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Jaws

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Cuando se estrenó «Tiburón» nadie sabía que Spielberg inauguraba una nueva manera de hacer cine. Pero según Nacho Vigalondo, hay señales en la película que lo vaticinan.

Hace poco llegó a mis ojos un video de YouTube capaz de poner los pelos de punta a cualquier cinéfilo, y hacer que se caiga al suelo a cualquier director de cine. Steven Spielberg, sin barba, siguiendo la retransmisión de las nominaciones a los premios Oscar el año en que optaba Jaws («Tiburón», 1975). Cuando comprueba que no ha sido nominado a mejor director, en la lista que compondrían Kubrick, Fellini, Lumet, Forman y Altman, percibes de lejos la honda y electrificada decepción de un jovenzuelo a punto de atravesar el televisor de un puñetazo.

Spielberg ya era un director de éxito, y su nombre ya se había convertido en una marca, pero no deja de resultar chocante que alguien lamente no acceder al olimpo de los Óscar con una película taquillera de terror con monstruo, tetas al comienzo y explosión al final. Su decepción es la rabia de un artista consciente de su grandeza.

¿Era Spielberg consciente en 1975 de su propia importancia? Y si es así, ¿es posible que Jaws  fuese una película rodada desde la intuición de su propio éxito, de su papel decisivo en la historia del cine? Recordemos que Jaws, antes que Star Wars, funcionó como puente entre dos mundos, entre un Hollywood orientado a un público adulto y un Hollywood familiar, entre una industria que destilaba espectáculo a partir de los géneros reconocibles y las páginas de actualidad, y la que se entregó al escapismo inocente de los cuentos de hadas. Cuando Spielberg nos deja ver en Jaws  dos estrellas fugaces recorrer el cielo en altamar sobre las cabezas de sus sufridos adultos, ¿nos está avisando del inminente reinado de fantasías mucho más blancas?

¿Cuántas películas recordáis protagonizadas por un trío de individuos, sin que ninguno juegue el papel de antagonista, alivio cómico en segundo término o interés romántico? La estructura dramática formada por los tres personajes principales de «Tiburón» es muy poco frecuente. Nos resulta natural pensar que el Sheriff Brody (Roy Scheider) es el protagonista, pero ¿sentimos como secundarios a Hooper (Richard Dreyfuss), o a Quint (Robert Shaw)? ¿Por qué necesitamos a los tres para cazar a un tiburón? ¿Qué representa cada uno de ellos, tienen algún significado los conflictos y relaciones de dependencia que surgen en su relación?

De entrada, hay algo que separa al Sheriff Brody, nuestro guía durante todo el relato, de sus dos compañeros. Los tres personajes coinciden en haber sufrido en su pasado un hecho violento relacionado con el mar. Algo que traumatiza a Brody, convirtiéndolo en un hombre de tierra firme, pero que transforma a Quint y Hooper en aventureros obsesivos. El personaje de Brody es presentado en su casa, mirando el mar de frente a través del cristal de una ventana (como muestra la figura 1).

Los otros dos son introducidos con el mar a sus espaldas, su espacio natural. Precisemos: Hooper tiene detrás el mar (figura 2),

mientras que Quint tiene una representación del mar, un dibujo en una pizarra, a la que araña con divertido sadismo para llamar la atención de una masa de aburridos burócratas de pueblo (figura 3).

Nueve de cada diez cinéfilos tiene a Quint como su personaje favorito de la película, y quizás de cualquier película. El propio filme parece rendir tributo constante a su figura, que no deja de crecer a través de los ojos de los demás personajes hasta convertirse, en los últimos tramos del largometraje, en una figura de leyenda en vida.

¿Se nos ocurre a quién pudo tener en mente el joven Steven Spielberg para componer a un irlandés gruñón, a un mito viviente con todo el peso del siglo veinte sobre sus espaldas, a un pionero en los últimos instantes de una vida rebosante de aventura, de épica a la vieja usanza? Los que no sepan qué responder a esta pregunta, buscad otro YouTube, esta vez el fragmento de una charla en la que Spielberg cuenta cómo conoció de niño a John Ford. Sí, el retrato de Quint esconde al director de The Searchers.

Si seguimos con este juego, podemos adivinar qué director de cine puede esconderse bajo el personaje de Hooper. No es difícil reconocer en él al propio Spielberg. No es solo su apariencia física, que más que una representación del director, funciona como inquietante anticipación de su aspecto durante las décadas posteriores.

Richard Dreyfuss también nos remite a Spielberg porque años después interpretaría a un mucho más explícito alter ego suyo en Close Encounters of the Third Kind. En ambas películas interpreta a dos personajes cegados por una jubilosa obsesión. Si en Close Encounters  arrastraba a Dreyfuss a superar un ritual iniciático que le obligaba a desprenderse de su entorno familiar, de su identidad social, en Jaws  el personaje hace años que ha soltado lastre y se nos presenta sin familia, sin las innecesarias habilidades sociales. Es un hombre que vive por y para su labor, propulsado por su juventud (y por la tecnología de la época).

Hay otro plano en Tiburón  que funciona como una milimétrica anticipación del cine que vendría después. Durante la primera expedición de Hooper a altamar —acompañado por Brody, que tiene que emborracharse para soportar el paseo nocturno—, tenemos un precioso plano de conjunto en el que vemos cómo la luz de los focos, bajo la sofisticada embarcación del científico, ilumina el agua a su alrededor (como muestra la figura 4).

Es un recurso fantasmagórico, con un efecto de difuminado que nos remite inmediatamente a las luces entre las nubes en E.T., o en Close Encounters, a cientos de efectos especiales que veríamos en películas posteriores. El barco de Hooper es el futuro. Es el «bigger boat» que Brody menciona en su frase inmortal, cuando, en la segunda mitad de la película, descubre el tamaño del tiburón, y se da cuenta de que la vieja chatarra de Quint es insuficiente.

Llegados a este punto, nos resulta muy sencillo interpretar Tiburón como una bella alegoría sobre un relevo generacional. La primera mitad de la película nos divierte con las diferencias entre Quint y Hooper. Para el lobo de mar el otro es un niño rodeado de juguetes que no consiguen disimular su falta de experiencia vital.

Para el oceanógrafo Quint es la parodia de un «working class hero», un cliché ambulante. Pero la segunda mitad de Jaws nos permite intuir cómo se acentúa un hermoso reconocimiento mutuo, cómo la admiración entre estos dos personajes crece, hasta llegar a ese punto de comunión perfecto que es el intercambio de cicatrices en el camarote.

Y después Quint fallece. Y es Hooper el que vuelve a tierra firme. Donde le espera su barco de luces.

Tiburón  finaliza de una forma muy limpia, sin epílogo alguno, algo que acabaría siendo raro en la carrera de Spielberg, tan dado a las conclusiones explicativas. Pero hemos entendido el sentido detrás de la muerte de Quint, de la destrucción de su barco. Esta es la historia de cómo termina una era, pero no sin antes plantar su huella sobre los que recogen el testigo. El pionero muere, el innovador sobrevive, pero antes han tenido la ocasión de mostrarse sus cicatrices.

Sin embargo algo falta en esta interpretación de la trama de Tiburón. ¿Dónde demonios metemos al Sheriff Brody? De entrada, ¿para qué le necesitamos en la expedición que parte a la caza del tiburón y que ocupa toda la segunda mitad del metraje?

La excusa que se escucha en la película —que él ha proporcionado el dinero y que, por tanto, ha de estar presente— es bastante débil. El motivo verdadero, el que el personaje calla, es otro: el sentimiento de culpa por haber permitido la muerte de un niño en la playa al ceder al chantaje político. No está mal, pero no deja de tratarse de una trama emocional que poco tiene que ver con la alegoría que estamos destapando. La pregunta es: ¿qué pinta el Sheriff Brody en un barco con Spielberg y John Ford?

Para empezar, se trata del protagonista de la película, en el sentido más tradicional del término. Y como tal, no solo se encarga de guiarnos a lo largo de todo el relato a través de su punto de vista: su condición también le demanda encargarse del enfrentamiento último con el antagonista. Y vencerle. Es Brody el que protagoniza el encuentro último con el tiburón, y lo hace en un momento en el que Quint ha fallecido y Hooper ha desaparecido bajo las aguas. Lo mata; la victoria es, después de todo, suya.

Así como la evolución de los personajes de Quint y Hooper se basa en el progresivo reconocimiento profesional (¿artístico?) del otro, sin mayor implicación emocional, el de Brody es un arco dramático completo. Jaws cuenta la historia de cómo un personaje que mira el mar a través de una ventana se sumerge en esas mismas aguas para matar a un tiburón.

En otras palabras, el proceso mágico por el cual un espectador atraviesa el espejo.

En el viaje al territorio de los sueños que es la segunda mitad de Jaws, ese punto en altamar en el que hemos perdido de vista la costa y el cielo se puebla de estrellas fugaces, la presencia de dos autores, de dos individuos que han sido «iluminados» por sus terrores infantiles y que celebran sus cicatrices como si fuesen trofeos, es incompleta sin la presencia del espectador, del individuo que lidia con sus miedos traumáticos de un modo mucho más corriente, el tipo para el cual un tiburón es un tiburón. Y su presencia no es secundaria, es la más importante.

Se puede resumir así: Spielberg y John Ford, cumpliendo diferentes papeles en la historia, están unidos por la misma pasión, la de arrastrarnos a altamar con sus técnicas, su sabiduría, sus trucos, y plantarnos delante de un tiburón para que seamos nosotros quienes lo ejecutemos. El cine, al igual que cualquier otra forma de expresión artística, es un viaje que empieza en la mente del autor, pero termina en la del espectador, que no solo escucha. En el mejor de los casos, es él quien completa y cierra el sentido de lo que se ha contado.

Si Jaws  es una película en la que el mismo director está representado en uno de los personajes, no suena mucho más descabellado que un tercer personaje nos represente como espectadores. Y que, así, la película funcione como la descripción de una transición histórica de la naturaleza del cine de consumo: rodada durante esa transición. Qué demonios: ¡protagonizando esa transición!

O sea, una película sobre sí misma que no solo es capaz de reconocer sus antecedentes sino también de predecir su significación histórica. Es como si alguien hubiese sido capaz de componer una reflexión sobre el hundimiento del Titanic en 1885, ¡y a bordo del Titanic!

Cuando, a modo de juego, anuncié el título de este artículo en mi cuenta de Twitter, muchísimos acertaron que los «tres segundos más importantes de Jaws» pertenecían a la que quizás sea la secuencia más legendaria de toda la película: el intercambio de cicatrices nocturno entre Quint y Hooper.

Es una secuencia bellísima en la que se produce el encuentro entre estos dos personajes que llevamos esperando toda la película. Brody, de pie, contempla cómo los otros dos se remangan a ambos lados de una mesa y comparten las historias detrás de cada una de sus heridas de guerra. El sheriff sonríe mientras observa su ridícula marca de apendicitis (ver la figura 5).

Parece justo que él permanezca en un segundo término.

Después de narrar la historia más espeluznante de todas, Quint canta «Farewell, and adieu, my fair spanish lady», un viejo himno marinero. El ambiente se relaja, y un halo de camaradería inmediata inunda la escena. Pero Brody sigue de pie (como se ve en la figura 6).

Se hace silencio y esta vez Hooper es el que canta «Show me the way to go home», un himno popular para borracheras. La letra que Brody sabe, que todo el mundo sabe. Ahora Brody no solo contempla la escena, puede participar en ella. Canta y, esta vez sí, se sienta junto a sus dos compañeros en la misma mesa. Hooper ha conseguido sentar a todo el mundo en la misma mesa (figura 7), todos cantando la misma canción.

Y en ese preciso instante podemos empezar a entender en qué consiste ser el Rey Midas de Hollywood.

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