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El dinosaurio musical

Escribe
Quintín
Ilustra
Miguel Rep
Llamamos al filoso Quintín con la idea de que escriba textos de opinión sobre temas que podrían arruinar la paz de cualquier mesa familiar. Sin embargo, fiel a su estilo, decidió escribir otra cosa: cinco notas de no opinión. En esta primera entrega nos habla de música, pero no opina.

A principios de diciembre me llamó Carolina Martínez y me propuso escribir en Orsai. Yo conocía la re­vista de oídas, y también conocía la frase de Groucho Marx: «Me niego a ser parte de un club que me acepte como socio». Por las du­das, le pedí a Carolina que me enviara algún ejemplar de Orsai a San Clemente y, con la velocidad del rayo, me llegaron los cuatro úl­timos números. Los miré y admiré la calidad de la impresión, el diseño, las ilustraciones, me hizo gracia que las notas vinieran pre­sentadas informalmente a posteriori y que la revista no aceptara publicidad ni subsidios y se mantuviera con los suscriptores y las ven­tas. También leí unos cuantos artículos que me llevaron a preguntar si de verdad querían que escribiera ahí o se trataba de un error, ya que Orsai era una revista de ficción. O de no ficción. O de ficción y no ficción, cualidades que se hacen cada vez más indistinguibles en la literatura actual. Me aclararon que querían hacer algo distinto, incorporar a la propuesta notas de opinión o de actualidad, algo así. Y ahí entraba yo.

Efectivamente, había un error en algu­na parte. Posiblemente dos. Uno es que la opinión no estaba ausente de Orsai, sino más bien presente en cada nota porque, en general, la destreza de los escritores estaba asociada a una mirada sobre el mundo que esa destreza servía para comunicar. Por otro lado, los responsables de Orsai pensaban que lo que habían leído bajo mi seudónimo era compatible, en algún sentido, con lo que ve­nían publicando. Pero yo no entendía por qué pensaban eso. Tal vez me sobreestimaban. O yo me subestimaba. O ellos me subestima­ban. O yo me sobreestimaba. O una mezcla de todo lo anterior. Imposible saberlo. Lo que yo sentí después de leer unos cuantos artículos fue que yo no era parte de lo que podría­mos llamar «el mundo Orsai», que definiré vagamente como un cierto consenso del cual no participaba, ya que no pertenecía al gru­po de los que participan de ese consenso. La definición parece circular y posiblemente lo sea, pero no se me ocurre más que una me­táfora para aclarar las ideas: Yo estaba orsai respecto de Orsai. Para dar un ejemplo, nada mejor que recurrir al nombre de la revista. Yo jamás le hubiera puesto Orsai a una publica­ción. Suelo escribir de fútbol y jamás digo «orsai», sino siempre «offside», como jamás se me ocurriría escribir «fóbal». Hacerlo me parece un típico caso de refinamiento vulgar. En cambio, aceptaría con más entusiasmo que una revista se llamara «Concha» (espe­cialmente si no hablara de sexo, sino, por ejemplo, de la filosofía de Wittgenstein), lo que en vez de ser un refinamiento vulgar se­ría una vulgaridad refinada. Uno es un acto populista que declara su pertenencia al pue­blo, el otro es una grosería que tiene algo de absurdo o de cómico, o acaso (quién sabe) de relación con aquello de callar ante el miste­rio, como el famoso Tractatus o el no menos famoso cuadro de Courbet que habla del ori­gen del mundo.

Pero esto no se lo dije a Carolina, porque se me ocurrió después (y además me hubiera dado vergüenza). En cambio, sí le dije que Orsai me hacía sentir un outsider, aunque, dando vuelta la frase de Groucho, yo debía aceptar la invitación a un club que no debería invitarme. Pero debía hacerlo sin disimular la contradicción, sin tratar de pa­sar inadvertido, sino dejando en claro que yo escribiría en Orsai bajo la premisa de mostrarme como una especie de opositor. Opo­sitor a ese consenso implícito que excede a la revista y se extiende a una amplia tribu de consumidores culturales. Le dije entonces a Carolina que, si me aceptaban, escribiría cin­co notas (una por cada número de esta etapa de la revista) tocando cinco temas distintos en los que mis opiniones se desmarcaban de ese consenso. Está claro que tampoco puedo definir con precisión el famoso consenso, pero, justamente, las notas servirían indirec­tamente para hacerlo. Los temas que propu­se de entrada fueron cine, literatura, fútbol, política y religión, aunque tenía dudas sobre el último y pensé que podía reemplazarlo por música o dejar afuera el fútbol. En una de las conversaciones con Carolina, sugerí incluso empezar por música, el tema del que menos sabía y del que menos había escrito, con la excepción de religión que, en las circuns­tancias actuales, de algún modo se superpo­ne con la política. En principio, el título que se me ocurrió para las notas fue «Opiniones impopulares», pero nos pareció demasiado trillado. Desfilaron entonces otras opciones como «Opiniones intrascendentes», «Opi­niones inconducentes», «Opiniones inconse­cuentes», «Opiniones indecentes», hasta que me di cuenta de que lo que yo quería no era opinar distinto, sino escribir distinto. Y para escribir distinto, lo primero que debía hacer era evitar las opiniones. No porque no las tu­viera ni porque deseara mostrarme prudente, sino porque necesitaba deshacerme de ellas mediante la escritura. Decidí entonces que el título sería: «Cinco notas de no opinión». Alguien podría pensar que, si no se trata de opiniones, se trata entonces de hechos, como cuando se dice en Twitter «Esto es un hecho, no una opinión» (y suele ser un disparate). A quienes así piensan les respondo con un lema que recuerda a los sesenta: «Ni hechos ni opi­niones, vacilaciones».

Consultado el Comité Central o como quiera que se llame el órgano que planea y dirige esta revista, Carolina me contestó que aceptaban la propuesta. Es más, sugirió que estaban entusiasmados. Me encontré, en­tonces, frente al viejo problema de la página en blanco, aunque dispuesto a escribir algo que tuviera que ver con la música. Pero an­tes, quisiera decir unas palabras. Tienen que ver con esa figura retórica, el retruécano, que empleé más arriba en la frase «no es lo mismo una vulgaridad refinada que un refinamiento vulgar». Ejemplos de retruécano son «El que no vive para servir no sirve para vivir», que solía repetir un amigo mío y tiene un sentido moral, o «No es lo mismo una bola negra que una negra en bola», que acabo de encontrar en la web y es pura diversión, puro juego con las palabras. El retruécano más feliz que conozco lo dijo Godard en francés: «Ce n’est pas une image juste, c’est juste une image», que es di­fícil de traducir y tenía un sentido muy claro y muy profundo, pero me olvidé de cuál era. En realidad, con Godard nunca se sabe si es así o todo lo contrario. Pero lo que quería decir tie­ne que ver con el sentido de seguir los pasos de Groucho, de Godard o de Chesterton, que solía usar con gracia esos juegos verbales. Mi intención no es hacer frases geniales (bue­no, sí, un poco, si pudiera) ni hacer reír (otro poco, sí), sino ejecutar una especie de conjuro que parte de la base de que frotando las pala­bras entre sí brota la verdad. Alguna forma de verdad, no importa cuál, pero que necesita de esos pases de magia para surgir, aunque la magia no sea blanca ni negra, sino, como en este caso, un acto de aficionado, de apren­diz de brujo. La gracia sería que el resultado evitara la pesadez de la nota de opinión, esa escritura que tiende siempre a la tautología o a la pedagogía. Tampoco es que pueda soste­ner un texto de esta extensión con los recur­sos combinatorios de Cabrera Infante, acaso el rey de la escritura en base a retruécanos y otras gambetas. Pero quería dar un ejemplo de lo que es un recurso de contraopinión, al que espero que se agreguen otros con el co­rrer de la pluma en estas cinco aventuras que me gustaría considerar opositoras.

Y ahora sí, si no se aburrieron, hablemos de música. Aunque tal vez no se hayan abu­rrido antes pero se vayan a aburrir ahora. Hace poco murió Beatriz Sarlo. De todo lo que se recordó de ella, hubo algo que me resultó cu­rioso y perturbador, casi absurdo. En una nota de La Nación firmada por Daniel Gigena, el músico Martín Bauer, quien compuso con ella una ópera en homenaje a la Revolución Rusa, contó que Sarlo guardaba todos los programas de conciertos, proyecciones y obras de teatro a los que asistía y le daba a esa costumbre un sentido que iba mucho más allá del coleccionismo: «Cuando me muera, si alguien quiere saber cuáles eran los espec­táculos que iba a ver un intelectual promedio de Buenos Aires, va a poder consultarlo en el archivo». Sarlo no era precisamente «una intelectual promedio», y tal vez la clase de intelectuales a los que se refería tuviera un solo miembro llamado Beatriz Sarlo, una adicta al alto modernismo, a las cosas difíciles del siglo XX, que se negaba a ir a ver una ópera de Verdi. El tipo de intelectual cuyas raleadas filas Sarlo declaraba integrar no consumía esa música, ese cine y ese teatro porque fuera un intelectual, sino que era un intelectual porque se sentía en la obligación de frecuentar esas obras y solo esas obras. Al menos Sarlo, a di­ferencia de Theodor W. Adorno, aceptaba el jazz, pero no deja de haber algo caricaturesco y de masoquista en la postura.

Las obligaciones de Sarlo no paraban ahí: Eugenio Monjeau escribe, en un obituario aparecido en la revista Seúl, que Sarlo con­sideraba que ciertos libros, ciertos cuadros, ciertas películas, ciertas partituras había que repasarlas hasta que a uno le gustaran. La idea se asentaba en un aforismo de Nelson Goodman: «El placer de resolver un problema matemático es similar al que obtenemos al escuchar una sonata de Beethoven». Un matemático no puede decir que no le gusta un teorema. Asimilar los teoremas a las obras de arte vanguardistas es afirmar que esas obras son irrefutables, como son irrefutables los teoremas. En realidad, el proceso es un poco más complicado: no es que Sarlo asis­tiera solo a espectáculos irrefutables, sino a los que otros intelectuales habían declarado irrefutables; entonces los disfrutaba y, even­tualmente, los hacía más irrefutables me­diante la escritura, a menos que los refutara, aunque Sarlo no era muy de refutar fuera de la literatura. El cuadro se completa con el tí­tulo de la autobiografía que Sarlo dejó escri­ta y que está próxima a publicarse. Se llama No entender porque lo que siempre guio su vida intelectual fue la atracción hacia aque­llo que no entendía pero sentía que debería entender (y, por lo tanto, disfrutar, porque un matemático no puede sino disfrutar de los teoremas que demuestra). La revista Punto de Vista, que Sarlo dirigió durante tres décadas, fue, en materia de arte, una divulgación y una defensa de lo irrefutable. Escribí dos veces en Punto de Vista. Fue sobre dos directores (no recuerdo sus nombres) cuyas retrospec­tivas se presentaron en el Bafici. Sarlo y sus asesores en materia de cine (Rafael Filippelli en particular) se convencieron de que esos directores integraban el panteón de lo irrefu­table en materia de cine y me encargaron las notas. Confieso que, antes de la propuesta de Orsai, nunca me sentí tan fuera de juego en un medio. Claro que el mundo de Punto de Vista y el mundo de Orsai tienen muy poco en común. Lo de Sarlo no era la vulgaridad refinada ni el refinamiento vulgar, sino el refinamiento refinado. Se me acaba de cruzar un pensamiento: hablando de revistas, ¿no fue El Amante otro intento de vulgaridad re­finada, de canción obscena entonada por ba­rrabravas que desafiaban al establishment de la crítica cinematográfica? Al menos, así nos sentíamos entonces.

Pero dejemos las digresiones. El método Sarlo de educación artística en base a la repetición es una variante de aquello de «la letra con sangre entra» y está basado en un movimiento que parte de lo clásico y llega a lo moderno, pero también un movimiento que va de lo bajo hacia lo alto. Aunque la idea de ascender de lo simple a lo complejo, de lo evidente a lo oculto, de lo amable a lo áspero, de lo superficial a lo profundo, del placer inmediato a la degustación sofisticada es aplicable a todas las artes, tal vez en mú­sica se pueda distinguir con más facilidad entre lo bajísimo, lo bajo, lo medio, lo alto y lo altísimo, como si se pudiera construir una escala comparable a la de la sequedad del champagne, que va del doux al brut na­ture. O como la escala de grafito de los lápi­ces, cuyas máximas dureza y blandura son, respectivamente, 9H y 9B (los lápices HB, los más comunes, están en el medio). Uno podría postular que lo más blando en mú­sica es el «Arroz con leche» y lo más duro el «Cuarteto para cuerdas y helicópteros» de Stockhausen. El alto modernista, la cria­tura ideal de Sarlo, sería alguien que se va educando, que parte de 9B y llega a cerca de 9H. Puede pasar, por ejemplo, del rock and roll al jazz o de la canción melódica a la música clásica y, luego, a las composiciones experimentales y vanguardistas. Dentro del jazz, por ejemplo, la escala de dureza iría del ragtime al free jazz, pasando por el swing, el bop y sus derivados. Los jazzeros suelen evolucionar siguiendo esa línea histórica y, al igual que los melómanos clásicos, van pa­sando de apreciar solo la melodía a enten­der la armonía, de los ritmos únicos a los múltiples, de la consonancia a la disonancia, a la introducción del azar o de algoritmos matemáticos en la partitura. Para poder se­guir la evolución histórica de la música, hay un aprendizaje, una educación del gusto que va de lo fácil a lo difícil. Pero ¿sería posible formar el gusto para ir en la dirección con­traria? ¿Existe una educación que va de lo difícil a lo fácil?

Hace unos veinte años, cuando Carlos Tévez jugó en Inglaterra, escuchaba en los vestuarios cumbias villeras a todo volu­men. En su momento, me hizo gracia pensar que sus compañeros, acostumbrados a los Beatles, le tiraban con los botines a la cabe­za cuando reproducía los sones de los cha­bones. Pero yo nunca tuve pruebas de que en los años dos mil los jugadores del West Ham, del Manchester City o del Manchester United (los clubes en los que jugó Tévez) escucharan a los Beatles. Hoy tiendo a su­poner que no, que la música que les gustaba no era tan distinta de la que llevaba Carlitos, al que no le resultaba very difficult hacerse aplaudir como disc jockey. En realidad, en lo que estaba pensando era en mi propia re­acción en caso de que alguien viniera a mi casa y me sometiera a una música que no escucho y que no conozco. Algo así me pasó en la trasnoche de la última Navidad, cuando en la plaza de enfrente sonó, hasta después del amanecer, una música que me taladró los oídos y me impidió dormir. Los vándalos sonoros estacionaron frente a mi ventana un auto del que surgía un sonido de bajo que me hacía saltar de la cama y me incitaba al crimen. Me pregunto qué hubiera pasado si ponían a los Beatles. Tal vez sentiría cier­ta irritación, pero no tanta como la que me produjeron esas cosas que escuchaban, que pueden ser cumbia villera, reguetón o algunos de esos nombres en los que identifico al demonio sonoro.

Pero una vez pasada la ira navideña, me pregunté si mi odio por la cumbia villera y sus parientes es puro prejuicio. Tal vez, si prestara la debida atención y mirara el asun­to desde una actitud abierta al conocimien­to, como la que pregonaba Sarlo a la hora de sentarse cuatro horas frente a un pianista que tocaba todo el tiempo la misma nota, me con­vertiría en un aficionado al género. Si uno se puede entrenar para Debussy y Schönberg a partir de Beethoven y para Cecil Taylor a par­tir de Duke Ellington y de Thelonious Monk, ¿no habrá un camino que conduzca al univer­so bailantero a partir de los Beatles? ¿Es po­sible para quienes estamos acostumbrados a un tipo de música socialmente más alta y un poco más compleja mezclarnos con la cultura del fernet musical? Dicho de otro modo: ¿no será lo mío (y lo de tantos otros que ponen caras cuando les hablan de cumbia villera) un simple caso de clasismo, de racismo o de otro de esos vicios? Después de todo, está demos­trado que el fernet y el cuarteto pueden ser gustos adquiridos, además de victorias arro­lladoras del populismo cordobés.

De todos modos, hay una posibilidad peor para mí y para los enemigos musica­les de Carlos Tévez: la de que aquello que consideramos como bajo sea en realidad alto y viceversa. Esta inversión de los valores atraviesa la obra de Simon Reynolds, un crí­tico musical británico al que vengo leyendo desde hace algunos años. En una serie de li­bros, entre ellos Postpunk, Retromanía y el muy reciente Futuromanía, Reynolds atenta frontalmente contra las convicciones musica­les de un aficionado a escuchar a los Beatles y que tiene a Bob Dylan en el pináculo de la idolatría musical. Creo que Reynolds no dijo nunca una palabra de Dylan, al que posiblemente considere sin ningún interés para su visión de la música popular como una manifestación de los deseos de progre­so y redención de las masas de jóvenes pro­letarios. En cuanto a los Beatles, Reynolds sostiene que su influencia en la música fue muy inferior a la de Kraftwerk, la banda de rock alemán. Reynolds es un crítico de rock enemigo del rock en tanto nostalgia y vuelta al pasado, y un amigo de todo aquello que empuje la música hacia el futuro (en lo que coincide, al menos parcialmente, con el pro­grama del alto modernismo, aunque sigo sin ver a Sarlo escuchando cumbia villera, a la que Reynolds no menciona específicamente, pero es parte de su esquema conceptual). Para Reynolds, uno de los momentos en los que el futuro pasó a estar a la vuelta de la esquina, así como la Revolución, está marcado por la irrupción de la música disco, con su base de ritmos repetitivos sintetizados por máquinas y su apelación al baile y a la transgresión. Al pensarlo un poco, me doy cuenta de que, ha­cia los setenta, cuando el rock se alejaba de lo que podría llamarse su ortodoxia, yo ya venía disconforme con la música progresiva, con el punk y el heavy metal. Pero la música disco fue para mí el colmo: un sonido que no po­día soportar, que me afectaba el sistema ner­vioso, y la razón por la que dejé de escuchar música nueva para refugiarme en mi propia retromanía. Desde entonces no me enteré de nada: ni de los géneros, ni de los intérpretes ni de las costumbres. Me convertí en dino­saurio musical, en habitante de un limbo que no era el de la vanguardia ni el de la pulsión hacia el futuro, sino un planeta ralo, poblado apenas por recuerdos que se empobrecían con el paso del tiempo. Por eso, aunque me pro­duce una conmoción interior, no puedo me­nos que sospechar que Reynolds puede tener razón cuando dice como al pasar, al princi­pio de Futuromanía: «Ahora, mucho tiempo después de que la discofobia ha caído en des­gracia y el rockismo ha sido derrotado…». Cincuenta años después, leo a Reynolds fas­cinado por la abigarrada concentración de ex­periencias musicales que van de lo brutal a lo vanguardista y de lo ramplón a lo sofisticado. De la mayoría de ellas, nunca escuché hablar y supongo que nunca lograré distinguirlas ni menos apreciarlas. A cada rato, leyendo a Reynolds, atravieso pasajes que dan cuenta de la maníaca y exuberante pulsión del escri­tor, así como de los objetos que la alimentan: «La cultura rave tenía la sensación de ser “la música del mañana… hoy”. Si te gustaban el tecno, el house, el jungle, el trance, el gabber y otros subgéneros de la rave, sentías que ya estabas de alguna manera en el futuro».

Hay una extraña paradoja asociada a todo esto. Leer a Reynolds me resulta alta­mente instructivo y profundamente entrete­nido. Por otro lado, Futuromanía viene con una playlist de Spotify que incluye la mayo­ría de los temas musicales de los que habla el libro. Son ciento once canciones y diez horas cuarenta de música. Hice la prueba de leer y escucharla al mismo tiempo, así como la de escuchar sin leer y la de leer sin escuchar. De las tres variantes, esta última es la que me resultó más satisfactoria. Siempre estuve afuera del futuro de Reynolds, pero hoy lo disfruto como un sordo que necesita los subtítulos de las películas para poder prescindir de la ban­da sonora.

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