No era la primera vez que me invitaban a presentar mi novela en un museo, la temática del libro —ese tatarabuelo mío que había saqueado tesoros precolombinos— se prestaba a provocaciones, pero quizá esta vez se habían pasado un poco. Me estaba enterando en ese mismo momento, gracias al enorme cartel de la fachada, de que mi presentación en el Museo Etnográfico de Bolonia, Italia, coincidía con la exposición «El oro del Perú». No sé si estaba planeado por mis anfitriones, pero la ironía era más que evidente, y la jornada se intuía complicada. Al menos para mí, que tendría que hacer unos cuantos chistes más para no ponerme intensa. La máscara dorada de otorongo en el cartel me miraba amenazante, como pidiéndome cuentas, como diciéndome «qué haces aquí»; me recordaba mis propias palabras: la crítica anticolonial acerca de convertirme yo misma en una pieza de museo.
Pasado el susto, pude comprobar que el oro no era propiedad del museo europeo, sino que volvería al Perú, porque la muestra era temporal. Y como aún quedaba tiempo para la charla, me interné en aquella escenografía milenarista de iluminación rosa y morada, entre una espesa nube de humo que dejaba atisbar la pasada gloria de mis antepasados peruanos. Después de reconocer algunos de los tesoros, recalé en una sala especialmente acondicionada para viajar en un tour de realidad virtual por Machu Picchu. Sentada en la silla de despegue y con las gafas necesarias, me alisté para sobrevolar la ciudadela, guiada por el personaje del inca Pachacútec. Cuando la máquina me preguntó en qué idioma quería que me hablara el inca, me dio únicamente dos opciones, inglés e italiano, por lo que opté por hacer hablar al emperador andino como Roberto Benigni mientras me iba contando del reloj solar, de las tres puertas y el templo del sol.
Así de cruzada, agotada de recorrer el Machu Picchu en la lengua de Dante, llegué a la presentación de mi libro, que aún me esperaba con otra sorpresa. En la misma mesa estaba sentada la directora del Cervantes, así que ya estábamos casi todos los actores del conflicto: España, el oro y yo. Me dispuse entonces a encajar con osadía sus preguntas acerca de qué significaba para mí estar presentando un libro que trata sobre otro museo etnográfico en un museo etnográfico. Bueno, qué iba a decir, que hemos venido para recrear el caos y que no siempre todo el mal que hace Occidente es por mi bien. La pregunta es si podremos ser capaces de hacer algo distinto a entregarles una coartada.
No ha sido la única vez que me he sentado ante un auditorio que buscaba alguna respuesta para su culpa blanca y colonial. No será la última vez que me paguen por sacar el látigo para su deconstrucción. El museo occidental es hoy un campo de batalla ideológico, político y económico, dice la activista anticolonial francesa Françoise Vergès. Es verdad, desde hace unas cuantas temporadas encontramos a todo el mundo repensando el museo, hablando de cómo descolonizarlo, se invita a los descendientes de esos mundos expoliados para incluir sus visiones y se les da protagonismo. Pero poco es lo que se consigue hacer en la práctica, quizá porque, como cuenta Vergès en su libro Programa de desorden absoluto (título inspirado en una idea del pensador anticolonial Frantz Fanon), supondría contar que todas las grandes instituciones tienen no solo un pasado, sino un presente colonial. Y que no han despedido a ningún poderoso director de museo.
De parte de los antirracistas, Vergès reclama una actitud de fugitividad, de constante en imparable fuga. Así despliega una especie de precario programa de desorden absoluto y detalla algunas de las posibles «técnicas de fugitividad» para mantenernos desobedientes aún en la feliz era de la descolonización de los museos: rechazar la domesticación programada, abordar el capitalismo racial en el museo, descolonizar el museo decolonial, construir lugares de libertad, de solidaridad, dejar de seguir buscando la validación aunque esto suponga aislamiento. La consigna es clara: un museo de la esclavitud es imposible, el esclavo no puede entrar al museo porque debe ser siempre cimarrón.
Los museos universales son espacios en los que se ha hecho una especie de luz de gas a la reflexión sobre la colonialidad. Pocas veces se habla del desmantelamiento cultural de los pueblos originarios a causa de la imposición militar y religiosa de otra cultura. El «Nuevo Mundo» es un palimpsesto, una escritura sobre otra a la que borra, una ficción que pasa necesariamente por los intentos de desaparecer ese mundo real. Para eso se usaron instituciones occidentales como los museos, en los que el patrimonio de esos territorios saqueados de sus orígenes se exhibe como botín, sin comentario o aparato crítico. La coartada ha sido siempre el mestizaje como proceso generador de una cultura mayor, sincrética, romantizada, de unidad lingüística, comunicativa, pero, para que exista tal fusión, la influencia y el predominio tendrían que haber ocurrido también en la otra dirección. Lo que ha habido y ya, sin embargo, es extractivismo material y simbólico de uno de los lados hacia el otro. ¿Por qué no hay objetos europeos en los museos africanos o sudamericanos?
Algunos piensan que habría que demoler los museos y levantar bosques. Otros piensan que la clave está en devolver lo robado. Hay quienes opinan que hay que despedir a los encargados y contratar a representantes de las comunidades originarias para que ofrezcan otras rutas de comprensión. Para algunos es cuestión de devolución, repatriación y reparación. Los de siempre no quieren que cambie nada ni creen que haya que pedir perdón. La clave podría estar en haber sido por fin invitadas al museo, pero solo para mantenernos fugitivas.
Jeanne Walschot fue una ciudadana belga, dueña de la mayor colección de arte africano, especialmente del antiguo Congo Belga. En vida solía fotografiarse con las piezas de su colección y representar en esas imágenes la relación de apego que establecía con los artefactos africanos saqueados y que comercializaba en su casa-tienda-taller. Hacía visitas guiadas donde hablaba como una conocedora de África, un continente que nunca visitó en persona, como tampoco lo visitó el rey belga responsable del genocidio en el Congo.
No vamos a publicar la foto que manda. En las fotos de la época, se ve a la señora junto a los miles de objetos africanos. En su biografía se cuenta que participó en varias ediciones de las exposiciones universales que se caracterizaban por exhibir a personas originarias de las colonias en jaulas, como animales, los llamados «zoológicos humanos». En especial se recuerda su contribución como decoradora del pabellón de propaganda colonial belga, en el que construyó una representación realista de una caravana de porteadores congoleños.
Supe de ella por primera vez cuando Simone Basani y Alice Ciresola me invitaron a Bruselas para participar en su ciclo de talleres de escritura y un proyecto de arte performativo que toma a Walschot y su relación con lo africano como base. La idea de estos artistas es explorar los deseos de los blancos europeos en torno al otro y a lo desconocido, exotización y fetichización, control y posesión. Para eso han creado obras que abordan el poder y los abusos de Occidente, por ejemplo, especulando sobre la sexualidad de Walschot a través de sus interacciones autoeróticas con los tesoros.
La blanquitud tiene tantos recursos que podría crear otro museo en los que exponga y reconozca su culpa y sus crímenes históricos. Y pagaríamos la entrada.
Cuando les di clases a todos esos jóvenes europeos, les pedí que hicieran un collage con tres historias aparentemente aisladas: su historia familiar más vergonzosa, una historia de su deseo y una historia social del racismo y del colonialismo actual.
Quizá fue una forma de mantenerme en fuga.
Hay pocos museos tan sorprendentemente coloniales y rancios como el Museo de América de Madrid. Sus piezas todavía son vistas por un alto promedio de nacionalistas españoles como trofeos de conquista. Todos andan aún muy nostálgicos del viejo imperio porque nunca aceptaron su decadencia. Los españoles tienen una especie de fragilidad blanca y colonial que no les permite quitarse del todo esa tóxica relación con sus excolonias: siguen teniendo reyes, celebrando su
fiesta nacional el doce de octubre, presumiendo de la estatua de Colón en el centro de su plaza más importante, no han abolido su infame ley de extranjería, todavía su Telefónica y su Repsol monopolizan recursos en América Latina, etc.
Como una forma de hackear el museo, me introduje como periodista infiltrada para contarlo desde dentro. A primera vista, el Museo de América, con su look franquista y su particular relato de lo acontecido en Abya Yala, parece lejísimos de descolonizarse y de revisar su siniestra relación con un pasado de dominación y expolio. Si tuviera que tumbarme una estatua de Madrid, la primera sería la de Colón, pero la segunda sería esta: no sé ni por dónde empezar, porque en la misma talla, que remeda un viejo tronco de encino, compiten la fealdad y la infamia a partes iguales. Del tronco brota un hombre a caballo —como tantos hombres a caballo de la historia— que recoge al vuelo a una mujer en apuros de larga cabellera como la mía. El hombre simboliza a España, y la mujer desnuda, a una desvalida mujer; o sea, simboliza a América, a las indias, las conquistadas. El caballero podría ser su salvador si no se pareciera tanto a su raptor. Según el genio que hizo esto y el dictador que lo pagó, la escena de un hombre blanco brindando ayuda a una indígena representa la unión de nuestras culturas, y nosotras, bueno, somos sus hijas espurias. Así nos da la bienvenida el museo de nuestra historia.
Al llegar a la sala de las pinturas de castas, recuerdo la época escolar en que tuve que aprenderme de memoria todas las combinaciones raciales del virreinato. La historia de nuestros países es la historia de lo que hizo España con ellos. Esta demencial sistematización de las razas revela todo el racismo y la obsesión española por la pureza de la sangre. Pese a los negacionistas del racismo colonial, se sabe que el reino de España clasificó a las personas según un cuadro de jerarquías raciales que iba desde la cúspide, el español de España y el criollo, hasta personas llamadas «no te entiendo» o «dudosa». Con la animalización también a la orden: de indio y mestiza, por ejemplo, emergía el coyote; de indio y negro, el lobo. Este pasado no ha pasado. Nuestras sociedades racistas son herederas directas de esa forma de ver el mundo.
Y ya solo faltaba la momia. Que pase la momia. Esta momia es una momia Paracas, así que es una momia peruana. Envuelta en ricos vestidos y adornos, lleva collar, pectoral, máscara y bigotera de oro. Collar de canutillos de Spondylus. Aplique de pectoral que simula un rostro rodeado de serpientes de oro, con su ajuar funerario. Pero nadie ha reclamado aún a la momia Paracas del Perú, que podría ser mi abuela. Quizá un día lo intente yo.
¿Es ético, de buen gusto, tiene sentido, a estas alturas, exhibir restos humanos en un museo? ¿Tienen derechos las momias? ¿Tienen derecho los muertos, aunque estos sean indígenas y hayan existido mil años atrás, a la dignidad y el sueño eterno del sepulcro, en lugar de a un circo constante en un continente ajeno, en un museo ajeno y desacralizante? ¿Se escucha a las comunidades que reclaman estos restos?
Cuando estoy a punto de recorrer la última sala para ver el tesoro de los quimbaya que aún España no ha devuelto a Colombia pese a sus demandas, viene el vigilante para decirme que me vaya. Esta vez no había sido invitada. Tampoco me marché porque quise. Me echaron.
Hay un meme muy chistoso que corre por internet en el que una chica latina entra al British Museum y empieza a hacer un rápido inventario señalando cada objeto y dice «robado, robado, robado, robado, también robado». Son unos ocho millones los objetos que forman parte de la colección del museo inglés. Entre los tesoros incalculables de su colección podemos encontrar la piedra de Rosetta egipcia del año 196 a. c., varias figuras y bloques del Partenón, el moái Hoa Hakananai’a de Rapa Nui o isla de Pascua, la momia egipcia de Katebet, el busto de Ramsés y la serpiente azteca turquesa.
Hoy el British se encuentra en varios contenciosos con los Gobiernos de algunos de estos países por la propiedad de las piezas, pero también en un proceso de deconstrucción todavía —como se ve— incompleto. Como parte de su proceso, varios escritores fuimos convocados para crear ficciones a partir de sus colecciones y archivos. Yo acepté porque sentí que me estaban pagando por decirles sus verdades. Cada una sabe la verdad sobre sí misma. Y porque me pagaban, y esto entraba a cuenta del oro robado de las Indias.
La tarea era indagar en estos viejos documentos para cuestionar las narrativas dominantes y dar voz a los expoliados. Decidí escribir a partir de unos archivos que contaban la historia nada fiable sobre el origen de una momia encontrada en la frontera de Perú y Colombia. Para ello me inventé que dos escritoras —una peruana, María Emilia Cornejo, y otra colombiana, Marvel Moreno— se habían conocido décadas atrás y habían emprendido juntas la investigación sobre esa momia, a la que llamaron Marvemilia. Mi texto consistía en una correspondencia inventada entre ellas en la que discutían los documentos del British esperando dilucidar la historia de esa momia, que les recordaba tanto a sus vidas de escritoras ninguneadas. Las cartas ficticias no se limitaban al tema del proyecto, sino que desbordaban de intimidad, de confesiones, de poesía. En realidad me salió un texto que hablaba de escritoras como momias paracas enterradas por el sistema literario misógino y exhibidas en museos ajenos, en ciudades ajenas. Más aun tratándose de escritoras sudacas, desaparecidas. Quizá era un poco —solo un poco— autobiográfico.
Una de las «audacias» de este relato fue hacer aparecer al final a un funcionario del British, también ficticio, Tim Holden, quien escribe en su escaso español a los familiares de las escritoras ya muertas, pero reivindicadas en los últimos años, para informarles del hallazgo de sus cartas en el archivo. Es él quien finalmente confirma la tesis de las autoras de que la momia era de sexo femenino, de que Marvemilia existió.
¿Estaba ejerciendo mi fugitividad con este relato?
La noche de la inauguración de la exposición «La memoria colonial en las colecciones Thyssen-Bornemisza», los porteros del museo nunca habían visto tantas personas no blancas entrando al museo. La verdad, tenían cara de pocos amigos. ¿Estábamos sumando al programa de caos absoluto? Yo me había puesto mis mejores galas. Una camiseta blanca que acentuaba mis pechos, sobre los que caían mis largos pelos indios, una minifalda negra y un cinturón colorido. No solo a mí se me había ocurrido ir guapa. A donde volteara a mirar, encontraba a una preciosa compañera migrante visionando preciosos cuadros racistas.
No era cualquier cita, dos personas de nuestra comunidad Sudaka en Madrid, la chilena Andrea Pacheco y el afrocolombiano Yeison García, curaban por primera vez una muestra de un museo conocido por ser propiedad de una baronesa. Para semejante encargo, en el proceso habían tenido que dar muchas batallas, algunas las habían ganado y otras no. Lo habían hecho desde una perspectiva estratégica, pensando en seguir hackeando los planteamientos de la institución, aprovechando su altavoz, colando los relatos y nociones antirracistas en el debate público.
Como ellos decían, el trabajo en común se había dado en un «marco de tensión creativa». El resultado: un recorrido por las entrañas de la institución para cuestionar las huellas del poder colonial entre sus paredes, a través de sus piezas más emblemáticas, y para denunciar que la violencia racista y colonial no es cosa del pasado.
Detrás de la etiqueta de «arte» estaban todas las obras que habían servido para jerarquizar cuerpos en la historia, construir la figura del bárbaro y apuntalar la blanquitud, escondiendo la situación de esclavitud que vivían las personas negras, asiáticas, marrones e indígenas en Europa, representadas en los cuadros como peligrosas o exóticas. Como putas u odaliscas. Como bandoleros y futuros terroristas.
Quedaba claro que habíamos entrado al museo ya no como personajes de pinturas estigmatizantes, sino como conciencias críticas empujadas desde los movimientos de base antirracista y popular; que estábamos ahí para desenmascararlos, para decir que ni los museos ni el arte habían contado la realidad, sino que la habían diseñado a gusto del poder, creando relatos falsos.
Nosotras ahí, bailando salsa en un espacio de música de cámara, con nuestros colores en ese ambiente normalmente monocromo, estábamos proponiendo un museo alternativo, un museo desviado. Pero ¿estábamos desobedeciendo, o dejándonos fagocitar una vez más? La curadora que todo lo cura, Andrea Pacheco, me dijo esa tarde que era una estupidez pensar que la instrumentalización solo va en una dirección, o que los artistas o curadores migras y racializados, con una conciencia histórica fuerte, no tienen también una agenda que en este caso es colectiva y que consiste en abrir camino, ocupar espacios y transformarlos. Yeison García me habló de traicionar el orden racial del proyecto ilustrado, esas voces autorizadas siempre blancas, los lugares de poder de los propios gestores culturales y curadores, y hacerlo en procesos cada vez más impuros, bastardos, contradictorios. En suma, para volver a Fanon, caóticos.
Lo que más recuerdo de esa tarde es a Gad Yola, la travesti drag peruana, haciéndonos posar a todas las amigas y compañeras para un video de inspiración pasarela de moda antirracista. Bailando voguing salvajemente. Al día siguiente nos veríamos emocionadas en un reel de Instagram con uno de los temas del disco de Gad Yola de fondo, «Bienvenidos al museo», que habla de cómo siempre estuvimos fuera y cómo ahora habíamos construido otro museo, como el Museo Travesti creado por el artista peruano Giuseppe Campuzano, que mucho supo de no ser parte de la historia oficial que cuentan los museos: «Bienvenidos al museo. / Aquí no hay ningún trofeo, / solo muchos cuadros feos. / Aquí no hay castas / que midan tu pureza. / Tu identidad ahora es una puerta. / Bienvenidos al museo / donde encontrarás consuelo. / Si te atreves a venir, / sabes que estarás feliz. / Destruyamos el museo / y levantemos uno nuevo, / delincuente y desviado, / por todas las que lucharon». Quizá no estamos entrando, sino saliendo, fugitivas, cimarronas, desobedientes.