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Dos horas con Stephen Hawking

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José Edelstein
Stephen Hawking fue una de las grandes personalidades del siglo veinte. El físico José Edelstein fue enviado por Orsai y dialogó con él cara a cara: el nuevo Papa argentino y el conflicto entre Israel y Palestina fueron algunos de los temas de este perfil.

Los pasillos de las modernas pagodas que conforman el Centro para las Ciencias Matemáticas de la Universidad de Cambridge convocan al desconcierto. Una indescifrable estructura de anillos enlazados, con varias puertas exteriores en la planta baja, contribuyen a incrementar la desorientación del visitante.

En el primer piso, una puerta sobresale de la confusa coreografía representada por el sinfín de oficinas idénticas. Es la única que carece de picaporte. Se abre con un código numérico y aún se aprecian en ella cuatro pequeños agujeros en los que, hasta hace poco, otros tantos tornillos sostenían una discreta placa dorada con diecisiete caracteres negros grabados en tipografía clásica, en letras mayúsculas, que decían «LUCASIAN PROFESSOR». La chapa tuvo un corto recorrido, a lo largo del pasillo, hasta ir a parar a la puerta de Michael Green, uno de los padres de la Teoría de Cuerdas. El mismo rótulo había sido atornillado en 1669 en la puerta del despacho de un joven profesor, de tan solo veintiséis años, que respondía al nombre de Isaac Newton. Desde entonces, ser el titular de la Cátedra Lucasiana se ha convertido en una distinción superlativa, legendaria, que han compartido gigantes de la historia de la ciencia como George Stokes, Paul Dirac y quien me espera al otro lado de la puerta de la oficina B1.07, Stephen William Hawking.

Si un encuentro con Hawking es un acontecimiento esperado con la máxima ansiedad, este lo fue por partida doble tras un primer intento fallido, unas semanas atrás. El jueves veintiuno de junio la cita era en su casa, pero un problema literalmente de última hora llevó a su cancelación. Debí armarme de paciencia, comprar un segundo pasaje a Cambridge, elegir una nueva botella de vino con la que siempre acompaño mis visitas, y cambiar el ambiente cálido y sobrio de su casa por el de su luminoso y moderno despacho. En su casa lo habría encontrado, como hace unos años, más relajado, frente a una pared cubierta por una biblioteca de madera en la que los libros conviven con decenas de dibujos que le envían chicos de todo el mundo y algunas primeras ediciones que le gusta coleccionar, escuchando a Wagner. «Nadie como él, ni antes ni después, ha logrado transmitir emoción con la música». Algo más se perdió con el cambio de planes. La posibilidad de comentar en su casa la película Mundo Alas, que le hice llegar a pedido de León Gieco, poder conocer y compartir sus impresiones al verla.

Stephen Hawking sufre, como todos conocen, una enfermedad neurodegenerativa que ha inmovilizado casi totalmente su cuerpo. A pesar de esta severa discapacidad, cuyos primeros síntomas aparecieron en la etapa de su tesis doctoral, al cumplir veintiún años, ha podido desarrollar una carrera científica que lo coloca en el parnaso de los más grandes físicos teóricos de la segunda mitad del siglo veinte.

Para calibrar su importancia como científico seré categórico: una buena parte de los aspectos teóricos más importantes que conocemos sobre el origen del Universo y sus más misteriosos y monstruosos habitantes, los agujeros negros, ha sido obra suya. Si bien toda su carrera ha estado marcada por las limitaciones que conlleva su enfermedad, el progreso de esta última fue particularmente acuciante en los primeros años. El joven Stephen tenía grandes aspiraciones al llegar a Cambridge y muy pronto se encontró con la posibilidad cierta de no acabar vivo el doctorado. El pronóstico habitual para los pacientes que sufren de esclerosis lateral amiotrófica es de dos o tres años de vida. A punto de tirar la toalla, hundido ante semejante fatalidad, encontró tres pilares en los que apoyarse. El amor de su primera esposa Jane Wilde, el incentivo intelectual que representó para él conocer al  físico matemático Roger Penrose y, no menos importante, un aspecto de su personalidad que reaparecerá en este encuentro: su impetuosa, obstinada y a veces presuntuosa rebeldía. La de alguien que ve a la ciencia «no solo como una disciplina racional, sino también romántica y pasional». Su carácter indómito lo llevó a enfrentarse a Fred Hoyle, la autoridad académica de ese momento, y a su Teoría del Estado Estacionario (un Universo en permanente expansión que, sin embargo, no se diluye por la creación continua de materia), que se veía como una promisoria alternativa a la entonces denostada Teoría del Big Bang (cuyo nombre, paradójicamente, fue acuñado por el propio Hoyle).

Pese a sus crecientes dificultades para escribir o caminar, Stephen Hawking publicó una serie de trabajos cuyo punto cúlmine fue uno que firmó junto a Penrose en enero de 1970. En ese artículo, realizado casi íntegramente por teléfono, demostraron matemáticamente que eventos en los que el espacio y el tiempo nacen o mueren, como el Big Bang y los agujeros negros, no solo son probables en la Teoría de la Relatividad General, sino que son sencillamente inevitables. Se vieron las caras una sola vez durante el proceso de escritura de lo que hoy se conoce como el teorema de la singularidad. Poco tiempo antes, Arno Penzias y Robert Wilson habían descubierto accidentalmente que el Universo emitía, desde todas las direcciones, una radiación térmica que indicaba que, teniendo en cuenta que la expansión produce enfriamiento, en el pasado tendría que haber sido más pequeño y más caliente. Si viajáramos hacia atrás en el tiempo todo lo que nuestra imaginación nos permitiera, llegaría un momento en que todo el Universo cabría en el interior de una cáscara de nuez y su temperatura sería elevadísima. El Big Bang, como fruto de este teorema y estas observaciones, adquirió el estatus de teoría científica desde entonces.

El trabajo realizado con Penrose sería suficiente para ganarse un lugar en la historia de la Física. Pero las contribuciones más características de Stephen Hawking tienen que ver con los agujeros negros, criaturas fantásticas del bestiario universal que encierran una historia fascinante desde su descubrimiento matemático a manos de Karl Schwarzschild, quien apuró los cálculos en las trincheras del frente ruso, poco después de que Einstein publicara la Teoría de la Relatividad General. Schwarzschild ni siquiera llegaría a ver que, durante un cuarto de siglo, sus resultados serían recibidos como una curiosidad matemática que no podía ser cierta. Una rareza patológica, el pénfigo paraneoplásico acabó con su vida apenas unos meses más tarde. En 1939 Robert Oppenheimer y Hartland Snyder demostraron que una estrella suficientemente pesada podía implosionar debido a la atracción gravitatoria, colapsando hasta llegar al estado descrito por Schwarzschild. Poco después, Oppenheimer sería el principal responsable del proyecto que alumbró las bombas atómicas que Estados Unidos arrojó en Hiroshima y Nagasaki. Muchos otros físicos aportaron pistas de gran relevancia. Sin embargo, el cambio de estatus de estos seres mitológicos a entes posiblemente reales, cuya fuerza de gravedad es tan intensa que ni siquiera la luz puede escapar, debe mucho a John Archibald Wheeler, quien los bautizó con el nombre de agujeros negros en 1967. Por aquellos años, el flamante doctor Hawking comenzaba a domesticarlos, armado de papel y lápiz, al tiempo que su esposa Jane se ocupaba de Robert, el primogénito recién nacido.

Ya confinado en una silla de ruedas, Stephen Hawking vio nacer a su hija Lucy, quien trajo algo más que un pan debajo del brazo. Pocas semanas después de su inspiradora llegada al mundo, Hawking descubrió que los agujeros negros debían tener entropía, un concepto estadístico asociado a sistemas compuestos. No obstante, a diferencia de todos los sistemas naturales conocidos, la entropía del agujero negro parecía residir en su frontera y no en el agujero negro en sí. De este modo, toda la información de un agujero negro se encontraría en la superficie, como si se tratara de una lata de conservas que no se puede abrir y a cuyos detalles podemos acceder solo leyendo la etiqueta. Los agujeros negros, según Stephen Hawking, son hologramas en sí mismos.

Pero cómo era posible que, por así decirlo, los restos de toda la materia engullida por este monstruo voraz quedara codificada en la superficie imaginaria que la rodea. Este resultado, encontrado paralelamente por Jacob Bekenstein, un estudiante de doctorado de Wheeler, llevaba de inmediato a la conclusión de que los agujeros negros debían tener también temperatura y, por lo tanto, como todo sistema caliente, emitir radiación. Así, los agujeros no serían negros. Las aportaciones teóricas de Hawking dieron entidad física a estas misteriosas criaturas que, al emitir radiación, eventualmente se evaporarían llevándose consigo todo lo deglutido. Esto lleva a un sinfín de paradojas y problemas conceptuales que han tenido y aún tienen a mal traer a los más grandes físicos. Y que, todo indica, encierran la llave que abriría las puertas para una comprensión más amplia y profunda de las leyes de la Naturaleza.

Ninguna de las predicciones de Hawking ha podido ser comprobada. La temperatura de los agujeros negros que, nadie duda, pueblan el Universo y, en particular, están en el centro de todas o la mayoría de las galaxias, es extremadamente baja. Están más fríos que el espacio exterior. Es imposible, por lo tanto, detectar su emisión térmica. Esto no quiere decir que no haya sólidas evidencias de su existencia: la prolongada observación de las estrellas que habitan en las inmediaciones del centro de la Vía Láctea, por ejemplo, describen órbitas muy pronunciadas alrededor de un punto en el que los telescopios no ven nada. Esta es la razón por la que Hawking no ha ganado el premio Nobel. Sin embargo, todo hay que decirlo, ha sido galardonado con una distinción mucho más prestigiosa. Se trata de la medalla Copley, el premio científico más antiguo del mundo que entrega la Royal Society de Londres desde 1731. Hawking lo recibió en 2006, dos años antes que su amigo Penrose. Mientras que el Nobel, entre la física, la química y la fisiología, premia habitualmente a entre seis y nueve científicos, la Copley se concede a una sola persona por año. La han ganado Charles Darwin, Benjamin Franklin, Albert Einstein o Louis Pasteur. Y cuando en alguna rara ocasión, como en 1838, fue difícil inclinarse por un solo candidato y debió ser compartida, quienes lo hicieron fueron Michael Faraday, uno de los diez físicos más importantes de la Historia, y Carl Friedrich Gauss, el rey de la matemática. En 1989, por cierto, la Copley fue otorgada a un egresado de la Universidad de Buenos Aires, un tal César Milstein.

A principios de los ochenta Hawking se propuso escribir un libro en el que pretendía explicar los conceptos de frontera de la física fundamental al gran público. Sin dudarlo, rechazó hacerlo con editoriales académicas, con la idea de que el texto pudiera llegar a cualquier lector. Habituado al uso de un lenguaje metafórico y cargado de imágenes en sus charlas, lo que le ocasionó algún que otro disgusto en su paso por la Unión Soviética, Stephen Hawking se sentía preparado para solventar la enorme distancia que separa a las sofisticadas teorías de la física moderna, cuya expresión natural requiere del idioma universal que brindan las matemáticas, del ciudadano de a pie. El proceso de escritura y, sobre todo, de correcciones, fue lento y se vio dificultado por un enorme contratiempo. A mediados de 1985, en una visita que realizaba al CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear), una neumonía lo puso al borde de la muerte y fue necesaria una traqueotomía para salvarlo. Desde entonces quedó mudo. A pesar de ello, en 1988 salió finalmente Una breve historia del tiempo, que catapultó la divulgación científica a la categoría de best seller. El impacto que tuvo el libro como acicate para que miles de jóvenes se inclinaran por el estudio de las ciencias es incalculable. Por ello, veinte años después, cuando la Universidad de Santiago de Compostela decidió conceder el premio Fonseca de divulgación científica, no hubo mayores dudas sobre quién debía ser el ganador de la primera edición.

Tras la cancelación in extremis de nuestro encuentro de junio, la ansiedad por que pudiera repetirse esta situación era difícil de ocultar. Y ahora, después de largos meses de espera, finalmente estaba frente a la puerta de su despacho, abierta de par en par. Y al otro lado, junto a su escritorio, se encontraba él. El primer contacto visual tuvo un ingrediente inesperado. Sorprendente. El científico más famoso del planeta tenía enfundados unos anteojos oscuros que bien podrían haber sido los de Caiga quien Caiga. De hecho, esta era una posibilidad cierta ya que, recordé en el momento, cuando visitó Santiago de Compostela participó en la versión española del programa, en la cadena de favores. Ante la inocultable extrañeza de mi mirada, Jonathan Wood, el asistente técnico que monitoriza su sistema de comunicación con extremo celo, señalando la cegadora claridad que se colaba por los amplios ventanales del despacho en un inusual día soleado, se apresuró a aclarar: «necesita los anteojos de sol para poder utilizar el sistema de comunicación».

Desde hace casi tres décadas, Stephen Hawking se comunica con el mundo exterior a través de una computadora integrada a su silla de ruedas y un programa especial con el que arma sus frases, las que finalmente son emitidas por un sintetizador de voz. Pese al progreso tecnológico de los últimos años, no ha querido saber nada con la posibilidad de mejorar la voz metálica y con acento estadounidense que emite el sintetizador: hecho que podría hacer sonrojar a cualquier profesor de una universidad tan británica como Cambridge. «Esta es mi voz», sostiene con una lógica aplastante.

Hasta comienzos de la década pasada era capaz de mover los dedos de su mano derecha con suficiente agilidad como para manipular un mouse. Pero al perder la movilidad en su mano, hubo que recurrir al reconocimiento de sus movimientos faciales. Su anterior asistente, Sam Blackburn, diseñó un detector que sobresale de sus anteojos como un minúsculo flexo, registrando los movimientos de su mejilla. Este nuevo sistema, al depender de una única forma de hacer «clic», impedía que Hawking navegara en la pantalla como lo hacía hasta entonces. Y la velocidad con la que podía comunicarse cayó en picada, hasta llegar a una palabra por minuto. Para mejorarlo han explorado y están explorando toda clase de alternativas, desde el escaneo cerebral hasta el seguimiento de ojos o eye tracking, pasando por un sofisticado arreglo que monitoriza su rostro aprovechando toda la complejidad de movimientos que está a su alcance. Pero, de momento, sigue utilizando este sistema.

A pesar de haber estado con él durante una semana en Santiago de Compostela, hace cinco años, la perspectiva de enfrentarme a una conversación tan llena de prolongados silencios resultaba perturbadora. Lo saludé, me senté a su lado y le mostré el número catorce de Orsai, explicándole de qué se trata el proyecto. Miró la revista con interés y luego me observó con atención. Sobre todo cuando, a continuación, le comenté que María, una hermosa niña que se acercó a él cuando vino a Galicia y a quien se le había diagnosticado una enfermedad similar a la suya, estaba muy bien y regularmente me escribía para hacérmelo saber y recordar ese momento que para ella había sido inolvidable.

El efecto que produce la mirada de Stephen Hawking cuando sus ojos claros se posan sobre los nuestros, sin duda potenciado por la inmovilidad del resto de su cuerpo, es sobrecogedor. En ese momento uno tiene la certeza de estar con él, de que él está con uno. Es un breve instante de comunión, de comunicación intensa, que deja un registro indeleble.

Durante el primer almuerzo que tuvimos juntos cuando visitó Galicia salió a colación su exquisito gusto por la buena carne. La inmovilidad de su rostro convierte el momento de la comida en una situación difícil y allí asoma su proverbial y obstinada determinación. Jamás parece tomar una decisión culinaria en función de la comodidad o buscando simplificar el trámite. No se priva de nada. En Galicia no dejó marisco sin probar y se aseguró de comer pulpo y percebes hasta la extenuación. Al hablar de carne, fue inevitable derivar hacia la calidad de la carne argentina. Y de allí, por asociación directa, al tango. En Santiago de Compostela se entretuvo una de las noches con un número de tango, con cantor y pareja de bailarines incluidos, que siguió con enorme atención. Tanta que, para mi alivio, declinó mi ofrecimiento de ejercer la empresa imposible de traducir las letras del lunfardo al inglés. Se lo recordé al entrar en su despacho. Le pregunté si había algún otro aspecto de Argentina que resonara en él, y al enumerar los elementos anteriores me respondió de la manera más inesperada, completando la lista «… y el Papa. Soy miembro de la Academia Pontificia de Ciencias y espero verlo en la próxima reunión».

No sé si me sorprendió más que tuviera presente la nacionalidad del nuevo Papa o el hecho de que un agnóstico como él hubiera optado por esta referencia, pudiendo recurrir a tantas otras. De hecho, la física teórica de las últimas dos décadas ha estado marcada por la irrupción de una nueva figura que ha revolucionado el que quizás sea el terreno más árido del último siglo: la búsqueda de un formalismo que haga compatibles las dos grandes teorías del siglo veinte, la Física Cuántica y la Teoría de la Relatividad General. Se trata del argentino Juan Martín Maldacena, que es en la actualidad miembro del prestigiosísimo Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en el que trabajó Albert Einstein. Hawking lo conoce bien, porque realizaron juntos un trabajo en 2003 en el que conviven la noción de entropía gravitacional introducida por él, con la llamada conjetura de Maldacena.

Podría haberse referido a Maldacena, en lugar de al Papa. Me pareció interesante preguntarle a alguien que vivió la condición de estrella emergente de la física teórica, sobre otro joven que está pasando por la misma situación. Su respuesta fue tan escueta como contundente: «Él es brillante. Muy original». No me atreví a contarle que en 1999, en la conferencia anual de Teoría de Cuerdas que tuvo lugar en Potsdam, a las afueras de Berlín, Juan Martín y yo estuvimos a punto de llevárnoslo por delante, cuando regresábamos apurados al banquete de la conferencia y nos lo encontramos en un pasillo del hotel, justo al abrir una puerta. Esquivamos su silla de ruedas casi milagrosamente.

Había transcurrido más de media hora desde mi llegada, y hasta el momento llevábamos dos sucintas respuestas. El sistema de comunicación de Hawking requiere paciencia. En un ángulo de la pantalla de su computadora se abren dos cuadrados pequeños. Uno de ellos muestra las letras del alfabeto en cuatro grupos de siete. El otro, los números y algunas teclas de función. Cuando él comienza a escribir emerge una ventana rectangular, pegada a las anteriores, con diez palabras sugeridas, numeradas del cero al nueve.

El único gesto con el que Hawking controla su sistema es un movimiento facial que hace con el maxilar y que repercute en su mejilla. El sensor que cuelga de sus anteojos lo detecta y activa un clic. Como no puede incorporar señales distintas que codifiquen el movimiento vertical u horizontal en la pantalla, un cursor pestañea realizando una danza perpetua sobre esos cuadrados: arriba, abajo, arriba, abajo… Con otro clic, el cursor se queda en el cuadrado seleccionado y empieza a recorrer, acompasadamente, las distintas líneas. Una vez elegida una línea, recorre cada letra y cada símbolo. Si se equivoca, Hawking debe esperar a que el cursor reinicie su danza para dirigirlo pacientemente hacia el ícono que representa la función de borrado. Su celo por escribir correctamente, sin saltarse ni una letra ni un signo de puntuación, es conmovedor. Quizá por un tema de degeneración muscular o de cansancio, se le entrecierran los párpados con frecuencia, en un movimiento que probablemente no pueda controlar y que en muchas ocasiones interfiere con su sistema de comunicación y le induce al error. Si bien tiene alguna libertad de movimiento facial, arqueando las cejas, su gestualidad es limitada. Sin embargo, aprovecha estos sutiles movimientos, casi imperceptibles para quien no está habituado a ellos, para comunicarse con su gente. Para poder asentir o disentir rápidamente. O para expresar algo cuando no está en su silla de ruedas. Por ejemplo, en la cama. Allí recurre también al método que utilizaba antes de disponer de una computadora, agotador de solo imaginarlo: el reconocimiento de las palabras, letra por letra, en una cartulina. Hay un momento en el cual se borra la impresión de rigidez en su rostro, de manera repentina y explosiva. Es cuando dibuja una risa amplia. Su equipo de cuidadores, sobre todo los más veteranos, conoce a la perfección su sentido del humor y logra su carcajada con inusitada facilidad. En esos momentos, al igual que al sostener la mirada, asoma en toda su plenitud el ser humano que yace en las profundidades de su cuerpo inmóvil. Su postración le confiere, por otra parte, cierto aire atemporal. Uno se olvida con facilidad de que está frente a un hombre de setenta y un años.

Galileo Galilei ocupa, junto a Albert Einstein, el altar personal de Stephen Hawking. En lo que probablemente sea la única concesión que hace al pensamiento mágico, Hawking intuye alguna forma de causalidad en el hecho de haber nacido exactamente trescientos años después del ocho de enero de 1642, último día en la vida de Galileo. El año pasado, el hombre que debió morir antes de los veinticinco años, celebró su cumpleaños número setenta. Cerca de doscientas cincuenta personas recibimos la tarjeta de invitación a la cena que se realizó en el imponente comedor del Trinity College, el más distinguido de la Universidad de Cambridge, que tuvo entre sus antiguos miembros a treinta y dos premios Nobel y figuras legendarias como Lord Byron, Vladimir Nabokov, Bertrand Russel y Ludwig Wittgenstein. El único de los invitados al que el riguroso esmoquin le quedaba como pintado era al actor Daniel Craig, ataviado como su alter ego, James Bond. Pero el principal ausente de la cena fue el propio Hawking, quien no pudo asistir por problemas de salud. Estuvo su madre, Isobel, con quien mantuvo una relación muy cercana hasta que falleciera, hace pocos meses, a los noventa y ocho años.

Stephen Hawking ha convertido en un hábito apostar con sus colegas por alguna predicción científica. Con una particularidad: si no me fallan los cálculos, jamás ha ganado una apuesta. La última de ellas ocurrió hace dos años: apostó que el bosón de Higgs jamás sería encontrado. El cuatro de julio de 2012 el laboratorio europeo CERN anunció su descubrimiento en el Gran Colisionador de Hadrones (LHC). Hawking se apresuró a declararse perdedor y a pedir el premio Nobel para Peter Higgs. Siempre tuve la impresión de que tenía por sistema apostar contra lo que él verdaderamente pensaba que era más probable. Como si desafiara a la naturaleza a tomar una senda inesperada, empujado irresistiblemente por su obstinada rebeldía y su espíritu juguetón y provocador. En el caso del bosón de Higgs, por ejemplo, me parece claro que él, como muchos físicos teóricos, deseaba que nadie lo encontrara para así poder abrir el juego a nuevas teorías. Le comento mi hipótesis acerca de su llamativa estrategia de apostador-perdedor y, si bien no me responde, una muda carcajada que se dibuja al instante en su rostro parece darme la razón.

El espíritu lúdico de Stephen Hawking es extraordinario. Parece muy orgulloso de su presencia en varios capítulos de Los Simpson, a juzgar por los muñequitos de Springfield que tiene en su despacho ubicados en los lugares más visibles. Tampoco reniega de su participación en Star Trek y, más recientemente, en The Big Bang Theory. Hace pocas semanas participó por videoconferencia en la Comic-Con de San Diego, anunciando que no podía estar de cuerpo presente porque de camino había pinchado una rueda. Su presencia en la cultura popular es inusual para un científico y creo que sería aún mayor si Hawking tuviera unos años menos. Sus charlas siempre contienen momentos llenos de gracia que él disfruta demorando el silencio entre una frase y otra para escuchar las risas del público. Cuando hace unos años fue recibido por el alcalde de Santiago de Compostela en el centro de la monumental Plaza del Obradoiro, tras realizar el fragmento final del milenario Camino de Santiago, aceptó sin pensárselo dos veces mi sugerencia de saludarlo por su nombre, con el único objeto de ver la cara de sorpresa que ponía.

Mientras esperaba que respondiera a mis preguntas, contemplaba con la respiración contenida su titánico esfuerzo. Cuando uno habla con él, lo habitual es ponerse a su lado, viendo la pantalla de la computadora. Así, muchas veces, la lectura de la primera mitad de una frase ya preanuncia inequívocamente el final. Y sin embargo, Stephen Hawking continúa luchando contra la adversidad para acabarla. Sin errores de ortografía ni signos de puntuación faltantes. Recordaba las palabras que me había dicho su hija Lucy: «La gente a veces se olvida de que mi padre tiene una discapacidad severa. Están tan acostumbrados a verlo funcionar con la silla de ruedas y el sintetizador de voz, a dar charlas en forma fluida con un lenguaje pulido, que se olvidan de la magnitud de la tremenda lucha y esfuerzo que hay detrás». Y no puedo estar más de acuerdo. El denominador común en su vida ha sido el tiempo. El escaso, que le diagnosticaron a los veintiún años. El principio y el final de todos los tiempos, a los cuales dedicó apasionadamente su carrera científica. El tiempo que no transcurre y que solo se puede experimentar en el punto de no retorno de los agujeros negros. Y el tiempo de la breve historia, que revolucionó el concepto de la divulgación científica. Los primeros versos de «Augurios de la inocencia» de William Blake parecen escritos para él: «Ver el mundo en un grano de arena, y un cielo en una flor salvaje, tomar el infinito en la palma de tu mano y la eternidad en una hora».

La relación de Hawking con la discapacidad ha cambiado significativamente con los años. Durante mucho tiempo fue reacio a que se lo identificara con ella. Una vez tomada la decisión de terminar su doctorado, se diría que le dio la espalda a la enfermedad y optó por vivir ignorándola. O por desafiarla. Cuando comenzó a utilizar la silla de ruedas, se desplazaba por las callejuelas empedradas de Cambridge a velocidades temerarias. En numerosas ocasiones acababa despatarrado sobre el césped perfectamente cortado de los Colleges, obligando a los transeúntes ocasionales a transgredir las normas que impiden pisarlo a quienes no son sus miembros, para ayudarlo a subirse a la silla. «Nunca he querido sentir pena de mí mismo. La discapacidad solía ser vista como algo vergonzante y debía ser escondida». Era tal la negación de su enfermedad que no quería ni escuchar hablar de las organizaciones que en los ochenta, al calor del Informe Warnock, trabajaban en favor de la integración de las personas con alguna discapacidad.

La primera vez que estuve con él fue en Santiago de Chile, en 1997. Un viaje muy especial porque la última jornada de la conferencia tuvo lugar en la Antártida. Como a todo el que lo ve por primera vez, me impresionó la dignidad y fuerza de voluntad con la que llevaba adelante su vida. «Quiero hacer las cosas de la mejor manera posible. Obviamente, debido a mi discapacidad, necesito asistencia, pero siempre he intentado sobreponerme a las limitaciones de mi condición y llevar una vida lo más plena posible. He recorrido el mundo, desde la Antártida hasta experimentar la ausencia de gravedad. Quizá pueda algún día viajar al espacio. Soy más feliz ahora que antes de desarrollar la enfermedad». He vuelto a estar con él en Chile, una década más tarde, esta vez navegando por los ríos Calle Calle y Valdivia, en un viaje que luego él continuó hasta la Isla de Pascua. Y más tarde en el faro de Finisterre, todo un símbolo de haber llegado hasta el fin del mundo, según sus propias palabras.

Con los años, la creciente dependencia hacia su equipo de cuidadores y enfermeras y la conciencia de su posición privilegiada, se terminó convirtiendo en una voz de referencia en la lucha por la integración de las personas discapacitadas. Así, el año pasado aceptó con orgullo la invitación a participar en la ceremonia de inauguración de los Juegos Paralímpicos de Londres. «El gran éxito de los Juegos Paralímpicos ha mostrado que los atletas discapacitados son como cualquier otro atleta y deberían ayudar a que la gente que tiene alguna discapacidad sea aceptada por la sociedad. Creo que la ciencia debe hacer todo lo posible para prevenir o curar las discapacidades. Nadie quiere ser discapacitado, si puede evitarse. Espero que mi ejemplo dé ánimo y esperanza a otros que estén en situaciones similares para que nunca se rindan».

El compromiso social y político de Stephen Hawking puede apreciarse en algunas de sus declaraciones públicas y también en sus elegidos silencios. Siempre ha sido un férreo defensor de la sanidad pública y de la necesidad de invertir en investigación científica. Se define ideológicamente como socialista, lo que no le impidió manifestar su firme rechazo a la guerra de Irak impulsada por Tony Blair, a quien no parece tener en mucha estima. «El futuro de la humanidad y de la vida en la Tierra es muy incierto. Estamos en peligro de destruirnos a nosotros mismos por nuestra codicia y estupidez». Su sensibilidad ideológica se transparenta aun cuando aborda temas dispares y en apariencia exóticos: «El descubrimiento de vida extraterrestre inteligente sería el hallazgo científico más importante de la Historia. Pero sería riesgoso intentar comunicarse con civilizaciones extraterrestres. Si decidieran visitarnos, el resultado podría ser similar a lo ocurrido cuando los europeos llegaron a América, un asunto que no acabó muy bien para los nativos».

A principios de mayo de 2013 Hawking se vio envuelto en una polémica. Había aceptado una invitación para participar de la conferencia «Enfrentando el mañana: el factor humano en el moldeado del porvenir», organizada bajo el auspicio del presidente de Israel, Shimon Peres, en Jerusalén. A un mes y medio de que tuviera lugar, envió una breve y discreta carta a los organizadores anunciando que declinaba su participación, tras consultar a científicos palestinos que había conocido en su viaje a Ramala, en 2006. La carta llegó de alguna manera al Comité Británico para las Universidades de Palestina (BRICUP), de allí trascendió a la prensa y la plataforma Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) se apresuró a señalar que Stephen Hawking había adherido a su causa. La breve y respetuosa misiva de Hawking terminaba diciendo «Si hubiera participado, habría expresado mi opinión de que la política del gobierno actual de Israel presumiblemente conducirá al desastre».

En un tema sensible para la opinión pública internacional, las críticas arreciaron de inmediato. Para peor, la Universidad de Cambridge declaró inicialmente que Hawking no viajaría a Israel por temas de salud y tuvo que desdecirse horas más tarde, dejando en el aire la sensación de que habían intentado ocultar la realidad. Nadie se detuvo a leer su declaración y enmarcarla en el contexto que supone el pacifismo militante de alguien que ha visitado Israel en diversas ocasiones, ha recibido su máxima distinción científica (el premio Wolf) y mantiene estrechos vínculos con sus investigadores. Alguien que de ninguna manera adheriría a boicots como los promovidos por la BDS, que son la sencilla negación del diálogo. Hawking dedicó, con un esmero conmovedor, tres cuartos de hora a explicarme su posición que, en definitiva, buscaba aportar un granito de arena para contribuir a que se restablezca el diálogo entre las partes. «Yo iba a ir a Israel con la condición de poder dar una conferencia en Cisjordania, porque siento que las universidades palestinas necesitan contactos con el mundo exterior, pero todos los académicos palestinos me dijeron que debía respaldar el boicot. Sentí mucho no haber ido. Si lo hubiera hecho, habría dicho que Israel necesita hablar con los palestinos y con Hamas, como Gran Bretaña hizo con el IRA. No haces la paz hablando con los amigos sino con los enemigos. Estoy feliz de que las conversaciones de paz estén ahora retomándose. Si esto hubiera ocurrido antes, yo habría ido a Israel».

Resulta extraño que un inglés de la envergadura académica de Stephen Hawking aún no haya sido nombrado caballero. Todos los científicos británicos de su nivel lo han sido, incluyendo a Roger Penrose, con quien ha compartido muchos honores. Hay otra notable excepción: Peter Higgs. Es inimaginable que no se les haya ofrecido. No creo que en ninguno de los dos casos se trate de una posición antimonárquica, ya que ambos fueron ordenados Caballeros de Honor por parte de Elizabeth II y aceptaron la distinción. La oferta de la orden de caballería suele ser llevada a los candidatos por un intermediario, quien a su vez debe argumentar las razones que la motivan. Hawking y Higgs son dos hombres de principios, que no vacilarían en rechazar una distinción si les pareciera que se no ajusta a sus méritos personales o si la oferta les llegara a través de un emisario al que no considerasen apropiado. Si la reina de Inglaterra lee Orsai, la animo a volver a intentarlo.

Mucho se ha escrito ya sobre su vida y su obra. Pero ahora Stephen Hawking decidió, por así decirlo, matar al intermediario y hacerlo él mismo. Escribió sus memorias y, como no podía ser de otro modo, las tituló Mi breve historia. Su aparición es inminente. La edición inglesa que editó Random House se presentará el doce de septiembre, casi al mismo tiempo que la publicación de este perfil en esta revista. A un mes de su salida, ya ha vendido miles de ejemplares solo en la India. Una semana después, con su presencia en la sala, se proyectará en el Festival de Cine de Cambridge la película-documental Hawking, un biopic que trata sobre su vida y cuenta con su colaboración en el guion. Y al día siguiente tendrá lugar el estreno comercial, simultáneamente, en todo el Reino Unido.

Antes de despedirnos, nos mudamos al Potter Room para hacer las últimas fotos. Se trata de un salón que es el punto neurálgico del Departamento de Matemática Aplicada y Física Teórica, donde tienen lugar las discusiones, los seminarios, las conferencias y hasta el obligatorio five o’clock tea. Allí tuve el privilegio de dar una charla hace pocos años y contar con mi entrevistado en la audiencia. Su presencia en ese salón, de hecho, ya ha quedado inmortalizada en un busto que fue la última obra del escultor inglés Ian Walters, famoso por la estatua de Nelson Mandela en la Parliament Square londinense, situada a un costado del Palacio de Westminster. Las lámparas están apagadas y las ventanas laterales producen un juego de luces y sombras que confieren realidad a la estatua e irrealidad al Hawking verdadero, quien parece estar muy a gusto posando y dejándose llevar por los comentarios risueños que convocan su risa franca y su atenta mirada. Luego las voces se apagan, las miradas se cruzan por última vez y el desconcierto de los corredores y su laberinto vuelve a adueñarse de nuestros pasos.

Entre la muerte de María Marta y el momento en el que escribo pasaron once años y muchos crímenes. Sin embargo sé que ningún caso se quedó conmigo tanto como este. Lo empecé de la mano del maestro Enrique Sdrech y lo tuve que terminar sola. Sin estar preparada, probablemente, para tomar semejante posta. ¿Hice bien mi trabajo? Es algo que me pregunto a menudo.

Lo raro es que mis dudas —que a veces también son angustias— fueron aclaradas por la persona menos pensada.

En el año 2011 gané mi primer Martín Fierro por labor periodística femenina. Durante veinticuatro horas no paré de recibir llamados amorosos de amigos, familiares y colegas. De todos esos contactos, sin embargo, hubo uno que no estaba en mis planes. Dos días después, en el contestador automático de mi celular, una voz gruesa y reconocible me dejó un mensaje:

—Florencia, me alegré mucho por tu premio. Lo tenés más que merecido. Soy Carlos Carrascosa.

Me sorprendí. Durante los años que había durado la cobertura yo no había tenido relación con Carrascosa. Jamás me había dado una nota y nunca había respondido mis llamados. Pero ahora, desde el penal de Campana y usando su crédito permitido del teléfono público al que tienen acceso los presos, el viudo me felicitaba.

Guardé el mensaje y sonreí en paz. Ese día sentí que había cumplido con el maestro Sdrech y le dije mentalmente —como escribo ahora— salam aleikum, Turco.

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León Watzky, un fotógrafo en busca de inspiración, llega a Corrientes con la esperanza de capturar la belleza de su fauna. Sin embargo, el viaje toma un giro inesperado cuando conoce a Tabi, una mujer de belleza singular.

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En el tranquilo pueblo de Los Milagros, la vida parece transcurrir a un ritmo pausado- Sus habitantes, gente sencilla y creyente, encuentran consuelo en la fe y en las tradiciones. Sin embargo, bajo la aparente calma se esconde una historia oscura que se niega a ser olvidada.