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La ceremonia del adiós

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Juan Forn
Juan Forn nos cuenta cómo adaptarse a la cercanía de la muerte de una madre. Un relato conmovedor de uno de los grandes narradores argentinos. Ilustra Sebastián Dufour.

Mi madre, que sospecho que se ofendería un poco si la calificaran de lectora ocasional, mandó durante muchos años a encuadernar en cuero los libros que por algún motivo quería conservar, y los tiene todos juntos en una bibliotequita angosta en su dormitorio. Son de una variedad absoluta, descarada: hay libros que heredó (de ahí, sospecho, el mandato de encuadernarlos); hay libros que están ahí no por su contenido sino por su dedicatoria; hay un compendio de recetas manuscritas en francés de su época del liceo y otro de cálculo diferencial que usó mi padre cuando estudiaba ingeniería (y que, como todo lo relacionado con mi padre, muerto hace veintiséis años, es sagrado para ella). Hay de todo en esa bibliotequita, y casi todo ocupa su lugar allí desde que yo tengo memoria.

Pero, con los años, mi madre ha ido reduciendo el stock de esos estantes. Lo hizo para intercalar entre los libros fotos de las personas queridas que se le van muriendo. En el resto de su dormitorio hay enormes dibujos en colores de sus nietos, reina sin rivales la luminosidad y la alegría, pero en esa bibliotequita del rincón mi madre se semblantea con la muerte a su manera. Lo que quiero decir es que ella ya no puede leer esos libros; su vista no le da para leer ni libros ni ninguna otra cosa, pero igual los considera parte suya, en todo sentido: cuando regala uno es porque tiene que hacer lugar para otra foto, lo que significa otro muerto, lo que hace muy intenso recibir alguno de esos volúmenes cuando ella decide desprenderse de él, con un criterio tan particular como el que tuvo para seleccionarlo.

Hace poco decidió darme una vieja edición de Emecé (1952) de Crónica de mi familia, de Vasco Pratolini, un libro que a mí me partió al medio cuando lo leí por primera vez y sigue dejándome sin aliento cada vez que vuelvo a leerlo. A ella, en cambio, solo le queda un vago recuerdo de que le gustó y de que fue un regalo (aunque no hay dedicatoria en el ejemplar) y no agrega una palabra más sobre el tema porque ese regalo data de los tiempos previos a que se casara con mi padre, y de eso no se habla, ni siquiera ahora. Pero se ve que era insistente el caballero que se lo regaló, y que apostó todas sus fichas a Pratolini, porque hubo otro libro de él en esa bibliotequita: uno titulado Diario sentimental, que fue el primero de Pratolini que yo leí (en mi adolescencia, sentado en el piso del dormitorio de mi madre, con la espalda contra la pared y las rodillas en alto, para que funcionaran de atril). Mi madre dice que yo estoy loco, que ella nunca tuvo ni leyó otro libro de Pratolini y que tampoco se acuerda nada de Crónica de mi familia, así que ahí mismo procedo a contarle la increíble historia de Vasco y su hermano.

Le digo que la señora Pratolini murió dando a luz al menor de sus dos hijos, que el padre estaba en la guerra, que la abuela no podía alimentar a los dos nietos, que el bebé era hermoso y rubio y se lo quedó el mayordomo del patrón, cuya mujer no podía tener hijos. Vasco vio año tras año cómo crecía su hermanito criado como un niño rico (la abuela y él tenían permiso para ir a visitarlo a la casa grande un domingo al mes) hasta que se escapó a Florencia. Allí vivió en la calle, aprendió a leer solo, hizo la nocturna, enfermó de tuberculosis, lo mandaron a un sanatorio de montaña, se curó, volvió a Florencia, consiguió trabajo de periodista en la difícil Italia de las camisas negras de Mussolini y una noche, en un bar, reconoció a su hermano, que lo estaba buscando. Vasco lo culpaba desde siempre de la muerte de la madre. El hermano, en cambio, había rebuscado cielo y tierra rastreándolo porque: «Tú eres el único que puede ayudarme a imaginarme a mamá, a imaginármela viva».

Para entonces, la guerra había dejado sin trabajo al mayordomo y el hermano de Vasco era tan pobre como Vasco. Por fin eran iguales. Tan iguales, que el hermano enfermó igual que Vasco. Pero no estaba acostumbrado a rebuscárselas solo, y no tuvo la resistencia o la suerte de Vasco: murió jovencito. Era enero de 1945 y toda Italia celebraba el fin de la guerra salvo Vasco Pratolini, que estaba encerrado en un cuarto de pensión, con las persianas bajas, tecleando en una máquina prestada su primer libro, Crónica de mi familia, que está escrito en menos de un año, en carne viva, como monólogo al hermano muerto («Al morir mamá, tú tenías veinticinco días») con esta tremenda aclaración preliminar al lector: «Este libro no es una ficción. Es un coloquio del autor con su hermano muerto. El autor trató solo de hallar consuelo. Tiene el remordimiento de haber intuido demasiado tarde la calidad espiritual de su hermano. Estas páginas se ofrecen como una estéril expiación».

Por ese libro extraordinario (y por el resto de su obra, pero por ese libro en particular), Pratolini estuvo dos veces a punto de ganar el Nobel a principio de los años cincuenta. Pero entonces el existencialismo francés destronó al neorrealismo italiano del centro de la escena literaria europea y el rastro de Pratolini empieza a perderse a partir de ese momento. Sus últimos libros ni se tradujeron; para 1970 ya era un autor olvidado. Las necrológicas que en 1991 anunciaron su muerte tenían todas en común el mismo estupor ante el hecho de que Pratolini siguiera vivo hasta entonces, sin publicar nada desde 1967. Ninguna de esas necrológicas sabía explicar qué le había pasado durante todos esos años.

Pero en el Diario sentimental, que es un libro que pocos recuerdan de Pratolini y trata sobre sus años de primera juventud en aquel sanatorio para tuberculosos, Vasco contaba que había hecho allí un amigo de su edad, con el cual compartía los permisos para caminar por la montaña, preguntándose si la tuberculosis y la guerra en ciernes les permitirían librarse de la virginidad antes de llevárselos. Un día el director convoca a los dos jóvenes a su oficina y así nos enteramos de que ambos tienen la misma clase de tuberculosis y de que existe un tratamiento que, si funciona, en menos de un año los curará pero, si no funciona, acelerará los síntomas. Cuáles son las probabilidades, preguntan ellos. Cincuenta y cincuenta, dice el médico. A partir de entonces se produce un vuelco terrible en su amistad. Porque los dos jóvenes han ma-lentendido de la misma manera ese cincuenta y cincuenta: creen que, si uno muere, el otro se salvará. Y no pueden evitar desearle la muerte al otro a partir de ese momento.

Desde mis diez años, mi padre me llevó todos los treinta y uno de diciembre al mediodía a un cóctel en casa de unos italianos muy finos que hacían negocios con él. Cuando mi padre murió, la invitación llegó igual, a casa de mi madre, y ella me pidió que fuese en representación de él. Yo obedecí, estuve copa en mano una larga hora en aquel opulento departamento racionalista del barrio de Recoleta, donde todo olía a fresco y a limpio y a vainilla, y terminé hablando con uno de los ancianos anfitriones, que me contó que había estado a punto de morir de tuberculosis en su adolescencia, que se salvó de milagro y llegó sin nada a la Argentina en 1938. «Los años pasaron. Yo fui afortunado. Mire a su alrededor: hemos formado una familia, ¿no le parece?», dijo mi anfitrión. Yo me sentí incluido en ese plural. La luz que entraba por los ventanales parecía suspendida a su alrededor con el expreso propósito de mantenerlo vivo para siempre. Él agregó:

«Pasé todos estos años creyendo que mi mejor amigo en el sanatorio, un muchacho de mi edad, con mi mismo diagnóstico, había muerto. Pero hace un par de meses recibí una carta de Italia. Era de él. Usted quiere ser escritor, quizá conozca su nombre: Vasco Pratolini. La carta era muy breve. Vasco decía en ella: Uno se muere y el otro vuelve a casa, ¿recuerdas? Hemos llegado a ese momento, y el afortunado eres tú. Que tengas una buena vida, amigo. Yo vuelvo a casa».

Mi madre me miró largamente cuando terminé de contarle esto. Sé que pensó en mi padre, y vaya a saberse en cuántas cosas más, pero no dijo una palabra al respecto. Solo se limitó a retirar suavemente de mis manos el ejemplar de Crónica de mi familia que acababa de entregarme y, echándose hacia atrás en su sillón con el libro contra el pecho, dijo: «Voy a elegir otro libro para darte. Este creo que me lo voy a quedar».

No sé si dije que mi madre no quiere que le lean desde que perdió la vista. Le ofrecí traerle audiolibros, le ofrecí conseguirle una persona que le fuese a leer, y ocupar yo ese lugar los días que voy a Buenos Aires. Le ofrecí que encarásemos juntos los siete tomos de En busca del tiempo perdido (yo leería cada noche en Gesell hasta donde ella hubiera leído ese día en Buenos Aires, y en mis días allá podíamos seguir leyendo los dos juntos o comentar lo leído hasta entonces). Propuse Proust porque ella se ha jactado siempre de su ascendencia francesa y nada le gusta más que conversar sobre gente conocida: «¿Te acordás cuando el francés Dubois sobrevolaba con su avioneta la casa de La Cumbre, para avisar que lo fueran a buscar al aeródromo (ella pronuncia la palabra con el acento grave, en la segunda o) y para que estuvieran listos los coloraditos cuando llegara?» (el «coloradito» era el trago de rigor en aquella casa, y todos los chicos pedíamos en vano que nos dejaran sacudir la coctelera donde se vertían dosis generosas de gin, Campari, ralladura de limón, unas gotas de angostura y hielo picado). Pero mi madre interrumpe mi recuerdo diciendo en monosílabos que Proust era un esnob. Por un instante asoma su vieja personalidad, taxativamente pasional; es apenas un chispazo pero tiene una gracia escalofriante ver hasta dónde llega su influencia en mí: ¿por haberle oído decir eso alguna vez yo no he podido leer nunca a Proust?

Le propuse entonces encarar alguno de los libros de su bibliotequita. Traté de tentarla con Los gozos y las sombras, porque me acordaba bien de cuánto había disfrutado ella los tres tomazos de la novela y la miniserie después (por eso se me ocurrió: porque me pareció que sería una lectura bastante visual para ella, que creo que es lo que más añora), pero tampoco conseguí interesarla. En cambio, para mi sorpresa, me pidió que le contara qué estaba leyendo yo, qué libro llevaba ese día en la mochila. Yo le he mentido descaradamente a mi madre a lo largo de la vida, me llevó cincuenta años aprender a decirle lo que ella quiere escuchar. Y además me parecía un despropósito contarle alguna de las impresionantes historias sobre trastornos de la vista que cuenta el neurólogo Oliver Sacks en El ojo de la mente. Pero fui incapaz de mentirle, de decir que no estaba leyendo ese libro por ella, por lo que le estaba pasando.

Creo que ella se dio cuenta enseguida pero se interesó igual cuando empecé a contarle con cierta vacilación de un trastorno llamado alexia, que es la incapacidad de leer. Uno se levanta una mañana, abre el diario y es como si estuviera escrito en cirílico (se puede «leer» la hora en el reloj, pero no por los números sino por la ubicación de las agujas; se puede «leer» un durazno pero no por su aspecto sino por el tacto, el olor o el sabor). Un escritor canadiense llamado Engel se despertó un día así. Llegó desesperado al hospital. Una enfermera le preguntó si podía escribir y Engel descubrió, para su estupor, que sí, pero que no podía leer lo que había escrito. Engel miraba el cielo y veía azul, miraba la calle y veía personas, como cualquiera de nosotros, pero como escritor era ciego: debería pasar de leer a escuchar, y de escribir a dictar.

«Esa historia es más para vos que para mí», se limita a decir entonces mi madre y se interesa más por un profesor de religión llamado Hull a quien le pasó algo peor cuando se quedó ciego: su memoria e imaginación visual empezaron a escurrírsele entre los dedos; cada día perdía un rostro, un paisaje, un color. Estaba tan pendiente de esa pérdida que tardó en darse cuenta de cómo se le iban desarrollando los otros sentidos. Hull dice que muy de a poco empezó a «oír» los objetos silenciosos, los faroles de la calle o los autos estacionados: cuando pasaba junto a ellos era como si se espesara la atmósfera, los objetos le devolvían el sonido de sus pisadas.

A una pianista húngara que sufrió una afasia le pasó lo contrario pero a la vez lo mismo. El afásico se despierta una mañana y no puede hablar. Poco a poco descubre que también ha perdido el habla interna; ya no puede hablarse a sí mismo tampoco. De pronto todo queda limitado a lo visual: solo puede expresar sus pensamientos y sentimientos a través de gestos mímicos. Sin embargo, muchas víctimas de afasia son capaces de desarrollar una intensificación compensatoria de sus capacidades no lingüísticas, sobre todo la capacidad para «leer» las intenciones de los demás a partir de sus gestos faciales e inflexiones vocales: tienen un don para detectar cuándo la gente miente, por ejemplo.

El escritor canadiense descubrió un día que podía identificar las letras de a una, si tenía un lápiz en la mano o dibujaba mentalmente el signo (lo entendía con la mano: solo era capaz de «leer» al escribir). El profesor de religión cuenta que cuando perdió la visión central y se quedó solo con visión periférica descubrió cuánto la subvaloramos: lo que vemos con el rabillo del ojo lo vemos más distraídamente, pero es esa visión periférica, «rodeando» nuestra visión central, lo que nos proporciona un contexto. Lo mismo le pasó a la pianista húngara con el oído. Lo que quiere decirnos Oliver Sacks es que la identificación se basa en el conocimiento y la familiaridad se basa en el sentimiento, y a continuación cita una pregunta que se hace el profesor de religión Hull: si su pérdida de imaginación visual no habrá sido un prerrequisito para el desarrollo pleno de los otros sentidos.

Miro a mi madre, que ha sido siempre muy religiosa, mientras repito lo que dice Hull. Ella está con la cara vuelta hacia la ventana, hacia la luz dorada de la tarde. Le digo que el escritor canadiense dice que la ceguera lo acercó a la naturaleza (los sonidos, los olores, el tacto). Le digo que el profesor de religión Hull tiene la costumbre de hacer preguntas cuando lo sacan a caminar por la calle, y que esas preguntas obligan al interlocutor a fijarse en cosas que había pasado por alto; lo obliga a ver mejor. El lenguaje sirve para ver, el oído sirve para ver, le digo a mi madre que dicen Hull y Oliver Sacks y el escritor canadiense y la pianista húngara. Mi madre está sonriendo tristemente. Entonces gira la cabeza hacia mí y dice: «¿No se está haciendo ya la hora de irte, mi querido? No quiero que pierdas el ómnibus por mí».

Cuando Norman Mailer contestó el Cuestionario Proust, a los ochenta años, describió así cuál era su viaje favorito: «El de vuelta a casa. La visión desde el camino de las luces de mi casa de Provincetown». Yo vuelvo a casa cada vez que salgo de la residencia donde vive mi madre en Belgrano. Camino por esas calles arboladas hasta el subte que me lleva a Retiro, donde subo al ómnibus que me trae de vuelta a Gesell. Esas calles arboladas son en cierto modo como la entrada a Gesell, el momento en que uno sale de la ruta por la rotonda, baja la velocidad, abre la ventanilla y siente que ya está en casa. Son hermosas esas callecitas de Belgrano. Sin embargo, no hay trayecto más crepuscular que ese para mí, desde que salgo de la residencia hasta que el fárrago y el apretujamiento del subte me distraen misericordiosamente, a codazos.

Volver a casa.

Eso quiere mi madre, eso queremos todos.

Pasan unos meses. Como ya he dicho, la vista de mi madre empeora semana a semana. Ya no sale sola a la calle. Y un día hay que avisarle que acaba de morir la única hermana que le quedaba viva. No pienso en Pratolini; no pienso en el libro que mi madre me quiso regalar y después se arrepintió hace unas semanas; solo pienso en cómo va a reaccionar a la noticia. La hermana de mi madre estaba más viejita y aún más escorada que ella. Como le estaba pasando ahora a mi madre, había quedado ciega por glaucoma, un asunto hereditario en la familia, pero seguía lúcida, postrada en cama permanentemente pero lúcida, así que las visitas que se hacían ambas en los últimos tiempos eran puramente telefónicas, de una punta a otra de la ciudad. Eso no redujo el nivel de comunicación entre ellas, que se caracterizó siempre por una beligerancia apenas visible debajo del cariño animal que se tenían.

Mi madre y su hermana no podían ser más diferentes, pero hacían como que eran iguales. Sus diálogos consistieron toda la vida en esperar que la otra parase a tomar aire para poder meter baza en la conversación, y mientras tanto acompañar el monólogo de la otra con una batería de gestos faciales, que parecían reservar solo para esas ocasiones. Pero algo empezó a cambiar cuando se fueron quedando ciegas las dos. Mi madre aprendió a escuchar a su hermana cuando ya no podía verla. Hasta ella misma se daba cuenta, y espero de corazón que la cosa haya sido mutua.

La hermana de mi madre era un par de años mayor que ella, se casó muy joven (como correspondía), con un buen partido (como correspondía) y tuvo una parva de hijos y de personal de servicio a su alrededor (como correspondía). Mi madre, en cambio, prefirió trabajar y rechazar pretendientes mientras tanto, en una época en que estaba mal visto que una chica casadera trabajara, y mucho peor visto que siguiera rechazando pretendientes al llegar soltera a los treinta. Pero mi madre quería casarse por amor. Trabajar, mantenerse sola, fue la manera instintiva a la que apeló para legitimar ese derecho.

Recién a los treinta y cuatro supo que mi padre era el hombre de su vida (y que ella era la mujer de su vida para él: una cosa le resultó tan obvia como la otra, y así se lo hizo saber inequívocamente a él). Pero no por casarse dejó de trabajar: nos tuvo a mi hermana y a mí, trabajando, y siguió trabajando cuando los dos nos fuimos de casa, cuando enviudó e incluso cuando le llegó la edad de jubilarse. Yo la he admirado siempre en secreto por eso. Pero para su hermana, y me temo que también para ella misma, había algo inquietante y profundamente equivocado en esas dos decisiones (y, por extensión, en las demás decisiones que tomaba en su vida). Ese fue el tema subterráneo de cada conversación entre ambas durante sesenta años: que mi madre no supiera ser como su hermana, que no pudiera.

La opinión general (y convenientemente disimulada) de la familia ha sido básicamente esa, siempre. En todas las familias hay una letra chica que todos pueden leer y simular a la vez que no existe. Hay, sin embargo, una faceta por la que mi madre es especialmente valorada en su clan: por ser un auténtico bastión en la desgracia, en los velorios, en las ceremonias del adiós. No es una llorona, no lo ha sido nunca. Pero por algún extraño designio, intensificado desde la muerte de mi padre, tiene el don de decir o transmitir lo verdaderamente indispensable en esas circunstancias. En cualquier otra circunstancia de la vida es la cautiva de los sentimientos, la víctima de sus emociones, pero en esos trances sale de ella algo que solo asoma en esos momentos, y ese algo es —según me han dicho muchas personas a lo largo de los años— balsámico.

Uno piensa estupideces cuando teme por un ser querido. Yo me pasé todo el viaje desde Gesell diciéndome que mi madre estaría en terreno seguro mientras durara el velorio: lo que me preocupaba era después. Desde que llegué a Buenos Aires paso cada tarde con ella. El primer día me pidió que le leyera las necrológicas que salieron en el diario, asintiendo para sí y murmurando el sobrenombre con que se conoce en la familia a cada pariente que figuraba en las participaciones. El segundo día me dijo: «No quiero que nos emocionemos» (un eufemismo nuevo en su vocabulario, emocionarse como sinónimo de quebrarse, ella que ha vivido emocionada toda su vida y nunca pero nunca se quebró, al menos en mi presencia). El tercer día, dijo, para mi sorpresa, que no quería hablar del velorio (ella que me ha contado por teléfono velorios enteros, interminables, a lo largo de los años). Solo dijo que no vio a nadie, un poco porque ya no ve nada pero esencialmente porque se pasó la noche sentada al lado de la cama donde velaban a su hermana.

Incluso los hijos de la difunta entendieron lo que estaba pasando aquella noche. Por primera vez en años, mi madre no era la que daba consuelo: era el deudo principal. Y no había nadie como ella para acompañarla, para decirle las cosas que solo ella sabe decir en esas circunstancias. Ayer me pidió que cuando pudiese le rescatara de casa de su hermana un álbum de fotos de su infancia que quedó allá. Dice que quiere mostrárselas a sus nietos. El álbum estaba desde tiempo inmemorial en casa de la hermana de mi madre. Y, como dije, mi madre ya no ve nada. Pero uno le describe la foto y ella sabe enseguida quiénes son los que están y qué hacían en ese momento y en dónde estaban. Desde que perdió la vista, mi madre ya no mira a los ojos al que le habla: se pone sin darse cuenta levemente de costado, para escuchar lo que antes veía en uno. Así nos cuenta cada foto que le describimos. El álbum queda en sus manos, ella pasa distraída los dedos por el borde de la foto mientras habla, con la mirada perdida. Se habla a sí misma, aunque siempre hay uno de nosotros a su lado, mi hermana, sus hijos, mi hija, yo.

Así pasan las tardes. Va a ser una larga, y muy íntima ceremonia del adiós, y ella está encontrando por fin las palabras balsámicas que alguien tiene que pronunciar en esas circunstancias para que empiece a ocurrir lo que debe ocurrir. Ella está volviendo a casa.

No queda mucho que agregar. Algunos habrán leído estas tres secuencias sobre mi madre cuando aparecieron, en diferentes momentos, en mis contratapas de los viernes en Página/12. Ella no sabía nada y, cuando se enteró, no quiso que yo se las leyera en persona: prefirió que se las mandara por mail a su amiga Chela. Fue ella quien se las leyó. Yo creo que no habría podido hacerlo sin quebrarme, y sospecho que mi madre no querría que pasara eso. Bendita sea, prefiere que lo hagamos así.

En un libro extraordinario que leí hace poco (De vidas ajenas), el francés descendiente de rusos Emmanuel Carrère dice que somos mejores personas cuando nos importa más lo que nos asemeja a los demás que lo que nos distingue de ellos. El gran poeta español Jaime Gil de Biedma decía algo parecido en una de sus últimas entrevistas: «De joven te interesa lo que te parece único en ti. Pero, con el tiempo, cada vez te vas interesando más en lo que tienes de genérico con los demás, porque lo que les ha pasado a ellos te ha pasado a ti». Lo que aprendemos entre todos, he descubierto con los años, es lo más valioso que se puede aprender, porque significa que no lo sabemos solos, significa que otro lo sabe también, significa que tenemos con quién hablar. En ese espíritu les ofrezco estas páginas.

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