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La casa número seis

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Alejandro Merino
Una casa abandonada en un barrio donde todos se conocen y los chicos juegan en las veredas. El misterio crece, y también los silencios que se transmiten de generación en generación.

Todos sabíamos que La Casa —la número seis— estaba abandonada. Todos sabíamos que era mejor no acercarse. Nadie, durante los años de mi infancia, se atrevió a saltar el enorme zaguán azul marino y entrar siquiera al patio. Todos sabíamos que había algo ahí, y ese saber se transmitía con rigurosa continuidad generacional. Los mayores, que rondaban los trece o catorce años, se lo contaban a los hermanos menores, que a los seis o siete comenzábamos a tener autorización de nuestros padres para salir a jugar por las tardes. 

De las diez casas que conformaban la cerrada, siempre hubo una, la siete, que constantemente cambiaba de inquilinos; una familia nueva llegaba a la cuadra, casi siempre con uno o dos niños que rápidamente se integraban al grupo, pero por alguna razón no vivían ahí más de seis meses. Algunos decían que los dueños se habían ido a otra ciudad hacía muchos años y que las familias que llegaban, más que rentarla, se instalaban clandestinamente hasta que los dueños se enteraban, ponían una demanda y los nuevos inquilinos tenían que irse antes de que los desalojaran. Eran problemas que solo los adultos entendían. Para nosotros, tener niños nuevos en el grupo era siempre bienvenido, aunque duraran solo seis meses. 

La calle Laguna —nuestra calle— era una de las más largas, y la última también; una especie de medio anillo enorme que delimitaba la colonia Niños Héroes. Cada diez casas había una pequeña cerrada perpendicular con diez casas más, así que, además de los niños que vivíamos en cada una de las cerradas, aquellos que vivían sobre Laguna tomaban la cerrada más cercana como patio, pues entraban muy pocos coches, y aquellos que lo hacían eran de los vecinos y lo hacían muy lento. 

Nuestra cerrada estaba siempre llena de niños. Yo vivía en la casa uno, al lado vivía Juanma, que era hijo único; Chava, mi mejor amigo —teníamos ocho años cuando comenzamos a interesarnos realmente por La Casa—, y su hermano Carlos, que entonces tenía trece; don Beto y doña Leti, ya muy mayores pero con nietos de nuestra edad; Pablo, que nos llevaba un año y tenía un hermano de veinte que siempre estaba lavando su coche; Marcelino y sus hermanas; el Memín, dos años mayor que yo y quien mejor peleaba y jugaba fútbol. Si su equipo perdía, soltaba insultos que no les escuchábamos ni a nuestros padres. Todos queríamos al Memín en nuestro equipo, más que para ganar, para que no nos insultara. 

Además de nosotros, los inquilinos intermitentes de la casa siete. Algunos decían que por eso las familias de esa casa se iban a los seis meses. Compartían la pared con eso que habitaba ahí, en La Casa. 

Era muy normal, como digo, que vinieran otros niños que vivían sobre Laguna, de modo que el asfalto de la cerrada estaba siempre pintado con gis por jugar Avión, Stop, Metita, etcétera. Había casi siempre algún niño aprendiendo a andar en bici, piedras o mochilas que servían de porterías para nuestros torneos de fútbol, pero todos los juegos, sin excepción, se hacían lo más lejos posible de La Casa. Si algún balón caía en la azotea o en la marquesina de uno de nosotros, siempre había alguien, uno de los mayores, los de trece o catorce años, que hábilmente trepaba para recuperarlo. Pero si el balón se volaba a La Casa, ahí se acababa el juego y nadie protestaba, se cooperaba para pagarle el balón al dueño y listo. El patio de La Casa, que se podía ver por una pequeña abertura del enorme zaguán azul, tenía más de una decena de balones que con los años habían caído ahí. Nadie intentaba recuperarlos. Y es que podríamos decir que había dos grupos: los que habían escuchado una parte de la historia, es decir, que ahí espantaban, y los que se sabían la historia completa. Los nietos de don Beto, Juanma, Pablo, el Memín, Marcelino, Chava y yo éramos del primer grupo (junto con todos los menores que nosotros), y teníamos miedo y a la vez curiosidad, queríamos mostrarles a los mayores que no éramos unos cobardes, que también podíamos trepar azoteas para recuperar los balones e incluso saltar el zaguán azul de La Casa, pero entonces nuestros destellos de valentía chocaban con una verdad evidente: el otro grupo, los que sabían la historia completa de La Casa, no tenía ninguna curiosidad por entrar. Ellos solo tenían miedo, y no hablaban del tema. 

Ni el hermano mayor de Chava quería contarnos la historia completa. Cada vez que yo comía o merendaba en su casa, mi amigo y yo tratábamos de sacarle algo de información, pero él siempre respondía lo mismo: ahí espantan, no se acerquen. 

Había muchas versiones sobre lo que pasaba en La Casa: siluetas detrás de las ventanas a medio tapiar de la primera planta, sombras de alguien caminando en el patio, lamentos de dolor de un alma en pena, luces que se divisaban por la pequeña abertura del zaguán. Casi todos aseguraban haber visto algo, u oído algo. 

Cuando no había torneo de fútbol, Chava y yo salíamos en nuestras bicis y, si el hermano de Pablo no estaba lavando su coche, hacíamos círculos cada vez más cerca del zaguán azul, tratando de ver a la distancia algún indicio que corroborara la leyenda. 

El ciclo se repetía: vecinos nuevos o algún hermanito menor comenzaba a jugar con el grupo, y la leyenda de La Casa se transmitía. Por supuesto, al rondar los diez u once años, todos comenzamos a dudar de la veracidad de la historia; seguramente era una broma de los mayores para asustarnos. Sin embargo, ellos seguían sin atreverse a saltar el zaguán por los balones que se seguían volando. A sus quince o dieciocho años seguían teniendo miedo de entrar, y parecía ilógico que prefirieran perder sus balones solo para asustar a los más pequeños. 

¿Quién había vivido ahí? Nadie lo sabía, y había también muchas versiones: una madre que había ahorcado a sus hijos, un padre que se había vuelto loco y había asesinado a toda su familia, un antiguo cementerio debajo de La Casa, un ritual satánico que había despertado algo, un crimen pasional, un suicidio colectivo. Nadie se ponía de acuerdo sobre quién había muerto en La Casa, pero todos sabíamos que alguna presencia, algún alma en pena, algún mal habitaba ahí. 

¿Desde cuándo existía La Casa? La mayor de mis hermanas, que me llevaba doce años, decía que en sus tiempos ya estaba. Nunca pude sacarle más información. «Ya sabes que ahí espantan, así que no te acerques», me decía. Cualquier duda sobre la veracidad de la leyenda de La Casa se aclaraba siempre al notar el miedo que los mayores también sentían. ¿O solo fingían sentir? Hartos de que nos tomaran por tontos, un día Chava y yo acordamos preguntarles directamente a nuestros padres quién había muerto ahí. 

—Papá, ¿existen los fantasmas? —le pregunté esa noche mientras él veía la tele. Mi padre bajó un poco el volumen y me miró unos segundos. 

—No te acerques a esa casa. 

—Pero ¿quién murió ahí? —insistí. 

—No importa quién murió ahí, si me entero de que te acercaste no vuelves a salir con Chava. 

Lo intenté con mi madre, pero además de responderme lo mismo, me dijo que iba a hablar con la mamá de Pablo, que siempre veía todo, para que le dijera si yo me había acercado a La Casa. «Y si me dice que te acercaste», sentenció, «te quito la bici y no vuelves a dormir en casa de Chava».

El papá de Chava más o menos le dijo lo mismo, aunque también le explicó algo sobre el mal y los demonios, o el diablo, o algo así fue lo que Chava entendió y me contó al día siguiente. 

¿Era realmente una casa maldita o embrujada? ¿Era todo una conspiración para asustarnos? Si todos los padres nos mentían con los Reyes Magos, cosa que Chava y yo habíamos descubierto ese mismo año, ¿no podía ser esta otra de sus mentiras? Sin embargo, casi todos seguían afirmando haber visto siluetas u oído lamentos. ¿Podían ser vagabundos que dormían ahí?, ¿chicos de otros barrios que se drogaban? No, nada de eso asustaría a los mayores. Algo habitaba la casa número seis. 

Un día nos visitó mi tía Elena, la hermana de mi padre, y sus hijos, que eran uno y dos años mayores que yo. Mis primos habían escuchado sobre La Casa, aunque no creían que fuera cierto, y cada vez que nos visitaban, cada tantos meses, se sumaban a los torneos de fútbol (incluso una vez el balón se voló y el mayor de mis primos corrió para saltar el zaguán azul, y cuando estaba por subir, el hermano de Pablo, que estaba lavando su coche, le gritó bien encabronado que se alejara; aunque más que encabronado, parecía asustado, y eso nos confirmó una vez más que aquello era real). Aquel día, cuando mi equipo ya había sido eliminado, entré a mi casa corriendo para tomar agua, y desde la cocina escuché claramente, en el patio de atrás, a mi tía Elena hablando con mi padre: 

—¿Sigue ahí La Casa? 

—Sí, lo mismo —dijo mi padre—. Pero bueno, mientras nadie se meta nos dejan en paz. 

—Y los niños no se acercan, ¿o sí? 

—No, juegan de este lado. 

—¿Y ya saben?

Yo los escuchaba muy atento sin asomarme.

—Algo saben, pero no todo. Tampoco es tan fácil explicárselo. 

Salí de la cocina en silencio y luego corriendo, queriendo contárselo a Chava, pero su equipo estaba jugando la final contra el equipo del Memín, y no pude hacerlo ese día. Mi tía también sabía. Era real, había algo en La Casa, pero, ¿qué era eso de nos dejan paz? ¿Quiénes nos dejaban en paz? ¿Por qué mi papá pensaba que era difícil explicarme lo que habitaba en La Casa? Se lo conté todo a Chava al día siguiente, cuando estábamos solos. 

—Yo también vi algo el otro día —me confesó. 

—¿Cómo que viste algo?, ¿y no me dijiste? ¿Qué viste? 

—No sé, desde mi cuarto se ve una parte del zaguán, y un día me asomé y me quedé un ratote viéndolo, muchas veces me quedo viendo a ver si hay algo y nunca había pasado nada, pero ese día sí, había luces, no focos ni lámparas, otras, y había alguien, o algo. 

Me enojé con Chava por no habérmelo contado y nos dejamos de hablar unos días, pero luego vino y me pidió disculpas. «No te lo dije porque tú y yo éramos los únicos que nunca habíamos visto nada, y ahora ibas a ser solo tú e ibas a pensar que te estaba mintiendo. Pero te juro que sí había alguien». 

Chava no podía mentirme. Su hermano no podía fingir ese miedo. Mi tía Elena, mi papá, mis hermanas mayores, todos sabían y a todos, aunque no lo dijeran, les daba miedo La Casa. ¿Qué habían visto?, ¿qué habían oído? 

La obsesión de los más pequeños por La Casa iba y venía, los juegos y los torneos de fútbol continuaban, y Chava y yo, como todos, fuimos creciendo; nos llegó la edad de ser quienes organizaban los torneos, de elegir quién jugaba en nuestro equipo y de poder negarles ese derecho a los más pequeños. Durante un tiempo dejamos de jugar en la cerrada y nos fuimos a un parque que estaba a tres calles, pues Chava tenía novia y a mí me gustaba una amiga suya, Gabriela, así que los cuatro nos veíamos ahí, y mientras mi amigo y su novia se besaban y se metían mano, Gabriela y yo cuidábamos que no los viera nadie. 

Cuando estábamos por cumplir doce, al papá de Chava le ofrecieron trabajo en Monterrey y se mudaron, y tan pronto como mi mejor amigo se fue, Gabriela y yo empezamos a quedar en el parque para hacer lo que antes hacían Chava y su novia, así que perdí todo interés en jugar fútbol, en la cerrada y en La Casa. Por aquel entonces seguía sin ver nada ni escuchar nada que no fueran las mismas leyendas, y la verdad es que hacía mucho que no me intrigaba saber más. Había aceptado, como todos, que ahí espantaban y punto. 

Pero un domingo, a los trece años, vi algo. Eran las nueve o diez de la noche, mis padres no estaban y, como siempre que eso pasaba, me acosté en su cama y vi alguna película de acción que ponían en el canal cinco. Cuando acabó, apagué la tele y la luz y me asomé desde su ventana; la cerrada en silencio y, al fondo a la izquierda, La Casa.

Y sí, había una luz muy tenue y sombras que se movían en la ventana a medio tapiar. 

No era ninguna mentira, ni una conspiración de los mayores para asustar a los pequeños. Ese día supe que alguien, o algo, habitaba en La Casa, y al día siguiente decidí hablar de frente y de una vez por todas con mi padre, y preguntarle sin rodeos qué o quiénes nos dejaban en paz, qué diablos había pasado en esa casa, que a todos los asustaba. 

Esa noche mi padre me contó todo. Me habló tranquilo, sin omitir nada y respondiendo a todo lo que le pregunté. Me dijo que mis hermanas mayores ya lo sabían, y que le sorprendía que no se lo hubiera preguntado antes. 

—Te lo pregunté muchas veces —le dije. 

—Pero hace mucho. Estabas muy chiquito, hijo. ¿Cómo te lo iba a explicar? 

—¿Y todos lo saben?, ¿mi mamá, los papás de todos, el hermano de Pablo, el de Chava? 

—En algún momento se tienen que enterar. Más o menos a tu edad o poco antes se lo decimos, si no es que ya lo saben. Pero no se lo podemos decir a los más chiquitos, cómo crees. Lo acordamos hace mucho, cuando empezaron a traerlos. 

No sé si lo entendí de inmediato, probablemente no. Pero esa noche, a los trece años, me cayeron como un mazazo la adultez y la realidad, aunque el golpe lo asimilé después de mucho. A partir de esa noche, ni siquiera quise voltear a ver La Casa; mi miedo infantil se volvió ese miedo del hermano de Pablo, el de mi papá, el de aquellos chicos que al ver su balón caer en La Casa entendían que se había acabado el juego.

La Casa sigue ahí, por supuesto, aunque la cerrada tiene ahora una gran reja a control remoto que solo pueden abrir los vecinos. Por seguridad. Ahora son mis dos hijas quienes juegan en la cerrada cuando visitamos a mis padres, que ya están muy mayores y casi no salen. De aquellos años aún vive ahí una nieta de doña Leti, Marcelino con su esposa y su hija —que juega con las mías— y el Memín con un montón de hijos. El resto son rostros desconocidos. Hay menos niños en general. O están dentro de sus casas jugando. 

Le pregunto a mi padre lo que solía preguntarle mi tía Elena cuando venía: 

—¿Sigue ahí La Casa? 

—Ahí sigue, sí. 

—¿Y todo igual? 

—Sí… Bueno, le hicieron una entrada por la parte de atrás, hacia el baldío, y ahora los meten por ahí porque la reja hace mucho ruido. 

—¿Y no protestaron por la reja? 

—Pues hablaron con nosotros, nos dijeron que si no queríamos que se escuchara la reja cuando traían o sacaban a alguien, que nos cooperáramos para hacerle una entrada por allá atrás. A tu mamá y a mí nos daba igual, total, ya ninguno de ustedes vive aquí, pero pues todos aceptaron y dijeron que sí, y nos cooperamos. Hasta estuvo mejor, ya no entran por aquí, los meten y los sacan por el baldío. 

—¿Y la Policía no viene? 

—Una vez uno se les «medioescapó», o se soltó, y le dio un balazo a uno de los que lo cuidaban. Alguien de la otra cerrada escuchó, le habló a la Policía y vinieron, pero pues ya sabes, se conocen todos, les dan a los polis cinco mil pesos y no dicen nada. Ahí siguen, cada dos o tres semanas traen a uno a guardar, si la familia no paga, o a veces aunque paguen, los matan ahí mismo, pero pues hasta para eso no hacen ruido. Todo lo hacen de madrugada. Como cuando estabas chiquito. 

Mis hijas saben que cuando vamos con sus abuelos tienen que jugar de este lado, lejos de la casa número seis.

También me han empezado a preguntar si existen los fantasmas. La hija de Marcelino les dijo que ahí espantan.

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