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Campos de frutilla por siempre

Escribe
Fabián Casas
Ilustra
Christian Montenegro
Casas escribió un texto de agradecimiento donde narra un recorrido por todas situaciones y personas que lo ayudaron con su escritura. «Aprendemos desde el amor», escribe al inicio, y define ese sentimiento como la clave para el crecimiento de todas las personas.

Para sensei Salvemini, el karateca que se ríe.

Creo que aprendemos por amor. Si no hay amor, no se aprende. Ahora bien, en esta época abundan los ensayos sobre el amor, los poemas de amor. Es un tópico tan transitado que es difícil ponerse de acuerdo sobre qué es el amor, es difícil, incluso, escribir un poema de amor que impacte, porque pareciera que ya está todo dicho. 

Tuve instrucción primaria, secundaria y universitaria. Estar en las aulas me sirvió para socializar, para conocer a personas diferentes. A veces pienso que solo es necesaria un aula cuyo perímetro esté dibujado en el piso, como sucede en la película Dogville de Lars von Trier. El aula tiene que ser, en principio, mental, espiritual. 

Es probable que mi forma de enseñar esté directamente relacionada con mi forma de aprender. Cuando estaba por terminar el colegio primario me había enamorado de una chica. Voy a decir su nombre verdadero —cada vez que escribí sobre ella en la ficción usé un nombre ficticio— porque quiero agradecerle lo que hizo por mí impulsando eI deseo de aprender: Patricia Alejandra Franco. Estés donde estés, gracias. 

Yo era un alumno muy vago y me interesaban poco las materias. Me gustaba estar con mis compañeros de colegio, pero me costaba mucho fijar mi atención para aprender. No sé cómo hice para llegar hasta séptimo grado. La idea de tener que ser examinado y calificado me liquidaba. 

En séptimo grado me tocó un maestro excepcional. Se llamaba Alfredo Chitarroni. Cuando nos estábamos acercando al fin de las clases, él me llamó aparte y me preguntó si me interesaba hacer algo, porque en casi todas las materias era un desastre y me dijo que iba a repetir. Repetir significaba un oprobio, porque Patricia Alejandra Franco se iba a ir de la escuela sin mí. Le dije que me gustaba leer y escribir. Me dijo que le trajera algo que hubiera escrito. Yo hasta ese entonces solo había leído libros de la colección Robin Hood y los cómics de Editorial Novaro, pero nunca había escrito nada. Así que, hallándome en días tan difíciles, recuerdo que entré al dormitorio de mis padres donde había una mesa muy grande y con una resma de papel y una lapicera puse manos a la obra. Agarré El principito de De Saint-Exupéry y lo modifiqué, lo traje hacia mi vida cotidiana, siguiendo casi la misma historia, pero con mis amigos del barrio en lugar de los personajes que vivían en los asteroides y hasta, entusiasmado, le hice ilustraciones. 

Pasaron dos semanas en las que mi maestro no me dijo nada de nada. Pensé que iba a ser presa del eterno retorno, que iba a repetir. Pero un día citó a mi mamá en el colegio y me llamó a mí para que escuchara lo que iban a hablar. Esto no era usual, porque por lo general los maestros se reunían a solas con los padres. Pero Alfredo Chitarroni quería que yo escuchara, que fuera parte de lo que iba a pasar. Me acuerdo que sacó de un portafolios unas hojas pasadas a máquina y encuadernadas. Y se las pasó a mi mamá. Era el relato que yo había entregado escrito a mano. Él lo había pasado a máquina, lo había anillado, y había dejado un espacio para las ilustraciones. Le dijo a mi mamá que había que estimular que escribiera y que él me iba a preparar durante el verano para que pudiera hacer un ingreso a la escuela secundaria que quisiera. De manera que no iba a repetir, en primer lugar, y en segundo, yo le había dado un relato a mano y él me había devuelto un libro, único, una tirada de una sola edición, pero que tuvo en mí un efecto poderoso y emancipatorio. Él pensó que, si yo podía escribir una historia, podía todo: matemáticas, geografía, lenguaje. De alguna manera, interpretó a Spinoza en la ética: hay que mantener en las personas las pasiones alegres porque nadie sabe todo lo que puede un cuerpo. 

Así que llegó el verano, nos sacamos la ropa de invierno y empezamos a ir a las piletas del barrio. Y tuve otro problema de aprendizaje: no sabía nadar. Y otro problema más grave: Patricia Alejandra Franco estaba en el equipo de natación, iba a la pileta seguido y a mí me daba vergüenza que supiera que yo no sabía nadar. De manera que empecé a ver cómo hacían los que sí sabían nadar, los observaba meticulosamente y después probaba repetir sus movimientos. Estaba copiando de nuevo. Un día decidí tirarme de cabeza en la pileta profunda pensando que ya sabía suficiente para poder nadar, pero me empecé a ahogar. Un jugador del club donde iba a nadar —San Lorenzo—, que estaba en la pileta y que en ese entonces estaba jugando en la cuarta división, me agarró del cuello y me sacó. Se llama Jorge Rinaldi, fue uno de los grandes jugadores del club cuando llegó a primera, y quiero también agradecerle que me haya rescatado. Me lo tomé con más calma y, de alguna manera, logré aprender a flotar y después a nadar crawl. 

Nunca pude aprender bien, siempre me las tuve que arreglar para aprender mal. De manera que mi método de enseñanza es un método fallido, esto es lo primero que quiero resaltar. Soy un esclavo de todo lo que sé y un maestro de todo lo que desconozco. No puedo aprender si no tengo delante de mí algo que me estorbe, algo que no sepa qué es. Me gustan los conceptos que nunca se tranquilizan. Oscar Masotta, tratando de aprender a Lacan sin saber francés, me parece una de las aventuras intelectuales más extraordinarias para contarles a los niños mientras se duermen, por las noches. 

Estuve becado en la Universidad de Iowa y participé de talleres en el programa internacional de escritores. Fui a talleres de traducción, a clases de poesía y tuve que dar clases sobre literatura argentina, esa era una de las condiciones de la beca. Como tenía un inglés libresco, yo preparaba las clases en español, las pasaba al inglés y me las trataba de aprender de memoria. Claro que llevaba los apuntes para no caer en lagunas. Por mi pronunciación, mis alumnos lloraban de risa. Llevaban Kleenex para secarse las lágrimas. Pero me ayudaron mucho y lograron que no me expulsaran de la beca, me cobijaron: eso es lo que tiene que hacer una clase. Les quiero agradecer a ellos eso que hicieron por mí. Alejado de la presión de tener que aprender inglés de manera obligatoria, terminé soñando en inglés y hablando con todo el campus. 

En los Estados Unidos son ya una tradición los cursos de escritura creativa. Forman parte de los programas de las universidades y muchos escritores prestigiosos van a dar clases semestrales. En nuestro país recién ahora las universidades están incluyendo estos programas. Pero tenemos desde hace mucho una larga tradición de talleres literarios. Los talleres literarios se pueden dar en las casas de los escritores —de hecho, durante la dictadura fueron una especie de resistencia secreta— o en centros comunitarios, espacios de arte, etc. Los griegos estudiaban en el jardín de Epicuro. 

Cuando dejé de trabajar de periodista empecé a dar un taller literario. Fue de pura casualidad. Como el trabajo de periodista era muy intenso, por las mañanas íbamos un grupo de amigos a practicar boxeo en la Federación de Box. Una de las personas que iba conmigo —Gastón Cammarata— sabía que yo escribía poesía y me preguntó si no quería dar un taller literario. Le dije que nunca lo había pensado ―¿cómo se enseña poesía?―, y para sacármelo de encima le dije que si él conseguía el lugar y los alumnos yo les daba un taller. A la semana teníamos la sede: la Fundación Start de Roberto Jacoby y cinco alumnos ―tres mujeres y dos hombres jóvenes― que Cammarata había conseguido. De manera que me vi obligado a dar las clases, y para liberarme del tema de si era mal o buen profesor les dije que las iba a dar de manera gratuita. No recuerdo cómo eran esas clases, pero supongo que yo llevaba poemas que me gustaban y los comentaba con la clase, y ellos traían poemas propios y los trabajábamos entre todos. La cosa es que estuvimos un año juntos y fue una experiencia muy gratificante. Pero todavía yo no había aprendido qué era una clase y no sabía que el ejercicio de dar un taller podía ser un nuevo género literario para mí. No sabía nada. Pero sin esa primera experiencia, jamás hubiera empezado. Por eso le quiero dar las gracias a Gastón Cammarata y a las personas que asistieron de manera tan generosa a esos primeros divagues. Ellos fueron mis maestros. 

La estructura geométrica convencional de un aula implica muchas cosas: en principio, hay alguien que tiene un supuesto saber —como dice Lacan de los psicoanalistas— y es el maestro o la maestra, quien se pone al frente de la clase. La disposición geométrica hace que el maestro tenga un poder y que los alumnos no sepan nada. Pero la verdad es que los alumnos saben muchas cosas. Sensei Gichin Funakoshi fue un poeta y calígrafo japonés que nació en Okinawa y que unificó los golpes del karate do en su variante shotokan. Escribió este poema: 

En las islas del mar del sur

es transmitido un exquisito arte.

Este es el karate.

Para mi gran pesar

el arte ha declinado

y su transmisión es dudosa.

¿Quién podrá emprender la

monumental tarea de restauración

y renacimiento?

Yo debo encargarme de esta tarea.

¿Quién podrá si yo no lo hiciera?

Lo prometo solemnemente al cielo azul. 

Llama la atención que para Funakoshi, quien practicaba un arte de defensa física, la debilidad del maestro fuera algo primordial. Funakoshi decía que ser consciente de nuestra debilidad ―y que los alumnos lo supieran― era algo central. En la cultura occidental la debilidad está muy mal vista. La maestra o el maestro no pueden fallar, no pueden no saber. Cuando los japoneses tuvieron que transmitir el karate do en Occidente se dieron cuenta de que, para que este arte «prendiera», los occidentales necesitaban algo que los atrajera: y eso era la competencia. Por eso idearon los colores de los cinturones. En su origen, lo único que se lavaba de la ropa de la práctica era el karategui, pero nunca el cinturón. Como las personas que hacían una práctica intensa del karate lo hacían de por vida, ese cinturón a la larga se volvía negro por la mugre del uso. Pero en verdad, sabía Funakoshi, el cinturón en el fondo es blanco, lo que significa que uno siempre es un eterno principiante. 

Yo pude comprobar de manera casual que mostrar la debilidad es algo muy potente. La Universidad Di Tella me había contratado para que diera clases de poesía en su departamento de arte. Era para todos los estudiantes que cursaban diferentes materias, y estaba fuera del horario de clases, es decir, extracurricular. Venían los que querían. La Universidad Di Tella está emplazada al lado de un gran bosque. En esa época yo estaba pasando un gran dolor emocional porque me había separado y sentía culpa porque mis hijos estaban sufriendo esa situación. Así que antes de dar la clase me metía a recorrer el bosque y me ponía a llorar a todo lo que da. Una vez que me tranquilizaba, entraba al aula y daba la clase. Me llamaba la atención la dulzura con la que mis alumnos me trataban, parecía como si supieran que yo tenía una enfermedad terminal. Cuando culminaron las clases, y ya habíamos entrado en confianza, ellos me contaron que, a través de un amplio ventanal que daba al bosque, me veían llorar desconsoladamente. Me pareció genial y nos matamos de risa. Mi agradecimiento también para ellos. 

Mis clases fueron cambiando desde la primera vez que di una. Y se fueron armando con lo que fui aprendiendo de mis alumnas y alumnos. Voy a contar cómo es mi método de trabajo. En principio las clases duran dos horas. A veces la primera hora es teórica; llevo libros de filosofía, cuento una anécdota de algo que me pasó en la semana, puedo describir una película que vi o una obra de teatro o lo que sea: no hay nada que no pueda ser trabajado en una clase. Los alumnos traen sus textos: poemas, ensayos, novelas, dibujos o canciones. Ninguna clase es igual a otra y cada curso tiene su propio pulso. A mis clases viene gente de todo tipo edad y condición social. Muchos ni siquiera escriben. Vienen a escuchar. A veces muchos de los que no escriben terminan escribiendo, pero no es necesario. No se puede enseñar a escribir, lo que se puede hacer es preparar las condiciones para que las personas que asistan se emancipen. El maestro o la maestra lo es solo para dar el impulso eléctrico para que la inteligencia del alumno sepa que ya sabe todo y que no necesita de un explicador que lo acompañe. El maestro conduce al alumno hasta la entrada de un bosque que ni siquiera él sabe cómo va a poder salir, en realidad solo va a poder salir con la ayuda de su alumno. Me encanta este poema de Juan Luis Martínez: «Cuando era niño me perdí en el bosque, ahora el bosque tiene mi edad». 

Al empezar los cursos anuales hago mucho hincapié en que el taller Nómade —así es como se llama mi taller— no es un teatro de la vanidad. Y cuento la anécdota de un alumno al que le tuvimos que pedir que se fuera. Este alumno, al que llamaré J, traía sus relatos y cuando los demás compañeros empezaban a proponer correcciones o sugerirle cambios él levantaba el brazo izquierdo —era zurdo, como Vilas— y hacía el gesto de «No, no, no» con el dedo índice. «Ustedes no entienden el relato, no entienden los puentes secretos que hay en él», decía. Una persona vanidosa puede destruirte una clase. Le dije que el taller de elogios no era presencial, que él dejara sus textos y que nosotros lo íbamos a llamar por teléfono para decirle que era un genio. 

Es importante hacer hincapié, cuando trabajamos colectivamente un texto, en que las correcciones son solo conjeturas, que es un privilegio llevarse muchas correcciones diferentes y que después uno en su casa puede hacer lo que quiera. También remarco que si escribieron una obra maestra es mejor que no la traigan al taller. El taller es para traer lo que nos da vergüenza ajena, lo que no sabemos qué es, los poemas o cuentos inorgánicos, cincomesinos, que todavía no están terminados. Nadie lleva un auto al mecánico para que el mecánico le diga que el auto es extraordinario y paga por eso. Lo llevamos porque no funciona. 

Otra de las cosas que hacemos es que, por lo general, no leemos muchos textos de diferentes alumnos en una clase. A veces podemos pasar dos o tres clases trabajando solo un par de poemas o cuentos o fragmentos de novela de un solo alumno o alumna. Los demás tienen que esperar. Me di cuenta de que para poder escribir es muy importante aprender a esperar. Que el desapego es clave a la hora de trabajar un poema. Quiero escribir el poema de la muerte de mi perro, pero lo mejor del poema que estoy escribiendo no es sobre mi perro. ¿Qué hago? ¿Sigo al poema o sigo a lo que quería escribir? El desapego es central no solo para escribir, sino para vivir. Dejar que los compañeros hagan cualquier cosa con lo que trajimos a clase, lo rompan, lo prueben de diferentes maneras, lo prueben con sentido o sin sentido, busquen la pura musicalidad es algo altamente gratificante. Una técnica que te sirve para escribir también tiene que servirte para vivir, si no es una pura tecniquería. Escribir con la idea de que el lector tal vez no surja en el tiempo que nos toque vivir es una sensación muy liberadora. 

Es lógico que las personas cuando van a pagar para tomar una clase quieran saber de qué va. Mi asistente ―Cecilia Di Gennaro― me cuenta que muchos le preguntan cuál es el programa de estudio, qué poetas o novelistas vamos a ver, etc. De qué trata, en definitiva, el taller. Yo le digo que les responda: «El taller Nómade trata de nada». Si después de esa respuesta la persona viene igual, quiere decir que está en un estado de disponibilidad notable. La disponibilidad es esencial para poder trabajar en un taller. 

Analicemos este poema de William Carlos Williams que suelo dar en mis clases: «Relato proletario». 

Una mujer joven alta sin sombrero

y en delantal

Detenida en la calle con el pelo 

hacia atrás

La punta del pie enfundada en su

media rozando la acera

Y el zapato en la mano. Examina

atenta su interior

Y saca la plantilla de papel

para buscar el clavo

Que la lastimaba

¿Qué pasa en este poema? No mucho. Williams capta a una mujer en el momento en que está a punto de cruzar la calle. La describe de manera cinética, casi sin agregarle adjetivos. Lo único que conduce, para decirlo de alguna manera, la tensión ideológica del poema es el título. Pero sabemos que esa mujer viene de caminar mucho, siempre con los mismos zapatos, porque es una trabajadora. Y la sensibilidad de Williams logra captar varias cosas: en principio, que una mujer a nuestro lado, en la calle, que hace algo tan trivial como arreglarse el zapato para que no le duela, es motivo suficiente para estar adentro de un poema. Que no hay temas que son para la poesía y temas que no lo son. Que si uno no está en estado de disponibilidad los poemas pasan por nuestro lado y no los vemos. De la misma manera que podemos asistir a una fiesta y, como estamos encerrados en nosotros mismos o en nuestros prejuicios, tal vez el amor de nuestra vida pase de largo. El poema de Williams dice otra cosa más: que las poetas fuertes y los poetas fuertes determinan que algo que antes no era poesía ahora lo es porque ellos quieren. Querer es la única forma que tenemos de ser originales. 

Este es otro de los puntos que trabajamos mucho en los talleres. Trabajar en contra de la idea de tener que ser originales, únicos. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos queremos que el día se entienda. Pero son mucho mejores esos días que no se pueden traducir, que no podemos entender del todo. Siempre el mejor lector es alguien que entra en un texto sin la necesidad de entender. Esto está relacionado con que nadie quiere aceptar la posibilidad de perderse. Walter Benjamin decía que la mejor forma de conocer una ciudad era perdiéndose en ella. Sin embargo, muchos prefieren la seguridad de los tours que nos llevan a ver las tres o cuatro cosas que hay que ver en una ciudad. 

Yo no preparo las clases. Es decir, puedo tener ciertas ideas previas, saber los materiales de los alumnos que vamos a leer, pero estoy abierto a que algo que de golpe irrumpa tenga un lugar en la clase e incluso la tome toda. No preparar la clase, no traer algo ya digerido que solo transmito como si estuviera telegrafiando o dictando para que después mis alumnos me lo repitan, me hace, entre otras cosas, estar en presente puro. Y estar en presente puro puede llevar a perderte. A veces, cuando me fui por las ramas y no sé cómo volver, les pregunto a mis alumnos: «¿Por qué estoy hablando de esto?». Y ellos enseguida me dicen: «Porque dijiste tal o tal cosa», etc. Por eso, las clases para mí son parecidas a la meditación: como estoy en presente puro, me olvido de mis problemas y ansiedades cotidianas y estoy atento a que la clase pueda ser tomada por algún alumno que trae una idea potente y le paso la posta. Tener alumnos con diferentes profesiones es algo genial. Si estoy hablando de economía y hay un economista, le pido que me acompañe o corrija lo que estoy hablando. Si hay un matemático, también. Para muchos la poesía puede ser antagónica con la idea precisa de las matemáticas, pero yo creo que todo tiene su poesía. Un texto que suelo dar en clases es El último teorema de Fermat, de Simon Singh. Ahí se cuenta cómo el matemático Andrés Wiles consiguió resolver el teorema que Fermat —un matemático amateur del siglo XVII— había dejado inconcluso y la odisea que hay detrás de esta empresa monumental. Wiles, para poder llegar a resolver el teorema, tuvo que utilizar las conjeturas que antes había plasmado el matemático japonés Goro Shimura. Shimura había trabajado sobre las ecuaciones elípticas y las formas modulares, y tenía la conjetura de que todas las ecuaciones elípticas pueden vincularse con las formas modulares, pero no lo podía demostrar. Siempre hay algo en uno que sabe aunque uno no sepa qué sabe. Hacia ahí tiene que ir el maestro. Ese es el lugar de trabajo. Dejando en claro que a veces en una clase, para que sea potente, no se sabe a ciencia cierta quién es el maestro y quién es el alumno. Shimura escribió esto que es muy inspirador y que, si bien trata de las matemáticas, yo creo que puede también referirse a la poesía: «Tengo esta filosofía de la bondad. Las matemáticas tienen que contener bondad. Así que, en el caso de la ecuación elíptica, uno podría decir que la ecuación es buena si puede ser descripta por una forma modular. Yo espero que todas las ecuaciones elípticas sean buenas. Es una filosofía poco elaborada, pero constituye un buen comienzo. Luego, por supuesto, tuve que desarrollar varias razones técnicas para la conjetura. Yo diría que la conjetura surgió de la conjetura de esa bondad. La mayoría de los matemáticos hacen matemáticas desde un punto de vista estético. Y esa filosofía de la bondad parte de mi punto de vista estético». 

Cuando trabajamos en la clase sobre textos que traen los alumnos, pongo muy en claro dos cosas: una, que todo lo que podamos decir de un poema son conjeturas, es decir que no existe una verdad sobre un poema; y dos, que para que podamos trabajar técnicamente tenemos que hacer una supresión del gusto. 

No importa en la clase si el cuento o el poema que trajo la compañera nos gusta, lo que importa es ver cómo está hecho el texto, qué cosas nos traen a la mente, qué variantes le podemos encontrar para que no siga siendo el mismo poema. Me gusta citar un fragmento de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, donde dice: «así como un jarrón chino se mueve perpetuamente en su inmovilidad». Eso es lo que hay que buscar en un poema o en un personaje de un cuento, cierta inestabilidad que los saque del lugar común en el que a veces los pone la literatura. Por otra parte, que el poema nos guste o no nos guste, que coincidamos o no con la ideología del poema, puede irnos en contra, puede impedir que le saquemos algo que después podamos utilizar. Un poema no es sobre algo, un poema es algo en sí mismo, así que no importa sobre lo que trate, o si lo que trata es algo con lo que estamos de acuerdo. 

Como traer un poema o un cuento escrito por uno para ponerlo en consideración de los demás es un momento importante, suelo llevar a la clase el borrador de The Waste Land, que se publicó después de la muerte de Eliot y que muestra cómo Ezra Pound le corrigió de manera salvaje todo el poema. Es una historia ya famosa de la poesía modernista escrita en inglés. Eliot venía trabajando un poema largo y se le había salido de control. Pound —un escritor célebre no solo por sus poemas, sino también por su pedagogía en torno a cómo se tenía que escribir un poema— no se andaba con vueltas. Si me pedís que te corrija, te corrijo. 

Pound es una de esas personas que si le dejás las llaves de tu auto en el microcentro y te vas, él logra estacionarlo. Ver páginas y páginas enteras tachadas del manuscrito original, ver cómo al lado de los poemas de Eliot están los poemas modificados al antojo de Pound es muy liberador. Eliot había escrito un poema largo que tenía, a grandes rasgos, un tema; Pound eligió, por encima de lo que se entendía, rescatar la música de Eliot y cortó, pegó, modificó y reescribió persiguiendo esa música que volvería al poema tan extraordinario. ¿Eliot se ofendió? ¿Se enojó con Pound? Para nada, todo lo contrario: aceptó todas las correcciones que volvieron al poema de una delgadez y una potencia suprema y se lo dedicó a Pound con una dedicatoria que hoy ya es célebre: «Para Ezra Pound, il miglior fabbro». Hay una ética en Eliot al aceptar las correcciones poundianas y hay una ética en Pound al tomarse en serio el trabajo de ofrecer conjeturas de corrección del texto de un amigo. Llevarte de un taller tantas correcciones y sugerencias como compañeros tengas es un acto de humildad de parte del alumno al que se lo corrige y un acto de servicio de parte del que está corrigiendo. La literatura —más allá del mito de la torre de marfil— es un acto colectivo, no individual. Uno se individua en el caldo colectivo, y el excedente de nuestro ser que nunca termina de subjetivarse suele volver como angustia. La angustia es ese momento en que nuestro cerebro envía una alarma porque salimos de las zonas de confort. Pero para aprender es necesario hacerlo. 

Hubo una clase en la que les llevé a mis alumnos un poema de Charles Simic, un poeta yugoslavo que vivió y murió hace poco en Estados Unidos. El poema se llama «El Congreso de los insomnes», y lo llevé en inglés. Les pedí que lo tradujeran, supieran o no inglés, y que se ayudaran con lo que pudieran, amigos, traductores de Google, o que inclusive lo tradujeran escuchando los sonidos del poema y escribieran eso que les sonaba en el oído. Después de que hicieron más de treinta versiones, les pedí que escribieran un ensayo sobre cómo lo habían traducido. De esa experiencia salió un libro, Traduciendo el insomnio. 31 versiones de un poema de Charles Simic. En otra ocasión ―una clase nocturna que estaba limitada en el cupo de alumnos por la pandemia― un alumno leyó un poema, y otro ―que era director de cine― le dijo que él veía en ese poema un corto. Se imaginó a alguien leyéndole ese poema a una chica en una cabina telefónica de las viejas de Entel, amarillas e iluminadas en la noche. Le propuse a la clase que escribiéramos el guion, que nos dividiéramos en un equipo de producción cada uno con sus responsabilidades y que lo filmáramos. Había dos alumnas que eran actrices, y ellas se pusieron el corto al hombro de manera genial. 

Y así lo hicimos: lo que más nos costó fue conseguir la cabina telefónica y mantenerla en la calle sin que nadie la bandalizara. Así fue. 

En definitiva, quizá todo lo que estoy escribiendo se remita a una única pregunta: «¿Qué es una clase?». Gilles Deleuze solía decir esto, que me parece muy apropiado: «Una clase es una especie de materia en movimiento musical, donde cada grupo toma lo que le conviene. Todo no conviene a cualquiera. Un curso es emoción. Si no hay emoción, no hay inteligencia, no hay nada». 

Hace un tiempo, en Sierra de los Padres, una maestra ―Lucía Garricho― tuvo una aventura espiritual que me llamó la atención. Ella daba clases en una escuela rural donde iban muchos alumnos de las comunidades bolivianas que trabajan cosechando frutillas. Una niña de catorce años —Gabriela— se presentó para dar el examen anual de geografía. No tenía carpeta, no tenía nada, no sabía tampoco geografía, pero estaba ahí presente, y la maestra le preguntó qué sabía. Ella le dijo que podía escribir sobre la vida de su familia y sobre la manera en que cosechaban las frutillas. La maestra le pidió que escribiera eso y la chica escribió ocho páginas notables. La maestra consideró que el examen era perfecto y la aprobó. Si sabía contar esa experiencia de esa manera, sabía todo. La alumna y la maestra se siguieron viendo y un día la alumna le dijo a la maestra —¿o era la maestra que había en la alumna la que hablaba?—: «Profesora, usted me llena la cabeza de ideas». 

Ahora quiero leerles un poema del poeta chileno Germán Carrasco y dedicárselo a Lucía y a Gabriela. El poema se titula «Una profesora explica la capacidad negativa de Keats a 25 potenciales delincuentes». Dice así: 

Hay un curso de alumnos desafiantes.

Hay que mantenerlos ocupados

de lo contrario comienzan a agredirse.

La maestra los organiza en una especie 

de coro. O foro

y permite que todos se manifiesten.

No le corta alas a ninguno:

Al de la imaginación desbocada.

Al obsesionado con las demandas sociales.

Al que no habla y dice cosas de apariencia abstrusa

pero que encubren una idea sofisticada.

A esos dos que compiten por llamar su atención

menos obvio que el obseso sexual.

Al que solo puede expresarse con figuras futbolísticas.

Son veinticinco delincuentes en potencia

que ella organiza en un coro

sin cortar ni una pluma de esas alas. 

Supongamos les dice ella que hay 25 bellacos

dentro de la cabeza de un poeta

y todos se atropellan por expresarse

y que ese poeta no solo permite que lo hagan

sin volverse loco

sino que además logra que esos 25 pillos

se conviertan en un coro de ángeles

sin que el poeta acalle a ninguno

ni uniforme sus voces

ni formatee sus cabezas

ni corrija insignificancias

ni castre.

Bueno, como dice la canción de los Beatles: ¡Campos de frutillas forever!

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