Recuerdo cuál fue el primer impacto. Yo era un niño viendo un programa de actualidad cinematográfica. De repente aparece el avance de una película norteamericana de la que no sabía nada. Era una secuencia breve. El tipo de la serie Moonlighting, con más hombros y menos pelo que en la serie, sostenía dos rectángulos de plastilina gris con salientes metálicos sobre una silla de oficina, los aplastaba contra un grueso monitor, y después arrojaba las tres cosas juntas por el hueco de un ascensor. Veíamos caer el objeto hasta perderse en el abismo.
Mi entrenada pupila de niño adicto a los efectos especiales no necesitaba más para dilatarse: el plano cenital de un pozo sin fondo en el que caía un objeto hasta perderse ya era suficiente. Pero, de repente… ¡una bola de fuego ascendía a toda velocidad en dirección contraria! ¡Y el tipo de Moonlighting saltaba hacia atrás, empujado por la onda expansiva! ¿Qué película era aquella? Ya tenía primer tema a contrastar al día siguiente en el colegio.
Lo hemos oído antes: Die Hard (1988) es una película que inventó un género. El género se llama «hombre sin atributos excepcionales a priori se ve envuelto de casualidad en una crisis terrorista ubicada dentro de los límites de una instalación repleta de vidas inocentes y, haciendo uso de unas habilidades sorprendentes que no desvirtúan, sin embargo, su condición de hombre corriente, consigue vencer la amenaza, dejando en ridículo la aparente sofisticación de sus enemigos, e incluso la ineficiencia de los agentes de la ley que prefieren imponer métodos más ortodoxos para resolver crisis».
No hace falta que mencione ninguna de las películas, secuelas oficiales incluidas, que usaron esta fórmula hasta sofocarla. La herencia de Die Hard es mucho más amplia de lo que se suele reconocer.
Pero, con tantos hijos, ¿por qué esta película seminal nos sigue pareciendo inalcanzable? ¿Qué hace que Die Hard siga siendo un espectáculo irrepetible, cuando todas sus características, empezando por la impertinencia irresistible del héroe, ya eran herramientas reconocibles por todos? ¿Cuál es la magia en la primera aventura de John McClane?
En un primer momento supuse que el principal motivo para combinar la Goma-2 (yo daba por hecho que el explosivo se llamaba así) y el viejo monitor era multiplicar la potencia de la explosión, una teoría motivada por aquellas leyendas urbanas que decían que el tubo dentro del televisor estaba relleno de sustancia flamígera e inestable. Pasados los años, después de muchos experimentos con televisores y piedras en algún vertedero, acabé por deducir que los motivos debían ser otros.
Ver la película completa me dio la solución: el monitor cubre los explosivos y su cable de alimentación sirve para atarlo todo a la silla. El objeto gana, así, en peso, la caída es más firme y el choque más contundente. Todo muy razonable, pero lo cierto es que, en una película normal, John McClane habría arrojado los explosivos sin más por el hueco del ascensor. Y con normal me refiero a las que habíamos visto antes… Y las que veríamos después.
Tras una búsqueda minuciosa de detalles torcidos e inesperados en Die Hard, he querido compartir con vosotros tres ejemplos, que aparecen en orden cronológico y en progresiva sofisticación del mecanismo.
El Terrorista Alfa, que vemos en la imagen 1, está serrando unos «barrotes importantes». A sus pies, un Terrorista Débil busca un «cable decisivo» entre una maraña, a toda velocidad, mientras se queja con desesperación. Parece que hay una rivalidad entre los dos, es fácil entender que el melenudo y su arrogante motosierra están acelerando la labor del otro terrorista por las bravas, como si cortar los «barrotes importantes» supusiese una cuenta atrás en la búsqueda y corte del «cable decisivo».
La actitud con la que los dos personajes se despiden después de la maniobra lo deja claro: hemos visto un imprudente juego de dominación entre dos terroristas en mitad de una operación delicada. En realidad la escena solo sirve para ilustrar, en montaje paralelo, por qué los teléfonos dejan de funcionar en el edificio. Algo que podría haberse solventado de mil maneras. La más elemental sería el plano detalle de unas tenazas cortando un cable en una habitación oscura, justo antes de ver a Bruce Willis en su suite, sorprendido porque su teléfono ha dejado de dar señal.
Un cliché sin más trascendencia se convierte en un microdrama que dibuja una relación entre dos personajes que no se prolongará en ninguna dirección decisiva… Pero que sí encuentra una suerte de conclusión. Resulta que nuestro Terrorista Débil, quince minutos más tarde, será la primera víctima a manos de John McClane.
¿Adivináis quién, de todos los personajes, reacciona con más ira? Exacto, nuestro Terrorista Alfa y su impecable melena al viento. No podemos resistir la tentación de volver a echar la vista a esta pequeña secuencia, este microdrama entre dos personajes en profundidad de campo, y buscar nuevas interpretaciones a estos peligrosos tonteos hi-tech.
A estas alturas de la película John McClane ha conseguido encontrar un aliado: el sargento Al Powell, un policía a ras del suelo, otro hombre de la calle que, como él, sabe enfrentar las órdenes de los superiores al factor humano.
En esta secuencia, McClane está dándole a su amigo toda la
información que ha acumulado, tiroteo tras tiroteo, sobre la ubicación, capacidad y posibles planes de los terroristas. De repente, corta una frase
para mirar unos segundos hacia atrás y comprobar que no pasa nada por ahí (ver la imagen 2).
Después continúa hablando. En efecto, se trata de una señal falsa, de un titubeo que no conlleva mayor consecuencia. Es una interrupción que encaja perfectamente con el tono de la secuencia, y en ningún caso resulta molesto.
Entonces, ¿por qué las reacciones de este tipo no son más habituales en esta clase de cine, por qué no vemos con más frecuencia a personajes interrumpiendo su texto por acciones que, aunque no conlleven consecuencia narrativa, son perfectas contribuciones a la atmósfera de la secuencia? ¿Cuándo fue la última vez que vimos un personaje toser, titubear o tropezar en su texto, más allá de la trama? Un amigo me señaló que, durante Indiana Jones y la Calavera de Cristal, ningún personaje reflexiona en silencio en ningún momento, y que la razón podría deberse a la previsualización en animación 3D, habitual hoy en día en este tipo de producciones. Una guía minuciosa, plano a plano, de cómo se tendrá que rodar el largometraje.
Es una interesante teoría: actualmente los héroes no trastabillan porque siguen al dedillo un sendero renderizado en el que el fallo humano sin consecuencia en la trama no puede ser programado con antelación.
Uno de los agentes que el FBI ha enviado para infiltrarse al edificio se pincha con una rosa. Así de sencillo y así de insondable. Que el fotograma que he seleccionado (imagen 3) no os lleve a la confusión: el instante no funciona como alivio cómico, sino como matiz costumbrista en una secuencia que está pidiendo de todo, menos matices costumbristas.
La subrayada reacción del actor no nos lleva a pensar que estemos ante uno de esos casos de tomas falsas incluidas en el metraje final (eso que denominamos snuff light), sino una idea tomada en el mismísimo rodaje. Pocos segundos después veremos a un terrorista que no puede evitar comerse una chocolatina mientras toma posiciones sobre un mostrador.
En ninguno de los dos casos McTiernan parece dispuesto a ridiculizar a ninguna de las facciones que representan estos personajes. Más bien parece querer humanizar su circunstancia. ¿Humanizar a los terroristas que entorpecen los planes de nuestro héroe?, ¿en una película de acción donde las escalas de grises están prohibidas?
Con cada visionado de Die Hard descubrimos que la confluencia de talentos que se unieron en el rodaje dio como resultado una película extrañamente rica en detalles, porque el género que ayudó a definir —el cine de acción moderno— es una disciplina en la que la relación entre elementos necesaria en todas las set pieces requiere una manipulación muy precisa para el espectador, sin espacio posible para la información innecesaria.
Al contrario que en una composición de, pongamos, Peter Greenaway o Robert Altman, en la que se le ofrece al ojo del espectador vía libre para recorrer los encuadres en la dirección que desee, e incluso se le da la opción de perderse información, la secuencia de acción necesita que todo el cine esté mirando en la dirección exacta en el momento preciso.
John McTiernan mostró en Die Hard un grado de atención extraordinario a la hora de desviar la atención a un segundo término en secuencias e instantes en los que no se estaba completando información de una manera tradicional. Y tengamos en cuenta que, en lo tradicional, en lo exquisitamente tradicional (nivel Hollywood dorado) la película también supo jugar con la información bajo la alfombra.
No olvidemos con qué agudeza John McClane queda descrito —más allá de los diálogos— como alguien que escoge el asiento de copiloto cuando le ofrecen una limusina.