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Cava para todos

Escribe
José Pérez
Cataluña, al norte de la Península Ibérica, ya no quiere formar parte del Estado español. Un vasco escribe por qué, y un madrileño lo dibuja. Nosotros contra 'nosaltres'.

El cava es un vino espumoso que se produce fundamentalmente en la región catalana del Penedés. Es una especie de champán low cost muy popular en España. Con su brindis se desea próspero año nuevo y siempre está presente en celebraciones, banquetes y cada vez que una administración de lotería hace súbitamente millonario a quien menos se lo esperaba.

Desde 1977, Freixenet, una popular marca de cava, señala el inicio de la Navidad en lo que a programación televisiva se refiere. Lo hace con un spot siempre distinto pero siempre parecido que, con los años, ha terminado por convertirse en un elemento más de la cultura popular española. Por él han pasado Liza Minnelli, Gene Kelly, Paul Newman o Sharon Stone, todos brindando por el año nuevo en un castellano más o menos perfecto.

Un buen ejemplo de su relevancia cultural tuvo lugar en 2009, cuando la empresa de cava anunció que, debido a la crisis que atravesaba el país, esas navidades se repondría el spot del año anterior. Era la primera vez que ocurría en treinta y dos años. Poco importa si el departamento de marketing tomó aquella decisión por apuros financieros o por una estrategia milimétricamente diseñada; el hecho es que nunca se habló tanto del anuncio de Freixenet como el año en que no hubo anuncio de Freixenet.

En 2004, cuando Lehman Brothers aún era una entidad financiera de la máxima confianza y España una gráfica ascendente sin final previsto, un político catalán puso en un brete a la industria del cava. Lo hizo sin querer, por supuesto, fruto de esa costumbre tan española, tan humana y tan política de soltar estupideces sin medir los posibles resultados. El político era Josep-Lluís Carod-Rovira, filólogo y entonces presidente del partido independentista catalán Esquerra Republicana de Catalunya. Las palabras de la polémica fueron: «sería incomprensible que desde Cataluña se apoyara Madrid 2012». Se refería a la candidatura olímpica de la capital española, un proyecto en el que se había invertido mucho tiempo y dinero.

El entrecomillado de Carod-Rovira no daba mucho margen a la interpretación, y alguien decidió responder a la ofensa con una similar falta de sutileza. Apenas un día después de que se produjeran las explosivas declaraciones, empezaron a circular varios mensajes de texto de origen incierto. Lo hicieron fundamentalmente por teléfonos de periodistas. «Si Carod quiere boicot, boicot habrá», decía uno de los SMS. Y remataba: «Ni una gota de cava catalán en Navidad». Casi inmediatamente, los medios de comunicación se hicieron eco de aquellos mensajes, convirtiendo la anécdota en una crisis nacional.

Si uno fuese maliciosamente estricto, podría llegar a decir que el boicot al cava catalán fue un monstruo creado y alimentado por los propios medios de comunicación. Cuestión de opiniones. Pero el hecho cierto es que, tras la publicación de aquellos mensajes, algunos productores de cava denunciaron que sus pedidos habían descendido con respecto a años anteriores. Ocurre que el capitalismo no entiende fronteras. Y, a la larga, aquella crisis acabó afectando a algunas empresas no catalanas implicadas en la producción y comercialización del cava, como los proveedores extremeños de corchos y los vidrieros de Zaragoza.

El vodevil dio para horas de radio y televisión, lógicamente muy poco enriquecedoras, en las que contertulios de todo pelaje se ganaban el cheque opinando si cava sí o cava no. La derecha más oscurantista y cavernaria se aferró a la polémica como un perro de presa a un conejillo idiota y emponzoñó todavía más el debate con sus habituales España una, España grande y España, sobre todo, española.

Así las cosas, Carod-Rovira tenía dos opciones: confesar que todo había sido un desafortunado error o abandonar la política y montar un quiosco. Optó por lo más rentable. Con los dientes ostensiblemente apretados tras el bigote, compareció ante la prensa y deseó mucha suerte a la candidatura olímpica de Madrid.

Cuatro años después, un Carod-Rovira mucho más templado concedía una entrevista a la periodista Marta Rodríguez. En ella, el político decía: «La mayoría soberanista será más fácil de conseguir por la vía de un independentismo práctico que por la de una identidad lingüístico-cultural. De patriotas de lengua y cultura hay unos cuantos, pero de bolsillo, lo somos todos».

La Gran Crisis del Cava tuvo lugar en una España y en una Cataluña muy distintas de las actuales. Por entonces, los españoles —catalanes incluidos— irradiaban optimismo. Vivían en un rico país repleto de grúas en movimiento, hoteles en primera línea de playa y políticos impunemente corruptos sonriendo a las cámaras tras sus gafas de sol. Era la España del milagro económico, donde todo se relativizaba, donde cualquier problema era pospuesto hasta el final de la fiesta.

Como todo el mundo sabe, la fiesta se acabó de golpe en 2008. Ese año el desempleo empezó a dispararse y el gobierno puso en marcha el primer plan de austeridad. En julio, un mes después de que España ganase su segunda Eurocopa, pronunciaba la palabra crisis por primera vez (hasta entonces había empleado imposibles eufemismos tales como «desaceleración transitoria ahora más intensa»).

Cada año, el Centro de Investigaciones Sociológicas, dependiente del Ministerio de la Presidencia, hace público un estudio que revela las principales preocupaciones de los españoles. Hoy, los dos primeros puestos del ranking los ocupan la crisis económica y su síntoma más directo, el desempleo. La clase política es percibida como el tercer mayor problema del país, posición que hace unos años ocupaba el terrorismo. Esta pésima valoración del ejercicio político no sorprende a nadie, teniendo en cuenta que el paro supera ya el veinticinco por ciento y las previsiones para los próximos años no son nada halagüeñas.

El movimiento 15-M, que tomó las calles en 2011 con su pacífica indignación, sigue vivo como un rumor de fondo, incapaz de generar la ilusión necesaria para que los españoles se crean de verdad que pueden salir del agujero. De cuando en cuanto, hay una explosión violenta en alguna parte del país, coches patrulla en llamas, escaparates destrozados, un ojo perdido por un pelotazo… En todas las calles: se vende, se alquila, cerrado, últimos días.

En este contexto, el once de septiembre de 2012, día de la fiesta nacional catalana, un millón y medio de personas tomaron las calles de Barcelona al grito de «independencia». El hecho era inaudito; nunca la Diada —que así se llama esta fiesta— había reunido a tanta gente. Ni siquiera tras la muerte de Franco y la instauración de la democracia. Nunca las aspiraciones independentistas de los catalanes se habían expresado de forma tan explícita y multitudinaria.

Catalunya, nou estat d’Europa (Cataluña, nuevo Estado de Europa), aparecía escrito en un gran pancarta. Tras ella, y también delante y alrededor, cientos de miles de personas de todos los ámbitos sociales. Eran fundamentalmente trabajadores anónimos, pero también se vio a algún conocido millonario, como el empresario de la comunicación y productor de Woody Allen Jaume Roures. Incluso miembros del partido socialista se dejaron ver por la manifestación, desoyendo casi con toda seguridad la disciplina de su partido.

Tan solo un día tardó el presidente catalán Artur Mas en hacer suyas las reivindicaciones expresadas en la Diada. Con una España todavía en estado de shock por la masiva exhibición independentista, Mas anunció su voluntad de luchar por una Cataluña con «estructuras de Estado». Se cuidó de no emplear la palabra independencia, quizá para no ponérselo demasiado fácil a los titulares. No importó; todo el mundo usó la palabra por él.

Durante su mandato, Mas había llevado a cabo algunos duros recortes en el Estado del bienestar: copago sanitario, recortes en el sueldo de empleados públicos, aumento del precio de las tasas universitarias, del agua y del transporte público y cierre de centros de salud y de quirófanos. No parece extraño que, dadas las más bien oscuras perspectivas electorales que le auguraban, el President viera en la bandera de la independencia un mástil al que agarrarse. Y se agarró a él como nunca ningún presidente catalán se había agarrado antes.

Cataluña, dijo Más, debía ser un Estado. A no ser, claro, que España aceptase la otra opción. Porque en política, ya se sabe, siempre hay otra opción. De eso va precisamente la política. En este caso, la otra opción tenía mucho que ver con el «patriotismo de bolsillo» del que hablara Carod-Rovira, y podía resumirse en dos palabras que Mas llevaba años repitiendo dentro y, sobre todo, fuera de Cataluña: pacto fiscal.

Según el nacionalismo catalán, con un pacto fiscal entre Cataluña y el Estado español, las tensiones quedarían enterradas. Al menos, durante un tiempo. «Es de las pocas oportunidades», decía Mas en 2011, «que tiene el Estado español para rehacer sus relaciones con Cataluña de manera tranquila y serena. No la deberían desaprovechar».

Cataluña aporta más dinero al Estado del que obtiene de él. La pedagogía política ilustra ese fenómeno con la imagen de una balanza siempre inclinada del lado de España. El saldo negativo en las cuentas de Cataluña, que casi nadie pone en duda, es descrito por las autoridades españolas como solidaridad. La España democrática, dicen quienes apoyan este modelo, se basa precisamente en ese compromiso solidario entre regiones. Así, las comunidades que más tienen deben aportar más al conjunto del Estado. El nacionalismo catalán, sin embargo, describe esta situación con otra palabra: expolio.

Con los años, el nacionalismo catalán ha ido dando forma a un relato que, como muchos han señalado, presenta evidentes similitudes con otro bien conocido: el que Alemania viene repitiéndose y repitiendo al mundo desde el inicio de la crisis. A saber. Durante décadas, el rico Norte ha financiado, con su excedente, la irresponsabilidad fiscal del Sur. Ahora, llegadas las vacas flacas, el Norte exige responsabilidad y sacrificio y contención. Pero el irresponsable Sur es demasiado frívolo y demasiado perezoso para conseguirlo.

El pacto fiscal que anhelan las autoridades catalanas busca, en última instancia, corregir el desequilibrio en la balanza. Y tiene un claro referente: el llamado Concierto Económico vasco. Este marco legal regula las relaciones financieras entre el Estado español y las tres diputaciones forales vascas, que son las encargadas de recaudar impuestos en Euskadi. El origen del Concierto vasco se remonta al siglo XIX, aunque el marco vigente fue aprobado en plena Transición española. Gracias a esta herramienta, la crisis en Euskadi está siendo algo más llevadera que en las demás comunidades autónomas.

Pero la idea de dotar a Cataluña de un pacto fiscal similar al Concierto Económico vasco es muy poco popular en el conjunto de España. Algunos lo ven como una ruptura del espíritu solidario que se mantiene desde la Transición democrática. Otros, lo entienden más bien como un paso más en el camino hacia la autodeterminación catalana. Ya sabes: si hoy les das eso, mañana pedirán otra cosa.

Josep Antoni Duran i Lleida, Secretario General de Convergència i Unió, tiene el privilegio de ser el autor de las más desafortunadas declaraciones dichas por un político en los últimos años. Eso, en España, tiene bastante mérito, ya que la competencia es dura en ese terreno. Ocurrió en 2011, y lo que dijo es que en algunas zonas de España, los campesinos «reciben un PER (programa que garantiza una renta mínima a los jornaleros) para pasar una mañana o toda la jornada en el bar del pueblo».

Le llamaron de todo, claro, sobre todo en las regiones donde los campesinos se dieron por aludidos (es decir, en las zonas donde los campesinos reciben el PER). En el frívolo y perezoso Sur. En Andalucía. Pero lo cierto es que aquellas palabras expresaban (de manera muy poco elegante) la opinión de una parte de la sociedad catalana. Eran el fiel reflejo del desprecio que el nacionalismo catalán sentía y siente hacia un fenómeno, medio real medio imaginario, al que suele referirse como «la sociedad del subsidio». Un fenómeno que dejaría de ser problema de Cataluña con el pacto fiscal.

El único problema del pacto fiscal es que el Gobierno español no está dispuesto a concederlo. Mas intentó negociarlo con el silencioso y lacónico Mariano Rajoy, un tipo que parece conformarse con no provocar una guerra durante su mandato. Un presidente cuyo plan de contención del gasto está llevando al país a un pesimismo que solo los más viejos del lugar recuerdan. Un tipo que, lo ha dicho en repetidas ocasiones, no «cree» en el pacto fiscal.

Pero el asunto es largo y más profundo que eso. En el Partido Popular no «creen» en esa Cataluña-nación. Esa idea sencillamente no es compatible con su concepción nacionalista de España. Una España crisol, sí, pero una y sin fisuras.

La manifestación más tensa de este conflicto tuvo lugar hace tan solo unos años, cuando Zapatero decidió que había llegado el momento de revisar los estatutos de autonomía de ciertas regiones españolas. El de Cataluña, bautizado por la prensa como «Estatut», se remozó en 2006, tras un largo tira y afloja que ocupó decenas de primeras planas, y cientos de declaraciones cruzadas con las que los medios martirizaron a los españoles durante meses.

Las autoridades españolas y catalanas acordaron que, en el nuevo Estatut, Cataluña sería nación. Aunque solo en el preámbulo. También se acordó un modelo de financiación que parecía poner de acuerdo, en sus mínimos, a nacionalistas y socialistas. No era, ni de lejos, tan generoso como el Concierto Económico vasco, pero era un comienzo. Sin embargo, el nacionalismo progresista votó en su contra por considerarlo «descafeinado», lo que provocó una nueva y virulenta tormenta política que culminó con el derrumbe del Gobierno catalán y una larguísima fase de nosotros contra nosaltres.

A pesar de todo, el nuevo Estatut, gravemente mutilado con respecto a la propuesta original, entró en vigor en junio de 2006. Como era previsible, fue inmediatamente recurrido, entre otros, por los conservadores españoles. Cuatro años después, el Tribunal Constitucional resolvió que catorce de sus artículos eran inconstitucionales, y que la consideración de nación para Cataluña no tenía valor jurídico.

En los tribunales, el PP ganaba la batalla. En la calle, millón y medio de catalanes le respondían «som una nació».

Con estos precedentes, parecía obvio que Rajoy en ningún caso aceptaría el pacto fiscal, ni siquiera aunque Cataluña se arruinase, cosa que ocurrió en agosto de 2012. Ese mes, la Generalitat pidió al Gobierno español un rescate por valor de más de 5.023 millones de euros. Cataluña era, en ese momento, la comunidad más endeudada de toda España, y, según sus representantes políticos, la ayuda resultaba imprescindible para afrontar los pagos más urgentes. Unas semanas antes, el Gobierno español había creado una línea de crédito conocida como Fondo de Liquidez Autonómica con el objeto de «rescatar» a las autonomías que así lo solicitaran.

La crisis económica ha llevado a la Generalitat a realizar recortes tan impopulares como los practicados por Rajoy en el conjunto de España. O más. Los funcionarios han visto su sueldo rebajado en un cinco por ciento. El presupuesto de la Sanidad pública ha mermado un once por ciento durante los dos últimos años, con el consiguiente cierre de ambulatorios y centros de urgencia. Se han recortado a la mitad las subvenciones a las guarderías, se han cerrado escuelas, se ha ampliado la jornada a los profesores y se les ha reducido el sueldo. Artur Mas, sin embargo, ha prometido que una Cataluña independiente sería más fuerte. Más rica. ¿Pero es eso cierto? Bueno, nadie lo sabe con certeza. Aunque, por supuesto, muchos dicen saberlo.

En el mismo momento en que Mas hizo suyas las pancartas de la Diada y anunció su compromiso para trabajar por esas ansiadas estructuras de Estado, las calculadoras de media España empezaron a echar humo. Muchos dicen que, en efecto, un Estado catalán sería más próspero. Otros muchos sostienen justo lo contrario.

Intereconomía es una popular cadena de televisión de extrema derecha que, desde su nacimiento, ataca con virulencia las aspiraciones nacionalistas de las regiones españolas. No tiene mucha audiencia, pero es un referente ineludible para todos los abnegados amantes de la unidad de España (progolpistas incluidos).

De un tiempo a esta parte, en Intereconomía también han hecho suya la filosofía del patriotismo de bolsillo, solo que ellos, lógicamente, la usan como argumento en favor de la unidad de España. Según sus cálculos, una Cataluña independiente vería su PIB reducido entre un veintitrés y un cincuenta por ciento. Además, los catalanes serían expulsados del euro, por lo que tendrían que crear una nueva moneda.

Pero en Intereconomía no se olvidan de los componentes sociológicos, y señalan que existe la muy realista posibilidad de que algunos —muchos, casi todos los ciudadanos españoles— mostrasen una cierta «hostilidad» hacia los productos procedentes de ese nuevo Estado catalán. Después de todo, ¿a quién le iban a quedar ganas de tomarse una copa de cava en una España mutilada?

El mucho menos sofocado Financial Times afirmó que una Cataluña independiente sería probablemente más rica, aunque estaría más endeudada. Algunos grandes empresarios catalanes, por su parte, advirtieron de una obviedad: que los procesos independentistas no son lo mejor para el negocio. José Manuel Lara, presidente del enorme grupo de comunicación Planeta, llegó a decir que, de conseguir Cataluña la independencia, a su empresa no le quedaría más remedio que mudarse a Madrid.

Bruselas, en un tono no precisamente amistoso, advirtió a CiU de que quien se independiza de un estado miembro de la Unión, queda fuera de la Unión. Desde un punto de vista europeo, no parece muy tranquilizador que España, esa economía too big to fail, empiece a resquebrajarse. Porque una cosa está clara. Si Cataluña abriese un proceso de autodeterminación, el País Vasco sería el siguiente en hacerlo, generando un efecto dominó que, hoy por hoy, nadie parece dispuesto a tolerar, ni en Madrid ni en Bruselas.

Tan pronto como el órdago de Mas empezó a copar páginas internacionales, CiU se apresuró a mandar guiños tranquilizadores. El más evidente fue la súbita aparición de miles de banderas europeas en todos y cada uno de los actos del partido. Además, el President concedió una entrevista a The New York Times donde usó palabras como democracia, igualdad o diálogo. El periodista, sin embargo, optó por el titular: «En Cataluña, Artur Mas amenaza con la secesión».

En época de crisis, ya se sabe, los viejos fantasmas reaparecen. Uno de los más terroríficos fantasmas españoles es el de la ruptura nacional. Otro es la sospecha de que la riqueza y prestigio atesorados durante el periodo democrático sea más frágil de lo que parece a simple vista.

Cuando, en 2002, el entonces presidente José María Aznar se fotografió con los pies sobre la mesa de George Bush durante una cumbre del G-8, muchos pensaron que aquel pequeño y egocéntrico hombrecillo había perdido la cabeza definitivamente. Más aún cuando tuvo a bien explicar aquel gesto. «Estaba con el presidente Bush», dijo, «cuando este puso los pies encima de la mesa y me preguntó: ¿sigues haciendo deporte? Yo le dije que sí y él comentó: yo hago cuatro kilómetros en seis minutos y veinticuatro segundos. Yo puse los pies encima de la mesa y le respondí: yo hago diez kilómetros en cinco minutos y veinte segundos. Es la primera vez que superamos a Estados Unidos en algo».

Al final, España solo superó a Estados Unidos en eso. El tan cacareado milagro económico, el que llevó los pies de Aznar hasta la mesa de Bush, resultó ser fruto de la especulación, el endeudamiento y una muy generosa dosis de corrupción. Los halagos dedicados a España en el escenario internacional se convirtieron en comentarios irónicos, o en abierto desprecio, de la noche a la mañana. En la campaña electoral estadounidense de 2008, Barack Obama ponía a España como un ejemplo de éxito. Cuatro años después, era el ejemplo del fracaso.

El mismo New York Times que señaló, para vergüenza nacional, que Mas es uno de los pocos políticos españoles que habla inglés, publicó en 2012 una galería de imágenes en blanco y negro donde indigentes españoles revuelven en contenedores de basura en busca de algo que comer o que vender o que ponerse para matar un poco el frío.

Hoy los españoles saltan por la ventana. Una epidemia de hipotecas que ya no pueden pagarse, firmadas cuando el milagro era cotidiano, estrangula a trabajadores madrileños, andaluces y castellanos, pero también a vascos y catalanes. Los que no pueden soportar la presión acaban en primera plana. España, aquel país que pujaba por sentarse en una silla del G8 lucha ahora por no volver a las vías del desarrollo. Íbamos tan deprisa que descarrilamos. El fracaso es de todos. También de los catalanes.

A lo largo de esta crisis que dura ya un lustro, Angela Merkel se ha convertido en la enemiga número uno del pueblo, el rostro y la voz de una Alemania que nos pide más esfuerzos cada vez. El cinturón está ya tan apretado que empiezan a reventar las costillas de los trabajadores. Cierran hospitales, colegios y centros de investigación. Los sindicatos apenas son capaces de organizar una huelga general de impacto. En Twitter alguien hace una broma: «Se busca ingeniero con tres masters y cuatro idiomas. Incorporación inmediata como camarero». Todo el mundo entiende el chiste, pero nadie se ríe. En los centros de enseñanza de idiomas, los cursos de alemán agotan plazas.

Un caldo de cultivo idóneo para la desesperanza y la emigración, pero también para los extremismos, para el nacionalismo integrador y para el desintegrador. Para el Arriba España contra el Visca Catalunya. El Partido Popular, que desde la oposición tantas veces acusó a Zapatero de romper España, ve ahora cómo España corre verdadero riesgo de ruptura bajo su impotente mandato. El Gobierno niega ser esclavo de la troika, pero lo es y todos los españoles lo saben.

Vuelven los viejos fantasmas. Antonio Tejero, el militar que en 1981 entró en el Congreso de los Diputados y disparó al techo al grito de «todo el mundo al suelo», denuncia al presidente catalán por provocación, conspiración y proposición para la sedición. Alegrémonos, visto su currículum, de que esta vez, al menos, acuda a la vía judicial. Es, quizás, un triunfo de la democracia.

En los medios, la crisis catalana funciona como placebo y como cortina de humo para desviar la atención de escándalos mayores. Mientras los ciudadanos discuten si un Estado catalán les haría más o menos pobres, más o menos felices, no se habla sobre los casos de corrupción que salpican a políticos de todos los partidos y hasta a miembros de la Casa Real.

Regresan viejas expresiones, como el «café para todos», que designa la chapucera forma en que, durante la Transición española, se decidió conceder un similar grado de autogobierno a las diecisiete autonomías (salvo a Euskadi, que obtuvo más). Fue fruto de la necesidad contextual, dicen ahora quienes participaron en aquel proceso. Desde entonces, una invisible tectónica de placas ha ido generando una tensión que algún día, tarde o temprano, acabará manifestándose en la superficie.

La Constitución española, garante de la unidad territorial, ha sido considerada durante décadas poco menos que un libro sagrado, intocable e inviolable. Como si sus autores hubiesen construido un texto tan sublime y perfecto que no requiriese cambio alguno. Es lo que suele argüir el Estado español para demostrar que la autodeterminación sencillamente no es posible. Así está escrito en El Libro Que No Puede Alterarse.

Es la explicación que se dio cuando Juan José Ibarretxe, presidente vasco desde 1999 hasta 2009, planteó algo parecido a lo que Mas pide ahora: una libre asociación de Euskadi con España. Los adversarios políticos y sus medios de cabecera convirtieron a Ibarretxe en poco menos que un loco, un mesías, un idiota egocéntrico. Exactamente igual que hacen ahora con el presidente catalán. Palabra. Por. Palabra.

La propuesta de Ibarretxe, como era previsible, fue desestimada en el Congreso de los Diputados. «La Constitución no puede abrirse», se decía entonces. Solo en 1992 se había abierto un poco, casi nada, la puntita, para añadir dos palabras, «y pasivo», tras la expresión «derecho de sufragio activo». Era una exigencia del Tratado de Maastrich, y todos los grandes partidos estuvieron de acuerdo en hacerlo. Claro que aquello había sido una excepción, una obligación impuesta por Europa, no el capricho de un loco mesías de provincias.

Pero entonces, un día, los dos grandes partidos demostraron a los españoles que uno puede «abrir» la Constitución sin consulta previa, sin el beneplácito de las formaciones políticas minoritarias y casi sin avisar. Fue en agosto de 2011, el mes de menor consumo mediático, mientras la población sudaba en pueblos y ciudades de veraneo. Aquella reforma constitucional tuvo como objetivo establecer dentro del propio texto un límite máximo de endeudamiento. Los partidos minoritarios pidieron que la medida fuera sometida a referéndum, cosa que no ocurrió. Tampoco se explicó jamás el motivo de tanta urgencia y secretismo, aunque muchos ciudadanos creyeron ver la sombra de aquella troika que con más o menos discreción gobernaba el país desde hacía tiempo.

Sea como fuere, aquel incidente veraniego dejó bien clara una cosa: que el Sagrado Texto de la Constitución Española podía abrirse y hasta podía ser alterado en un par de semanas, sin consulta popular y sin el menor debate social ni parlamentario. Los nacionalistas llevaban décadas esperando una oportunidad así. Si la Constitución podía cambiarse, el modelo territorial en ella contenido también podía cambiarse. Pero en política la lógica de causa-consecuencia no siempre se aplica. Este fue uno de esos casos. Y, como descubriría Mas en sus reuniones con Rajoy, que se pueda cambiar la Constitución no implica, ni mucho menos, que haya la más mínima intención de hacerlo.

Los sueños de una Cataluña independiente tendrán que esperar. En las elecciones de 2012, un Artur Mas con la implícita promesa de la independencia en su programa electoral, quedó muy lejos de la mayoría absoluta. La gran bola de nieve que empezara a rodar en la masiva manifestación de septiembre se dio de bruces contra una montaña de realidad aún más tumultuosa.

Los días previos a las elecciones, la mayor parte de las encuestas daban la mayoría absoluta a Mas. Las menos que no lo hacían, le ubicaban muy cerca. Todas erraron. CiU ganó las elecciones holgadamente, pero sus resultados fueron peores que en los anteriores comicios.

Aunque la suma de fuerzas nacionalistas era (es) mayoritaria en el Parlamento catalán, el proyecto del Estado propio tendrá que quedar en barbecho. El propio Mas admitía, en su comparecencia tras las elecciones, que habría que seguir trabajando en la consecución del «derecho de decidir».

No parece descabellado poner negro sobre blanco que Cataluña será independiente. Algún día. Eso parece indicar la voluntad de la mayor parte de su sociedad. Así lo reflejan las urnas, aunque no de una manera lo suficientemente clara y rotunda.

Quizás en un futuro no muy lejano la selección catalana de fútbol derrote a la española en algún torneo internacional, aunque seguramente tendrán que pasar generaciones para que los españoles puedan contemplar semejante espectáculo sin padecer un ataque de bruxismo.

Sería bonito ver ese día en que catalanes y españoles, nosotros y nosaltres, brindemos por nuestros respectivos futuros con una copa de cava bien frío. Porque el champán francés, si la cosa no mejora, se nos saldrá de presupuesto.

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