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¿Por qué la policía quiere escanear a un escritor?

Escribe
Javier Guedez
Ilustra
Powerpaola
Después de un arduo trabajo periodístico en las profundidades de la selva colombiana, un escritor regresa a casa con un fajo de dólares oculto en su ropa interior. Es el dinero que acaba de cobrar por su trabajo como cronista y lo quiere proteger de potenciales ladrones. En esta breve odisea a cielo abierto, Javier Guédez combina suspenso y adrenalina.

Solo he aprendido a leer seis o siete libros en mi vida, de los cuales ninguno es considerado un clásico. Por eso, mi vocabulario es corto de pies como las mentiras, y el poder que tengo para levantar estructuras es mínimo, no más de dos pisos, sin balcones. Diseño de azoteas y áticos narrativos es imposible para mí. Me baso entonces en escribir desde la austeridad, por lo que considero que mi esfuerzo es grande, aunque no tanto para la historia. Todos los textos que escribo parecen míos, y eso es una gran limitación. Nunca ha sido fácil correr cien metros planos sin antes haber comido un buen plato de comida. Lo que hago es una hazaña milagrosa, considérenlo así. Procuro de esta manera mi amarga medicina. 

Sin embargo, cada vez que puedo, alardeo en decidir que ciertamente sí soy un escritor, más por la mirada que por disciplina, profesión o talento, sobre todo cuando me pregunta un funcionario de la Guardia Nacional en la carretera. 

Hace algunos meses, en mi primer viaje al Pacífico colombiano, tuve una suerte como la que le curaron en Bahía a Jaime Jaramillo Escobar, un buen amigo, escritor de verdad. Después de dos meses ininterrumpidos en las profundidades de la selva, ya estaba finalmente de regreso a Venezuela. Para hacer lo mío, tuve que convivir entre comunidades indígenas emberá katíos. La plata que me había ganado —como unos mil quinientos dólares— estaba en billetes de cinco, diez y veinte dólares, un mazo mediano que metí plastificado en mi ropa interior después de varios intentos fallidos. Por un lado, transcurría la canción de Expreso de medianoche, y eso comenzaba a atormentarme.

Pensé en guardarlos en una bolsa, dentro de un champú, debajo de la plantilla de los zapatos, enrollados como dediles en el ano, distribuidos en varias zonas con puntos ciegos dentro de los bolsos de mano y la maleta, o sustituir la batería del teléfono por algunos billeticos. Ninguna de estas alternativas fue realmente convincente, me parecían vulnerables y fáciles. En cambio, llevarlos sobre mi cuerpo me hacía sentir más seguro y menos solo; el dinero y yo debíamos permanecer así durante el viaje, como un binomio fantástico perfecto. 

Por momentos, me pareció que se trataba de un cargamento de droga líquida, o de la cocaína rosa que enaltece sobre la mesa de su cuarto Popeye, el exsecretario de Pablo Escobar, a quien había tenido la oportunidad de conocer en Santa Cecilia antes de internarme en la selva. Entonces preferí soltar todos los billetes sobre la cama, donde se fueron convirtiendo en serpientes violetas, lanzando fuertes amenazas sobre mi cuerpo. Desde aquel momento, aprendí las artes del encantamiento. Nadie me quitaría el dinero que me había ganado asomándome a las ventanas del horror, a través de innumerables entrevistas de sangre que me tocó escribir entre los mosquitos y la excesiva humedad de la guerra. 

Contraté un carro particular para que me buscara en el puerto de Santander, y desde ahí seguiría hasta Mérida. Venía un hombre joven, bien vestido, de palabra medida; por eso no hablaba mucho, pero cuando hablaba su palabra tenía el doble de valor. Su hijo tenía unos quince años, pude calcularlo por las espinillas y los puntos negros en la nariz. Procuré mantenerme navegando de una conversación a otra, como una especie de monólogo que conjuraba para espantar a los vampiros de las alcabalas. Pasamos tres de ellas como verdaderos coyotes invisibles. En la cuarta, cerca del pueblo de La Fría, no corrimos la misma suerte. Un funcionario de la Guardia Nacional le hizo señas al conductor para que detuviera el carro a un lado del camino. Me quité los lentes, me guardé entre la camisa la crineja que llevo sobre la espalda y transformé la mirada, como si estuviera frente a un examen fácil de aprobar. De inmediato, escuché una voz que se metía por la ventana.

—Ciudadano, estacione el taxi dentro de esa casa amarilla que ve al fondo, en retroceso.

En eso, se acercó otro funcionario que lucía de manera arrogante una chupeta Bon Bon Bum en la boca, dándole vueltas en ambas direcciones. Parecía que tuviera la boca pintada. Interrumpió.

—Déjamelos a mí, guerrero Contreras, vamos a escanearlos. ¿Está el escáner prendido?

—Sí, mi coronel, adelante. 

Esa palabra me resonó algo extraño. Por un momento, pensé en un equipo de inteligencia artificial que aplicaría una suerte de rayos X sobre el equipaje y el vehículo y que, en cuestión de segundos, estaríamos fuera de ahí; pero presentía que se trataba de recursos que sabe utilizar la mente para evitar que el miedo te rompa alguna parte del cuerpo en su primer intento paralizante. 

Nos hicieron bajar a los tres. De inmediato, identificaron que yo era la persona que viajaba, por ende, dejaron al conductor y al hijo adolescente sentados a un lado, desde donde podían ver todo el procedimiento en dos sillas plásticas de agencia de festejo.

—¿De dónde viene?

—De Colombia. —(Primer error).

—¿Qué estabas haciendo allá?

—Me invitaron a un festival.

—Saca todo el equipaje que traes contigo y ponlo sobre la mesa.

—Claro, con mucho gusto. —(Segundo error).

—¿A qué te dedicas?

—Soy escritor. Puse mis ojos de escritor y todo.

—¿Sobre qué escribes?

—Sobre lo que me pasa.  

—¿O sea que esto lo vas a escribir?

—Tal vez.

Hice una respiración profunda. (Tercer error). El corazón es un instrumento percusivo, es ritmo puro, se podría traducir como la primera canción que entonamos antes de nacer. Todo el cuerpo canta. Yo estaba cantando de miedo, porque el miedo es solo eso, una canción. Mientras tanto, el funcionario iba desocupando cada una de las cosas, que venían ordenadas como en pequeños roles de sushi, producto de haberme visto toda la serie de Marie Kondo en Netflix. El funcionario lo desarreglaba todo con parsimonia y desde la precisión de la muerte. Sabía que podía encontrar ahí un pez muy gordo que lo podría salvar desde el mes de agosto hasta diciembre. 

—¿Tú consumes? —me preguntó.

—No, no consumo. Solo licor —dije. Yo sabía a qué se refería. 

—¿Traes dinero?

—No. —(Pudo haber sido mi cuarto error).

—Me dijiste que consumías. Tú consumes, ¿verdad?

—No, no consumo.

—Estamos buscando droga líquida.

—¿Y qué droga es esa? Solo por saber —pregunté. (Quinto error).

—Este bolsito huele a marihuana. ¿Tú consumes? —preguntó mientras lo olía insistentemente. Para procurar una mejor escaneada, se sacó la chupeta de la boca y la guardó en su envoltorio original; luego la llevó a su bolsillo delantero, justo debajo de sus apellidos: Martínez Andrade.

—Eso es palo santo, incienso indígena —le dije. (Sexto error).

—¿Tú crees que yo no sé a qué huele la marihuana? Haga el favor, me coopera. De aquí no se va hasta que diga la verdad. Está siendo demostrado que tiene un oficio sospechoso.

Con sus dedos largos, el funcionario Martínez Andrade sacó uno por uno todos mis documentos y los fue poniendo en fila sobre la mesa que servía de escáner. Las fotos de mis hijos en diferentes edades, la foto de mi bella Janis pequeña, que se parecía mucho a mi primera hija. Koan de tres meses y luego montado en un tigre de Photoshop. Mis sobrinos Esteban, Alexia, Diego y Sofía mirando fijamente al funcionario, procurando no pestañear y, así, poder causarle terror. Intenté hacerles muecas para que me reconocieran. Creo haber visto que voltearon la mirada al lugar donde me encontraba, y me tranquilizaron mucho. Hice otras respiraciones y confié en no sé qué cosa. 

Luego me mandaron a quitar los zapatos y la camisa, eso ya me delataría por completo. El funcionario continuaba metiendo las narices sobre mi equipaje como un sabueso. Me hizo abrir bolsas de lentejas, pasta, arroz. Vació tres harinas, un enjuague y una crema para los rizos que le llevaba de regalo a mi esposa, porque se le habían caído después de muchos años de lactancia materna exclusiva. 

De pronto, se topó con mi tambor de trueno y la sonaja con la que hago parte de mi ritual, como si se tratara de unos animalitos que muerden al estar en contacto con algo físico. Martínez Andrade se interesó. Esos instrumentos tienen un poder especial, vienen del mundo chamánico y me acompañan desde que comencé esta carrera. Con ellos me curé de muchas enfermedades. Había empezado a sudar, así que vi ese momento como la gran oportunidad.

—Me habías dicho que eras escritor. ¿Qué son estas cosas, para qué sirven?

—Venga y le explico. Si los toca mucho, es responsabilidad suya lo que le pase. —(Primer acierto mío).

Así que me puse en posición. Todo estaba servido para abrir el portal, como lo hago cada vez que inicio mi sesión de trabajo. La armónica la tenía en el bolsillo, siempre la cargo ahí. Me hice de las siete direcciones, de los tres artefactos y comencé a fabricar movimientos dirigidos, al mismo tiempo que bailaba en círculos como un chamán, marcando cada paso como un temblor que despertaría a la otra realidad. Mi ceremonia se levantaba. El tambor de trueno daba su mejor rugido cuando hacía chocar el resorte contra el piso, la sonaja de pezuñas de buey iba apartando el aire viscoso. Recité fórmulas mágicas llevando una mano hacia arriba, sin perder el paso. Me fueron apareciendo manchas amarillas en la piel; así ocurría cada vez que el jaguar quería decirme algo. ¿De dónde vienes, hijo del jaguar negro? Nutres a la tierra con la leche de tus senos. Mi tinguna es semejante, el campo magnético ya está cerrándose sin necesidad de inhalar el polvo. El jaguar era auténtico, lo veía muy cerca de mí, como invitándome a que le pusiera un collar. Si un hombre jaguar no pretende hacer daño, tiene que llevar una orquídea negra con lunares amarillos detrás de la oreja. Yo no la necesitaba, estaba dispuesto a todo en ese momento. Luché contra los espíritus equivocados, que se encargaban de traer la tensión al lugar. 

Fueron batallas violentas las que libré en medio de dolorosos pasajes, aunque en realidad salí muy golpeado. La armónica abría el corazón del cielo y de la tierra con dos notas hipnóticas para que lograran comunicarse los tres mundos. Luego fui acompañándome con algunas palabras en lengua lakota, sobre todo, «aho mitakuye oyasin», que significa «todos somos parientes». Me costaba creerlo, casi me negué por un momento a que fuera posible tener algún parentesco con Martínez Andrade, pero era así. En las mejores familias también se matan a pedazos. 

Me rendí. Todo está relacionado. Sumak kawsay.

El funcionario respiró sin cambiar el rostro en ninguno de sus lados, se notaba que había guardado los temores en algún lugar del uniforme verde oliva. (Primer error suyo). Todo era un desastre sobre la mesa y el piso.

—Para eso sirven estos instrumentos —le dije.

Me mandó a quitar el pantalón. En ese momento, vi estrellitas titilando sobre mi cabeza. Antes del golpe final, presentí que ya comenzaba a sudar más de lo habitual; sin embargo, mi rostro permanecía inmóvil, con una firmeza muy mal actuada. Lo hice con pausa, esperando que algo lo distrajera y diera una contraorden de guerra. Que un pájaro le cagara encima, que su novia lo llamara para pedirle que la llevara de emergencia a la peluquería.

Me deshice del pantalón y se lo entregué en las manos. Llevaba puesto el interior estampado por delante con una parte de los Alpes franceses que me había mandado mi hermana la última vez que viajaron mis padres a verla. El funcionario raqueteó el pantalón por todas partes («droga líquida, droga líquida, droga líquida», decía por dentro su uniforme), le metió las manos a los bolsillos delanteros y los traseros, intentó descubrir un bolsillo falso, una caleta. Yo procuraba no hundirme más. De vez en cuando, intentaba poner las manos sobre mis genitales, asumiendo que seguía esperando el nuevo golpe, pero me parecía que no era una buena posición, otorgaba señales de que escondía algo. Entonces pasé mis manos hacia atrás, trenzadas en un vínculo irrenunciable.

Cuando ya estaba por ponerme el pantalón, nuevamente me dijo:

—No te lo pongas, pégate p’allá, contra la pared.

Ahí sí fue que tuvo que ser. No tenía más opciones a la mano, me iban a joder. Vi en no más de un segundo todas las fotos de mi último empleo: el atentado de los grupos paramilitares, donde tuve que enterrarme en un hueco para que no me vieran y salvarme de la balacera; el llanto del gobernador indígena cuando lo entrevisté sobre una piedra fría; el asma crónica, el agua sucia para lavarme los dientes, los dolores de estómago en la madrugada. Del otro lado, la cara de mi esposa atrapada en la alegría de verme y con las manos vacías frente a la casa. Mis hijos atrás, muertos de frío. 

Me dejé llevar por un detalle: observé que Martínez Andrade no tenía ningún seguro donde portaba el arma. Yo nunca había portado un arma, solo un revólver que tenía mi papá, con el que una vez me dejó disparar al cielo de la montaña. (Primer error de mi papá). Tuve la sensación de que Martínez Andrade había cometido su segundo error. La idea era práctica y de sobrevivencia, más que cinematográfica. Al momento de voltearme contra la pared, debía irme por un lado de sus piernas en un rápido movimiento giratorio, evitando el uso efectivo de sus manos. Tomaría el arma con mi mano derecha, empujándome hacia cualquier lado para tener tiempo de maniobrar. Quitar el seguro, cargarla y apuntarlo directo al pecho, muy adentro del pecho; luego, pedirle con una voz llena de reconcomios que se pusiera de espalda y se dirigiera a las profundidades del sembradío de girasoles que estaba detrás de nosotros hasta perderse en el amarillo, antes de que lo descargara a quemarropa y lo dejara tirado sobre el asfalto como un año viejo. 

Quizás uno o dos tiros al horizonte lo ayudarían. Enseguida algo se atravesó, y recordé la vez en que fui a buscar el arma en el vestier de mis padres, cuando tenía doce años, para suicidarme porque no era tan inteligente como Daniela o Hirohito y debía retirarme del colegio sin ningún tipo de vocación. Eso me apartó de inmediato del set de grabación. Entonces preferí disparar muy lejos de mí esa opción improbable con la que me consagraría en mi séptimo error. A cambio, profesé un abraxas en un solo giro de tempestades para despedirme de todo lo que había sido alguna vez mi dinero, mi trabajo, mis próximos doce meses de sustento, mis hijos. Lo hice con una frase fiel, la única frase fiel que tiene la vida: «Coño’e la madre, Dios mío, ayúdame». 

Martínez Andrade me puso las manos en el culo, literalmente, luego sobre las nalgas —tocando sin abusar, claro— y, finalmente, en el bajo abdomen. Donde estaban los mil quinientos dólares, con los próceres gringos con un tirro en la boca y sin ninguna reacción oportuna. Ahí se detuvo. Volvió con la otra mano, intentó varias veces. Estoy seguro de que ya había sentido el bulto rectangular haciendo parte adicional de mi cuerpo. Mis genitales estaban asfixiados. Me picaba, pero no podía rascarme. Cuando me descubrieran, me dejarían arruinado. 

Por la noche, Martínez Andrade se dispondría a gastar la mitad en una discoteca a donde van a bailar todos los viernes después del cierre de caja que hacen en la trocha de la frontera, con los paracos y demás brazos articuladores. Mucha gente se está convirtiendo en cada uno de los dedos de las manos y los pies de estas organizaciones irregulares, por todas partes les están haciendo el juego. La otra mitad estaría destinada a comenzar un negocio local: la distribución oficial de chupetas Bon Bon Bum en la zona. Se venden muy bien. Eso sería un tiro al piso. La familia de Martínez Andrade sería recompensada y le harían un presente delicado en Navidad.

Me pareció muy extraño cuando sentí su mano retirarse como un perro que ha sido herido muchas veces por el mismo hombre.

—Vístase. Hoy no es mi día.

Yo decidí no hacerlo, había que quemarlo todo, excepto las hazañas del mañana. Preferí honestamente montarme en el carro en ropa interior y dejar atrás a Martínez Andrade, con su Bon Bon Bum manchándole el bolsillo de patilla artificial. El conductor y su hijo permanecían asombrados, con la boca abierta. Vinieron detrás para ocupar sus puestos.

—¿No se va a llevar las cosas, señor? —me dijo el muchacho.

Le contesté que no con naturalidad, como si eso me pasara todos los días. 

—Vámonos de aquí lo más rápido que se pueda —le dije, al tiempo que fijaba a Martínez Andrade en una última mirada.

Él hubiera querido sonreír, pero no lo hizo. Sabía que no estaba mintiendo para convertirme en un héroe. Disimulaba que no hacía falta nada más en mi vida. Nada. 

Bajé el asiento y me recosté en el puesto del copiloto, crucé el cinturón de seguridad sobre mi pecho desnudo, ajusté mis lentes de sol sobre la cara. A la tercera, el carro encendió y se puso en marcha otra vez.

El paisaje de girasoles volvió a aparecer como siempre, a un lado del camino, sin huellas de sangre. No pensé en nada. Sentí como si un puño se cerrara dentro de mí para asegurarme de algo. Había cometido mi último acierto. 

¡Pasó la droga!

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