La conversación debería suceder siempre así: uno ha oído hablar de una persona extraordinaria. Algo sabe sobre él, pero no demasiado, no tanto que no pueda hacerle preguntas con cierta inocencia, es decir preguntas hechas no para que la persona extraordinaria vuelva a hacer su número de circo, no para que vuelva a decir esas cosas bonitas que uno ya le ha oído decir muchas veces, sino porque uno tiene verdadera, impaciente, boba curiosidad por saber. Y si las cosas salen bien, el otro responde. O piensa un poco en voz alta y responde.
Esto pasó el jueves pasado con Alejandro Dolina. Yo recordaba de Dolina algunos libros: Crónicas del ángel gris (1988), El libro del fantasma (1999). Sabía que había publicado unos cuantos más. Sabía también que desde hace más de treinta años es uno de los tipos más escuchados de la radio argentina, que recibió tantos premios que marea enumerarlos (¿es posible ganar cuatro veces el premio Martín Fierro? ¿O cuatro veces el premio Clarín?) y que es uno de esos artistas que, más que admiración, inspiran fervor. Sobre el Negro Dolina no se escriben tesis de doctorado, aunque eso también. Pero a Dolina primero que nada se lo quiere. Se pone una foto suya en alguna pared para que proteja la casa. De chico, lo juro, yo confundía a Dolina con Clemente, el personaje de Caloi. Tal vez porque los dos son emblemas del barrio, tal vez porque los dos son, a su manera, y signifique eso lo que signifique, filósofos de barrio. Lo cierto es que yo no estaba seguro si Clemente era un personaje de Dolina o bien Dolina era una historieta como Clemente o quizá Dolina hacía la voz de Clemente, lo cual tampoco tenía mucho sentido porque las historietas no tienen voz, salvo que con Dolina nunca se sabe. Pero entre Clemente y Dolina, aparte de la tinta, hay una diferencia que no es menor: el pájaro de Caloi no cambió, no puede cambiar. Dolina cambió. Mejor dicho, cambió sin cambiar.
Ahora me resulta entrañable constatar un par de cosas. Primero, que Dolina viene conversando apasionadamente hace muchos años con Schopenhauer, con la China antigua, con Platón, con Borges, con Tolstoi, con los trovadores provenzales, con Woody Allen, con Werner Heisenberg, con Max Planck y otros filósofos de barrio. Es una conversación sin certezas y que tiene todo el aspecto de no terminar. Es decir, es una verdadera conversación. Lo otro, ya lo dije: Dolina ha cambiado sin cambiar. Por ejemplo en aquellos cuentos del Ángel Gris había esa división, tan cortazariana, entre los Hombres Sensibles y los Refutadores de leyendas. Los primeros eran muchachos románticos, los segundos eran racionales y por lo tanto agentes del mal. Ahora Dolina dice que la belleza es una serie de regularidades en el espacio y en el tiempo, asociadas con los ciclos de las estaciones y las cosechas, que tiene su utilidad en la evolución del hombre. Dice que lo apasiona la termodinámica («Esa historia con final triste»), que en el fondo todo da lo mismo, que no existe la magia de la radio, que hoy ya no es posible un Beethoven, que en definitiva solo importa el deseo. Y diciendo todas estas cosas descreídas, Dolina nunca ha parecido más romántico. Más tempestuoso. Más flamígero. De joven escribía elogios del misterio. Ahora es un hombre que se ha animado a internarse y perderse, como diría un poeta mexicano, en el mero y el mismito corazón del misterio. ¿Es más hermosa la teoría de la relatividad que la zarza ardiente? Dolina piensa que sí. Si esto fuera una fábula, de esas que le gustan a Dolina, hablaría de un hombre que para deshacerse de una vez por todas de su juventud comete el peor de los pecados, se pasa al bando enemigo, y descubre que el enemigo siempre había estado, en secreto, de su parte.
Es la primera vez que al armar una entrevista no cambio casi nada. Ni el orden en que se dijeron las cosas, ni casi una palabra del entrevistado. Cuando se recorta y se rearma una conversación se busca dar o resaltar un sentido. Pero acá hay algo, para mi gusto, mejor. Hay una charla que va por donde quiere ir, sin cuestionarios ni consignas previas, y un hombre de verdad profundo que dice lo que piensa y piensa mientras habla. Y que termina, como un loco de Dios, a los gritos, desafiándose a sí mismo a cruzar el Rubicón.
—De joven, si no ando mal informado, pasaste un año en Europa. ¿Cómo fue eso?
—En Europa hice una vida que no repetí aquí. Una vida donde no se sabía qué iba a pasar al día siguiente. Alejada de los mandatos sociales y familiares. Uno los tiene aunque los niegue. A veces pesan sobre todo por el esfuerzo que uno pone en no cumplirlos. Tienen más fuerza de lo que uno piensa, los mandatos sociales. Hay que pensar en cada esquina hasta qué punto uno no es influido, por mucho que cacarée independencia. No es tan sencillo, especialmente en lo que toca a la forma en que uno acomoda su vida amorosa. «Acomodar» la vida amorosa es pobre e inexacto; la vida amorosa es lo contrario de una comodidad y de un diseño. La vida amorosa sucede. Pero hay todavía en nuestro tiempo unas visiones del amor que son lo contrario de lo que el amor es.
—¿Cómo es eso?
—El mandato social exige garantizar nuestro sentimiento de mañana. Dar garantías acerca de nuestro comportamiento. Yo no digo que eso esté mal; la sociedad necesita esa garantía, siquiera para criar a los hijos. Pero confundir eso con la pasión, con el deseo, tratar de que el deseo suceda a intervalos regulares y en lugares cómodos, con personas de nuestro mismo grupo social, de edad adecuada, etcétera, bueno, eso es llevar las cosas demasiado lejos. Y por más que la sociedad esté convencida de su propia liberalidad al respecto, yo creo que sigue ejerciendo una fuerte presión sobre cualquier tipo de heterodoxia.
—A lo mejor todo resulta de una confusión entre formas de amor. Los griegos distinguían entre eros y ágape, entre el amor pasional y ese amor más sereno que puede durar. Y se ha dicho que fue Hollywood el que confundió a los dos, e inició el mandato de que el amor pasional dure para siempre…
—Es verdad. Pero, en realidad, ocurrió antes de Hollywood. Ocurrió en el siglo XII o XIII, en la tierra del Languedoc, en las llamadas cortes de amor.
—¿Las cortes de amor, donde los trovadores competían para ver quién amaba mejor y de manera más refinada a su dama?
—Sí. Ahí se vinieron a gestar una serie de verdades y de mentiras, que configuraron unos códigos. Que son los mismos de Hollywood. Y son quizá los mismos que todavía nos manejan la cabeza. En realidad, la antigüedad clásica no conoció esa clase de amor; les hubiera parecido algo diabólico, ¿no? Pero apareció esa forma de amor. Hay un ensayo de Octavio Paz que se titula La llama doble, acerca de esto, que es estupendo. Paz atribuye el origen del amor tal como lo vivimos nosotros —es decir el amor pensado como irreemplazable, como escuela de desengaños, el amor pensado como sufrimiento, si fuera necesario— al discurso que se desarrolló en las cortes de amor del siglo XII. Ahí estaría la pasión, es decir lo primero que uno siente, la visión de un cuerpo hermoso, diría Platón, y luego el agregado de un discurso espiritual al respecto.
—Bueno, Paz arriesga una hipótesis inquietante: dice que el amor pasional, en el fondo, es un deseo de muerte. De morir con el otro, más que vivir con él.
—Sí, eso dice, yo creo que no sin razón. Porque hay siquiera un argumento poético: de no ser por la muerte, quién sabe si sería necesario el amor pasional. Ya que finalmente, si uno va lo suficientemente lejos, todo se reduce a sobrevivir. Todos nuestros dones tienen como objeto la supervivencia. Aun, probablemente, el don de disfrutar del arte. Pero en ese sentido la relación entre la muerte y el amor pasional es indudable y evidentísima: una raza de inmortales no amaría ni escribiría novelas.
—Claro, lo que nos apura a amar es saber que al final está la parca. Me hacés acordar a esa película de Woody Allen, Maridos y esposas. En una escena, Judy Davis, a propósito del amor, cita el segundo principio de la termodinámica: «Tarde o temprano, todo se convierte en mierda». «Son mis palabras», aclara la Davis, «no las de la Enciclopedia Británica».
—Es extraordinario… Sí, estoy de acuerdo. Qué raro que yo no recuerde esa escena. Debo haber ido al baño en esa parte. Pero en muchas películas de Woody Allen se hacen bromas del mismo orden. A mí me parece que el descreimiento de Woody Allen no es solo un descreimiento religioso. Es un descreimiento filosófico acerca de la condición humana. A él le parece que nada sirve para nada. Que nada tiene mucho sentido y que es una superstición cualquier dictamen acerca de la condición humana.
—Yo te escuché decir una vez que a fin de cuentas lo único que vale es la juventud…
—Sí, es una queja de viejo, más que una consideración filosófica. Pero sí.
—Pero cuando uno es joven comete tantos errores, dice tantas estupideces, no sabe qué es lo que realmente le gusta y lo que no le gusta, sufre tanto… ¿Dónde estaría, al final, el valor de la juventud?
—Pero es que uno es tan poderoso que no importa. Además, ¿quién sabe si uno comete errores? Yo creo, como Woody Allen, que todo da lo mismo. Que el error y el acierto no están lejos y son quizá la misma cosa. Y que lo único que tiene sentido es el deseo. Y la posibilidad de satisfacerlo, algunas veces. Eso es lo único que nos hace movernos, que torna interesantes nuestros movimientos. Y quizá se puede pensar también que no solo la muerte sino el deseo, que es su socio, son los motores del mundo.
—Con la edad te estás poniendo nietzscheano.
—Sí, y muy occidental. No me cautiva tanto la aniquilación del deseo, alcanzar el nirvana para solucionar ese problema. Me gusta el deseo. Me gusta en todas sus formas. Siempre y cuando el deseo no se afloje. El deseo es ineficaz cuando su cumplimiento es tan lejano que provoca el desaliento o cuando su cumplimiento es tan cercano que provoca el aburrimiento. Si el deseo se cumple inexorablemente y al instante, bueno, eso aburre. Y si no se cumple nunca te descorazona. Un deseo suficientemente elástico, que se cumple a veces, yo creo que mantiene al espíritu en una intensa ansiedad, que es lo más parecido a la felicidad que yo he conocido.
—Te entiendo. Pero, ¿qué pasa con ese deseo a nivel colectivo? ¿No te parece que vivimos en una sociedad que tiende a prometer la satisfacción de todos los deseos en forma inmediata, a mostrarnos el mundo como un supermercado, y por lo tanto cualquier frustración se vive como un fracaso terrible?
—Es posible que sea así. Mejor dicho, es seguro que es así. Pero, para volver a lo que te decía, el deseo es un elástico que de tanto estirarse y aflojarse, empieza a no servir. De tanto desear, y de tanto convertir bagatelas en utopías, el deseo también se afloja. Y el alma se desengaña, se aburre, se ofende. Si cualquier cosa es un deseo, uno se ofende. El espíritu se ofende.
—¿Alguna vez te pasó a vos?
—(Larga pausa). Sí, claro. Sí. (Otra pausa). Voy a tratar de construir una respuesta clara. Muchas veces uno se acostumbra a creer que toda mujer que se cruza en su camino es la única. Y cada aventura amorosa, cada vez que aparece el deseo amoroso, uno, por afán de mejorarlo, empieza a adornarlo con definiciones que son erróneas. Que todas las mujeres son la única. Que nadie vivió esto como yo. Voy a probar este amor tratando de establecer pequeñas rupturas, para solazarme ante el regreso. Y finalmente uno se da cuenta de sus propias trampas. Con el tiempo, ese mal uso, ese abuso de los amoríos pequeños, disfrazándolos del único amor de la vida, finalmente nos impiden disfrutar de… (busca las palabras) …de las pequeñas linternas que hay en nuestra vida. Y no nos deja comprender que no es necesario que todos los faros sean el faro de Alejandría. Es un ejemplo de mal uso de las pequeñas alegrías, cuando tratamos de transformarlas en la única y mayor de la vida. Eso nos impide arribar a ninguno de los dos puertos: ni a Alejandría, ni a ese velador.
—Te hago la pregunta de otra forma. En Ana Karenina, de Tólstoi, nos muestran tres caminos posibles para el amor. Está Ana, que se vuelca al amor pasional, y destinado a la tragedia. Está Levin, que tiene un largo matrimonio. Y está Oblonsky, que es un mujeriego feliz. ¿De cuál de estos, personalmente, te sentís vos más cerca?
—Yo, al leer ese libro, sentí dos cosas. La primera fue una culposa identificación con Oblonsky. La segunda, una duda acerca de lo que verdaderamente pensaría Tólstoi. Porque Tólstoi a veces parece darse vuelta, ¿no? A veces parece suscribir un camino, a veces otro. Yo tengo la sospecha de que la mujer lo tenía harto. Y que le revisaba lo que escribía, y que él algunas páginas, como esas donde habla del matrimonio de Levin, las escribía para que la mujer no lo jorobara. Pero esa es una cosa que a uno se le ocurre, no tiene el mejor rigor hermenéutico. Ahora me acuerdo que Tólstoi confesó alguna vez que él y su mujer llevaban un doble juego de diarios íntimos: uno para cada uno de ellos, y otro para que el otro lo leyera. Pero me temo —y creo que esto es el origen de toda esta parte de nuestra conversación— que yo soy muy banal en mis relaciones con el amor y que no solo no creo que todas sean el faro de Alejandría, sino que huyo del faro de Alejandría. Me asusta el faro de Alejandría y me gustan las chispitas. Pero lo confieso sin jactancia, casi con dolor y humillación. La pregunta sería: ¿por qué lo confieso con dolor? ¿Quién ha dicho que hay que buscar el faro de Alejandría? Respuesta: todo el mundo.
—Esa sería una buena razón para hacer todo lo contrario.
—¡Y claro! Pero todo el mundo te lo dice. Incluso cuando te festeja las distintas antorchas que llevás en tu mano. Te dicen: «No, está bien». Pero después agregan siempre: «Ya vas a ver que un día aparecerá la mujer que…», etcétera.
—Eso parece algo que diría una madre.
—Es que el mundo habla como una madre. (Risas).
—Bueno, para seguir con los escritores, entonces, en el amor vos te alejás de Borges. Porque para Borges cada mujer era única e irremplazable…
—A mí me parece que a Borges no le interesaba mucho el tema, me parece.
—No sé si estoy de acuerdo: Borges habla mucho de amor, en cuentos como El Aleph, El Zahir, lo que pasa es que es un amor muy obsesivo, muy torturado.
—Pero no son sus alegorías más interesantes, me parece. Casi todas las alegorías más interesantes de Borges tienen que ver con el mundo y su percepción. Diría que esas son las mejores. «Somos el sueño de otro», «Soñamos y somos soñados»… Borges ha sido un lector de Schopenhauer y él mismo ha buscado y ha rastreado esas alegorías del mundo como sueño, como engaño, o como representación de otra cosa. Esas son las más felices alegorías de Borges. Sobre el amor, no sé si acierta.
—Ahora, Borges era un hombre que creía en la decadencia de Occidente. Había leído a Spengler, a Vico, creía que la época que le tocó vivir era una época de declinar de la cultura occidental. Ahora esa idea pasó de ser algo que podía sostener un filósofo o un escritor a una idea más o menos aceptada por todos: Europa y Estados Unidos, lo sabemos todos, están perdiendo peso frente a países como China o la India…
—Digamos que se ha confirmado, sí.
—Y vos, ¿tenés algún sentimiento acerca de esto? ¿O te da lo mismo?
—(Largo silencio). No sé si me da lo mismo. Pero hay un sentimiento de fatalidad en esto. No es resignación la palabra: es el convencimiento de que hay poco que hacer al respecto.
—Siempre fuiste reacio a la nostalgia. Si pensás por ejemplo en la cultura, en los libros, las películas, la música de hace treinta años, y comparás con lo que tenemos ahora, ¿sentís que se perdió algo?
—Es difícil saber eso. Porque ha cambiado la percepción del arte. Y la forma en que el arte se nos presenta ha cambiado también. Entonces, es difícil que hoy aparezcan Mozarts. Tipos como Beethoven. No pueden aparecer, porque la música tal como se nos presenta ahora no permite que nazca un señor así. Y si naciera, sería apenas una reduplicación. El arte musical ha cambiado, las escuelas artísticas, no solo las musicales sino, no hace falta que te lo diga, las literarias, la filosofía, el posmodernismo con su coexistencia de escuelas, con su declaración de la insuficiencia de una sola disciplina, ya hacen imposible —pero no por falta de talento, sino porque la forma en que ese encara y se recibe el arte es distinta— un solo Beethoven. Qué digo Beethoven, un solo Somerset Maugham. Esos muy buenos escritores de fila tampoco van a aparecer, porque ya no son necesarios. Quizá. Hay cosas en el arte que ya han ocurrido y no van a volver a ocurrir. Entonces, es necesario seguir caminando en la oscuridad y al andar los caminos del arte, de la emoción, de la ciencia, resulta que la cosa es cada vez más compleja. Un mero buen escritor ya no es necesario. Lo que sí es necesario es indagar qué cosa es verdaderamente el arte. En qué consiste este fenómeno. Por qué nos emociona. Para qué lo necesitamos. Cuál es su sentido antropológico e histórico. Y en ese andar, que es de duda y de entredicho perpetuo, un gran escritor como Somerset Maugham ya no hace falta. O resulta mal parado. Resulta a contramano de la inquietud literaria. Mientras que en 1940 todo el mundo estaba esperando una nueva novela de Somerset Maugham o de Graham Greene —estoy buscando ejemplos de escritores muy buenos, y reconocidos mundialmente, pero no geniales—, ahora nadie espera eso. Nadie. Y el escritor que está escribiendo ahora para ser Graham Greene no lo conseguirá nunca.
—Orson Welles decía que en cada época hay una profesión o un quehacer que concentra el prestigio, el dinero, la gloria. Que ese papel va cambiando. Y por eso en cada época los más audaces, los más talentosos, se vuelcan a esa profesión. Alguna vez había sido la literatura (esto lo decía Welles en los setenta), pero ya no. ¿Adónde se ha trasladado, para vos, ese podio?
—Quién sabe; a lo mejor ha desaparecido. A lo mejor en el tiempo de Welles había migrado a otro lugar, y además creo que sé adónde sospechaba Welles que había migrado: al cine. Y posiblemente tuviera razón. Pero ahora no sé si es tan cierto.
—Pintás un panorama muy negro. Hace poco hablaba con Abelardo Castillo acerca de Fausto. Me decía que, a medida que creemos menos, el pacto con el diablo se hace más difícil. Porque el Fausto de Goethe pactaba con el diablo a cambio de la juventud. El Fausto de Thomas Mann, a cambio de la gloria artística. Pero un Fausto de hoy, cuando sabemos que el mundo mismo tiene fecha de caducidad y que las obras artísticas también son perecederas, ¿a cambio de qué podría vender el alma?
—Bueno, lo primero que creo es que en todos los Faustos el sentido del pacto es bastante oscuro. Yo no estoy seguro, por ejemplo, de que en el Fausto de Goethe el pacto sea por la juventud. Porque en realidad, la letra chica del pacto hablaba de un momento «del cual no pudiera salirse». Y eso ya no es la juventud. Eso es algo más, eso es un sentido. Un «quedémonos aquí». Un lugar donde uno pudiera quedarse sin que le ocurriera esa paradoja que señalaba Lewis Carroll, según la cual para quedarse en el mismo lugar hay que correr muy rápido. Y en el pacto de Thomas Mann, a lo mejor la gloria artística no es otra cosa que una metáfora. Y ¿de qué son metáforas la gloria artística, el amor, la juventud? Son metáforas una de la otra. Lo que se presenta como el amor resulta que es la poesía hecha mujer, o la posibilidad de hacer una rima que pensamos que nunca podríamos hacer. Y lo que se presenta como la gloria artística resulta que es, en realidad, una mujer, diría Graves. No hay otra musa que la mujer que uno ama. Esas cosas son metáforas una de la otra. Y a lo mejor no hemos salido de esa rueda. Lo único que hacemos es cambiar, como decía Welles, pero los cambios son cíclicos. Y quizá esté girando tan rápido la rueda que vemos un solo color donde hay muchos. Vemos un blanco donde en realidad están todos los colores.
—O quizás esté, para volver a Schopenhauer, el deseo.
—El deseo. Es una buena respuesta. No el cumplimiento del deseo, sino el funcionamiento del deseo. El deseo funciona, como decíamos antes, cuando no se cumple siempre.
—Alejandro, antes de venir a entrevistarte un amigo me dijo: «Si hablás con Dolina, no le preguntes por sus libros, porque reniega de ellos». Me voy a arriesgar a preguntarte, al menos, por qué renegás.
—Creo que tengo una respuesta. Y es que siempre deseo estar en otro lugar y no en el que estoy. Y escribir es ir arribando a distintos lugares, y una vez que uno se instala allí quiere ir a otra parte, quiere no haber escrito eso sino algo diferente. Yo lo he descubierto del modo más banal, en episodios muy menores de la vida real. Primero uno empieza por creer que no está cómodo en ningún lugar. Uno piensa: qué mala suerte tengo, cómo me cuesta encontrar lugares donde estar bien. Y después se da cuenta de que esto es automático. Que no hay lugares para uno. Que es una patología que te hace abominar del lugar donde estás instalado. Entonces, no se puede escribir tranquilo. Y la única manera de publicar es resignarse, soltar algo como quien dice: está bien, te lo doy, pero no me parece que esté bien.
—¿Vos seguís esperando escribir un libro que sí esté bien?
—No, ya no. Porque descubrí cómo es el mecanismo. El mecanismo de mi ansiedad por borrar y escribir otra cosa. No hablo de arrepentirse por haber cometido un pecado —la palabra suena un poco religiosa para mi gusto— sino del deseo de repetir el momento anterior y corregirlo, como si pudiéramos tomar la última hora, borrarla y rehacerla. Esto sucede, ¿eh? Está un tipo con una mina y piensa: Sí, está muy linda, pero ¿por qué no aquella otra? Estoy en este lugar, qué lindo que es. ¿Pero por qué no en Venecia? Estás en Venecia: ¿por qué no en Florencia? No hay manera de estar en ninguna parte. Hasta que uno se da cuenta de que estas sustituciones son sustituciones una de la otra: de nuevo, metáforas una de la otra. Y andar a los saltos, en cadenas de metáforas circulares, es propio de un poeta que no acaba de fructificar. Pero discúlpeme, doctor: esa es una confidencia más psicológica que artística.
—Me hablás de poetas que no terminan de fructificar. Y yo pienso en ese personaje del que hablaste a veces, Athanasius Kircher, que hizo tantas profecías y nunca pegó una…
—El padre Kircher fue un jesuita que vivió en el siglo XVII. Era un hombre que acometió todas las disciplinas, y escribió unos libros que ilustró, además, porque era un estupendo ilustrador, sobre… bueno, sobre el arca de Noé, por ejemplo. Y cuando él hablaba del arca de Noé no hablaba con un lenguaje piadoso, sino con el lenguaje de un naturalista. Imaginemos la prosa darwiniana describiendo el arca de Noé. ¡Es extraordinario! Nada de lo que decía era verdad, pero estaba expuesto con un rigor conmovedor, y además gracioso. El arca de Noé; animales del arca de Noé. Están los dibujos: pasillo, etcétera. Claro, de tanta exactitud uno empieza a convencerse. El hombre que macanea prefiere la vaguedad poética. «¡Ah, cómo sería aquella embarcación donde coexistían todas las especies…! ¡Ah, las aguas que subían! ¡Ah, los hombres que con su maldad enojaron a la divinidad!». Pero este no. Este decía: «El arca de Noé medía trescientos veintidós metros de largo y setenta y seis de ancho. Tenía cincuenta y siete pasillos, en cada uno de los cuales se alineaban ciento once jaulitas». Ah, bueno. Ah, bueno. Es un efecto que consigue, de un modo muy superior, Swedenborg. Que habla del cielo y de los ángeles con una precisión tal que te conmueve. Esa precisión en el sueño, en lo fantástico, es muy eficaz. Y Kircher
la tenía. Escribió también sobre el mundo subterráneo: contó todo lo que había debajo de la tierra, ríos que se unían por canales debajo de la tierra, y así el río Po no era otro que el río Éufrates, y todo por el estilo. Hasta llegar a su revelación de la lengua egipcia. Donde da una lista completa de significados de todos los jeroglíficos, sin acertar ni uno. Después apareció Champollion, siguió el método más correcto, como sabemos, a partir de la piedra de Rosetta, y bueno, cotejados estos jeroglíficos con los de Kircher, resulta que no embocó uno. Hay que tener mucha puntería para eso.
—Bueno, hay que tener grandeza para atreverse a apostar con tanta precisión, y perder.
—Y apostar a un mundo de maravilla. Apostar a un mundo en el que Dios era indispensable. Y era un elemento más dentro de la descripción del mundo natural. «Y aquí están los ángeles». ¡Fantástico!
—Ahora, esa precisión la encontrás ya en el Antiguo Testamento. Se habla del número de leguas que recorren los profetas, de las medidas exactas que debe tener la tumba de un padre…
—Sí, bueno, este exageraba aprovechando la época. Porque el Antiguo Testamento era preciso, es verdad, pero el lenguaje de la ciencia de ese entonces era muy elemental. En cambio el lenguaje de la ciencia del Siglo de las Luces ya no era tan elemental. Y Kircher lo usaba, como te digo, para describir cómo era el arca de Noé.
—Qué interesante, esto de la belleza de la precisión. Alguien dijo que la teoría de la relatividad de Einstein es más hermosa que la zarza ardiente de la Biblia. ¿Vos estás de acuerdo?
—Sí, yo estoy de acuerdo, porque creo que en definitiva la belleza no es otra cosa que unas regularidades del tiempo y del espacio. No otra cosa es la belleza, si uno va hasta el fondo del asunto. Estas simetrías, o la falta de ellas, son la belleza. Que haya un palo cada cuatro metros es una belleza: elemental, aburrida. Que haya un palo cada cuatro metros, pero que vayan cambiando su rango, siendo más altos de cuatro en cuatro, o que de golpe falte un palo: bueno, esas son bellezas más complejas. La música es el mejor ejemplo de eso. Si hay un palo cada tanto, es en el espacio; si hay un golpe cada tantos segundos… (da una palmada en la mesa) …es en el tiempo. Y no hay otra explicación de la belleza que funcione en todos los casos. Esta funciona en todos los casos. Claro, después viene la complejidad. Pero debe ser que en algún momento de la evolución del hombre como animal, la belleza vino a ser como un signo de que todo estaba bien. Si se dan regularidades —por ejemplo, sale el sol; se pone el sol; vienen las estaciones; aparecen los cultivos— resistimos caminando, podemos calcular el camino a casa. Todo eso tiene que ver con la regularidad en el tiempo y el espacio. Las regularidades se alteran ante las catástrofes. Y quizá el hombre aprendió a amar esas regularidades porque eran una señal de que el universo estaba en orden. No hay que confundir la belleza con el arte, que es otra cosa.
—Una vez leí en una revista de neurociencia una explicación sobre la belleza femenina. Decía que toda la belleza de las mujeres puede remitirse a los signos de juventud. Por ejemplo, nos gustan los ojos grandes. Y los bebés justamente tienen los ojos desproporcionadamente grandes. Y así con todo.
—Sí. ¿Y por qué es así? Para que mejor prospere la raza. Para que nuestra estirpe se asegure. Te gustan las jóvenes: las que tienen las mejores probabilidades de engendrar.
—¿Y cómo encajarían en esto las formas más complejas de belleza? ¿Las que, por ejemplo, llegan a la belleza por el rodeo de la fealidad? ¿Goya, Picasso, Munch?
—Ahí aparece la ausencia de simetría como un refinamiento de ese mismo fenómeno. Tomamos en cuenta los ritmos, los espacios, pero esta vez para no cumplirlos.
—¿O como metáfora de la disgregación y la muerte que son, también, necesarias para que se renueve la vida?
—Totalmente. Pero aun el que incumple esos cánones los tiene presentes.
—Es fascinante.
—Pero yo no sé si creo todo esto que te digo. Es apenas una forma de empezar a contestar. Lo que pasa es que uno, en cierto momento, debe dejar de conformarse con respuestas tales como el «no sé qué». Qué sé yo… «La radio tiene una magia»… ¡No tiene una magia! Tiene unos señores que hablan y que a veces dicen cosas sensatas o provocativas y otras veces no. Y no es porque el tipo no está en tu casa que a vos te hace gracia. «Claro, la magia de la radio es que vos te imaginás que el tipo está en tu casa». ¡Mentira! No hay magia de la radio; sí hay la gracia, el interés y la emoción artística que a veces despierta la palabra. Pero no porque el tipo no está. Si no, el arte más perfecto sería el de nula percepción. Si la radio fuera mejor que la televisión simplemente porque la percepción está reducida, bastaría con seguir reduciéndola para obtener mejores resultados artísticos, cuya perfección sería una radio apagada.
—Me pregunto si algo de esto se podrá aplicar a la política. También en política hay mitos, hay supersticiones. Hay frases en política, yo creo, que serían el equivalente a «la magia de la radio»…
—Sí, hay tonteras, naturalmente.
—Se habla mucho de los mitos de la política argentina, de los supuestos que manejamos en política. ¿Cuáles serían, para vos?
—A mí me parece que la ciencia también debe tener algo que decir —ya que estamos científicos hoy— sobre la política. Y a lo mejor no la ciencia. Lo que quiero decir es que no cuesta nada pensar bien. Y lo digo yo, desde mi torpeza para hacerlo. Pero vale la pena hacer el esfuerzo. Creo que hay razonamientos verdaderamente políticos, como el que establece la diferencia entre la economía de mercado y la economía regulada. Esas son políticas diferentes; conllevan una visión del mundo también. Se puede entablar una discusión a partir de ahí. Es el costado legítimo de la política como discusión. «¿Usted qué prefiere?». «Mire, yo prefiero la economía de mercado: dejar que Dios elija a los suyos. O sea, dejar que los más poderosos prevalezcan. Pero me parece que para la supervivencia de la estirpe esto es mejor. Porque se produce una mayor cantidad de bienes, y sobreviven más personas». Esta es una idea. Entonces aparece el otro, que dice: «Yo en cambio creo que es necesario regular la economía, porque de la otra manera es la ley de la selva». Yo sospecho que esas dos formas de ver el mundo, que elementalmente acabo de describir, son legítimas, y pueden entablar una discusión. Pero eso nunca sucede, y menos en la Argentina.
—Justamente, te lo iba a preguntar: en todas partes, pero sobre todo en la Argentina, lo que se realiza tiene muy poco que ver con lo que se enuncia como principios. ¿Qué se hace entonces?
—Se sufre mucho. Llega un momento en que la discusión política real, la que sucede todos los días, únicamente se expresa mediante denuestos, mediante posturas irónicas de personas no muy inteligentes. Una persona poco inteligente que practica la ironía suele ser patética. Y cuando uno asiste a ese espectáculo, puede ser que durante un rato se divierta, y hasta encuentre mayor brillantez en aquellos que defienden las políticas con las que uno concuerda. Piensa: «qué suerte, yo defiendo las economías reguladas y los Estados nacionales, y las personas que defienden esto hacen mejores chistes». Eso es una porquería. Este no es un concurso a ver quién es más canalla. Yo de eso estoy harto. Y no asisto a ninguna discusión política con… Iba a decir con curiosidad científica, pero esto es muy pretencioso; ni siquiera con la atención de quien espera que algo se esclarezca. O aprender algo acerca del problema social clásico. En cambio, tengo la premonición de que en la discusión va a haber algún denuesto, que va a haber puteadas. Y entonces el peor de las muchedumbres que hay en mí se dispone a asistir a esos debates. Lo hago con apetito y expectativas de puterío. Y no con apetito y expectativas de gracia demostrativa.
—Permitime que hable con el modo cándido, propio de alguien que ha llegado hace poco a la Argentina. Yo diría que el gobierno de Cristina Kirchner es muy desigual, y que es parcialmente coherente con los postulados que enarbola. ¿Qué decís vos?
—Sí, yo diría eso y diría más: diría que a la vista de otros gobiernos que hemos tenido, no hemos tenido otro mejor. Pero, sin embargo, tiene algunos lunares. Y acaso los lunares más serios que el gobierno presenta —más que los lunares temáticos; por ejemplo, yo podría decir que la forma en que el gobierno cobra los impuestos es detestable—, vienen del hecho de que sus defensores se adiestran en copiarles las peores mañas a sus enemigos políticos. Casi diría que imitan a lo más canallesco del otro campo. Hasta podría decir que han aceptado los términos de una batalla política que el adversario ha propuesto. Y que nos ha alejado de los asuntos verdaderamente sustantivos.
—¿Un ejemplo?
—Cualquiera. Empieza alguien hablando de la Ley de Medios y aledaños. Dice que fulano, que trabaja en el programa de televisión 6,7,8, que es favorable al gobierno, lo hace por dinero. Digamos que empieza el adversario. Acá la política no tiene un sustento programático. Solo están defendiendo como pueden unos privilegios que, si el gobierno actuara bien, tendrían que acabarse. Entonces, para ponerte el ejemplo, aparece un tipo y dice: «Ustedes defienden al gobierno porque el gobierno les paga, son unos mercenarios». Punto, listo. A partir de eso, cada vez que alguien, en cualquier campo, defiende una posición, no hay nunca una refutación de la posición misma, sino una descalificación del expositor, diciendo que el tipo opina como opina porque o el gobierno o el grupo opositor le paga. Y así no se sale. «¿Qué habla usted?, si es un corrupto». «¿Corrupto yo? ¿Y usted, que recibió tal cosa?». Yo creo que al gobierno no le conviene que desaparezca la discusión. Porque yo creo que este gobierno tiene razón. Pero también que es bastante poco eficaz a la hora de demostrar sus razones.
—¿Hay margen para incorporar a los defensores críticos del gobierno?
—Posiblemente ya están incorporados. Y son absorbidos por unas maneras que hay en la conducción de estos asuntos. No sé quién conduce esto, quién conduce el enfrentamiento. Pero no lo hace bien. Yo, si fuera el gobierno, incluso no diría nada, y dejaría que los hechos hablen por sí solos. Sería arriesgado, pero más arriesgado es que las verdades, por sobreactuadas, empiecen a parecer mentiras.
—Tengo un amigo que apoyó con mucha convicción al primer kirchnerismo, y ahora dice que el gobierno le recuerda la fan fiction: cuando los seguidores de una película o una serie empiezan a producir imitaciones, y vacían de contenido al original.
—Puede ser que su amigo se deje guiar por Clarín.
—Puede ser. Lo cierto es que la descalificación personal que nos dispensa de debatir ideas no es algo de ahora.
—No, pero ahora no hay otra cosa casi. Y esto se produce después de una noticia a mi juicio alentadora, que era la preocupación por la política de millones de personas que antes no se habían asomado al asunto. Parecíamos Alejandría en el siglo II después de Cristo, cuando el furor era la teología. Los conductores de camellos hablaban de la Trinidad y asuntos similares. Pero eso que entre nosotros fue, por un tiempo, furor por la política, cayó en lo que yo describí antes. La discusión política se convirtió en una pelea de café. Igual, siguen existiendo la derecha y la izquierda. Van invadiendo nuevas constelaciones. Y las estrellas finalmente sí cambian, aunque cambian de un modo tan imperceptible que parece que estuvieran fijas.
—Las ideas también cambian de lugar. El peronismo puede ser, según la época, de izquierda o de derecha.
—Puede ser. Pero sabemos que la forma de imponerse del partido justicialista, de arribar al poder, no es por la derecha. El partido justicialista llega siempre al poder por la izquierda, es decir por el pronunciamiento de las clases populares. Eso debería tenerse en cuenta. Porque es cierto que el partido justicialista contiene elementos que podrían ser de la derecha. Pero el peso relativo nunca es mayoritario del lado de la derecha. Lo que hay que hacer con las alianzas es ser amplio cuando uno está en dificultades y ser estricto cuando uno es poderoso. Ha habido históricamente sectores del peronismo que han sido de derecha; a lo mejor ha llegado el momento de desprenderse de ellos. O tal vez, ya pasó ese momento.
—Podemos dejar la charla acá…
—Bueno, yo espero no haber defraudado, porque no tengo respuestas entusiastas.
—No siempre uno necesita respuestas entusiastas…
—No, yo las detesto. Cuando alguien me habla con mucho entusiasmo, me da miedo. Pero en fin, me gustó la charla. Fue difícil. Difícil en el mejor sentido. Porque si es siempre la misma entrevista… «¿Qué prefiere usted: escribir o componer?». La respuesta es: ¿Qué más da? ¡Cómo perdemos el tiempo esperando respuestas que en realidad no nos interesan, que no tienen sentido! ¿Me gusta más a mí escribir que tocar el piano? ¡No interesa! No son esas las respuestas que estamos esperando. Muchas veces los reportajes no son más que preguntas cuyas respuestas no importan un carajo.
—Y al mismo tiempo, la mente de uno pide algo de eso.
—A mí me parece que lo que pide la mente es verlo a uno en acción.
—Pide ver a César cruzando el Rubicón.
—¡Eso! ¡Eso pide! «A ver, quiero ver cómo me cruza el Rubicón usted, señor… A ver, crúcemelo». El tipo va al teatro a ver eso. ¡A ver a un artista en acción!