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Perdidos en los papeles

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Lorrie Moore
Un cuento inédito en español de la muy premiada Lorrie Moore. ¿El tema? Una pareja pacifista que termina a las patadas. Imperdible.

Aunque Kit y Rafe se habían conocido en el movimiento por la paz, marchando, organizando, pintando carteles antinucleares, ahora querían matarse entre ellos. Se habían vuelto, además, un poco pronucleares. Llevaban casados dos décadas y habían vivido una vida preciosa preciosa, pero ella y Rafe parecían, ahora, socios solamente en la ira y el desprecio, y su viejo y lujurioso amor se había vuelto rabia. Era una vergüenza y una desgracia que el odio, como el amor, no pudiera vivir solo del aire. Y así, en este nuevo proyecto exitoso que compartían, eran cómplices y sinérgicos. Eran nutritivos, homeopáticos e inspiradores. Engendraron y criaron ese odio juntos, cardiovascular, espiritual, orgánicamente. En tándem, como un sistema, como una compañía de danza de los sentimientos amargos, habían empujado el odio al centro de la escena y lo habían iluminado con un spot para que ganara protagonismo. ¡Haz lo que sabes, muchacho! ¿Quién es el mejor? ¿Quién es el más grande?

—¿Pronuclear? ¿Eres pronuclear? ¿En serio? —eso era lo que le preguntaban sus amigos a Kit, con los que aprovechaba para quejarse indiscretamente.

—Bueno, no —suspiraba Kit—. Pero en cierta manera sí.

—Parece que necesitas alguien con quien hablar.

Eso hirió los sentimientos de Kit, porque sentía que era con ellos con quien estaba hablando.

—Simplemente estoy preocupada por los niños —dijo.

Rafe había cambiado. Su sonrisa era un bostezo descuidado, ¿o su sonrisa era un espeso simulacro? ¿Cuál de los dos era el verso correcto? Ella no lo sabía. Pero lo seguro era que él había cambiado. En Beersboro, una se expresaba así, de forma neutral. Estos cambios tenían un motivo. Nadie decía que un hombre se había vuelto loco. Decían: «Ese hombre está cambiado». Rafe había empezado a ensamblar modelos de cohetes en el sótano. Estaba un poco distinto. Como si se hubiera vuelto un personaje. Alguien descarado podría sugerir «está metido en cosas raras». Los cohetes eran unas cosas largas, de plástico, con forma de pene, a las que Rafe les adhería, cuidadosamente, calcomanías militares auténticas. ¿Qué había pasado con el hippie apuesto con el que se había casado? Ahora era irritable y remoto, vacío en su furia. La inexpresividad había penetrado en sus ojos azul-verdosos. Se le quedaban abiertos y brillantes, pero no funcionaban, como bijouterie de una tienda de baratijas. Ella se preguntó si se trataría de un colapso nervioso, de los de verdad. Pero duró varios meses y entonces empezó a sospechar, en cambio, de un tumor cerebral. De vez en cuando él silbaba o murmuraba a través de su muda enajenación, y su pantomima de odio se derrumbaba momentáneamente. «Ey, linda», la llamaba desde las escaleras, después de no haberla mirado a los ojos durante dos meses. Era como estar atrapada en una casa, aislada por la nieve, con el tío loco de alguien: ¿podía el matrimonio ser así? Ella no estaba segura.

Ahora rara vez lo veía cuando él se levantaba por la mañana y se iba corriendo a la oficina. Y cuando volvía a casa del trabajo desaparecía por las escaleras del sótano. Cada noche, en el ansioso crepúsculo conyugal que era ahora la única vida que compartían, después de que los niños se habían ido a dormir, la casa se llenaba de humo. Cuando le reclamaba por eso, él no respondía. Parecía haberse convertido en una especie de extraterrestre. Por supuesto, más tarde entendería que todo esto significaba que él estaba saliendo con otra mujer, pero en ese momento, protegiendo su propia vanidad y cordura, trabajaba solo con dos hipótesis: tumor cerebral o ser extraterrestre.

—Todos los maridos son extraterrestres —dijo su amiga Jan por teléfono.

—Dios me ayude, no tenía ni idea —Kit empezó a untar manteca de maní en un pretzel y se lo comió rápidamente—. Está tan desconectado. Y su sentido común no funciona.

—No en el planeta en el que vive. En su planeta, es un verdadero Rey Salomón. «¡Tráiganme a ese apestoso bebé ahora!».

—¿Tu crees que las personas pueden rehabilitarse y ser perdonadas?

—¡Claro! Mira a Ollie North.

—Él perdió la elección en el Senado. No lo perdonaron lo suficiente.

—Pero consiguió algunos votos.

—Sí, ¿y ahora qué está haciendo?

—Ahora está promocionando una línea de piyamas ignífugos. ¡Eso es vida! —ella hizo una pausa—. ¿Discuten por eso?

—¿Por qué? —preguntó Kit.

—Por los cohetes que apuntan a su tierra patria.

Kit volvió a suspirar.

—Cierto, el tema del arte militar envenenando nuestro espacio vital. ¿Si discuto? No discuto, yo solamente, bueno, está bien… le pregunto algunas cosas de vez en cuando. Le pregunto: ¿qué demonios estás haciendo? Le pregunto: ¿estás tratando de asfixiar a toda tu familia? Le pregunto: ¿me escuchas? Y después le pregunto: ¿me escuchaste?, de nuevo. Y después le pregunto: ¿estás sordo? También le pregunto: ¿qué crees que es un matrimonio? Tengo mucha curiosidad por saberlo; y también: ¿es esta tu idea de un lugar bien ventilado? Una simple entrevista, la verdad. Yo no creo en la discusión. Yo creo en darle una oportunidad a la paz. También creo en la hemorragia interna —hizo una pausa para acomodar el teléfono más cómodamente contra su cara—. También estoy interesada —dijo Kit— en esas balas de plástico que se disuelven y resultan indetectables para los equipos forenses. ¿Oíste hablar de ellas?

—No.

—Bueno, tal vez escuché mal. Probablemente estoy equivocada. Ahí es donde el Misterioso Accidente Automovilístico sería de gran ayuda.

En el cromo del refrigerador captó el reflejo de su propio rostro, parte Shelley Winters morena, parte patata, y los filos y accidentes finamente grabados debajo de sus ojos, un interludio musical en medio de la hinchazón. En todas las películas que había visto con Shelley Winters, era Shelley Winters la que al final moría.

La mantequilla de maní estaba trabada en las encías de Kit. Sobre la mesada, una sandía grande y vieja había comenzado a ceder y a separarse en el centro siguiendo la curva de las semillas, como la sonrisa de un tiburón, y ella cortó una cuña y se frotó el interior de la boca con la punta tibia. Había pasado un año desde que Rafe la besó. A ella un poco le importaba y otro poco no. Una mujer tenía que elegir su propia infelicidad con especial cuidado. Esa era la única felicidad en la vida: la elección de la mejor infelicidad. Un movimiento imprudente y, Dios mío, podría arruinarlo todo.

La notificación la tomó por sorpresa. Llegó en el correo, dirigida a ella, y allí estaba, abrochada a los papeles de divorcio. La habían servido apropiadamente. La perra ahora tenía papeles. Como un hombre, un matrimonio era irreconocible en la muerte, incluso cuando se lo enterraba vestido con su traje favorito. Sobre los documentos había una carta de Rafe sugiriendo su aniversario de bodas, en la primavera, como la fecha final de divorcio. «¿Por qué no completar la simetría?», escribió, algo que ni siquiera sonaba a él, aunque la eficiencia desalmada se adaptaba a esta, su nueva vida como extraterrestre, y en general estaba en consonancia con los principios de la cultura extraterrestre.

Los documentos mencionaban a Kit y Rafe por sus nombres legales, Katherine y Rafael, como si las versiones más formales de ellos fueran las que se estuvieran divorciando, ¡sus certificados de nacimiento se estaban divorciando!, y no ellos mismos. Rafe seguía viviendo en la casa y aún no le había dicho que había comprado una nueva.

—Cariño —dijo ella, temblando—, hoy llegó algo muy interesante en el correo.

La furia tenía sus efectos medicinales, pero Kit no estaba cableada para sostenerla y, cuando se desprendió de ella, la soledad la envolvió, el dolor ardiendo en su centro con un calor frío y azul. Lloró durante los funerales de dos ancianos distintos que casi no conocía, en la última fila de la iglesia, como una amante secreta del fallecido. Se sentía mareada y enferma y no quería volver a ver a Rafe, o, más bien, Raphael, otra vez, pero les había prometido a los niños estas vacaciones en el Caribe. Ya estaba hecha la reserva, así que ¿qué podía hacer?

Esto por fin venía a darle sentido a todas esas clases de teatro del secundario: la actuación. Una vez había hecho el papel de reina en «Cuento de invierno», y otra vez, de niña sustituida por otra en «Quiéreme ahora mismo», escrito por uno de los profesores de lenguaje más perturbadores del secundario. En ambos papeles había aprendido que el tiempo era algo esencialmente cómico, y que solo los intentos por dominarlo lo convertían en tragedia o, por lo menos, en tristeza. Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, ¡si solo hubiesen tenido más tiempo! El matrimonio dejó de ser cómico cuando de repente se detuvo, y en ese momento se convirtió en divorcio, que el tiempo nunca perturbó y cuya comicidad resultó inagotable.

Sin embargo, Rafe habló durante treinta segundos para tratar de convencerla de que no se fuera con él y los niños de vacaciones.

—Creo que no deberías venir —anunció.

—Voy —dijo ella.

—Les daremos falsas esperanzas a los niños.

—La esperanza nunca es falsa. O es siempre falsa. Lo que sea. Es solo la esperanza —dijo. No hay nada malo en eso.

—Yo no creo que debas venir.

Ella se dio cuenta de que el divorcio sería como el matrimonio: una disputa de poder. ¿Quién sería el perro y quién el dueño del perro?

En ese momento, sin embargo, ella y Rafe todavía no habían firmado los papeles. Y aún quedaba la cuestión de su anillo de bodas, engarzado con pequeñas esmeraldas baratas, que a ella le gustaba mucho y que esperaba poder seguir usando porque no parecía un anillo de bodas típico. Él sí se había quitado su anillo, que sí parecía un anillo de bodas típico, un año antes, porque, dijo, «le molestaba». Ella pensó en aquel momento que quería decir que le apretaba. No se había alarmado mucho; él siempre tendía a sacarse cosas espontáneamente, cuando se conocieron era un poco nudista. Fue bueno salir con un nudista: las cosas avanzaban rápido. Pero no era bueno tratar de seguir casada con uno. Pronto empezaría a tener citas geriátricas y castas con otras personas cuyas ropas, como la suya, permanecerían pegadas al cuerpo.

—¿Qué hago si no logro sacarme el anillo? —le dijo ella a él, ya en el avión. Ella había ganado un poco de peso durante sus veinte años de matrimonio, pero no tanto en realidad. ¡Había sido prácticamente una niña novia!

—Mándame la factura del aserrador —dijo él. Oh, ¡el brillo en los ojos de él había desaparecido!

—¿Qué te pasa? —dijo ella. Por supuesto, Kit culpó a los padres de él, que lo habían criado, de alguna manera, hace mucho tiempo, por accidente o a propósito, como un extraterrestre, con valores extraterrestres, pensamientos extraterrestres, y con el carácter hueco, fluctuante, falsamente cándido y los secretos sociopáticos de un extraterrestre.

—¿Qué te pasa a ti? —gruñó él. Esta era la costumbre, el hábito extraterrestre, de limitarse a repetir lo que ella había dicho. Tenía que ver, sin duda, con su sistema nervioso central, un procesador de información construido a partir de partículas de silicio buscando incesantemente nuevas combinaciones lingüísticas, que posteriormente tenía que absorber y archivar. La repetición le permitía ganar algo de tiempo y ayudaba en el proceso de almacenamiento.

Estaba menos preocupada por las niñas, que eran simplemente niñas, que por Sam, un estudiante sensible de cuarto grado, que ahora estaba sentado del otro lado del pasillo del avión, malhumorado, mirando las nubes por la ventanilla. Pronto, a través de las maquinaciones de una legislación estatal extremadamente progresista, ¡un niño necesita a su padre!, dejaría de verlo todos los días. Se convertiría en un niño que ya no vería a su madre todos los días, se desprendería de ella y se iría flotando como papel arrastrado por el viento. Con el tiempo, él se endurecería: la miraría por encima de sus gafas, como un maitre examinando a la gentuza. La vería venir como un anfitrión mira a un invitado asustado que no trae su tarjeta de invitación. Pero en este, su último viaje como familia real, él se portó bastante bien y no se notó.

Todos dormían en la misma habitación, en camas distintas, y vieron a otras familias discutiendo a los gritos, así que por comparación, ellos, una familia a punto de separarse para siempre, no se veían tan mal. Ella no se dejó engañar por la brisa marina ecuatorial y por eso no se quemó en el sol colonial; compartió, con los administradores del complejo, su indignación moral ante los guardias armados que impedían que los niños del lugar se colaran a través de la valla para entrar en esta blanca, blanca playa; y se pasó una especie de resina en la frente para congelar y minimizar las arrugas, para parecerle más joven a su marido saliente, aunque ni una sola vez la miró. No es que ella luciera tan bien: su maleta se extravió y tuvo que usar la ropa que consiguió en la tienda de regalos, con las palabras «La Caribe» estampadas en cada prenda.

En la playa, la gente leía libros sobre Ruanda y el genocidio en Yugoslavia. Era para darle al viaje una seriedad de la que carecía. Se suponía que uno no debía notar la presencia de los niños morenos del otro lado del alambre de púas, tirando piedras.

Había formas de hacer que las cosas desaparecieran temporalmente. Uno podía desaparecer de sí mismo en el movimiento y la repetición.

A Sam le gustaba solamente el trampolín. Había excursiones con delfines, pero él percibió su crueldad.

—Ellos hablan un lenguaje —dijo—. No deberíamos nadar con ellos.

—Se los ve felices —dijo Kit.

Sam la miró con seriedad desde un dulce más allá.

—Se muestran felices para que no los mates.

—¿Eso crees?

—Si los delfines fueran sabrosos —dijo—, ni siquiera nos hubiéramos enterado que hablan un lenguaje.

Que la inteligencia de algo podría socavar tu apetito por ese algo. Que ser delicioso puede oscurecer la mente de lo que es delicioso, así como la mente del que lo saborea. Que ser delicioso termina en decapitación. Que puedes entender algo solamente si no lo deseas. ¿Cómo sabía ya esas cosas? Por lo general, las niñas las aprendían primero. Pero no las hijas de Kit. Sus hijas, Beth y Dale, eran rudas más allá de su comprensión: gemelas, de cinco años, prácticas, autoindulgentes, independientes, un sistema en sí mismas. Tenían su propio mundo secreto hecho de palabras del código Montessori, de joyas de plástico y de ataques de risa provocados por la frase «M&Ms de canela» repetida seis veces, rápidamente. Llevaban alas de hadas brillantes donde sea que fueran, incluso sobre sus cardigans, y varitas mágicas. «Yo soy el hermano mayor ahora», le había repetido Sam a todo el mundo y con orgullo incierto el día que nacieron las niñas, y después de eso no volvió a decir una sola palabra sobre el asunto. A veces Kit se refería accidentalmente a Beth y Dale como Death y Bale, ya que, por ejemplo, enterraron sus Barbies en la arena, y luego las resucitaron con alegría. Una mujer recostada sobre una toalla, lectora de genocidios, se volvió y sonrió. En este refinado complejo frente al mar, las contradicciones de la vida eran grotescas e imposibles de sobrepasar.

Kit fue a la oficina central y se anotó para un masaje con piedras calientes.

—¿Le gustaría un hombre o una mujer? —preguntó la recepcionista.

—¿Perdón? —dijo Kit, aturdida. Después de todos estos años de matrimonio, ¿cuál quería? ¿Qué sabía ella de hombres o de mujeres? «No existen los hombres», solía decir Jan. «Cada hombre es diferente. La única cosa que tienen en común es, bueno, una aterradora capacidad para la violencia».

—Un hombre o una mujer, ¿para el masaje? —preguntó Kit. Pensó en el lento apareo de caracoles hermafroditas para los que todo es tan confuso: en el momento en que deciden quién va a ser la chica y quién el chico, alguien llega con un poco de pasta de ajo y los levanta con una pala.

—Oh, cualquiera de los dos —dijo, y entonces supo que le tocaría un hombre.

Que trató de no mirar, pero que podía oler en todos sus aromas ahumados: tabaco, incienso y cannabis girando en remolinos a su alrededor. Un típico norteamericano delgado y fumón. Su nombre era Daniel Handler, de acuerdo con la tarjeta que llevaba fijada a su camisa, como una insignia. Él no dijo nada. Colocó piedras calientes a lo largo de su espalda y las dejó ahí. ¿Creía ella que su piel hidratada era demasiado privada y preciosa para ser tocada por gente como él? ¿Estás loca? La alegría insólita de su cara presionó contra el cabezal de la mesa de masajes y al tocarlo sus ojos se llenaron de lágrimas agridulces, que después gotearon por su nariz. Se dio cuenta entonces de que su nariz había sido perfectamente diseñada por Dios como pequeño drenaje de llanto. Había un pequeño círculo húmedo en la triste alfombra de la cabina de masajes. Un corazón puede romperse, pero tal vez podrías pasar al siguiente, y al siguiente, como un gusano con sus varios corazones. Daniel dejó las piedras calientes sobre ella hasta que se enfriaron. A medida que cada una perdía su calor, ya no podía sentirla en la espalda, y al retirarlas volvía a descubrir que habían estado allí todo ese tiempo: lo extraño de olvidar y luego volver a sentir algo solamente entonces, al final. Pero esto no era lo mismo que la rana en la olla que muere porque el agua aumenta de temperatura lentamente hasta que hierve. Aunque igualmente tenía significado, pensó ella, como suelen tenerlo las metáforas de naturaleza térmica. Después él quitó todas las piedras y presionó sus bordes duros profundamente contra la espalda, entre los huesos, de una manera que ella sintió cruel pero que probablemente no tenía ninguna intención.

—Eso estuvo muy bien —dijo ella, mientras él guardaba las piedras. Las había calentado en una pequeña olla eléctrica de plástico llena de agua, y ahora la desenchufó cansadamente.

—¿De dónde sacaste esas piedras? —preguntó ella. Eran suaves y grises, negras cuando estaban mojadas, según pudo ver.

—Son piedras de río —dijo él—. Hace años que las colecciono en Colorado.

Las colocó en una caja metálica de aparejos de pesca.

—¿Vives en Colorado? —preguntó ella.

—Solía —dijo él, y eso fue todo.

En la última noche de las vacaciones, llegó la maleta, como una broma. Ni siquiera la abrió. Sam puso la banderita en el picaporte que decía «Despiértennos para las tortugas marinas». La bandera estaba preimpresa para que los despertaran a las tres de la mañana, así podían ir a la playa y ver a las tortugas bebés romper el cascarón y correr hacia el océano, al amparo de la noche, para evitar a los depredadores. Pero aunque Sam había colgado la bandera con cuidado y antes de la hora límite de la medianoche, ningún miembro del personal les despertó. Y para cuando se levantaron y fueron a la playa ya eran las diez de la mañana. Extrañamente, las tortugas marinas seguían allí. Habían roto los cascarones durante la noche y luego el personal del hotel las había retenido, en una jaula en forma de canasta, para mostrárselas a los turistas que eran demasiado perezosos o sordos para despertar a la madrugada.

—¡Miren, ¡vengan a ver! —dijo un hombre con acento español que solía alquilar el equipo de buceo. Sam, Beth, Dale y Kit corrieron. (Rafe se había quedado en el complejo para tomar un café y leer el periódico). Las bebés empezaban a calentarse al sol y se retorcían; la piel dorada de sus piecitos palmeados aparecía ya bordeada por un marrón disecado—. Voy a tener que dejarlas salir ahora —dijo el hombre—. Ustedes son los últimos en ver a estas pequeñas bebés —las llevó a la orilla del agua y las dejó ir, varias horas más tarde, para que encontraran su propio camino hacia el mar. Y fue entonces cuando una gaviota se abalanzó, las capturó, una por una, sobre las olas plateadas, y se las comió como desayuno.

Kit se sentó en un sillón junto a Rafe. Se estaba bronceando, pudo ver, para el deseo de otra mujer. Cada una de sus posturas contenía una razón. ¿Con qué mujer tonta estaría saliendo? (Solo más tarde iba a averiguarlo. «Como feminista, no hay que culpar a la otra mujer», le diría un vecino. «Como feminista, le pido que no me vuelva a hablar», respondería Kit).

—Creo que necesito un trago —dijo ella. Los niños estaban nadando.

—No esperarás que te compre un trago —dijo él.

¿Se lo había siquiera pedido? ¿Debería ahora usar el apodo más ácido que se le ocurriera? ¿Debía ponerse de pie y pegarle una bofetada delante de los demás turistas? ¿Quién te dijo eso?

Cuando finalmente dejaron La Caribe, se alegró. En su estadía ahí había comenzado a odiar al mundo. En los aeropuertos y en los aviones de vuelta a casa ni siquiera intentó actuar de manera natural: actuar de manera natural era un delito grave. Le habló a sus hijos con calma, con un guion, con el diálogo y las directivas de escena de la más absoluta neutralidad. De vuelta a casa en Beersboro, desempacó los condones y las velas, su pequeño neceser amoroso, completamente sin uso, y lo tiró a la basura. ¿En qué había estado pensando? Más tarde, cuando aprendiera a contar esta historia de manera diferente, como una historia, construiría una escena de sexo vengativa y sentimental que contendría el centro inviolable de su amor, la dulce seguridad animal del «noche tras noche», el frágil corazón todavía latiente del matrimonio. Pero por ahora se volvería como sus hijas, imposibles de arruinar, e incluso como su hijo que, a medida que crecía estoicamente y lo olvidaba todo, apenas recordaría —¿estaba más allá de lo imaginable?— que ella y Rafe habían estado juntos una vez.

Traducción al castellano de Xtian Rodríguez

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