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Confesiones de una defensora serial

Escribe
Mariana Reca
En el Máster Orsai de Crónica Policial, Rodolfo Palacios destacó este texto impresionante de Mariana Reca.

Mariana es abogada defensora oficial. Defiende a ladrones y asesinos, también a inocentes. Además del tono que encontró en sus relatos, tiene cosas que la diferencian del estereotipo del abogado penalista que aparece en la prensa: es sensible, trata a sus defendidos como personas y no como clientes o mercancías, y escribe. En el taller busqué que encontrara su voz autoral, que se sacara el traje de abogada y se pusiera el de escritora de no ficción. Sus primeros escritos me recordaron a los cuentos del alemán Ferdinand von Schirach, el llamado «abogado de la literatura», que en sus libros Crímenes y Culpa habla de casos reales que le tocó vivir como penalista pero los cuenta como escritor. En el caso de Mariana, le sugerí que ella debía aparecer en el relato porque vivió de cerca los hechos policiales en los que le tocó intervenir. Su relato nos permite vivirlos como si estuviésemos a su lado o espiáramos por la cerradura de la puerta de su despacho. Esas historias de vida que la atraviesan reflejan la trama laberíntica de la Justicia. Si a eso le sumamos que enfrenta casos trágicos y cuando llega a su casa busca olvidarse de todo para cuidar a sus dos hijitos, la historia gana más peso. El relato tiene escenas fuertes, pero también un tono esperanzador.

Rodolfo Palacios

Escribo de noche. Tengo dos hijos chiquitos y no hay otro horario en el que pueda contar con un poco de silencio. Los únicos sonidos que me acompañan ahora son mis dedos contra el teclado y el segundero del reloj de la cocina. Estoy sola con un ratoncito en la cabeza que lo único que hace es buscar en los cajones al estilo Decur, pero a diferencia de él no encuentro imágenes dulces para niños, como juguetes o mares de violetas. El ratón que husmea en los cajones de mi mente solo encuentra historias oscuras que muchas veces puedo contar en clave cómica pero solo para poder atravesarlas. A veces ni siquiera las puedo contar.

No soy una novelista ni una periodista policial. Cuento historias del crimen desde otro lado: soy abogada defensora de hombres y mujeres del conurbano bonaerense que perdieron mucho más que la libertad.

Podría decir que soy abogada desde que tengo memoria. De chica siempre defendí las causas perdidas. Ahora no elijo a mis defendidos. Los casos me tocan. Como defensora oficial, tengo la obligación de defender a todos, aunque no sean inocentes y sus causas no sean justas. Eso incluye temas difíciles de digerir y siento que es por eso que decidí escribir.

El nombre con el que firmo no es real y el único motivo por el que uso un seudónimo es para escribir con libertad: no quiero que mi trabajo interfiera en esta catarsis.

Conozco a personas con las que no muchos quisieran hablar: aparecen en mi oficina con mochilas pesadas, cargadas de odio pero también de amor, de tristeza y de esperanza. Llegan a hablar conmigo después de haber sido rechazadas muchas veces por el sistema. Muchos de ellos no pueden salir del laberinto kafkiano de la Justicia.

Mi trabajo pocas veces sale a la luz. No soy como esas abogadas que suelen mostrar en las series: peinadas, maquilladas y con pose de divas dentro de sus trajecitos encorsetados. Desde que pienso en escribir este texto, me ocurre algo extraño: las caras y las voces de los detenidos que defiendo vienen a mi cabeza. No puedo desvincularme de los casos que me llegan. No puedo llegar a mi casa despojada de los relatos que escucho, del dolor pegajoso que queda en el aire. Me acosan las historias de vida de los detenidos: saber qué eran antes de apretar el gatillo o antes de usar sus manos para robar.

Trabajo en un edificio de más de sesenta años, y todos los días llego a mi oficina después de subir dos pisos por escalera porque el ascensor nunca anda y de atravesar un pasillo de casi setenta metros. En mi despacho hay un escritorio, una computadora, dos sillas y un teléfono que rara vez funciona.

Las historias suelen ser flashes que aparecen y se van, pero algunas se quedan conmigo por un largo tiempo. Para trabajar, necesito olvidar por momentos el suceso policial que trae a los detenidos a mi oficina. Es una manera de poder ocuparme de las personas.

Mi primer detenido fue condenado a prisión perpetua por el delito de homicidio agravado por alevosía. Lo que más recuerdo es la cara de tristeza de su madre cuando lo detuvieron después de estar prófugo más de dos años, acusado de planificar un asesinato con dos cómplices. Ver a sus familiares el día de la lectura del veredicto fue comprobar, de algún modo, que no solo se condena al acusado sino también a toda su familia.

Es abrumador pensar en los tiempos de las condenas. Cuando empecé en la justicia penal trabajaba en una fiscalía donde se hacían acusaciones por muchos años de prisión. La pena mínima por un robo con armas era de cinco años. Yo pensaba todo lo que podía hacer uno en ese lapso. En cinco años, por ejemplo, un bebé recién nacido se convierte en un chico que egresa de preescolar y un joven que termina la secundaria se convierte en abogado. Sin ir más lejos, una persona como yo en cinco años se casa y tiene dos hijos. Cómo puede cambiar la vida en tan poco tiempo para quien está en libertad pero cómo puede no cambiar nada para quien permanece detenido. Eso es lo despiadado de la prisión.

Son esas historias las que me trajeron hasta acá para tratar de darles voz, de hacerlas visibles. Y escribirlas. Escribir pese a todo.

Mi trabajo se convirtió en una rutina como cualquier otra. A primera hora vienen familiares de los detenidos a buscar novedades. Quieren la fecha de la libertad pero el expediente rara vez incluye ese dato. Por momentos la cuestión es tan imprevisible que da pavor. La mayoría se divide entre madres desesperadas por sus hijos presos y esposas con hijos pequeños que tienen problemas para sobrevivir con el marido detenido. Los menos son amigos preocupados por alguien que está en prisión, parece que la amistad no resiste los tiempos de Tribunales y la rutina de la cárcel. Ninguno de ellos tiene el dinero suficiente como para pagar un abogado particular.
Lo que más tiempo me lleva son los expedientes: ver las novedades y apelar resoluciones y sentencias. También hay una tarea que nadie ve y es la que más me cansa: hablar con fiscales y jueces sobre el futuro de mis defendidos. La defensa trabaja sola, sin ayudantes ni medios para investigar: solo puede recurrir a la familia, que en algunos casos aporta algún testigo u otro elemento para llevar algo de verdad a la causa judicial. Nuestra tarea es remar contra la corriente.

Algunas de mis jornadas terminan con entrevistas a los detenidos, en las que soy testigo de sus confesiones, su desolación, su dolor y su futuro incierto.

Recuerdo la primera vez que vi la muerte. Yo tenía veinte años y recién empezaba a cursar Derecho Penal en la Universidad de Buenos Aires. Por ese entonces, en los noventa, trabajaba gratis en una fiscalía de Instrucción y era costumbre que ante un homicidio, el fiscal se trasladara al lugar del hecho. Una mañana recibimos la llamada de un oficial de calle de la comisaría primera de San Justo que informaba que un panadero había matado a un ladrón cuando intentaba robarle la recaudación. Me ofrecí a acompañar al fiscal. Cuando llegamos al lugar, me encontré con la tragedia: en la vereda, bajo una frazada, había un cuerpo sin vida de un chico de dieciséis años, con remera, bermudas y zapatillas deportivas. En su mano, ya rígida por la muerte y ubicada cerca de la cara, estaba el botín: dos billetes de dos pesos apretados entre los dedos. Del panadero no me acuerdo ni la cara. Tampoco me acuerdo de la panadería. En realidad creo que de ese día no recuerdo nada más que ese chico tirado en la vereda, esa bala calibre veintidós y esa muerte que llegó por cuatro pesos.

Este fue el punto de partida de mi carrera delincuencial, mejor dicho, cerca del delito. Siempre atrás, después de que ocurre un crimen o un robo, caminando sobre las consecuencias de los actos. Sobre la vida de unos, de otros y también sobre la mía.

Durante un tiempo trabajé como empleada en un juzgado de Garantías, a cargo de un juez sin sonrisa, duro como el acero. Comprobé que trabajar en Tribunales a más de una persona la anestesia. No le creen nada a nadie y siento que un poco deja de importarles la humanidad de quien tienen enfrente. A mí me gusta escuchar a los otros. En esa mesa de entradas conocí a personas muy distintas a mí, que vivían hacinadas en casas precarias donde estudiar era algo que a casi nadie le pasaba y trabajar tenía muchos significados distintos del que podía tener para mí.

Muy pocas veces encuentro personas a las que les interese lo que hago. Ni siquiera mis familiares más directos entienden que pueda gustarme mi oficio y ahora que me pongo a escribir sobre mi trabajo, lo único que me viene a la cabeza son escenas que convencerían a cualquiera de dedicarse a otra cosa. Basta un ejemplo. Hace muchos años, yo trabajaba de empleada en un Tribunal Oral. Era una oficina de tres por tres con cuatro escritorios. Estábamos un poco apretados pero organizados para poder trabajar. Era la lectura de una sentencia que condenaba a un hombre a una pena de ocho años de prisión por un robo agravado. Él escuchó lo que la secretaria del juez decía y gritó: ¡Nooo! Al mismo tiempo, sacó de su boca una media hoja de una gillette y se cortó las venas de los dos brazos. Esto ocurrió delante de mí. La sangre manchó el expediente que estaba sobre el escritorio. El policía que custodiaba al condenado se quedó en la puerta sin moverse. Yo me quedé inmóvil. No me salía una palabra y me empezó a faltar el aire. Los jueces no estaban, pero en un minuto entró en la sala una jueza que le ordenó al detenido que dejara la gillette sobre la mesa. El tipo estaba furioso, pero cuando la vio fue como si estuviera ante la Ley en persona. No solo la obedeció de inmediato sino que además aceptó sentarse y esperar, en calma, a que vinieran los médicos a salvarle la vida. Después de ese día, por mucho tiempo recibí a los detenidos esposados y así los dejaba. Me había quedado tan impresionada que no podía confiar en ellos, pero tampoco en los policías que los traían. Con el tiempo volví a atenderlos sin esposas.

También he presenciado lecturas de veredictos con final feliz. Recuerdo a un acusado de violación que siempre había jurado ser inocente: tenía veinte años, trabajaba, estaba casado y tenía una hijita de dos. En los tres años que tardó el juicio perdió todo: su esposa lo dejó, no volvió a ver a la nena y lo echaron del trabajo. Solo lo acompañó su madre. Cuando los jueces lo declararon inocente, ella le dijo: «Yo te dije que confiaras en la Virgen, que ella no te iba a abandonar». A mí se me humedecieron los ojos.

Hay personas detenidas que luchan contra el olvido, acaso la peor condena. Quiero que tengan voz. Nunca volverán a ser los mismos. Sus familiares tampoco. Ni siquiera yo vuelvo a ser la misma después de cada caso. A ellos los transforma el encierro. A mí me transforman sus historias.

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