No sé muy bien de qué se trata cuando, a los ocho años de edad y en la remota villa patagónica de Planicie Banderita, encuentro en mí la vocación de periodista.
Muchos años más tarde intentaré entender de dónde vino. Chocaré con la perplejidad de mi padre ingeniero y de mi madre bioquímica: no tienen explicación.
No la hay. Solo algunos recuerdos.
Publico una revista propia, El Club de los Castores. Recorto textos e imágenes de Anteojito y de Billiken y los pego en unas hojas. También escribo artículos originales: mi abuela recordará que un día pedí permiso a mamá para entrevistar a los bomberos.
Deposito una copia en cada una de las cuatrocientas puertas de Planicie Banderita. Se me ocurre ofrecer números para una rifa. Todos los compradores reciben una suscripción a la revista y el ganador se lleva una torta que cocina mi mamá.
Papá me regala un micrograbador con microcasetes, que se puede llevar en el bolsillo y con el que grabo conversaciones; una Olivetti portátil con funda azul cerúleo, y paneles de madera terciada con los que construimos una redacción en el jardín. Le pido prestada su Polaroid y compongo mi primer trabajo periodístico en forma de libro. Título: Mi familia. Cada página lleva un texto biográfico de cada uno de nosotros —papá, mamá, mis tres hermanos y yo misma—; y al final, una galería de fotos. No conecto todavía mi vocación con una ocupación de adulto, porque en mi página anoto: «Cuando sea grande, no sé qué voy a ser».
Los fines de semana, subimos al Ford Falcon y viajamos sesenta y cinco kilómetros sobre ripio hasta la ciudad de Neuquén. La primera parada es en la librería Siringa. Compramos diccionarios, libros de ciencia y enciclopedias: del Universo, del cuerpo humano, del centro de la Tierra. Es toda la no-ficción que puedo conseguir.
Diez años y cuatro provincias más tarde, estoy en Córdoba. Cada mañana atravieso la ciudad y entro en un mundo desconocido: la escuela de periodismo de la Universidad Nacional.
Atrás dejo, cada mañana, el suburbio acomodado que igual podría ser una isla; la discoteca, la obsesión por la ropa, los rugbiers; después de cinco años viviendo allí, casi no conozco el resto de la ciudad.
En la Universidad Nacional hablan un idioma nuevo, que a duras penas logro descifrar. Hablan, por ejemplo, de política: de no pagar la deuda externa, del orden mundial de las comunicaciones, de la salida de la hiperinflación y la caída de Alfonsín. Se leen unas fotocopias. Sus autores son Adorno, Horkheimer, Benjamin, Van Dijk, McLuhan. Se leen unos libros: de Cortázar, Girondo, Tomás Eloy Martínez. Se recitan leyendas sobre periodistas que, en el pasado, hicieron temblar a presidentes. Se imposta cierto cinismo –—parece que así son los periodistas que hacen temblar a presidentes—. Se cuenta un chiste: un editor pide a un periodista una columna sobre Dios y este responde: «¿A favor o en contra?». Hay que reírse.
Se venera a Página/12, el diario que hace temblar a los presidentes del momento. Me explican que es independiente y crítico, que es de izquierda, que está comprometido con la democracia y los movimientos defensores de los Derechos Humanos fundados por familiares de las víctimas de la dictadura militar. Que tiene el carácter narrativo del nuevo periodismo norteamericano y la opinión política de los diarios europeos. Que trabajan en él los periodistas importantes. En los pasillos leemos con devoción sus columnas, sus investigaciones sobre la corrupción en el gobierno de Carlos Menem. Se reverencia la portada en blanco con que informa sobre los indultos que da Menem a los militares condenados unos años antes por crímenes que más tarde llamarán «de lesa humanidad».
No hay un oficio más fascinante que el de periodista y no hay personajes más románticos que los periodistas. Un periodista es bohemio, fumador, noctámbulo, quizás alcohólico, lector y escritor, algo aventurero, comprometido, dispuesto a dar la vida, escéptico, cínico, inmensamente idealista. Pasa las tardes largando frases ingeniosas, hablando de asuntos importantes, tomando café con la gente más interesante y obligando a los ministros a renunciar desde la redacción de Página/12.
¿Qué puede ser mejor?
Allá voy.
Entro en Página/12 en abril de 1991, tengo veintiún años. El periodismo argentino, diremos después, vive una edad dorada que durará casi una década.
Los argentinos, por estos tiempos, aman a los periodistas. Les creen más que a nadie: que al presidente (aunque es fácil, porque él mismo ha dicho que mintió en todo para ganar las elecciones); que a los jueces (aunque tampoco es difícil, porque un ministro le ha escrito a otro, en una servilleta, la lista de los que fueron comprados por el Gobierno); que a los sindicalistas (aunque quién le cree a los sindicalistas); que a los obispos (que antes fueron cómplices de los militares y ahora de Menem); que a los profesores (porque la educación está en crisis y hundiéndose por las políticas neoliberales).
Todas las encuestas de opinión lo confirman: los periodistas son héroes. Todos quieren ser periodistas. Yo ya lo soy —¡y en Página/12!—.
Me vanaglorio en público, pero en secreto no puedo creer mi buena suerte. Sí, cobramos poco, pasamos horas encerrados en una oficina horrible y sin ventanas, y apenas si hay dinero para ir a los lugares donde ocurren las cosas, pero qué importa.
Por ejemplo. Han matado a seis personas en un campo de General Villegas; la dueña, su hijo, su novio, un linyera y dos peones. ¡Me asignan el caso! Es una oportunidad extraordinaria, aterradora. De algo así, Truman Capote sacó A sangre fría. Y ahora yo.
Paso la noche releyendo A sangre fría. A la madrugada ya estoy en el andén de la estación de ómnibus de Retiro, lista para recorrer los cuatrocientos sesenta y seis kilómetros. Llevo un bolso con ropa, un cepillo de dientes y unos pocos pesos. Subo con el fotógrafo al micro que eligió la empleada de la administración del diario. Pregunto impaciente al chofer a qué hora llegaremos a destino. Calculo estar allí al mediodía, con tiempo para descubrir al culpable y escribir mi primer gran artículo. El chofer me contesta que este ómnibus se detiene en cada pueblo y pueblito que hay en la pampa que separa a Buenos Aries de Villegas. Con suerte, dice, llegaremos a media tarde.
¿Con suerte? ¿Cuál suerte? Nos han comprado el pasaje más barato. Perderé la competencia con los otros diarios antes siquiera de empezar.
El micro ya sale de Retiro. No hay celulares todavía —o, más bien, no los hay para cualquiera, como los habrá unos años después—. No puedo preguntarle a nadie, tengo que decidir por mí misma. ¿Qué hago? ¿Qué haría Truman Capote?
El ómnibus avanza por la ruta. Con el fotógrafo hacemos cuentas: ¿Cuánto dinero tenemos entre los dos? Nos bajamos en el primer pueblo. Unos taxis pintados de blanco languidecen en una calle lateral. ¿Cuánto cobran hasta Villegas? Ida solamente, y en tiempo récord. Mostramos lo que tenemos, lo que podemos pagar.
Un taxista acepta. Nos despedimos del colectivo y subimos al Peugeot 504 que toma una curva, sube a la ruta, avanza trescientos metros, se sacude con una tos convulsa, empieza a echar humo por delante y se detiene.
El taxista baja a revisar y vuelve con el diagnóstico: el motor está fundido.
Jamás llegaremos.
Mi primera cobertura como enviada especial ya está arruinada —y todo por cuestiones logísticas—. Ya vislumbro un fracaso mayor, definitivo: soy otra de las tantas promesas del periodismo que jamás llegaron a cumplirse, se acabó mi futuro en la profesión. Seguro que los periodistas de Clarín ya están en Villegas, con auto de alquiler, resolviendo el crimen que yo estaba destinada —¡o no!— a resolver.
No, no puede ser, no puede terminar así. Me cuelgo el bolso al hombro, cruzo una mirada con el fotógrafo y me paro a un costado de la ruta. Hago dedo. Después de un rato, una pick up pintada de azul se detiene.
Adónde, pregunta el chacarero.
Periodistas de Página/12, séxtuple crimen, misterio, premura, General Villegas, taxi fundido, el diario de mañana.
Arriba, responde él.
Nos lleva hasta la puerta misma de la estancia.
Entramos en la escena del crimen con el sol todavía alto. Disfrutamos la cara de fastidio del cronista de Clarín, que ha llegado horas antes en su auto alquilado y creía que tenía a los policías para él solo. Consigo información; el fotógrafo, las imágenes. Luego, porque ya somos capaces de todo, también conseguimos que alguien nos lleve a la ciudad, que una pensión barata nos alquile dos cuartos, que alguien más me preste papel y una máquina de escribir, y que una última persona me ceda su teléfono para dictar, palabra por palabra, el artículo que llega en tiempo justo para el cierre.
Días más tarde regresaré a Buenos Aires triunfal —sin haber resuelto el caso, como tampoco lo ha resuelto la policía ni lo ha resuelto nadie hasta hoy, veintiún años más tarde—.
Estamos orgullosos de ser de Página/12. Nos gusta el temblor en la voz de los funcionarios cuando les decimos de dónde estamos llamando. Proclamamos por todas partes lo que somos: periodistas de Página/12. Nos duele cuando alguien no nos comenta lo que escribimos hoy y nos decimos que es un reaccionario o vive de espaldas a la realidad, que se conforma con la igualdad artificial del peso con el dólar y las cuotas para comprar electrodomésticos.
Aquí no importan las jerarquías ni la antigüedad. Si trae la información, el más principiante tiene las mismas chances que el más veterano de lograr la primera plana y ser tratado como una estrella —al menos hasta la próxima edición—.
Si todos los periodistas fuimos, somos y seremos hijos del medio y del momento en que nacimos a la profesión, yo soy hija de Página/12 y de esos años noventa.
Son los años del surgimiento y la consolidación de CNN, el primer canal de noticias mundiales de veinticuatro horas, que comienza por transmitir en vivo la caída del Muro de Berlín. A su imagen, nacen poco después en Argentina, y por todas partes, los canales de noticias por cable. Comienza la era de los multimedios; los medios se convierten en grandes corporaciones, o las grandes corporaciones comienzan a comprar también a los medios, y a facturar cifras multimillonarias nunca vistas en la historia del periodismo. Se habla de los medios como parte del poder económico y político de un modo en que nunca antes se había hablado.
En la Argentina, el diario Clarín compra canales de televisión abierta y por cable, compra empresas de telefonía celular y seguros de jubilación, produce espectáculos e invierte en casi todo, amasa un enorme poder.
Las redacciones se modernizan. Entran los primeros faxes —montar el de Página/12 lleva un día entero de arduas pruebas—. Los cronistas de radio comienzan a ir a las conferencias de prensa con celulares; los envidiamos. Al fin los tendremos también los demás.
Llegan a las redacciones las primeras computadoras. Los viejos periodistas se niegan a entregar sus máquinas de escribir. Los demás vivimos la excitación de una epopeya.
Dentro de poco nos codearemos con colegas del primer mundo en la cobertura de guerras, cumbres, catástrofes, mundiales, olimpíadas. Unos periodistas italianos comparan sus salarios con el de un argentino. El de ellos es más bajo.
Pero algo pasa.
Es 1995. Mi quinto año en el diario. Estoy en la sección Sociedad, cubriendo casos policiales, judiciales, desastres naturales, violencia y pobreza. Ya no recuerdo a la que fui en mis vidas pasadas, solo hay esta: de la mañana a la noche en la calle, hablando con testigos, víctimas, victimarios, funcionarios, personajes comunes y extraños, en el vasto territorio del Gran Buenos Aires y ocasionalmente más allá. Fumo, leo, tomo whisky, escribo, estoy entre gente interesante. He llegado.
Entonces, circula un rumor terrible: dicen que Clarín ha comprado en secreto Página/12. Esto significaría que Página/12 ya no será independiente, que la competencia lo ha absorbido para… ¿qué?
Ambas partes lo desmienten, pero el rumor coincide con el ingreso de un nuevo administrador y de un contador que antes trabajaba en Clarín, y con un enorme ajuste de gastos y de personal. En una redacción pequeña que sentimos como una familia, una mañana nos anuncian que han despedido a casi cien compañeros.
Parece imposible, insoportable. Hacemos huelga durante cuarenta días. El diario se publica en una versión empobrecida que alimentan los jefes.
El sábado anterior a la reelección del presidente Menem, que en la redacción (y en muchas otras partes del país, pero evidentemente no tantas) se siente como una derrota personal, la empresa logra la intervención del Gobierno y tenemos que levantar la huelga —o entrar en la ilegalidad—.
Un día antes, en el acto final de la protesta, un grupo de nosotros hace un piquete frente a la puerta para impedir que nadie entre —para impedir que el diario salga—. Hay forcejeos. Los jefes, prudentes, se van al café de la esquina. Nosotros nos repartimos en los demás, bebemos, discutimos. Sabemos que es el final.
Por la mañana, un subeditor que quiere a toda costa que lo odien hace un dribbling, empuja y logra atravesar el piquete. Pasa el día entero solo en la redacción vacía, donde suenan teléfonos que solo él atiende y a la que llegan faxes que solo él lee.
El lunes, todo comenzará de nuevo. La redacción volverá a llenarse, los teléfonos serán atendidos. Habrá un vacío del que algunos hablarán y otros ya no, pero que todos sentirán.
En medio del conflicto, me avisan que gané una plaza en la maestría de periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York. Tal vez es un buen momento para irme por un año. Convenzo a mis padres de vender el pequeño departamento que habito en Buenos Aires y uso el dinero para pagar el viaje.
Columbia, me han dicho, tiene la mejor escuela de periodismo del mundo. Es, tal como lo veo, la cuna del periodismo riguroso, honesto, independiente, crítico y vigilante del poder que quería imponerse en las redacciones argentinas en esos, mis años de formación. En Página/12, los jóvenes repartíamos nuestra admiración entre la generación de periodistas de los años sesenta y setenta (algunos de cuyos sobrevivientes trabajaban con nosotros) y norteamericanos como Bob Woodward y Carl Bernstein, quienes habían terminado con la presidencia de Richard Nixon en los años setenta (¿qué mayor logro podía esperar un periodista que hacer renunciar a un presidente que engañaba a su país?). Citábamos a Primera Plana y La Opinión como nuestros grandes modelos nacionales, pero al New York Times, al Washington Post, al Wall Street Journal o al New Yorker —incluso si no los leíamos— como a los mejores del mundo. Leíamos a la generación del Nuevo Periodismo, a Capote, Talese, Mailer, que, mezclados con las tradiciones locales (de inspiración europea), habían ayudado a moldear un estilo muy propio de Página/12 y que yo había adoptado hasta donde había podido: un periodismo narrativo de espíritu crítico y mordaz.
Allá voy.
Es mi primer día en Columbia. La decana nos reúne en un gran salón y nos dice que somos especiales, integrantes de una élite, los mejores de nuestra generación, herederos de una tradición honorable; que el éxito de nuestra inversión (muchos se han endeudado por años para estar aquí) está garantizado.
Aprendo muchas lecciones en ese año de escaso sueño, presión permanente y competencia feroz. En uno de los primeros ejercicios, el profesor nos provee unos datos sobre un caso: un alcalde detenido como sospechoso en un crimen. Tenemos que escribir un texto seco e informativo como un cable de agencia y con un plazo muy limitado de tiempo. Nos precipitamos sobre las máquinas.
Mientras tecleamos con desesperación en nuestras computadoras portátiles —me la compré apenas llegar—, el profesor nos respira en la nuca. Cuando pasa por mi escritorio, se detiene en seco. Para impresionarlo, he decidido insertar detalles narrativos, como hacía en Buenos Aires: he agregado, por ejemplo, que el alcalde ha pasado la noche en vela en su celda.
El profesor se escandaliza: ¿Cómo puedo saber si el alcalde ha dormido o no? Nadie ha mencionado ese detalle, no tengo fuente alguna. ¡Tengo que dejar mi imaginación afuera de la sala!
Comienzo a dudar de todo lo que he hecho hasta entonces —y de lo que otros han hecho, de cómo trabajamos—. De qué había entendido que era el periodismo.
En Columbia, los estudiantes soñamos con desafiar al poder, o publicar grandes historias sobre temas importantes, o ser corresponsales de guerra. Vienen a hablarnos las figuras del momento, los últimos ganadores del Pulitzer, los enviados a Burundi y Sarajevo, los especializados en Ciencia y en Educación. Cuando a mi clase de Reporting and Writing viene David Remnick, ganador de un Pulitzer por su cobertura de la caída de la Unión Soviética y recién nombrado director de The New Yorker (la «mejor revista del mundo»), hay un instante de temor reverencial, como si a la sala hubiera entrado un dios —pero un dios al que todos allí aspiran a reemplazar en un futuro no muy lejano—.
Y cuando los dioses no vienen a nosotros, nosotros vamos a por ellos. Una mañana nos citan en el Wall Street Journal para desayunar con Paul Steiger, su director. Comprendo pronto que hasta ahora no he tenido una percepción clara sobre el poder de un gran periódico. Steiger no es como los editores de diario que he conocido en la Argentina, al fin periodistas asalariados con años de experiencia: no, parece un aristócrata, un presidente, una figura poderosa y lejana. Y el edificio, el salón, es propio de una corporación multimillonaria —no ese galpón de Página/12 iluminado por luces de neón que llamamos el «submarino»—. ¿Ser periodista es, entonces, ser parte de este nuevo poder?
Sobre el final del desayuno, Steiger se acerca porque le han dicho que soy argentina y quiere darme un ejemplar del Wall Street Journal Americas, una selección de artículos en español del WSJ que están promocionando en esos días.
Estoy en la cima del mundo. Y yo, todos nosotros, podemos quedarnos aquí si trabajamos duro y entendemos las reglas.
Aunque hay excepciones. Cada tanto llegan, como ecos lejanos, historias de fracasos, de periodistas del New York Times amargados porque con suerte publican una historia insignificante por mes y ahogan en whisky su frustración el resto de los días.
Las desestimamos con suficiencia. No, a nosotros nunca nos pasará algo así.
En la última semana antes de la graduación, Columbia monta una feria de empleo: editores de todo el país vienen a entrevistarnos. Mis compañeros sueñan con trabajar en Nueva York, pero saben que deberán aceptar lo que encuentren en ciudades menores, Saratoga o Charlotte, e ir subiendo esforzadamente (o por golpes de suerte) en la cadena hasta llegar a destino. Yo falto a mis entrevistas. He decidido volver a la Argentina, tengo aún mi puesto en Página/12 y mucho para aplicar allí. Tengo la idea de hacer grandes historias en el estilo de lo que los norteamericanos llaman «features», y se me ocurre que desde Buenos Aires puedo imaginar una obra con proyección internacional, tal vez un libro.
Imagino que Buenos Aires será Nueva York.
Página/12 ya no es el mismo. Muchos editores y redactores se han ido; otros se irán. Pero, sobre todo, lo que se marchó con aquellos primeros despedidos fue algo indefinible, algo que le daba sentido a todo, que nos daba un sentido.
Me concentro en cubrir casos policiales cuando puedo —todavía estoy en la sección Sociedad—, pero ya imagino otra cosa. Escribo el segundo libro de mi vida, una investigación sobre un resonante escándalo que mezcla drogas y política, en equipo con Gabriel Pasquini, con quien vivo desde la huelga del noventa y cinco y que desde entonces será mi editor y mi marido. Es la historia de cómo un juez y un grupo de policías tendieron una trampa al manager de Diego Maradona, Guillermo Cóppola, incriminándolo como traficante, para obtener notoriedad y rédito político. Pero lo que la historia de verdad muestra es cómo es posible fraguar la justicia con la protección de la política… y de los medios.
La sociedad ha condenado a Cóppola por anticipado, quiere hacerlo culpable de los desastres personales de su representado, el ídolo popular, y no quiere escuchar sobre su inocencia. Y muchos medios y periodistas, esos que serán consagrados al año siguiente como héroes cuando sea asesinado el fotógrafo José Luis Cabezas tras retratar a un empresario ligado al poder, les dan eso que esperan. Yo misma he recibido preguntas nerviosas de los editores cuando mi cobertura insiste en mostrar que el caso contra Cóppola es un montaje. Descubro que cuando la verdad no es la que la audiencia espera, cuando es una verdad incómoda, tampoco a los medios les interesa la verdad.
Esta también es una verdad incómoda. Por ahora.
Busco un escape para mi insatisfacción con el diario, una transición hasta descubrir cómo irme. Encuentro un nuevo proyecto: investigar la vida de Jacobo Timerman, un mítico y controversial editor de los años sesenta y setenta que contribuyó a modernizar la prensa argentina de aquellos años y que se había convertido en material de infinitas anécdotas que yo me había cansado de escuchar en boca de los veteranos.
A poco de iniciarlo, surge la oportunidad de pasar a La Nación, que en muchos sentidos es el exacto opuesto de Página/12: un diario de más de cien años, fundado por un expresidente, y vocero de la élite social y las grandes empresas tradicionales del país por origen, conformación accionaria y vocación. Un medio conservador que se dice también liberal aunque solo parece serlo en la economía, y que apoyó a la última dictadura militar y todavía expresa su simpatía o su defensa por los militares —aunque empieza a reconocer, a regañadientes, sus crímenes—, así como a modernizar un lenguaje y un modus operandi rígido y antiguo, cuyos practicantes definían en lemas como este: «Sabemos todo, pero no publicamos nada».
La Nación ambiciona cambiar, modernizarse según el ideal norteamericano. Una de las familias descendientes de Mitre ha tomado el control accionario. Son los Saguier, una madre y cuatro hijos. Fernán, que ha sido corresponsal en Washington, se convierte en secretario general. Los Saguier buscan periodistas formados en Página/12, y muchos —llegamos a contar diecinueve— nos sumamos a sus secciones «calientes»: política, economía, información general. Se forma incluso un equipo de investigación, al que se suma Gabriel, y al que se alienta a imaginarse en el Washington Post.
Estas ambiciones de renovación conviven con los viejos editores y la vieja audiencia, que no comparten los mismos valores. Y esto a su vez nos exige mayor rigor: nuestra información debe ser intachable, debemos librar peleas cada día para que se le dé un lugar destacado. Ya no hay lugar para los sobreentendidos ni las licencias de Página/12. Es un buen desafío, que amenaza con resultar en mejor periodismo.
Además, La Nación tiene todos los recursos de un gran diario. Cuando uno llama desde allí, del otro lado casi siempre atienden.
Consigo el mejor puesto posible: cubro la llegada al poder de la Alianza y del presidente Fernando de la Rúa. Si me preguntan qué otra cosa quisiera hacer, respondo: ninguna. No concibo mi vida fuera de una redacción. Tengo todo el futuro planeado: seré la principal columnista política del país y haciendo eso, feliz, moriré.
Pero no resulta tan fácil.
—Esto que escribiste —me dice una noche un editor, con mi artículo del día todo subrayado sobre su escritorio— es impecable. Yo mismo confirmé con las fuentes que la información es verídica —y agrega, terminante—. No lo vuelvas a hacer.
Otro día, para convencerme de que mi voz crítica ya cae pesada:
—Tenés que ser capaz de ver un pájaro bello y describirlo.
Sin darme cuenta al comienzo, estoy aprendiendo cómo funcionan las cosas de verdad. Como cronista del diario, investigo cada día a los principales jugadores de la vida política y de la prensa que son mis contemporáneos mientras, como biógrafa de Timerman, reconstruyo la historia del mismo juego en el medio siglo precedente. En algunos momentos afortunados, obtengo una claridad que pocas veces se consigue cuando uno está inmerso en la pura acción: la de conectar el pasado, el presente y el futuro del periodismo y del país.
En esos momentos de lucidez vislumbro mi error: lo que creo que es, o debe ser, no se compadece con lo que ocurre cada día. Una parte importante de mi trabajo cotidiano consiste en una pulseada, no ya con aquellos que, desde el poder, quieren impedir que se conozcan ciertas acciones y planes que esperan mantener ocultos, sino con mis editores, que esperan que mis artículos encajen en la visión menos crítica del diario y que sopesan la información según los intereses editoriales del momento.
Me digo que mi trabajo consiste en una doble batalla: con las fuentes, para conseguir la información más veraz posible, y con los editores, para lograr que sea publicada sin distorsiones.
Gano muchas batallas, pierdo otras. En mi balance personal, llevo más ganado que perdido, por lo que me digo que vale la pena. Siento en esa doble batalla una suerte de épica profesional.
La crisis que desembocará en ese diciembre de 2001 arrasa con la clase política, el modelo económico, una buena porción de la clase media y mucho más, y cobra también su precio a los medios y los periodistas. Los diarios pierden avisadores drásticamente y, al tiempo que las deudas multimillonarias acumuladas durante su expansión de la década anterior se mantienen en dólares, sus ingresos en pesos se reducen en un tercio, en 2002, por la devaluación de la moneda. El que debía cien millones de dólares por la moderna planta impresora conseguida en los años de riqueza sigue debiendo cien millones de dólares; pero, por cada peso-dólar que antes obtenía de la publicidad privada y oficial y de las ventas, ahora obtiene treinta centavos.
Los dueños de los medios entran en pánico. Ante la perspectiva de caer en la quiebra, o de ser comprados por sus acreedores, recurren al Gobierno, a los bancos, a otros empresarios, y comienzan negociaciones para «salvar» a los medios. Naturalmente, no hay que molestar a quienes se les pide ayuda. En las redacciones se cancelan las investigaciones y la crítica, salvo contra quienes no tienen poder alguno.
Durante una marcha de desempleados, la policía asesina a dos jóvenes, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Los fotógrafos enviados por los diarios tienen las fotografías que pueden probar lo que ocurrió. Pero el gobierno de Eduardo Duhalde, que ha llegado sin legitimidad popular con un acuerdo entre políticos para salir de la crisis, pide a los diarios que no se hable de «represión»: prenuncia el final de su mandato. Los diarios —salvo Página/12— deciden no publicar las fotos ese día.
Para los periodistas que no nos hemos vuelto cínicos, es una época deprimente.
No puedo negar, además, que no es un escenario excepcional en la historia del periodismo argentino. El mismo ciclo ha ocurrido antes, muchas veces. Aunque un abismo parece separar los años de Timerman de este presente —su época fue aquella de la dominación militar del espacio político; esta es la segunda década de democracia estable—, ciertos mecanismos y reacciones siguen funcionando del mismo modo. Hasta ciertos protagonistas son los mismos.
Tal vez no hay otra cosa.
Tal vez esto es simplemente así, siempre ha sido así.
Tal vez he vivido equivocada, tal vez me engañé.
Tal vez es hora de dejar.
El país parece hacerse eco de lo que pienso. Duhalde se retira y, por una serie irrepetible de circunstancias, logra la Presidencia el casi desconocido Néstor Kirchner, quien cree que los medios moldean su contenido solamente según sus intereses económicos y políticos; que no existe espacio alguno para un periodismo «independiente», o incluso veraz. Que no hay periodismo: solo hay medios.
Como otros políticos, pero sin temor a proclamarlo en público en cuanta ocasión se le presenta, divide a la prensa en amiga y enemiga. El principal enemigo es La Nación, a la que solo da información en determinadas ocasiones y a la que ataca en público como integrante de la oposición y vocera de grandes intereses económicos.
En el lugar de aliado ubica al Grupo Clarín. Le da absoluta prioridad en el acceso a primicias, entrevistas y toda información que le interesa difundir, y mantiene una conversación permanente con Héctor Magnetto, CEO y uno de los principales accionistas del Grupo, con quien negocia acuerdos que benefician a Clarín y también discute sobre la situación del país y el rumbo del Gobierno.
Los periodistas ven cambiar las reglas del juego. En los noventa, los funcionarios se sentían obligados a recibirlos, a dar explicaciones (aunque fueran falsas), a proclamar su respeto por la libertad de prensa mientras intentaban por detrás limitar el daño: es decir, mostraban su respeto por lo que consideraban el poder de los periodistas y los medios. Ahora, el Gobierno habla con unas empresas y otras no, y desprecia en público a los periodistas que son de las empresas enemigas. A estos no se los recibe —ni siquiera se les atiende el teléfono—.
Decepcionada con los medios, renuncio a La Nación en 2003. Al poco tiempo, se publica Timerman, que me ha llevado casi seis años de trabajo. Busco refugio en los libros —comienzo a trabajar, casi en simultáneo, en los dos siguientes— mientras intento descubrir cómo seguir con el periodismo.
Durante los siguientes cinco años, Gabriel y yo llevamos una vida de escritores —él había renunciado a La Nación meses antes que yo—, pero comenzamos a soñar con fundar un medio propio: el medio en el que queremos trabajar.
Diseñamos proyectos, tenemos reuniones, averiguamos costos, redactamos planes de negocios. Y siempre chocamos contra la misma pared: hace falta una gran inversión de dinero, el dinero requiere un financista, y el financista trae una agenda, límites y propósitos que condicionan la posibilidad de hacer periodismo, que no puede hacerse sin dinero…tante
¿Cómo hacer periodismo sin un medio? ¿Cómo hacer periodismo en un medio?
En ese dilema estamos cuando surge la posibilidad de volver a los Estados Unidos: gano una fellowship para periodistas de la Nieman Foundation, en la Universidad de Harvard. La beca Nieman, que se otorga cada año a una veintena de periodistas con experiencia, la mitad norteamericanos y el resto de todas partes del mundo, fue creada en 1937. La viuda de un periodista donó una fortuna para que Harvard creara una escuela de periodismo, y la universidad —que quería el dinero— no creía que el periodismo fuera algo merecedor de curso alguno. La solución fue crear un programa que pagara a los periodistas para desasnarlos: que se codearan por un año con una de las más importantes élites académicas del mundo.
Año tras año, los elegidos se inscriben con reverencia en los cursos más diversos: filosofía, literatura, ciencia, música, religión, oratoria, leyes, arte, salud pública, negocios, política, historia, arquitectura, diseño, urbanismo… la fascinante oferta de Harvard. Se supone que utilizarán lo que sepan en su regreso al trabajo.
Pero, a poco de comenzar el ciclo, se hace evidente que mi clase será diferente de las anteriores.
Mis compañeros norteamericanos comienzan con entusiasmo, pero pronto caen víctimas de la ansiedad y la depresión. Cada día se anuncia una nueva ola de despidos en sus redacciones. Son cuatrocientos, no, quinientos periodistas esta vez; alguien llamó: se habla de echar más, incluso del cierre. Mi amiga Dorothy se entera de que su diario, el centenario Seattle Post Intelligencer, del que era columnista, ha clausurado su edición en papel para convertirse en una pequeña redacción online en la que ella no tendrá cabida. Informan a David que el Chicago Tribune se ha declarado en quiebra. Algunos reciben ofertas de retirarse «voluntariamente» a cambio de una compensación, o la advertencia de que a su regreso los espera, con suerte, la incertidumbre.
Todas las semanas asistimos a charlas de colegas, empresarios de los medios, expertos académicos y gurúes varios que coinciden en un mismo diagnóstico: la gratuidad, la velocidad, la infinita posibilidad de reproducción y distribución y el masivo acceso de internet han destruido el monopolio que tenían los medios de comunicación, por lo que su «modelo de negocios» (oiremos tantas veces estas tres palabras en los años por seguir que parecerá que encierran la clave misma del periodismo) se ha acabado y no hay reemplazo. Un artículo de modas, una importante cobertura internacional o una crónica de guerra pueden costar fortunas, pero, una vez colgadas en internet, su precio tiende a cero y compite, a veces en desventaja, con videos o posts colgados por gente de todo el mundo que jamás soñó con ser periodista, que jamás tuvo un Club de los Castores ni hizo dedo para recorrer quinientos kilómetros y averiguar quién mató a una familia en General Villegas.
En Columbia, en 1995, había recibido la primera señal, pero ninguno de nosotros se había dado cuenta. La universidad nos había dado la que para la mayoría era la primera casilla de email. Todos pasamos por el curso de Reporteo Asistido por Computadora, que no considerábamos, ni por lejos, entre lo más excitante del año.
No lo sabíamos, pero éramos una generación que se preparaba a nivel olímpico para una competencia cuya naturaleza y cuyas reglas cambiarían por completo cuando llegáramos a la edad de pelear por los primeros puestos. Como si durante años nos hubiéramos estado entrenando para romper el récord de los cien metros llanos y de pronto nos dijeran que, en cambio, debíamos correr una carrera de embolsados abierta a todo el que quisiera participar.
La terrible noticia: ya no nos necesitan.
Eric Alterman escribe en The New Yorker otra frase que repetiremos en los días por venir: hay un «cambio de paradigma». Antes, una elite preparada detentaba la misión y el poder de obtener y procesar la información y de distribuirla entre un público mayormente pasivo; ahora, amplios colectivos aspiran a informarse mediante una continua «conversación» entre sus miembros. Advierte, también, sobre el peligro de que estas conversaciones ocurran en comunidades aisladas, que hablen consigo mismas, y no más allá de las membranas de su burbuja.
Nos cae encima un aluvión de estadísticas. La planta total de periodistas en los diarios norteamericanos, que ha crecido de cuarenta mil a más de sesenta mil entre 1971 y 1992, vuelve a cuarenta mil en 2009, según un estudio de la Universidad de Columbia. Los avisos en diarios de papel han caído un veintitrés por ciento en dos años, según el reporte sobre el estado de los medios 2009 del Pew Project for Excellence in Journalism: «Algunos diarios están en bancarrota —dice el informe—, otros han perdido tres cuartos de su valor. Según nuestros cálculos, casi uno de cada cinco periodistas que trabajaban en diarios en 2001 ha perdido su puesto, y es posible que 2009 sea todavía peor». En los canales de televisión, los equipos de noticias han sido reducidos «a niveles sin precedentes» y las ganancias han caído siete por ciento en un año electoral, «algo nunca antes visto». Once diarios metropolitanos han sido cerrados y ocho han pasado a publicarse exclusivamente online, o reducido al mínimo su existencia en papel desde marzo de 2007, según el sitio Newspaper Death Watch.
La migración hacia internet es cada vez mayor. Según el informe del Pew Project, la cantidad de usuarios habituales de sitios de noticias en internet en Estados Unidos ha subido diecinueve por ciento en los últimos dos años. Solo en 2008, el tráfico de los cincuenta sitios de noticias más populares de internet ha crecido veintisiete por ciento. Pero su ganancia publicitaria, que en los últimos dos años aumentó a razón de un tercio anual, se está estancando. Se calcula que en 2008 la recesión ha duplicado, al menos, las pérdidas de la industria periodística norteamericana.
Los números parecen fríos y lejanos hasta que algo pasa en el correo que recibo de mis excompañeros de Columbia. Durante años nos hemos mantenido al tanto de ascensos, corresponsalías, libros publicados, premios recibidos —Paul ha sido contratado por el New York Times para cubrir el sudeste asiático, como quería; Susan escribe desde México para una gran agencia de noticias; Julia produce documentales en Nueva York; otros escriben desde Sierra Leona, Afganistán, China, Madagascar—, y recibido las ofertas de trabajo de quienes han alcanzado posiciones ejecutivas. Pero 2009 es distinto.
Amy anuncia que ha renunciado a su puesto de periodista de investigación televisiva para montar su negocio en Connecticut, con el que está haciendo buen dinero. ¿Un medio propio? No. Es gerente regional de una marca de cosmética suiza —una versión sofisticada de Avon—. Trabaja desde su casa y es feliz. Quiere que sepamos que si estamos «buscando un plan B en estos días» los cosméticos son una buena opción.
Le responde una avalancha de mensajes. ¿Conmiseración? ¿Condena? Todo lo contrario. Deena, desde Nueva Jersey, se define como «una de las últimas graduadas de la escuela de periodismo lo suficientemente ingenuas como para seguir trabajando en un periódico». Amy no está sola, afirma Deena: «Un número creciente de talentosos periodistas está dejando la profesión para seguir oportunidades mejor pagas y más excitantes. Tengo que admitir que una parte de mí se siente increíblemente inspirada por ello».
Norman anuncia que está a punto de crear una ONG y que lo mismo está haciendo Paul. Temima confiesa que le ha llevado mucho tiempo darse cuenta de que «estaba bien hacer otra cosa» que no fuera periodismo, pero que ahora es feliz dando clases de literatura inglesa y oratoria en una escuela secundaria. Ana Lisa cuenta que ha sido editora de grandes revistas de Nueva York y Los Ángeles durante doce años y que ha ayudado a lanzar nuevas publicaciones al mercado, pero que solo dos de esas revistas sobreviven y son, admite, «una porquería». Quienes siguen trabajando en ellas, afirma, «están deprimidos y odian su trabajo más de lo que creían posible». Ella misma ha pasado más de un año desempleada. Ahora estudia para ser bibliotecaria, una carrera con un futuro laboral que —está convencida— el periodismo ya no ofrece.
Josh llegó a editor senior en Entertainment Weekly, donde hizo carrera a lo largo de doce años. Luego de publicar su primer libro, sin embargo, dio con el plan ideal para su vida: escribir libros y dar clases. «En la mañana que siguió a esa epifanía —cuenta—, la economía se fue a la mierda, y desde entonces tengo los nudillos blancos de aferrarme a mi trabajo y a mi sueldo».
Adam nos recuerda que poco después de la graduación fue contratado como asistente de producción por Fox News. Sí, lo recordamos: fue la envidia de muchos. En cinco años, llegó a productor senior. Luego pasó a otra cadena como productor de un programa de noticias en horario central. Pero cada día se sentía más infeliz en su trabajo, hasta que «se volvió dolorosamente claro que ya no quería producir noticias». De un día para el otro, renunció al periodismo e inició una nueva carrera como… comediante de stand-up.
En otra generación, estos relatos serían una expresión de la crisis de los cuarenta. En la mía, son los ecos de una estampida, esa estampida final, ciega, desesperada, a la que se lanza una especie en peligro de extinción.
En los años siguientes se hará claro que no se trata solo de los Estados Unidos. Aunque a diferente velocidad y en diferentes proporciones, el periodismo y los medios estarán en crisis en (casi) todas partes. Los barones del viejo modelo caerán con estrépito: Rupert Murdoch es el que hará más ruido. Murdoch —durante décadas un todopoderoso magnate que se sentaba a la mesa del poder con presidentes y reyes y decidía sobre actos de Gobierno grandes y pequeños— sucumbirá ante la revelación de que uno de sus diarios en Gran Bretaña interceptaba teléfonos ilegalmente para obtener la información que publicaba. Lo había hecho para escuchar a celebridades, y esto se dejó pasar, pero cuando se sepa que también lo hizo con la víctima de un crimen, la sociedad ya no lo tolerará. A partir de ese escándalo, se hará público lo que muchos sabían pero no publicaban: las conexiones de Murdoch con el poder. Se iniciarán investigaciones judiciales sobre soborno y corrupción, importantes editores irán a prisión y el imperio se desplomará.
Como el suyo, otros grandes conglomerados de los noventa comenzarán a crujir, o se derrumbarán, lisa y llanamente. Los grandes diarios ya no volverán a ver aquella cantidad inusitada de ceros en sus planillas de ganancias.
La realidad parece sugerir una solución a la contradicción entre la estructura empresarial de los medios y la aspiración de verdad del periodismo: los medios morirán.
Claro, no ocurrirá, o no ocurre, igual para todo el mundo. Tras una sesión de lamentos en la Nieman Foundation, durante la que los fellows norteamericanos repasan sus cuitas con especial autoconmiseración, Thabo, el sudafricano, se pone de pie y con entusiasmo les ofrece una alternativa: por qué no se mudan a África, donde hay varios países de habla inglesa, como el suyo, que podrían utilizar en sus revistas y periódicos de tirada creciente a editores y redactores de experiencia.
Silencio.
Han pasado cinco años de esa oferta. Nadie se ha mudado, que yo sepa.
También en Argentina parece derrumbarse el sistema.
A mediados de 2008, Clarín ha roto su alianza con el Gobierno y pierde los beneficios que le daba. Gobierna Cristina Fernández de Kirchner, quien ha sucedido a su marido. Clarín ha decidido, por razones tácticas y políticas, apoyar al sector enfrentado con el Gobierno en una pelea por imponer impuestos móviles a las exportaciones de soja y el Gobierno lo ve como una traición. Los Kirchner se dedican a atacar la credibilidad de su aliado previo, mientras intentan negociar un reencuentro en privado. En los actos de Gobierno hay carteles, globos y hasta medias que afirman: «Clarín miente».
Llego a Buenos Aires a tiempo para las elecciones legislativas que pierde el gobierno de Cristina Kirchner. Una de las primeras imágenes del regreso es la cara desencajada de Néstor Kirchner en televisión, pasadas las dos de la madrugada del veintinueve de junio de 2009, aceptando, con espectacular reticencia, su derrota.
Pero en lugar de retroceder, los Kirchner deciden ir hacia delante, encontrar a los culpables y dar guerra a sus enemigos. Golpean a Clarín donde más le duele: en el bolsillo. Le quitan negocios millonarios, lo persiguen en la justicia, hacen aprobar una ley que lo obligará a desmembrar el Grupo.
Al radicalizar su enfrentamiento, por momentos con una retórica vieja y siempre con fines políticos más que inmediatos, los Kirchner se vuelven, de pronto, muy modernos: comienzan a hablar con la sociedad en forma directa, descartando abierta y militantemente la intervención de los medios —descalificando con palabras y actos la mediación de esa élite de la que hablaba Eric Alterman en The New Yorker.
Y hablan mucho: Cristina tendrá períodos en los que se la podrá encontrar cada día en la televisión dando largos discursos por cadena nacional. Y luego en Twitter. Y luego en los espacios de publicidad oficial.
No está sola. Los políticos en todas partes del mundo descubren lo mismo. Presidentes tan distintos como Barack Obama, de Estados Unidos, y Hugo Chávez, de Venezuela, arrasan en Twitter. En América Latina, el fenómeno adquiere tintes políticos y forma parte de una polarización ideológica, una división en comunidades con valores diferentes que no se oyen entre sí —como había advertido Alterman—. En países como Venezuela, Ecuador, Brasil, Bolivia y, por supuesto, Argentina, con muy distintos matices y por la combinación de procesos específicos, el enfrentamiento entre Gobiernos y medios es una batalla abierta.
En el fondo, los políticos hacen lo que siempre han hecho: intentar domesticar a los medios. Antes se hacía tras bambalinas; y ahora, en medio de esta devaluación de nuestro rol histórico, se animan a hacerlo abiertamente.
¿Y nosotros? ¿Qué hacemos nosotros?
Bueno, también los medios argentinos hacen lo que han hecho siempre: lo que se les dice. Si los acusan de formar parte de la oposición política y de ser voceros de grupos económicos, o los convocan a formar parte de la gran causa nacional y popular, pues ¡a cumplir con la tarea! A distorsionar los hechos, a forzar los titulares, a omitir y exagerar para mostrar que el Gobierno es un demonio o un dios, que la Argentina es el infierno o el paraíso, que vivimos en emergencia o en la mayor prosperidad. Su relato del país ya no es meramente irreal, sino que por momentos entra en el absurdo. Aparentemente ya no se teme quedar en ridículo.
Los opositores se hacen llamar «independientes». Los oficialistas se dicen «militantes». Hay colegas de Página/12 en ambos bandos. Algunos se vuelven estrellas de la televisión oficial; otros, de la televisión contraria. Muchos periodistas se enlistan detrás de sus empresas como si estas fueran una causa sagrada.
Aquellos que miran con el viejo escepticismo que nos era propio a ambos bandos prefieren, en su mayoría, el silencio. Temen que sus voces se pierdan en el griterío. Y también que detrás del ruido algo esté realmente cambiando, que hayamos perdido algo que ya no volverá: lo que éramos, o lo que creímos que éramos —o, más bien, aquello que soñábamos ser y nunca terminamos de ser—.
Muchos se van a trabajar en otra cosa.
¿Es esto todo?
¿El final?
No. Por algún motivo, algo nuevo empieza a surgir en todas partes. Incluso en países de América Latina que no parecen los más obvios. Mi amiga Juanita León lanza en Bogotá un sitio dedicado a informar y debatir sobre el poder político en Colombia, sin las ataduras y compromisos de los medios tradicionales en los que se ha formado. El conocido periodista de investigación peruano Gustavo Gorriti abre un sitio de investigación en el que se puede publicar lo que no se puede en los diarios de Lima. En El Salvador, el periódico digital El Faro, fundado más de una década antes, cuando en el país apenas si existían conexiones a internet por un grupo de periodistas jóvenes que tampoco encontraban espacio para contar lo que veían, comienza a ganar notoriedad por sus importantes investigaciones y grandes crónicas sobre la violencia.
Son periodistas que, como yo, han llegado a la profesión varias décadas atrás, que han pasado por la experiencia de los grandes medios y su decepción, que han vivido todas la crisis y todavía quieren algo, todavía esperan alcanzar algo que no se ha alcanzado.
Allá voy.
En marzo de 2010, después de dos semanas casi sin dormir en las que Gabriel, valiéndose de manuales online y de la ayuda de diseñadores y desarrolladores voluntarios, aprende suficiente lenguaje de programación de internet como para montar, diseñar y ajustarla a nuestras necesidades, lanzamos una revista digital sobre cultura y política que llamamos el puercoespín. No sabemos todavía en qué va a convertirse. Pero sabemos qué queremos que sea: un medio en el que podamos reconocernos.
No tenemos más capital que nuestro trabajo y nuestro tiempo, y la ayuda de amigos de todo el mundo. Durante meses, nos dedicamos a experimentar. Gabriel termina de darle forma: una revista de renovación diaria que hace equilibrio entre textos y materiales propios y una curaduría o «agregación» de materiales elegidos de todo el mundo. Un medio, nos gusta pensar, en el que reunir historias —escritas, fotografiadas, grabadas o filmadas— en las que un antropólogo del futuro podría hallar algunas claves sobre nuestra época.
Tres años más tarde, el puercoespín no ha dejado de crecer. Tanto, que nos aprestamos a lanzar una colección de libros digitales y una red de suscripciones con beneficios que llamamos El club del puercoespín.
Recuerdo entonces, cuando miro lo que hemos construido, mi segundo encuentro con Paul Steiger, aquel editor del Wall Street Journal cuya aura de poder tanto me había impactado más de una década atrás. Es antes de mi regreso a la Argentina, en 2009. Steiger sigue siendo impactante: sobresale como un miembro de otra especie entre la multitud de periodistas y editores invitados al congreso de periodismo digital que debe inaugurar. Se ha ido del WSJ cuando este fue vendido al grupo Murdoch y es ahora director de uno de los nuevos medios digitales, ProPublica, dedicado exclusivamente a la investigación del poder.
Steiger traza un diagnóstico de la industria en colapso y habla sobre la desesperación de los periodistas veteranos, que no encuentran un lugar en el «nuevo paradigma». Pero enumera también las fascinantes experiencias que han surgido de la crisis: espacios en los que se practica el mejor periodismo, sin deformaciones; en los que el ideal está intacto.
«Es un momento ideal —concluye— para tener veinte años».
Ya no tengo veinte años, y no volveré a tenerlos. Pero la línea abierta con El club de los castores ha formado un círculo —toda una vida más tarde— con El club del puercoespín. Y allí, vuelvo a empezar.