando cada día. Finalmente, el azar les llevó hasta otra ciudad de Turquía de la cual no podemos revelar su nombre por una buena razón.

Las historias están en el suelo

Si un turista común quiere viajar hacia una ciudad turca, normalmente elije el avión, a menos que sea un fanático del turismo en roulette. Volar tiene muchos inconvenientes: cacheos, largas esperas, pérdidas de maletas, poco espacio, incomodidad, antipáticas azafatas, y las botellitas de alcohol demasiado pequeñas. Pero hay uno que supera, y de largo, todos los otros inconvenientes. Cuando viajas en avión te pierdes las historias porque las historias están en tierra.

Unos días después de haber salido de Estambul, Albert y Anna llegaron a una ciudad en donde se encontraron con una gran historia. Una de esas por las que vale la pena haber recorrido miles de kilómetros; una de esas que no ocurren nunca en el cielo de los aviones.

Estaban paseando por una calle bastante concurrida y repleta de tiendas cuando se les acercó un joven turco. Se llamaba Basir. Era un chico completamente obsesionado con los turistas, le encantaban. Cada vez que veía alguno —no era muy habitual en su ciudad— corría hacia él con una sonrisa y de esa forma llegó hasta Albert y Anna. Buscaba turistas porque con ellos podía practicar el inglés y, sobre todo, porque era feliz mostrándoles su ciudad y descubriéndoles los mejores lugares, las entrañas. Hay gente a la que le gusta cocinar, a otros el fútbol, a otros las furgonetas Volkswagen y a otros el olor de la hierba mojada. A Bassir le gustaban los turistas.

Albert, Anna y Basir congeniaron enseguida y pasaron una deliciosa tarde. Juntos visitaron todos los lugares que el joven turco consideraba imprescindibles mientras Albert y Anna escuchaban divertidos todas las historias centenarias sobre la ciudad. Basir las explicaba con gran riqueza de detalles. Tenía un considerable dominio de la interpretación, era imposible desconectar. Las había contado centenares de veces a otros turistas y sabía perfectamente cómo hacerlas aún más fascinantes. Probablemente, para mejorar el relato, algún detalle se lo inventaba, pero qué más da.

A la hora de cenar fueron a un pequeño restaurante de unos conocidos de Basir en el casco antiguo y allí conocieron a Mesut, el verdadero protagonista de la historia que ahora nos ocupa.

Con él también conectaron en pocos minutos. Estuvieron muchas horas explicándose sus vidas, los cuatro, mientras los platos de moussaka y lahmacun venían llenos y se iban vacíos. Mesut alucinó con la vida de Albert. Estuvo toda la noche haciéndole miles de preguntas, una detrás de otra, sin parar. Envidiaba su libertad, pero eso lo descubrirían después.

Se hizo tarde y Basir dijo que tenía que marcharse porque al día siguiente se levantaba temprano. Mesut enseguida ofreció a Albert y Anna la posibilidad de dormir en su casa.

Entraron en un edificio regio. Parecía una zona adinerada de la ciudad. En el ascensor Mesut le dio al botón del último piso. El quinto. «La madre que lo parió —pensó Albert—. ¡Vive en el ático!» Salieron del ascensor y aún tuvieron que subir por unas escaleras hasta el rellano superior. «¿El sobreático?» Allí se encontraron una pequeña puerta de madera vieja cerrada con un candado. No parecía la puerta de un lujoso ático. Albert y Anna no entendían nada pero confiaban en él, no tenían miedo.

Al atravesar la puerta se encontraron con un espacio que parecía estar a medio construir. Por la inclinación del techo supieron que estaban justo debajo del tejado del edificio. Había restos de obra por el suelo y algunas columnas de madera abandonadas. Caminaron unos metros hasta llegar a un cubículo: esa era la casa que Mesut había construido con sus propias manos. Era solo una pequeña habitación de unos diez metros cuadrados, con una pequeña cama, una mesita con un ordenador, una silla, una estantería y una pizarra en la pared. Nadie sabía que vivía ahí. Ni Basir, ni los vecinos del inmueble. Era su escondite secreto.

Mesut les explicó que, de hecho, era el portero del edificio. Cada mañana, temprano, bajaba por las escaleras sin hacer ruido, vigilando que nadie lo viera. Daba un vistazo a la calle y, cuando no había ningún transeúnte, salía. Desayunaba en un local cercano y volvía otra vez hacia el edificio, como si acabara de llegar, como si hubiera pasado la noche en otra casa, lejos de aquel barrio. Nunca nadie había sospechado lo más mínimo.

Mientras Mesut explicaba su forma de vida, Albert pensó en Quasimodo, el personaje de Victor Hugo, escondido en la catedral parisina. Pero Mesut no era ni jorobado, ni ciego de un ojo, ni estaba sordo por las campanas. Ahí no había campanas. ¿Qué razón tendría para esconderse?

La carta extraviada

Desde que vivía en Turquía nunca antes había explicado esa historia a nadie. Albert y Anna fueron los primeros. Con la boca abierta, sentados en la pequeña cama de aquella minúscula habitación secreta, escuchaban su relato. Mesut había sido un soldado del ejército iraní. Dos años atrás un superior le encomendó que llevara una carta a un alto cargo que se encontraba de operaciones en un pueblo cercano. El joven soldado desconocía su contenido, pero de la manera en que recibió la orden, y por las instrucciones que le dio el superior, parecía algo importante. Mesut la dejó en el cajón de su mesita de noche y preparó su equipo para emprender el viaje a la mañana siguiente. Cuando despertó, la carta ya no estaba. Conocía bien la forma de proceder del ejército y sabía perfectamente las consecuencias que podía acarrear esa pérdida. Pero, después de pasar toda la mañana buscando y preguntando desesperadamente a los otros soldados, no tuvo más remedio que confesar y confiar en que las reprimendas no fueran terribles y que Alá fuera misericordioso.

No lo fue. Tampoco sus superiores. Consideraron el extravío como una traición; sospecharon que la había entregado a quien no debía. Durante una semana le torturaron día y noche buscando su confesión hasta dejarlo al borde de la muerte. Convencidos de que moriría pronto, lo abandonaron en casa de sus padres cuando solo le quedaba un hilito de vida.

Sin embargo, contra todo pronóstico, empezó a recuperarse. Pasaron los días hasta que una mañana recibió la visita de un compañero de división. Le preguntó por su estado. El visitante estaba incómodo, le cogió de la mano y rompió en lágrimas. Mesut no entendía nada. Al compañero le fallaron las piernas y quedó arrodillado al lado de la cama agarrando fuertemente la mano de Mesut. Apoyó su cara contra las sábanas para no mirarlo directamente a los ojos y confesó: él había cogido la carta. Aquella noche estaba bebido y necesitaba un trozo de papel para hacerse un canuto y esnifar cocaína. «¡Fill de puta!»

—interrumpió Albert en su lengua materna—. La rabia dio fuerzas a Mesut para incorporarse de su lecho. Agarró a su compañero por el cuello y gritó con toda la fuerza que le quedada. Quería matarlo. El otro soldado estaba dispuesto a pagar su error y no hizo ni un gesto para defenderse, solo continuó llorando. Cuando Mesut vio los ojos lacrimosos de su víctima, dejó poco a poco de oprimir su cuello y deslizó los brazos por la espalda de su compañero. Lloraron juntos un buen rato, abrazados en medio de la habitación, y lo perdonó.

La noticia de su recuperación llegó rápidamente al ejército y Mesut tuvo que huir dejando atrás su anterior vida. Así fue como acabó escondido en aquel pequeño cubículo secreto.

Cinco mil kilómetros

Albert y Anna no olvidarán jamás la historia de Mesut. Durante los días que pasaron juntos en aquella ciudad turca forjaron una amistad que seguramente será para toda la vida. Le han prometido escribirle sobre sus aventuras a medida que avance el viaje, como a nosotros. Le explicarán que ya han recorrido cinco mil kilómetros desde que salieron de Esparreguera, que ahora quieren ir hacia Irán para evitar el frío del norte y que saben que la frontera es difícil de cruzar. El día que lleguen a Nueva Zelanda, le explicarán si han encontrado al señor de abajo de su casa, si es un granjero neozelandés, si les ha dejado entrar, si es buena gente y si tiene, también, una buena historia para contar.

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