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Fugitividad o una bomba en el museo

Escribe
Gabriela Wiener
Ilustra
Miguel Rep
Entramos con una de nuestras autoras preferidas a los museos más grandes de Occidente. Gabriela Wiener analiza estos espacios simbólicos no solo como plataformas, sino como verdaderos campos de batalla que hablan de las tensiones con las que se organiza el presente.

No era la primera vez que me invitaban a presentar mi novela en un museo, la temática del libro —ese tatarabuelo mío que había saqueado tesoros precolom­binos— se prestaba a provocaciones, pero quizá esta vez se habían pasado un poco. Me estaba enterando en ese mismo momento, gracias al enorme cartel de la fachada, de que mi presentación en el Museo Etnográfico de Bolonia, Italia, coincidía con la exposición «El oro del Perú». No sé si estaba planeado por mis anfitriones, pero la ironía era más que evidente, y la jornada se intuía complicada. Al menos para mí, que tendría que hacer unos cuantos chistes más para no ponerme intensa. La máscara dorada de otorongo en el cartel me miraba amenazante, como pidiéndome cuentas, como diciéndome «qué haces aquí»; me recordaba mis propias palabras: la crítica anticolonial acerca de convertirme yo misma en una pieza de museo.

Pasado el susto, pude comprobar que el oro no era propiedad del museo europeo, sino que volvería al Perú, porque la muestra era temporal. Y como aún quedaba tiempo para la charla, me interné en aquella escenografía milenarista de iluminación rosa y morada, entre una espesa nube de humo que dejaba atisbar la pasada gloria de mis antepasados peruanos. Después de reconocer algunos de los tesoros, recalé en una sala especialmente acondicionada para viajar en un tour de reali­dad virtual por Machu Picchu. Sentada en la silla de despegue y con las gafas necesarias, me alisté para sobrevolar la ciudadela, guiada por el personaje del inca Pachacútec. Cuando la máquina me preguntó en qué idioma que­ría que me hablara el inca, me dio únicamen­te dos opciones, inglés e italiano, por lo que opté por hacer hablar al emperador andino como Roberto Benigni mientras me iba con­tando del reloj solar, de las tres puertas y el templo del sol.

Así de cruzada, agotada de recorrer el Machu Picchu en la lengua de Dante, llegué a la presentación de mi libro, que aún me es­peraba con otra sorpresa. En la misma mesa estaba sentada la directora del Cervantes, así que ya estábamos casi todos los actores del conflicto: España, el oro y yo. Me dispuse entonces a encajar con osadía sus preguntas acerca de qué significaba para mí estar pre­sentando un libro que trata sobre otro museo etnográfico en un museo etnográfico. Bueno, qué iba a decir, que hemos venido para recrear el caos y que no siempre todo el mal que hace Occidente es por mi bien. La pregunta es si podremos ser capaces de hacer algo distinto a entregarles una coartada.

No ha sido la única vez que me he sen­tado ante un auditorio que buscaba alguna respuesta para su culpa blanca y colonial. No será la última vez que me paguen por sacar el látigo para su deconstrucción. El museo occidental es hoy un campo de batalla ideo­lógico, político y económico, dice la activista anticolonial francesa Françoise Vergès. Es verdad, desde hace unas cuantas temporadas encontramos a todo el mundo repensando el museo, hablando de cómo descolonizarlo, se invita a los descendientes de esos mun­dos expoliados para incluir sus visiones y se les da protagonismo. Pero poco es lo que se consigue hacer en la práctica, quizá porque, como cuenta Vergès en su libro Programa de desorden absoluto (título inspirado en una idea del pensador anticolonial Frantz Fanon), supondría contar que todas las grandes ins­tituciones tienen no solo un pasado, sino un presente colonial. Y que no han despedido a ningún poderoso director de museo.

De parte de los antirracistas, Vergès recla­ma una actitud de fugitividad, de constante en imparable fuga. Así despliega una especie de precario programa de desorden absoluto y detalla algunas de las posibles «técnicas de fugitividad» para mantenernos desobedientes aún en la feliz era de la descolonización de los museos: rechazar la domesticación pro­gramada, abordar el capitalismo racial en el museo, descolonizar el museo decolonial, construir lugares de libertad, de solidaridad, dejar de seguir buscando la validación aun­que esto suponga aislamiento. La consigna es clara: un museo de la esclavitud es imposible, el esclavo no puede entrar al museo porque debe ser siempre cimarrón.

Los museos universales son espacios en los que se ha hecho una especie de luz de gas a la reflexión sobre la colonialidad. Pocas veces se habla del desmantelamiento cultu­ral de los pueblos originarios a causa de la imposición militar y religiosa de otra cultura. El «Nuevo Mundo» es un palimpsesto, una escritura sobre otra a la que borra, una fic­ción que pasa necesariamente por los intentos de desaparecer ese mundo real. Para eso se usaron instituciones occidentales como los museos, en los que el patrimonio de esos te­rritorios saqueados de sus orígenes se exhibe como botín, sin comentario o aparato críti­co. La coartada ha sido siempre el mestizaje como proceso generador de una cultura ma­yor, sincrética, romantizada, de unidad lin­güística, comunicativa, pero, para que exista tal fusión, la influencia y el predominio ten­drían que haber ocurrido también en la otra dirección. Lo que ha habido y ya, sin embar­go, es extractivismo material y simbólico de uno de los lados hacia el otro. ¿Por qué no hay objetos europeos en los museos africanos o sudamericanos?

Algunos piensan que habría que demoler los museos y levantar bosques. Otros piensan que la clave está en devolver lo robado. Hay quienes opinan que hay que despedir a los en­cargados y contratar a representantes de las comunidades originarias para que ofrezcan otras rutas de comprensión. Para algunos es cuestión de devolución, repatriación y repa­ración. Los de siempre no quieren que cam­bie nada ni creen que haya que pedir perdón. La clave podría estar en haber sido por fin in­vitadas al museo, pero solo para mantenernos fugitivas.

Jeanne Walschot fue una ciudadana belga, dueña de la mayor colección de arte africa­no, especialmente del antiguo Congo Belga. En vida solía fotografiarse con las piezas de su colección y representar en esas imágenes la relación de apego que establecía con los artefactos africanos saqueados y que comercia­lizaba en su casa-tienda-taller. Hacía visitas guiadas donde hablaba como una conocedora de África, un continente que nunca visitó en persona, como tampoco lo visitó el rey belga responsable del genocidio en el Congo.

No vamos a publicar la foto que manda. En las fotos de la época, se ve a la señora junto a los miles de objetos africanos. En su biografía se cuenta que participó en varias ediciones de las exposiciones universales que se caracterizaban por exhibir a personas originarias de las colonias en jaulas, como animales, los llamados «zoológicos huma­nos». En especial se recuerda su contribución como decoradora del pabellón de propaganda colonial belga, en el que construyó una repre­sentación realista de una caravana de portea­dores congoleños.

Supe de ella por primera vez cuando Simone Basani y Alice Ciresola me invitaron a Bruselas para participar en su ciclo de ta­lleres de escritura y un proyecto de arte per­formativo que toma a Walschot y su relación con lo africano como base. La idea de estos artistas es explorar los deseos de los blan­cos europeos en torno al otro y a lo desco­nocido, exotización y fetichización, control y posesión. Para eso han creado obras que abordan el poder y los abusos de Occidente, por ejemplo, especulando sobre la sexualidad de Walschot a través de sus interacciones au­toeróticas con los tesoros.

La blanquitud tiene tantos recursos que podría crear otro museo en los que exponga y reconozca su culpa y sus crímenes históricos. Y pagaríamos la entrada.

Cuando les di clases a todos esos jóvenes europeos, les pedí que hicieran un collage con tres historias aparentemente aisladas: su historia familiar más vergonzosa, una historia de su deseo y una historia social del racismo y del colonialismo actual.

Quizá fue una forma de mantenerme en fuga.

Hay pocos museos tan sorprendentemente coloniales y rancios como el Museo de América de Madrid. Sus piezas todavía son vistas por un alto promedio de nacionalistas españoles como trofeos de conquista. Todos andan aún muy nostálgicos del viejo imperio porque nunca aceptaron su decadencia. Los españoles tienen una especie de fragilidad blanca y colonial que no les permite quitarse del todo esa tóxica relación con sus excolo­nias: siguen teniendo reyes, celebrando su

fiesta nacional el doce de octubre, presumien­do de la estatua de Colón en el centro de su plaza más importante, no han abolido su infa­me ley de extranjería, todavía su Telefónica y su Repsol monopolizan recursos en América Latina, etc.

Como una forma de hackear el museo, me introduje como periodista infiltrada para con­tarlo desde dentro. A primera vista, el Museo de América, con su look franquista y su par­ticular relato de lo acontecido en Abya Yala, parece lejísimos de descolonizarse y de revi­sar su siniestra relación con un pasado de do­minación y expolio. Si tuviera que tumbarme una estatua de Madrid, la primera sería la de Colón, pero la segunda sería esta: no sé ni por dónde empezar, porque en la misma talla, que remeda un viejo tronco de encino, compiten la fealdad y la infamia a partes iguales. Del tronco brota un hombre a caballo —como tantos hombres a caballo de la historia— que recoge al vuelo a una mujer en apuros de larga cabellera como la mía. El hombre simboliza a España, y la mujer desnuda, a una desvalida mujer; o sea, simboliza a América, a las indias, las conquistadas. El caballero podría ser su salvador si no se pareciera tanto a su rap­tor. Según el genio que hizo esto y el dictador que lo pagó, la escena de un hombre blanco brindando ayuda a una indígena representa la unión de nuestras culturas, y nosotras, bueno, somos sus hijas espurias. Así nos da la bien­venida el museo de nuestra historia.

Al llegar a la sala de las pinturas de cas­tas, recuerdo la época escolar en que tuve que aprenderme de memoria todas las combina­ciones raciales del virreinato. La historia de nuestros países es la historia de lo que hizo España con ellos. Esta demencial sistemati­zación de las razas revela todo el racismo y la obsesión española por la pureza de la sangre. Pese a los negacionistas del racismo colo­nial, se sabe que el reino de España clasificó a las personas según un cuadro de jerarquías raciales que iba desde la cúspide, el español de España y el criollo, hasta personas lla­madas «no te entiendo» o «dudosa». Con la animalización también a la orden: de indio y mestiza, por ejemplo, emergía el coyote; de indio y negro, el lobo. Este pasado no ha pa­sado. Nuestras sociedades racistas son here­deras directas de esa forma de ver el mundo.

Y ya solo faltaba la momia. Que pase la momia. Esta momia es una momia Paracas, así que es una momia peruana. Envuelta en ricos vestidos y adornos, lleva collar, pec­toral, máscara y bigotera de oro. Collar de canutillos de Spondylus. Aplique de pectoral que simula un rostro rodeado de serpientes de oro, con su ajuar funerario. Pero nadie ha reclamado aún a la momia Paracas del Perú, que podría ser mi abuela. Quizá un día lo in­tente yo.

¿Es ético, de buen gusto, tiene sentido, a estas alturas, exhibir restos humanos en un museo? ¿Tienen derechos las momias? ¿Tienen derecho los muertos, aunque estos sean indígenas y hayan existido mil años atrás, a la dignidad y el sueño eterno del sepulcro, en lugar de a un circo constante en un continente ajeno, en un museo ajeno y de­sacralizante? ¿Se escucha a las comunidades que reclaman estos restos?

Cuando estoy a punto de recorrer la últi­ma sala para ver el tesoro de los quimbaya que aún España no ha devuelto a Colombia pese a sus demandas, viene el vigilante para decirme que me vaya. Esta vez no había sido invitada. Tampoco me marché porque quise. Me echaron.

Hay un meme muy chistoso que corre por internet en el que una chica latina entra al British Museum y empieza a hacer un rá­pido inventario señalando cada objeto y dice «robado, robado, robado, robado, también robado». Son unos ocho millones los objetos que forman parte de la colección del museo inglés. Entre los tesoros incalculables de su colección podemos encontrar la piedra de Rosetta egipcia del año 196 a. c., varias figuras y bloques del Partenón, el moái Hoa Hakananai’a de Rapa Nui o isla de Pascua, la momia egipcia de Katebet, el busto de Ramsés y la serpiente azteca turquesa.

Hoy el British se encuentra en varios con­tenciosos con los Gobiernos de algunos de estos países por la propiedad de las piezas, pero también en un proceso de deconstruc­ción todavía —como se ve— incompleto. Como parte de su proceso, varios escritores fuimos convocados para crear ficciones a par­tir de sus colecciones y archivos. Yo acepté porque sentí que me estaban pagando por de­cirles sus verdades. Cada una sabe la verdad sobre sí misma. Y porque me pagaban, y esto entraba a cuenta del oro robado de las Indias.

La tarea era indagar en estos viejos do­cumentos para cuestionar las narrativas do­minantes y dar voz a los expoliados. Decidí escribir a partir de unos archivos que contaban la historia nada fiable sobre el origen de una momia encontrada en la frontera de Perú y Colombia. Para ello me inventé que dos escri­toras —una peruana, María Emilia Cornejo, y otra colombiana, Marvel Moreno— se habían conocido décadas atrás y habían emprendido juntas la investigación sobre esa momia, a la que llamaron Marvemilia. Mi texto consis­tía en una correspondencia inventada entre ellas en la que discutían los documentos del British esperando dilucidar la historia de esa momia, que les recordaba tanto a sus vidas de escritoras ninguneadas. Las cartas ficticias no se limitaban al tema del proyecto, sino que desbordaban de intimidad, de confesiones, de poesía. En realidad me salió un texto que hablaba de escritoras como momias paracas enterradas por el sistema literario misógino y exhibidas en museos ajenos, en ciudades aje­nas. Más aun tratándose de escritoras suda­cas, desaparecidas. Quizá era un poco —solo un poco— autobiográfico.

Una de las «audacias» de este relato fue hacer aparecer al final a un funcionario del British, también ficticio, Tim Holden, quien escribe en su escaso español a los familiares de las escritoras ya muertas, pero reivindi­cadas en los últimos años, para informarles del hallazgo de sus cartas en el archivo. Es él quien finalmente confirma la tesis de las au­toras de que la momia era de sexo femenino, de que Marvemilia existió.

¿Estaba ejerciendo mi fugitividad con este relato?

La noche de la inauguración de la exposi­ción «La memoria colonial en las colec­ciones Thyssen-Bornemisza», los porteros del museo nunca habían visto tantas personas no blancas entrando al museo. La verdad, tenían cara de pocos amigos. ¿Estábamos sumando al programa de caos absoluto? Yo me había puesto mis mejores galas. Una camiseta blan­ca que acentuaba mis pechos, sobre los que caían mis largos pelos indios, una minifalda negra y un cinturón colorido. No solo a mí se me había ocurrido ir guapa. A donde volteara a mirar, encontraba a una preciosa compa­ñera migrante visionando preciosos cuadros racistas.

No era cualquier cita, dos personas de nuestra comunidad Sudaka en Madrid, la chilena Andrea Pacheco y el afrocolombia­no Yeison García, curaban por primera vez una muestra de un museo conocido por ser propiedad de una baronesa. Para semejante encargo, en el proceso habían tenido que dar muchas batallas, algunas las habían gana­do y otras no. Lo habían hecho desde una perspectiva estratégica, pensando en seguir hackeando los planteamientos de la institu­ción, aprovechando su altavoz, colando los relatos y nociones antirracistas en el debate público.

Como ellos decían, el trabajo en común se había dado en un «marco de tensión crea­tiva». El resultado: un recorrido por las en­trañas de la institución para cuestionar las huellas del poder colonial entre sus paredes, a través de sus piezas más emblemáticas, y para denunciar que la violencia racista y co­lonial no es cosa del pasado.

Detrás de la etiqueta de «arte» estaban todas las obras que habían servido para je­rarquizar cuerpos en la historia, construir la figura del bárbaro y apuntalar la blanquitud, escondiendo la situación de esclavitud que vivían las personas negras, asiáticas, ma­rrones e indígenas en Europa, representadas en los cuadros como peligrosas o exóticas. Como putas u odaliscas. Como bandoleros y futuros terroristas.

Quedaba claro que habíamos entrado al museo ya no como personajes de pinturas estigmatizantes, sino como conciencias críticas empujadas desde los movimientos de base antirracista y popular; que estábamos ahí para desenmascararlos, para decir que ni los museos ni el arte habían contado la realidad, sino que la habían diseñado a gusto del poder, creando relatos falsos.

Nosotras ahí, bailando salsa en un espacio de música de cámara, con nuestros colores en ese ambiente normalmente monocromo, es­tábamos proponiendo un museo alternativo, un museo desviado. Pero ¿estábamos desobe­deciendo, o dejándonos fagocitar una vez más? La curadora que todo lo cura, Andrea Pacheco, me dijo esa tarde que era una es­tupidez pensar que la instrumentalización solo va en una dirección, o que los artistas o curadores migras y racializados, con una conciencia histórica fuerte, no tienen también una agenda que en este caso es colectiva y que consiste en abrir camino, ocupar espa­cios y transformarlos. Yeison García me ha­bló de traicionar el orden racial del proyecto ilustrado, esas voces autorizadas siempre blancas, los lugares de poder de los propios gestores culturales y curadores, y hacerlo en procesos cada vez más impuros, bastar­dos, contradictorios. En suma, para volver a Fanon, caóticos.

Lo que más recuerdo de esa tarde es a Gad Yola, la travesti drag peruana, hacién­donos posar a todas las amigas y compañe­ras para un video de inspiración pasarela de moda antirracista. Bailando voguing salva­jemente. Al día siguiente nos veríamos emo­cionadas en un reel de Instagram con uno de los temas del disco de Gad Yola de fon­do, «Bienvenidos al museo», que habla de cómo siempre estuvimos fuera y cómo aho­ra habíamos construido otro museo, como el Museo Travesti creado por el artista peruano Giuseppe Campuzano, que mucho supo de no ser parte de la historia oficial que cuentan los museos: «Bienvenidos al museo. / Aquí no hay ningún trofeo, / solo muchos cuadros feos. / Aquí no hay castas / que midan tu pu­reza. / Tu identidad ahora es una puerta. / Bienvenidos al museo / donde encontrarás consuelo. / Si te atreves a venir, / sabes que estarás feliz. / Destruyamos el museo / y le­vantemos uno nuevo, / delincuente y desvia­do, / por todas las que lucharon». Quizá no estamos entrando, sino saliendo, fugitivas, cimarronas, desobedientes.

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