Me gustaría publicar muchas de las notas escritas en este taller. Las notas lisérgicas de Juan Moretti y Hernán Barreda, las notas tan narradas y trágicas de Sebastián Villar, las sociales de Federico Frau Barros, las insolentes de Pablo Nardi o las minuciosas de Karina Ocampo, entre otras. Elegí esta de Daniela Chueke porque combina elementos muy Orsai: descubre una obra rara y fascinante, entrelaza la confidencia y la reflexión, se interesa por las imposturas, termina la nota con menos certezas que al empezarla, y todo sin tomarse nunca demasiado en serio. Espero que tenga los lectores que merece.
Gonzalo Garcés
¿Por qué un tipo con túnica, que dice proceder de un lugar inubicable en el mapa, que propone una verdad incomprobable, carente de documentación y, en ciertos casos, de todo saber socialmente relevante, puede conquistar a miles de adultos educados? Es una pregunta que promete responder el documental Kumaré: the True Story of a False Prophet. Desde que debutó en 2012 en un festival de cine estadounidense, el film y su director, Vikram Gandhi, reavivaron el debate. En YouTube puede verse el tráiler y una serie de charlas donde el cineasta describe el proceso de creación de su película o, según se promueve, del experimento Kumaré.
En alguna red me topé con esta historia. Cuando encontré al cineasta en una charla TedX terminó por seducirme. No solo es un morocho alto, de camisita ultra cool, jeans no achupinados, gestos de tímido-no-me-entero-que-soy-lindo y oratoria impecable; además, con la transparencia de un chico que confiesa su última travesura, nos cuenta cómo un día decidió disfrazarse de gurú y mudarse a Arizona. Años antes, el famoso experimento Milgram, expuesto en I como Ícaro, fue criticado con dureza por ocultar a los voluntarios que la meta era medir su grado de obediencia a la autoridad. El experimento de Vikram Gandhi fue mucho peor: se propuso reclutar adeptos para una religión falsa.
Como hijo de hindúes religiosos, Gandhi contaba con el physique du rôle y la parla precisa para crear un «manochanta». Pretendía demostrar que es muy fácil para cualquier pibe de barrio hacerse pasar por iluminado. Planteo cautivante para todos los que alguna vez nos preguntamos de qué la juegan figuras como Sri Sri Ravi Shankar, Osho, o Sai Baba. No voy a narrar aquí mi zigzagueante (pero no infructuosa) búsqueda espiritual; lo cierto es que entre las ganas de creer en mensajes del más allá y el intelecto que me confronta con mi existencia terrenal, siempre elegí lo segundo. Nunca pude alinearme —no incondicionalmente— con ninguna comunidad instituida alrededor de una supuesta santidad. Y sin embargo, tampoco dudé en aceptar la invitación a conocer a Sri Sri Ravi Shankar, cuando estuvo en la Argentina en 2012. Casualmente, por esos mismos días se estrenaba en Estados Unidos Kumaré.
Ningún gurú es sagrado
Unas palabras sobre Ravi Shankar. Es homónimo del músico indio y padre de Norah Jones, dato importante, ya que al buscar al gurú en Google podés, en el mejor de los casos, descubrir a esta cantante magnífica. En los treinta años que lleva de gira por el mundo, su ONG «Arte de vivir» se convirtió en la mayor del mundo. Tiene veinte millones de seguidores en más de ciento cincuenta países. Shankar fue nominado tres veces al Nobel de la paz. El año pasado, su evento «Argentina respira», un festival de meditación, atrajo a más de ciento cincuenta mil seguidores. Antes de su llegada yo también participé en uno de sus cursos, que se nos ofreció en exclusividad a un grupo de periodistas para que podamos experimentarlo en carne propia. Seguramente la vivencia nos iba a predisponer para una cobertura amorosa sobre la gran movida que se venía. Aprendí un método de respiración antiestrés que me sugirieron promover y así contagiar de felicidad a más seres y de este modo sumar mi granito de arena para desterrar la violencia del planeta. Incluso se lo impartieron a un exterrorista de Al Qaeda, que terminó por arrepentirse de sus crímenes. Todo es cuestión de sonreír más.
Años antes había leído a Osho, que pregonaba algo similar. Ya muerto, el gurú de las modelos —como lo llamó Alejandro Rozitchner— me resultó un guía funcional a los padeceres de adolescentes tardíos y de fóbicos al compromiso. En sus libros, que fueron traducidos a más de cincuenta idiomas, Osho predicaba el amor libre. Cuando algunos de sus seguidores provocaron el primer ataque bioterrorista en Estados Unidos, Osho fue deportado a la India. Sus seguidores afirman que murió envenenado por los servicios de inteligencia.
Tanto Shankar como Osho deben crédito a su gran inspirador: el Maharishi Mahesh Yogui. También oriundo de la India, el maestro diseñó una técnica de meditación a la que llamó trascendental. En los años sesenta la llevó a Estados Unidos y a Europa, donde sedujo a Mia Farrow y a los Beatles. Cuando Maharishi murió en 2009, a los noventa años, era el gurú de las celebrities: también Steve Jobs y Nacha Guevara, pionera del método en la Argentina, se cuentan entre sus admiradores.
En cuanto a Kumaré, no menciona a los citados. Pero muestra a otros que declaran lo que para ellos significa ser un gurú. Está el que defiende la intimidad sexual entre maestros y seguidores; está el que se describe a sí mismo como único nexo entre sus discípulos y la divinidad. Algún discípulo explica que su acceso a todos los secretos de la consciencia universal se produjo cuando su mentor le apoyó el dedo en el entrecejo. El documental no juzga actos ni filosofías; ni siquiera indaga si las enseñanzas que pregonan estos gurúes son coherentes con sus vidas privadas. La impresión, según el mismo Gandhi explica, es que todos son falsos y que nadie realmente los necesita. Lo cual vuelve todavía más chocante el final imprevisto de su film.
No soy quienes ustedes creen que soy
«El yoga —explica Gandhi en el documental— se ha transformado en la respuesta a todos nuestros problemas en Occidente y en una industria de cinco mil millones de dólares al año. Estados Unidos está abrazando la misma tradición que yo trato de esquivar». Pero también en la India percibió que la mayoría —si no todos— de los maestros espirituales que entrevistaba eran farsantes. Esta certeza lo convenció de ponerse en la piel de un falso profeta. Quería comprobar su hipótesis y dejar registro de sus resultados en un documental. Al volver a Estados Unidos se dejó crecer el pelo y la barba, adoptó el acento indio de su abuela y se convirtió en un gurú falso.
Inventó sus propios movimientos de yoga. Inventó el u-a-ié —un mantra propio, de notable parecido gráfico al símbolo del om—, una técnica de meditación basada en la visualización de una luz azul y un set de mensajes motivadores que surgió de la traducción al sánscrito de dos conocidos eslóganes publicitarios «Just do it» (Nike) y «Be all you can be» (Ejército de los Estados Unidos). Compuso así su propia pseudofilosofía y la hizo accesible al mundo desde su sitio web. Ya podía lanzarse a conquistar el mercado de productos y servicios espirituales de quince millones de consumidores en Estados Unidos. De túnica naranja, descalzo y portando su tridente con el símbolo del u-a-ié, Gandhi se mudó a Phoenix, Arizona.
Momentos inefables que captura el documental: conversaciones íntimas. Miradas de adoración. Gestos de respeto. A medida que los discípulos pierden pudor para develar dolor y dudas, se acrecienta la creencia en los superpoderes del gurú. Finalmente, Gandhi queda atrapado en su propio experimento: esa conexión profunda que muestra el documental, reconoce, fue lo más real que le pasó en la vida. «Cuando estaba en ese círculo con todos tomados de las manos —dice— me di cuenta de que en ese poco tiempo como Kumaré me había conectado más profundamente con la gente que en toda mi vida como Vikram».
¿A quién engaña?
Durante todo el film se mantiene una intriga: ¿cómo reaccionarán sus seguidores cuando sepan que les vendieron humo? ¿Se largarán a llorar? ¿Lo cagarán a trompadas? ¿Lo demandarán? Cuando finalmente Gandhi les revela su verdadera identidad, solo cuatro de los catorce adeptos se ofenden. La mayoría, al contrario, sigue agradecida por las enseñanzas. Es más, logran llevar a cabo los planes que se habían propuesto, o al menos así se informa en los créditos finales.
Una explicación para este final insólito estaría en el concepto de la disonancia cognitiva: según este modelo de la psicología social, cuando las teorías fallan la gente se inclina por buscar justificativos que sostengan la estructura explicativa sin que la hipótesis principal se desmorone. Otra explicación: Gandhi es víctima de su propia trampa. En su afán por revelar el truco del mago, termina por entender que en definitiva un maestro es quien se dispone con generosidad para quien lo escucha. Es aquel que nos permite proyectar sobre su imagen nuestras propias verdades interiores.
Ninguna de las dos explicaciones me convence. Sin desmerecer este notable trabajo artístico y su producción, creo que el gran desconcertado termina siendo el espectador. Pero no cualquier espectador, porque aquellos que busquen disfrutar de una peli con buena fotografía, lindos paisajes, vestuario impactante y hasta chicas bien torneadas elongando en asanas dignas del Kamasutra, sin dudas se darán por satisfechos. Me refiero a aquellos que quedamos atrapados en las expectativas propias del formato documental y en su gran promesa: esclarecer la mecánica detrás del gurú. Esto no se devela nunca. Finalmente te das cuenta de que las conclusiones en verdad sirven para defender cualquier postura o su contrario. Porque su razonamiento es circular: no necesitamos gurúes ya que todos son falsos, pero resulta que aunque sean falsos sus enseñanzas nos sirven, así que no importa que sean falsos, porque en verdad nosotros somos nuestro propio gurú y todas las respuestas las tenemos en nuestro interior… En palabras de cuatro famosos discípulos: Help!