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La cosecha

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Alejo Barmasch nos deslumbra con un cuento policial que tiene todo lo necesario: un muerto, un pueblo, un calabozo y un mundo tenebroso que orquesta todos los ingredientes en un relato genial.

Fue un invierno nefasto. Los campos de Tres Arroyos amanecieron varias veces cubiertos por heladas que amenazaban con echar a perder los cultivos de esa temporada. Ahora, con los primeros calores, llegaba el tiempo de la cosecha. Pero las máquinas que recorrían los campos solamente levantaban nubes de polvo y tallos raquíticos. Los chacareros estaban preocupados.

Apoyado sobre la baranda del puente de la Ruta 3, Evaristo Suárez apenas escuchaba el estruendo de los motores diesel. Debajo suyo, el río Quequén Salado, más que correr, se arrastraba como una culebra por las pampas del sur de la provincia. Evaristo prestaba atención a sus aguas. Los pescadores con oficio saben que las lisas se delatan con corridas y chapoteos que pueden verse desde la superficie. Pero esa mañana el río estaba planchado y lo único que se veía sobre su espejo eran pastos secos y espigas de trigo. Todavía es temprano, pensó Evaristo. Las lisas solo comen cuando hace calor y el sol todavía no llegó a calentar el agua. Se acomodó contra la baranda del puente y encendió un cigarrillo. Mientras esperaba, se distrajo mirando cómo el agua se llevaba las cenizas que él tiraba desde arriba.

Así estuvo un rato, hasta que el cuello comenzó a dolerle. Levantó la cabeza y la movió de manera tal que los huesos de su cuello tronaron uno a uno; la giró despacio, con los ojos cerrados, como dibujando un círculo imaginario con su nariz. Primero, en sentido horario; después al revés. Cuando sintió que la tensión en su cuello desaparecía, abrió los ojos y notó que algo venía flotando río arriba.

Al principio no supo bien qué era porque estaba muy lejos, pero la corriente lo fue acercando muy despacio hasta hacerlo pasar por debajo del puente. Entonces Evaristo pudo verlo con claridad. Primero distinguió la nuca. Después, los omóplatos puntiagudos que asomaban a través de la remera empapada. No tuvo tiempo de juntar la caña ni el resto de sus cosas. Temblando, puso en marcha la moto y encaró para el pueblo. Mientras el zumbido del ciclomotor se confundía con el de las cosechadoras, el Quequén Salado se llevaba el cuerpo sin vida de Maximiliano Correa.

La camioneta de la Policía Departamental avanzaba a los tumbos por el camino de tierra. El oficial que viajaba en el asiento del acompañante trataba de cebar un mate pero los pozos y los amortiguadores vencidos del vehículo hacían demasiado riesgosa la maniobra; cuando el termo estaba por alcanzar la inclinación necesaria para dejar caer el agua dentro de la calabacita, un salto súbito en la cabina lo convencía de que era mejor no arriesgarse.

—Andá más tranquilo que no puedo cebar —protestó, pero su compañero siguió manejando como si nada. Después giró un poco la cabeza y miró de reojo hacia atrás—. Ya le paso un mate, Don. Ni bien agarremos la ruta.

Pero Rubén Correa no contestó. En silencio, miraba a través de la ventanilla mientras se agarraba de donde podía para no desparramarse en el asiento trasero.  La camioneta se zarandeaba para todos lados y hacía unos ruidos tremendos mientras dejaba atrás la estancia Las Margaritas.

Ni bien pisaron el asfalto el vehículo se estabilizó. El policía cebador hizo un nuevo intento con el mate, pero esta vez fue interrumpido por una voz estruendosa que sonó a través de su radio: en la comisaría querían saber si ya habían levantado al padre. El policía, visiblemente fastidiado por la interrupción, apoyó el termo entre sus piernas y contestó afirmativo, que ya estaban en camino.

—Tome, jefe —le dijo mientras se daba vuelta y estiraba el mate hacia Rubén—. Ojo, que está más caliente que negra en baile.

La camioneta se detuvo frente al hospital. Rubén se bajó último y miró el edificio. No entendía qué hacían ahí. El otro policía, el que venía manejando, se dio cuenta y le explicó que en Tres Arroyos no tenían morgue; que la más cercana estaba en Bahía Blanca, así que el hospital les prestaba una sala de operaciones.

Caminaron por los pasillos angostos, esquivando a los camilleros y a los pacientes que esperaban ser atendidos, y entraron sin golpear a una habitación casi vacía donde todo era blanco: el techo, los azulejos, las baldosas. Toda la asepsia de esa sala contrastaba con Rubén y sus bombachas remendadas, sus alpargatas llenas de tierra y su camisa de trabajo desteñida.

En el centro de la habitación los esperaba el forense. Al lado suyo había una camilla cubierta por una sábana vieja con manchas de lavandina. Pero, en lugar de describir una planicie blanca, la sábana configuraba un relieve irregular que se levantaba hacia los extremos y era atravesado por una meseta prolongada en el centro. Rubén no le sacaba los ojos de encima, como si en realidad el médico fuese un mago a punto de realizar un truco fantástico. Cuando la mirada de Rubén se encontró con la del forense, éste le preguntó si podía proceder. Rubén hizo un gesto con la cabeza y el médico corrió la sábana.

La cabeza y el torso desnudo de Maximiliano quedaron al descubierto. La cara había sido completamente desfigurada: el cráneo estaba hundido en un costado y los ojos casi habían desaparecido debajo del tejido oscuro e inflamado. Los labios estaban azules y reventados; la mandíbula, desencajada y sin cerrar, revelaba la ausencia de algunos dientes. Le costó reconocer a su hijo.

—Es él —dijo Rubén después de un rato, casi en un susurro—. Es Maxi.

El cuerpo estaba prácticamente intacto, pero tenía un color extraño; una especie de gris lechoso, como el del agua sucia que queda en el balde después de fregar los pisos. Apenas arriba del ombligo se distinguía el agujero por donde había entrado la bala.

—Es mi pibe —alcanzó a decir antes de quedarse sin voz.

La mayoría de las personas reunidas en la sala de velatorios formaban parte de la peonada: una colección de hombres con la piel curtida por el sol y las manos erosionadas por la tierra; de mujeres con caras cansadas, extenuadas por haber tenido que soportar no solamente el peso de su propia existencia en el campo, sino también el de la de sus maridos y el de la de sus hijos.

Rubén permanecía de pie en el fondo de la habitación, junto al cajón cerrado. Se había vestido para despedir a su hijo: cambió las alpargatas por unas zapatillas de lona blancas, se puso sus mejores bombachas y una chomba celeste que le quedaba chica y no lograba disimular su panza prominente. No se movía de al lado del féretro. Desde ahí estrechaba las manos rugosas de los paisanos que se acercaban para darle el pésame y, cada tanto, estiraba el cuello para poder ver la puerta, como si estuviese esperando a alguien que todavía no llegaba.

Entre todo ese montón de figuras agrestes, Don Horacio Hernandorena se destacaba con facilidad. El patrón de Rubén Correa y patriarca del clan Hernandorena se mantenía alejado, casi escondido en una esquina, pero resultaba imposible pasarlo por alto: irradiaba el brillo de la plata vieja. La gente saludaba a Rubén e inmediatamente después se acercaba a saludar a Don Horacio. Todos conocían al dueño de Las Margaritas. Todos sabían que era él quien estaba pagando el entierro del hijo de su casero, igual que lo había hecho diez años atrás cuando falleció la mujer de Correa.

—No quiero que usted se preocupe por nada —le había dicho Hernandorena en ambas ocasiones.

Maximiliano tenía unos veinte años cuando su mamá murió. Una mañana, Graciela fue hasta la ciudad para un control médico. Volvió por la tarde y durante la cena trató de repetirle a su esposo y a su hijo más o menos las mismas palabras que el doctor le había dicho. Al día siguiente Rubén habló con Don Horacio que se ofreció inmediatamente a solventar cualquier gasto. Apenas llegó a pagar los primeros tres meses de tratamiento cuando el cuerpo de Graciela no resistió más.

—Me hacía cabrear a veces —le decía Rubén a su hijo, cuando Maximiliano lo pasaba a visitar por el campo—. Pero yo a tu vieja la quería.

—Ya sé, viejo. Ya sé.

A medida que se hacía tarde la gente se iba yendo del velorio, pero Rubén no se movía de al lado del cajón. Cuando parecía que nadie más iba a venir, aparecieron dos tipos jóvenes. Uno era alto y flaco. El otro era más robusto; parecía petiso al lado de su compañero.

—Lo lamentamos mucho, Rubén —dijo el petiso mientras le extendía la mano.

—No lo podemos creer —agregó el alto, casi sin abrir los labios.

Correa estrechó ambas manos, balbuceó un gracias y se los quedó mirando. Los conocía, estaba seguro, pero no podía recordar quiénes eran. El petiso se dio cuenta rápido y se presentó.

—Somos Carlos y Alejandro —dijo, señalándose primero a sí mismo y después al alto—. Los cuñados de Maxi. Hermanos de Nadia.

El rostro de su nuera apareció repentinamente en la cabeza de Rubén. Le hubiese gustado verla ahí. La llamó varias veces por teléfono, pero no había podido dar con ella. Se preguntaba dónde estaría.

—Nadia no va a poder venir —se apuró a decir Carlos, el petiso de los Ortiz, que parecía leerle los pensamientos.

Le explicaron que Nadia se había ido a Balcarce hace unos días a visitar a una tía que tenían allá. Cuando ellos se enteraron de la muerte de Maximiliano, la llamaron para contarle y ella se descompuso mientras hablaban por teléfono.

—Está hecha pelota. Se va a quedar unos días más y la vamos a ir a buscar —explicó Carlos.

Rubén les agradeció con unos monosílabos incomprensibles y se quedó de pie frente a ellos, sin saber qué más decir o hacer. Los Ortiz tampoco tenían nada más que decirle. Lo palmearon en el hombro, le dijeron que tenía que ser fuerte y se ofrecieron a ayudarlo con lo que fuese necesario. Después se fueron.

Correa se desplomó sobre un sillón con la idea de dormir un poco. Era tarde y ya casi no quedaba nadie en la sala. Hernandorena se ofreció varias veces a llevarlo hasta la estancia y después al cementerio, pero Rubén se negó en cada ocasión. Esa era la última noche que podría pasar al lado de su hijo.

Estaba quedándose dormido cuando escuchó un portazo y unos pasos como de elefante que avanzaban lo más rápido que podían. Se refregó los ojos y vio a Teresa, la dueña de la despensa, que se acercaba hacia él haciendo un escándalo.

—Rubencito, mi vida ¡Cuánto lo siento! —se lamentó Teresa, llorando y moqueando, mientras sus brazos gruesos y rollizos hundían a Rubén entre sus tetas gigantescas—. ¡Qué tragedia!

Rubén hizo el intento: se quedó unos segundos apoyado contra aquel cuerpo blando e intentó llorar él también, como si el llanto se contagiara por ósmosis. Pero no se le cayó una sola lágrima. Con delicadeza, apartó a Teresa y le dio las gracias por venir.

—No hay nada que agradecer, Rubencito —dijo, ahora seria y mirándolo fijamente a los ojos, tratando de mostrar entereza.

Pero no pudo mantener la compostura y se quebró una vez más. Teresa lloraba unas lágrimas gordas como ella misma.

— ¡Pensar que tu nene iba a ser papá!

Cuando Teresa logró recomponerse se encontró con la mirada perdida de Rubén; con unos ojos que trataban de hacerle una pregunta que su boca entreabierta no lograba formular.

—No me digas. No me digas que no sabías —dijo espantada—. Me lo contó mi nena el otro día. Viste que ella y Nadia son muy amigas.

Teresa se llevó las manos a la boca y trató de contener el llanto.

—Ay, Rubencito, mi vida. Tu nene iba a ser papá —alcanzó a decir antes de ponerse a llorar como un chancho.

Cuando volvieron del entierro, los perros salieron a recibirlos. Don Horacio dejó a Rubén en su casa y luego continuó por el camino de la arboleda hacia el casco de la estancia, donde es escondía el caserón de la familia Hernandorena. Correa caminó hasta la silla que dejaba afuera, en el patio, justo abajo del eucalipto. Se sentó un rato y, protegido del sol, miró cómo los tractores levantaban una polvareda terrible mientras trataban de juntar el trigo que había sobrevivido a aquel invierno helado.

La primavera fue particularmente seca y no ayudó al campo. Y el verano, que recién estaba empezando, tampoco parecía ofrecer alivio. El sol quemaba todo lo que crecía sobre la tierra y no había una sola nube en el cielo que pudiese detenerlo, aunque sea por unos minutos.

Rubén pensó en el tipo que manejaba el tractor. Seguro se estaría muriendo de calor, ahí en el medio del campo. En cambio él estaba bien en la sombra del eucalipto. Levantó la cabeza y miró la copa del árbol. Lo había plantado el viejo Hernandorena (el padre de Don Horacio) cuando hizo construir el ranchito de los caseros, para que tuvieran resguardo del calor. El viejo sabía que los veranos en el campo podían ser impiadosos.

—Es que la pampa no tiene árboles —le había explicado Maxi una tarde, cuando todavía era muy chico, con el guardapolvo todavía puesto. Se lo habían enseñado en ciencias naturales: la pampa estaba casi pelada y, salvo por los chañares o caldenes, todo ese territorio era un mar de pastos duros.

—¿Y estos? —le preguntó Rubén, señalando los jacarandás y los lapachos que adornaban el casco de la estancia.

—Esos son del noreste y del noroeste —contestó Maximiliano, muy seguro—. De la selva y del litoral.

Rubén, que había dejado la escuela para irse a trabajar, se hinchaba de orgullo cuando lo escuchaba hablar así, con tanto conocimiento y autoridad. Le gustaba presumir la inteligencia de su hijo.

Se quedó varias horas ahí sentado, debajo del eucalipto, pensando en él. Vio al sol pasar de amarillo a naranja y finalmente desaparecer en el horizonte. A la noche hizo calor y le costó dormirse. Pero más que su cuerpo transpirado y las sábanas pegajosas, lo que le impedía cerrar los ojos era la imagen del cuerpo frío y gris de su hijo sobre la camilla del hospital.

La policía de Tres Arroyos estaba desorientada. Maximiliano Correa no había sido asaltado. Su billetera (con trescientos veintidós pesos adentro) y las llaves de su casa estaban en sus bolsillos cuando sacaron el cuerpo del agua.

Además, los chorros acá no salen a afanar con tanta saña. Ahí había odio; había bronca —sentenció el fiscal Mario Cuevas, con gravedad, al mismo tiempo que agarraba la fuente con achuras—. Espectaculares estos chinchulines, Horacito.

Cuevas era de los pocos que llamaba a Horacio Hernandorena por su diminutivo. Tenían una amistad de varios años, que comenzó cuando los dos abandonaron temporalmente Tres Arroyos para irse a estudiar a La Plata. Aunque Cuevas no había nacido en una familia rica como su amigo, había alcanzado una posición estimable dentro de Tres Arroyos al hacerse cargo de una de las fiscalías de instrucción que había en la ciudad.

—Entonces, ¿están seguros de que lo ejecutaron? —preguntó Horacio.

Ejecutaron. Cuando lo decís así suena a que lo reventó un escuadrón de fusilamiento —lo jodió Cuevas, mientras masticaba una molleja—. El forense me dijo que los pulmones estaban llenos de agua, o sea que murió ahogado. Pero antes le dieron una paliza y le metieron un tiro en la panza, en ese orden.

Cuevas se sirvió medio vaso de vino y completó la otra mitad con soda.

—Así que yo no sé si llamaría a eso una ejecución. Fue más bien una salvajada: lo cagaron a palos un buen rato, le metieron un balazo y después lo tiraron al río, seguramente esperando que la corriente se lo llevase hasta el mar.

Apuró el vaso de un trago y lo apoyó vacío en la mesa.

—¿Te das cuenta de que son brutos estos paisanos? Aunque hubiese llegado hasta la costa, el cuerpo no habría tardado en aparecer en alguna playa. Acá el mar no se lleva nada; devuelve todo.

Hernandorena se quedó en silencio mirando la mesa.

—Perdón, a veces me voy de boca.

Terminaron de comer y salieron a la galería. Eran casi las cuatro de la tarde y el sol todavía pegaba fuerte. Más allá del parque el pasto dejaba de ser verde. El campo se extendía en un amarillo infinito, que después se transformaba en naranja y luego en ocre. Hernandorena se lamentó por el invierno que les había tocado ese año y se quejó por el calor que ahora anunciaba un verano seco.

—La cosecha va a ser un desastre —dijo preocupado.

Cuevas estuvo de acuerdo. No hacía falta ser un experto para entender que el panorama era desalentador.

—¿Rubén ya sabe? —preguntó de repente Hernandorena.

—¿Si sabe qué?

—Cómo se murió Maxi.

—Si, la policía le dijo todo después de que terminaron la autopsia —Cuevas buscó sus cigarrillos y le ofreció uno a su amigo—. Además, yo mismo le tomé la testimonial después.

—¿Se acordaba de vos?

—Poco. Le recordé que vos y yo éramos amigos.

—¿Y qué te dijo?

—Nada que nos sirva, realmente. En verdad, esperaba que vos me tires algún centro. Decime, ¿qué pensás de todo esto?

Hernandorena trató de reflexionar, pero sólo logró quedarse en silencio. Era un silencio especial; un tipo silencio que invade a la gente vieja cuando muere alguien a quienes ellos no tendrían que haber sobrevivido.

Todos los días había algo para hacer en Las Margaritas y el día después de enterrar a su hijo Rubén ya estaba trabajando como siempre. Hernandorena le rogó que se tomase unos días para descansar, pero no le hizo caso. En cambio Correa cortó el pasto, arregló alambres y atendió a los caballos. La vida, de golpe, parecía un río y Rubén era una hoja que flotaba en la corriente de ese río, sin poder hacer otra cosa que dejarse llevar.

Trabajó hasta casi quedarse sin fuerzas para desplomarse sobre su cama a la noche y dormirse rápido. Acostarse sin sueño era peligroso: cada momento en el que su cuerpo no estaba concentrado en alguna tarea era una ventana por donde Maximiliano podía meterse.

Sabía que era ridículo sentirse culpable, si él siempre cuidó a su hijo. Jamás lo abandonó. Estuvo siempre ahí para enseñarle. Lo educó con esfuerzo, no para convertirlo en un campeón moral, sino para ahorrarle disgustos en la vida. Había cosas que estaban bien y había cosas que estaban mal, pero esas cosas nada tenían que ver con las reglas morales. No había ningún Dios arriba acusándolo de pecador. Lo único que había eran hombres, y los hombres no toleran ciertas conductas. El mal que reciben, lo castigan con un mal mayor.

Como los caballos que espantan a las moscas con su cola, Rubén trató de sacudirse esas ideas de la cabeza; los recuerdos se amontonaban unos arriba de otros y lo hacían moverse más despacio, como si su cerebro estuviese colapsado y no pudiese despachar órdenes a tiempo. Las imágenes aparecían con tanta claridad que le parecía estar viendo una película que narraba la historia de su vida junto a su hijo. Había escuchado a mucha gente decir que, cuando uno está por morir, toda la vida se proyecta delante de sus ojos en tan solo un segundo. Pero jamás escuchó a nadie hablar de la vida de los muertos, proyectándose con esa misma intensidad en la cabeza de los que todavía están vivos.

Esa noche, a pesar de acostarse muy cansado, una escena de la película apareció en su cabeza con una nitidez particular.

Maximiliano era chico todavía cuando Rubén encontró un potrillo alazán en la caballeriza. Era un caballo joven que jamás había visto. Estuvo a punto de preguntarle a su patrón si sabía de quién podría ser el animal, pero antes se le ocurrió preguntarle a Maxi. Su hijo no pudo mirarlo a los ojos cuando le contestó que no tenía idea. Entonces Rubén le pegó dos sopapos: el primero, por mentirle; el segundo, por robar. Después le explicó cuáles podrían ser las consecuencias de lo que había hecho:

—Si te agarran robando, te meten un tiro. Si te agarran montando un caballo robado, te meten un tiro. Si los dueños del caballo lo encuentran acá, lo metés a Don Horacio en un quilombo. Y si metés a Don Horacio en un quilombo, el que te meta el tiro voy a ser yo.

Aquel domingo Rubén tuvo que esperar a que se hiciera de noche para salir él mismo a soltar al caballo. Durante varias horas caminó tirando del bozal, con el animal detrás suyo, para largarlo lejos de Las Margaritas y así evitar cualquier sospecha. Cuando volvió a su casa faltaba poco para que saliera el sol. Maximiliano lo escuchó llegar y, una hora después, lo escuchó volver a salir. Ya era lunes y la faena arrancaba temprano.

Qué distinto que era a su esposa, pensó. Graciela era mucho más indulgente que Rubén y, mientras que éste se concentraba en forjar el carácter recto de su hijo, ella trataba de pulir sus faltas menores: le decía que no fume porque todavía era muy chico; y que preste más atención en la escuela, así se sacaba buenas notas y no hacía enojar a su papá. A pesar de ser muy inteligente, Maxi a veces desaprobaba algún exámen y eso ponía furioso a Rubén. Le gritaba que no tenía derecho, que tenía todo servido y que era su deber y obligación aprovechar las oportunidades que él no había tenido.

Acostado en su cama volvía a escucharse a sí mismo gritándole a su hijo. Cada palabra que le había dicho aparecía de golpe, hacía eco en el silencio de la noche y continuaba resonando al día siguiente, mientras trataba de concentrarse en desvasar a los caballos o mientras le daba de comer a las gallinas. Por eso tenía que trabajar. Era la única manera que tenía para convertir el presente en algo lo suficientemente grande y extenso, lo suficientemente amplio para jamás ser tapado totalmente por los recuerdos.

—Las lisas son un pez bravo, señor fiscal —explicó muy serio Evaristo Suárez—. Hay que ser bicho para sacarlas. En el Quequén Salado hay pejerreyes, hay surubíes. Pero las lisas son otra historia.

Evaristo ya había dado su testimonio a la policía el mismo día que encontró el cuerpo, pero el fiscal Cuevas no quería pasar nada por alto y lo citó para que declarase una vez más, esta vez delante suyo.

Mientras hablaba, Evaristo apretaba sus puños emocionado y Cuevas empezaba a arrepentirse de haberlo citado. Podía escuchar a sus empleados en el pasillo tratando de aguantarse la risa cada vez que Evaristo empezaba a hablar sobre las lisas. Por la puerta entreabierta alcanzó a ver a Pierini, el secretario de la fiscalía, tratando de sacar lo que parecía ser un pez gigante con una caña de pescar invisible, mientras los otros le festejaban la gracia.

—El tema es —continuó Evaristo, levantando su dedo índice—, que las lisas solo comen cuando hace calor. Entonces, si hace frío no hay pique. Incluso aunque haiga calor puede que tampoco haya pique si el día está nublado.

Cuevas trató de interrumpirlo pero Evaristo no paraba ni para respirar. Afuera de la sala, Pierini se había puesto rosa como un chancho de tanto reírse.

—Pero aquel día había sol. Entonces yo me quedé, porque sabía que alguna lisa seguro salía. Eso sí, hay que mirar bien el agua. Las lisas siempre se delatan. Nomás hay que saber mirar bien el agua.

Cuando Evaristo se preparaba para describir en detalle todas las piruetas que las lisas pueden hacer mientras nadan, Pierini entró de golpe a la sala. Cuevas, que ya se había resignado a perder lo que quedaba de la mañana escuchando anécdotas de pesca, lo miró sorprendido.

—Acaba de llegar Nadia Ortiz —dijo el secretario, que de golpe estaba completamente serio.

Cuevas lo miró sin decir nada y Pierini tuvo que repetirle lo que le acababa de decir para conseguir que reaccione.

—Perdóneme, Suárez. Me tengo que ir —dijo Cuevas mientras juntaba sus papeles y se levantaba— Pero no se preocupe, el doctor Pierini va a terminar de tomarle declaración.

El secretario tomó asiento y, antes de que Cuevas hubiera salido de la sala, Evaristo ya había comenzado explicarle a Pierini cuál era la mejor carnada para ir a pescar lisas.

—Le parecerá extraño, doctor, pero la pancita de la lisa es la mejor carnada para pescarlas. Ese es el único secreto: el pez muere por la boca y, en este caso, también por el estómago.

Llegó al hall de entrada pero no había ninguna mujer esperando ahí. La recepcionista se asomó por encima de la mesa de entrada y le dijo que la chica había salido a fumar. Cuevas se asomó a la entrada y la encontró a un metro de la puerta, mirando a la calle.

—¿Nadia?

Se dio vuelta de golpe. Era bastante más jóven que Maximiliano, apenas una chica. Demasiado chica para lo que le tocaba, pensó Cuevas.

—¿Me acompaña? —dijo el fiscal con una sonrisa educada, señalando el interior del edificio.

Nadia asintió y empezó a dar vueltas en el lugar, tratando de encontrar un lugar donde tirar el cigarrillo.

—No se preocupe, tírelo por ahí nomás. Venga, pase.

Entraron al despacho de Cuevas y se sentaron uno a cada lado del escritorio. La chica no quiso tomar ni comer nada, así que el fiscal abrió su carpeta, acomodó algunos papeles y se preparó para empezar.

—Lamento mucho lo de su marido —dijo antes.

—No era mi marido. Nunca nos casamos —contestó ella—. Gracias igual.

Cuevas le tomó declaración testimonial. Nadia contestó cada una de las preguntas. Trató de contenerse, pero por momentos no pudo evitar llorar. Cuevas la dejó sola en dos ocasiones para traerle pañuelos y un vaso de agua. Cuando logró que se calmara, volvió a insistir: ¿Maximiliano tenía algún problema con alguien? ¿Alguna deuda, tal vez? ¿Un conflicto que haya podido tener y del que nosotros no estuviésemos al tanto? ¿Adicciones? ¿Drogas? ¿Alcohol?

Nada. Su respuesta a cada pregunta fue negativa.

—¿Puede decirme usted dónde estaba la noche anterior al hecho?

Nadia lo miró, pero en sus ojos no pudo entrever nada: ningún reproche, ningún estremecimiento. Solo dos ojos oscuros que se clavaban en los suyos sin pestañear. No parecía haberse ofendido, pero aún así Cuevas trató de amortiguar el impacto de la pregunta.

—Disculpe, pero entienda que tengo que preguntarle esto.

—Está bien, no se preocupe. Estaba en Balcarce, en lo de mi tía.

—¿Podrá facilitarme algún teléfono de contacto? Voy a tener que corroborar esta información.

—Por supuesto. Anote.

Tomó los datos y dio por terminada la declaración. Después, acompañó a Nadia hasta la puerta. Mientras caminaban por los pasillos, le prometió que iba a hacer justicia por Maximiliano. No supo bien por qué dijo eso: con más de veinte años trabajando en el Poder Judicial, sabía su promesa que era, por lo menos, dudosa.

Abrió la puerta y la despidió en el mismo lugar donde la había encontrado una hora antes. Nadia bajó los escalones de la entrada, caminó por la vereda y cruzó la calle. En la otra vereda, sus hermanos la esperaban apoyados contra el capot de una vieja pick-up. Al encontrarse, ambos la abrazaron. Después los tres se subieron a la camioneta. Del caño de escape brotó una nube de humo negro y los tres hermanos se alejaron de la fiscalía. Cuevas los vio doblar en una esquina y desaparecer.

Volvía para su despacho cuando pasó detrás del escritorio de Pierini. El secretario miraba un video en el que un tipo coloreaba de rojo la carnada que iba a usar para salir a pescar. Después le agregaba purpurina y eso, decía el tipo del video, era el verdadero secreto para llamar la atención de las lisas y conseguir el pique.

—Suárez no me contó esta —protestó Pierini—. ¿Qué me dice, Doctor? ¿Vamos a tirar unas líneas este fin de semana?

—Ponete a laburar —le contestó desde la puerta de su despacho—. Y traéte a los hermanos de Nadia Ortiz a declarar lo antes posible.

La aparición del cuerpo había capturado el interés de una ciudad que ahora mostraba su vocación de pueblo y seguía con avidez el caso. En los negocios, clientes y comerciantes  exageraban su indignación por la muerte de Maximiliano Correa. En la vereda, los vecinos elaboraban hipótesis incomprobables acerca de los motivos del homicidio. Rápidamente, el canal de noticias local dejó de prestar atención a la crisis que afectaba al sector agrícola para concentrarse exclusivamente en el crimen.

Sin ser muy enfático, Cuevas desestimaba cada una de las conjeturas que la gente se animaba a insinuarle cuando se lo encontraban en la calle o en el supermercado. Consultado por los periodistas, arguyó falta de evidencias y evitó dar informaciones precisas, escudándose en el secreto de sumario. Mientras tanto, los potenciales testigos desfilaron por la fiscalía sin poder aportar datos de valor para la investigación.

Rubén Correa también se mantenía ocupado. Su hijo había muerto, pero los yuyos seguían creciendo. Las gallinas seguían poniendo huevos y los caballos podrían seguir cagando hasta que la bosta desbordase las caballerizas. Rápidamente, las exigencias del campo lograron marcarle un ritmo que le permitía seguir con su vida; cierta cadencia en la que su memoria tenía cada vez menos intervención.

Por unos días esta fórmula demostró una modesta eficacia, hasta que Nadia Ortiz fue a visitarlo. Simplemente apareció. No se habían visto en el entierro. Ni siquiera habían hablado por teléfono. Habían pasado cinco días desde que Maximiliano había muerto y de pronto ella estaba ahí, parada frente al alambrado, frágil abajo del sol abrasador, esperando a que Rubén salga y calle a los perros que no paraban de ladrar.

Ese día almorzaron juntos. Después tomaron mate debajo del eucalipto y comieron un bizcochuelo que ella había cocinado. Se hicieron compañía, aunque hablaron poco. Cuando lo hicieron, las oraciones fueron breves y concisas. Alguno de los dos, posiblemente Rubén, le preguntó primero al otro cómo estaba, y viceversa. Los dos estaban bien, eso dijeron. También dijeron que extrañaban a Maxi. Entonces Nadia se puso a llorar.

Hacía años que Rubén no se sentía necesario en la vida de otra persona. Su esposa ya no estaba y su hijo, mucho antes de morir, se había convertido en un hombre independiente. Pero ahora el llanto de Nadia lo ubicaba otra vez entre la gente y no sólo entre el ganado y los alambres. Abrazó a su nuera y trató de que ella no lo escuche llorar a él también.

—¿Cómo está el bebé? Ni siquiera tenés panza —preguntó cuando los dos se calmaron.

Nadia apoyó sus manos sobre su abdomen recto. Ninguna sonrisa se dibujó en su cara, como Rubén hubiese esperado.

—Está bien. Nos habíamos enterado hace poco.

Un rato más tarde Rubén puso en marcha el Dodge 1500 y llevó a Nadia hasta lo de sus hermanos. Desde que volvió de Balcarce estaba viviendo con ellos. No quería quedarse sola en la casa donde había vivido con Maximiliano, le explicó. Antes de que ella se baje del auto, Rubén le prometió ayudarla con todo lo que necesitara. Después volvió a Las Margaritas.

Algunas nubes empezaban a aparecer en el cielo aunque el sol seguía quemando con fuerza. Todavía quedaban unas buenas horas de luz, pero Rubén no salió al campo. Sabía era inútil: con la visita de Nadia, el equilibrio se había roto y por más distracciones que buscase sabía que no iba a conseguir evadirse aquella tarde.

Cerró las cortinas, se sentó en la cocina y se quedó solo frente a la mesa, sin más compañía que una botella de ginebra. Eso también se lo había explicado a su hijo: para mamarse, mejor quedarse en casa. Así uno no hace papelones ni se mete en quilombos. La lección evidentemente fue aprendida porque nadie jamás pudo decir que vio a Maximiliano Correa borracho en la calle. Al cabo de unas horas, la botella estaba vacía.

—Estoy mamado —dijo Rubén Correa en la soledad de su casa, de la pampa y de lo que ahora era su vida.

El hecho llamó su atención. Hacía tiempo que no estaba tan borracho. Se levantó con mucho esfuerzo y prendió un cigarrillo arrimando la boca a la hornalla de la cocina. Se frotó las manos callosas sobre el fuego y miró por la ventana. Atardecía. Los últimos rayos del sol se filtraban entre nubes negras. Se podía oler la humedad y sentir su viscosidad. Se podía anticipar la tormenta.

¿Cuándo había sido la última vez que se había puesto así de borracho?

El recuerdo apareció con la misma nitidez que el episodio del caballo. También había sido un domingo. Graciela preparaba la comida y él había estado sentado en la cocina desde temprano. Con el mismo vaso verde y una botella idéntica, casi vacía.

Maxi tenía apenas doce años. Había esperado hasta último momento para decirle a su papá que había desaprobado lengua y literatura. Cuando se acercó para mostrarle la libreta de notas, Rubén ya estaba bien picado. Maxi se la alcanzó sin mirarlo a los ojos. Rubén agarró la libreta con sus manos enormes. La estudió unos segundos. Después miró a su hijo. Se inclinó hacia él con trabajo, mientras la silla crujía debajo suyo y también crujían sus huesos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Rubén levantó sus palmas gigantes y le estampó un cachetazo.

Maximiliano contuvo el llanto y se quedó en el lugar. Rubén se paró y le pegó de nuevo. No aprendés más. Volvió a pegarle. Desagradecido. Esta vez le dio con el revés de su mano. Yo no tuve ni la mitad de oportunidades que tenés vos. Rubén sólo dejaba de gritar para pegarle.

—¡Pará Rubén que lo vas a lastimar! —gritó Graciela, que corrió desde la cocina para tratar de frenar a su marido. Se puso detrás suyo e intentó sostenerle el brazo, pero Rubén se soltó con facilidad y se dio vuelta.

—Vos rajá porque cobrás también —le advirtió mientras apretaba la mandíbula y la amenazaba con el índice en alto.

Rubén volvió a enfrentar a su hijo y levantó la mano una vez más. Entonces Graciela reaccionó por puro instinto y trató de frenarlo nuevamente. La cara de Rubén se puso roja cuando sintió las manos de su esposa tratando de sostenerlo. Las venas de su cuello se hincharon; los tendones de sus dedos se contrajeron inmediatamente y formaron dos puños rígidos y pesados al sentir el contacto de su mujer aferrándose a su brazo. Se dio vuelta y la golpeó en el estómago. Fue un golpe seco, contundente. Graciela se dobló por la mitad y se apoyó en la mesa para no caerse al suelo. Maxi lloraba delante de su padre mientras veía a su mamá tratando de respirar con dificultad, desesperada por recuperar el aire.

Los tendones de Rubén se aflojaron cuando vio a su hijo llorando delante suyo. Borracho, borrachísimo, con los ojos vidriosos y la cara aún enrojecida, se agachó hasta ponerse a la altura de Maxi. Con ambas manos lo tomó delicadamente de la cabeza y le dio consejo:

—Siempre en el estómago, ¿me entendés? —dijo, casi en susurro.

Maxi sintió el aliento a alcohol de su papá. Era un olor fuerte. Bajó la cabeza y siguió llorando despacio, mirando el piso para proteger su nariz de ese olor punzante que salía de la boca Rubén. Las manos de su papá se pusieron firmes y sacudieron su cabeza, reclamando atención:

—¡Miráme, carajo! ¡Miráme!

Maxi levantó la vista y trató de mirarlo a los ojos. La cara de su papá era irreconocible, toda roja e hinchada, con cada fibra en tensión. No pudo aguantar y lloró sin contenerse. Su papá se acercó todavía más y le acarició el pelo muy despacio.

—Siempre en el estómago, nunca en la cara. No tenés que dejarles marcas —le dijo al oído, sin dejar acariciarle el pelo—. Tampoco en las costillas, ¿entendés? Les podés reventar alguna.

Unos mocos transparentes comenzaron a chorrear por la nariz de Maximiliano. Estaba asustado. Quería tranquilizar a su papá, decirle que sí a todo para que se calmara de una vez. Pero él mismo no podía recomponerse ni articular ninguna palabra.

—Siempre en la panza, ¿me entendiste?

Maximiliano desvió sus ojos un segundo. De a poco su mamá volvía a respirar normalmente.

—¿Me entendiste, la puta madre? —bramó Rubén mientras sus manos se cerraban sobre los pelos de su hijo.

Maxi sintió los dedos de su papá atenazándose en su cuero cabelludo y dejó escapar un grito de dolor. Trató de soltarse, pero Rubén apretó más fuerte.

—¡Contestáme!

—¡Sí! —gritó Maxi sin dejar de llorar.

—¿Sí, qué?

—Sí, papá.

El temporal había durado dos días enteros y en ese tiempo llovió todo lo que no había llovido en los últimos dos meses. Carlos y Alejandro Ortiz recorrían las calles encharcadas de Tres Arroyos en su camioneta. Una garúa finita caía sobre el parabrisas y distorsionaba las luces de la calle. Iban en silencio, sin decir una palabra y sin ningún destino aparente. A medida que se alejaban de la comisaría y del centro de la ciudad, los destrozos de la tormenta se hacían más evidentes.

Hacía apenas unos minutos los dos habían prestado declaración ante el fiscal. Fueron testimonios separados en los que cada uno aseguró haber estado en el domicilio que ambos compartían la noche en la que su cuñado fue asesinado. Pero cuando Cuevas les preguntó quiénes podrían confirmar su coartada, los hermanos Ortiz no pudieron más que citarse el uno al otro como únicos testigos.

Ahora Carlos manejaba sin prestar demasiada atención. Lo único que le preocupaba a él y a su hermano era conseguir algo de plata antes de irse. El cielo estaba oscuro y parecía de noche. No había casi nadie en la calle, a excepción de las cuadrillas de la Cooperativa Eléctrica de Tres Arroyos que trabajaban para levantar los cables de luz que habían sido derribados durante la tormenta.

—El Gitano siempre le tuvo ganas a la camioneta —dijo Alejandro, sabiendo más o menos qué respondería su hermano.

—Me como mis huevos antes de venderle la chata al hijo de puta ese.

—Hay que hacerla guita, Carlos. Vamos a necesitar algo para tirar un tiempo.

Volvieron a quedarse callados y siguieron dando vueltas en círculos. Pararon en un cajero y sacaron el efectivo que les quedaba. No era mucho; apenas alcanzaba para los pasajes y algunos días de hotel. No tenían otra opción. Una hora más tarde ya habían cerrado el negocio con el Gitano Luna.

—Sí, reite hijo de puta —Carlos miraba a Luna por el espejo retrovisor mientras se alejaban de su casa. El Gitano sonreía mostrando los dientes podridos mientras los saludaba desde la vereda llena de yuyos.

Habían ido a verlo con la idea de sacar por lo menos cuarenta y cinco mil pesos, pero Luna tenía un olfato especial para detectar necesidades ajenas y sacarles provecho. Terminaron cerrando en treinta y ocho. La plata, además, no la tenía encima. Recién podría tenerla lista para la mañana del día siguiente.

La re putísima madre que lo parió a este gitano de mierda —gritaba Carlos mientras golpeaba el volante una y otra vez—. Nos está cagando.

Alejandro se abrochó el cinturón de seguridad y dejó a su hermano seguir puteando. Sabía que cuando se ponía así lo mejor era dejar que se le pase solo. El motor de la camioneta empezó a levantar revoluciones.

—Andá con cuidado —le advirtió Alejandro. La lluvia empezaba a caer con fuerza otra vez.

Pero Carlos no lo escuchaba; ahora puteaba en voz baja mientras seguía acelerando. No quería perder más tiempo; quería volver a su casa y dejar todo listo para irse al día siguiente con la plata en el bolsillo. La camioneta pasaba los cruces sin frenar y levantaba el agua estancada de los badenes. Iban muy rápido cuando entraron a la rotonda.

El eje trasero patinó sobre el asfalto empapado y la camioneta hizo un trompo hasta terminar incrustada debajo de un poste de luz. Las gotas ahora eran bien gruesas y reventaban con estruendo sobre el capot desencajado. Alejandro se bajó de la camioneta y evaluó los daños. Había sido un golpe fuerte. La parrilla y las ópticas estaban destruidas, pero a él sólo le importaba que la camioneta pudiera arrancar. Del otro lado del parabrisas astillado, Carlos permanecía abrazado al volante sin moverse. Alejandro dio la vuelta y abrió la puerta del conductor.

—Carlos, ¿estás bien? —preguntó mientras sacudía a su hermano por el hombro—. Dale, pelotudo, reaccioná.

Carlos se enderezó muy despacio sobre el asiento. Trató de bajarse pero estaba demasiado aturdido por el golpe. Tenía un corte en la frente y unos hilos de sangre chorreaban por su cara, aunque la herida no parecía ser profunda. Alrededor los vecinos empezaban a asomarse por las las ventanas. Tenían que irse rápido para no llamar la atención. Alejandro empujó a su hermano hacia el asiento del acompañante y salió dando marcha atrás.

—Tomá, limpiáte la cara —dijo mientras le alcanzaba la gamuza que estaba sobre el tablero— Abrí la ventana y enjuagate con la lluvia.

Hicieron unas pocas cuadras y se detuvieron en frente a la terminal de colectivos. Alejandro buscó la plata que habían sacado del cajero y se la guardó a su hermano en los bolsillos mientras le daba indicaciones.

—Apuntá para la Triple Frontera —le ordenó—. Desde acá no debe haber nada directo. Llamá a Córdoba, a Santa Rosa, a Buenos Aires, a dónde sea, pero averiguá desde qué lugar sale el próximo colectivo y andate para allá.

Carlos seguía mareado pero igual trató de resistirse. Decía que no mientras se pasaba la gamuza por la cara. Alejandro se estiró por encima de su hermano y le abrió la puerta.

—Yo me quedo para cobrar la guita y te alcanzo más adelante —le dijo mientras lo empujaba afuera de la camioneta—. Dale, andá. Mañana junto la guita y nos encontramos allá.

Lo empujó otra vez. Carlos se bajó y cruzó el baldío que separaba a la avenida de la terminal. Parecía un borracho trastabillando abajo de la lluvia. Se detuvo un segundo antes de entrar al edificio y miró hacia atrás, buscando la camioneta. Alejandro quiso hacerle luces, pero se acordó de que las habían reventado en el choque. Carlos se quedó un rato más mirando en dirección a la camioneta. Finalmente entró. Una hora más tarde estaba arriba de un colectivo con destino a Liniers.

El pasado parecía darle un respiro finalmente. Después de su encuentro con Nadia, Rubén comprendió por primera vez que sería abuelo; que, antes de irse, su hijo le había dejado la promesa de un nieto. Entonces el río por el que su vida se escurría se detuvo un instante, y durante ese instante Rubén flotó sobre aguas quietas.

Esa mañana no trabajó en el campo. En cambio, se la pasó revolviendo el galpón hasta encontrar la vieja cuna de Maxi. La lijó con mucho cuidado pero no la pintó; quería esperar a saber si el bebé sería nene o nena, para pintarla de celeste o de rosa. Poco antes del mediodía, cargó la cuna en el Dodge y salió a visitar a Nadia.

El camino seguía muy embarrado después de la tormenta y más de una vez tuvo que pegar un volantazo para evitar que el auto patine y caiga en la zanja. Cuando finalmente agarró la ruta, se distrajo imaginando domingos de pasta frola y café con leche. Veía a su nieto, un varón, jugando en el comedor mientras su mamá y él miraban la tele. En el invierno, los esperaría con las salamandras prendidas y la casa caliente. Y en el verano, cuando el chico ya fuese un poco más grande, le enseñaría a montar en uno de los petisos de Hernandorena. Después le compraría un alazán, como siempre había querido tener Maxi. Imaginó largas tardes de verano andando a caballo junto a su nieto y, por primera vez en mucho tiempo, todo ese espacio que lo rodeaba le pareció algo más que solamente tierra, cultivos y ganado. Pensó en lo feliz que podría ser un chico jugando ahí.

Aquella misma mañana, el Gitano Luna había esperado a Alejandro Ortiz con la plata, tal como habían como acordado, pero cuando lo vio llegar en la camioneta chocada se negó a pagarle. Discutieron un rato en la vereda, hasta que Alejandro se cansó y le mostró el revólver. Lo obligó a entrar a su casa, le ató las manos con precintos y lo encerró en el baño. Antes tuvo que ponerle un par de medias sucias en la boca para que deje de gritar. Después, se fue con los treinta y tres mil pesos y con la camioneta.

Ahora estaba en su casa, terminando de guardar el último fajo de billetes en el bolso. En la cocina, Nadia le preparaba unos sánguches para el viaje. Y, en Buenos Aires, su hermano Carlos se subía a un colectivo que lo llevaría directamente hasta Ciudad del Este.

Mientras todos los Ortiz se ocupaban de sus cosas, la policía se agrupaba en la esquina de su casa, listos para empezar con el operativo de allanamiento. El policía cebador chupó un último amargo antes de ponerse el chaleco.

—Vas a estar bien —le prometió Alejandro a su hermana—. Vos no tuviste nada que ver. Fuimos nosotros.

Era cierto. Sus hermanos no le habían dado ninguna opción: un día antes de matar a su cuñado, los dos varones Ortiz habían mandado a su hermana a Balcarce con la advertencia de que no volviese hasta que ellos no la llamaran. Si algo salía mal, los únicos que quedaban pegados serían ellos dos.

Cuevas y Pierini se quedaron en la esquina y vieron a los policías acercarse despacio a la casa. Los perros de la cuadra ladraban todos juntos, pero Alejandro Ortiz estaba demasiado ocupado y no les prestó atención. Tampoco escuchó el sonido de las botas pisando charcos en la vereda. Se enganchó el revólver en el elástico del pantalón y salió de su cuarto con el bolso al hombro. Nadia lo esperaba en la puerta.

—Te acompaño hasta la terminal.

—No conviene. Mejor andáte para tu casa.

—Bueno, salgo con vos entonces.

Su hermana lo miraba con los mismos ojos vacíos que Cuevas había visto en la fiscalía; unos ojos negros que eran pura ausencia. Alejandro sintió algo pero no supo bien qué era. Por un segundo creyó que todo había desaparecido y que ellos dos eran las últimas personas que quedaban en el mundo. Hasta que giró el picaporte y abrió la puerta. Entonces escuchó los ladridos de los perros y las puteadas de los policías, que desde la vereda le ordenaban tirarse al suelo. Sintió sobre él la presión de los ojos de su hermana y sintió contra su pelvis la presión del revólver cargado. Sus dedos se aferraron a la empuñadura. Levantó el brazo, con el índice firme sobre el gatillo, pero hacía rato que las armas de los policías les estaban apuntando. Las primeras descargas sonaron antes de que Alejandro llegara a disparar. Cuando ya no se escucharon más tiros, los perros callaron y el barrio quedó otra vez en silencio. Después sonaron las primeras sirenas.

Cuando ya no se escucharon más disparos, los perros callaron y el barrio quedó otra vez en silencio. Después sonaron las primeras sirenas.

Rubén pudo distinguir los patrulleros un par de cuadras antes de llegar. La policía había cortado la calle y no dejaba pasar a nadie, así que tuvo que estacionar en la esquina. Los vecinos se amontonaban alrededor para ver qué sucedía. Bajó del auto y se abrió paso entre la gente. Trató de pasar, pero un policía lo detuvo y le prohibió acercarse más. Detrás del oficial, a mitad de cuadra, Rubén alcanzó a ver a Mario Cuevas. El fiscal fumaba en la vereda, justo en frente de la casa de los Ortiz.

Gritó su nombre, una, dos veces, hasta que el fiscal lo reconoció entre la gente. Rubén intentaba traspasar el perímetro, mientras dos policías hacían lo posible por frenarlo. Cuevas le gritó que se calmara, pero las sirenas de las ambulancias que recién llegaban hacían imposible escuchar su voz. Los patrulleros se hicieron a un lado para dejarlas pasar y Rubén aprovechó la oportunidad para correr hacia la casa. Uno de los policías lo vio y alcanzó a agarrarlo del brazo antes de que cruzara la cinta roja y blanca. Correa se dio vuelta, lo golpeó en la boca y volvió a correr hacia donde estaba Cuevas. Tres policías más se lanzaron encima suyo y lo derribaron. Pataleó y forcejeó en el suelo pero finalmente lograron ponerle las esposas y subirlo a un patrullero.

Desde el asiento trasero, con la cabeza apoyada contra el vidrio de la ventanilla, Rubén pudo ver a los paramédicos subir dos camillas en las ambulancias que acababan de llegar.

Era casi medianoche y Cuevas manejaba por las calles vacías de Tres Arroyos en dirección al hospital. Las luces de sodio teñían de naranja al asfalto húmedo. Habían pasado doce horas desde el tiroteo cuando recibió la llamada del forense pidiéndole que vaya verlo lo antes posible. Estaba agotado y le hubiese gustado decirle que se encargarían de eso a la mañana siguiente, pero era imposible. Nunca la había tenido tan difícil: tres muertos en tan sólo una semana. Uno de ellos con una criatura todavía en la panza.

No había comido nada en todo el día. Tampoco había podido ducharse. Se sentía sucio y cansado. Bajó la ventanilla para que el viento lo despabile y sintió el olor a tierra húmeda.  Había parado de llover pero las nubes seguían tapando el cielo oscuro. Respiró hondo y se llenó los pulmones de ese aire fresco y suave. Semanas atrás lo único que se respiraba era un polvo áspero que irritaba la nariz y la garganta. Pero ahora ese polvo había sido aplastado por la lluvia y se había transformado en barro. Otra vez se podía respirar tranquilo. Dejó la ventanilla baja y encendió un cigarrillo.

Desde afuera el edificio parecía desierto. El forense lo esperaba fumando en la entrada. Cuevas lo saludó y lo siguió a través de los pasillos. Algunos empleados de limpieza baldeaban los pisos, mientras que los médicos de guardia bostezaban y vaciaban sus mates en los tachos de basura.

Llegaron a una habitación, la misma donde días atrás había estado el cuerpo de Maximiliano Correa, sólo que ahora había dos camillas. En una estaba el cuerpo de Nadia Ortiz y en la otra el de su hermano. Esta vez el forense los había dejado al descubierto, con la sábana doblada sobre los pies. Rápidamente le confirmó que las causas del deceso habían sido los impactos de bala que recibieron durante el tiroteo.

— A él lo alcanzaron cuatro proyectiles —explicó—. Ella quedó justo en el medio y recibió un único disparo en la carótida. Los dos murieron en el acto.

Después le mostró los agujeros por dónde habían ingresado las balas.

—Todas provenientes de las armas reglamentarias de la policía —explicó.

Pero Cuevas apenas le prestaba atención. No podía dejar de mirar las caras grises e inexpresivas de los hermanos muertos. De golpe sintió todo el peso del cansancio cayendo sobre su cabeza. Se alejó de las camillas y caminó por la habitación mientras el forense lo observaba sin decir una palabra. Se apoyó contra la pared y sacó sus cigarrillos.

—No puede fumar acá —protestó el médico.

—A usted lo vi fumar abajo —contestó Cuevas mientras trataba de hacer que su encendedor funcione—. Y no creo que a los Ortiz les importe demasiado, a esta altura del partido.

El médico se quedó callado. Cuevas le extendió el atado a modo de conciliación. El forense aceptó un cigarrillo y abrió una ventana minúscula antes de encenderlo. Los dos podían escuchar las últimas gotas que escurrían por las paredes y caían al patio interno del hospital.

Terminaron de fumar y Cuevas le preguntó por qué lo había citado a esta hora, de manera urgente, para contarle algo que él no solamente ya sabía, sino que incluso había presenciado en persona. Entonces el médico salió de la habitación y en menos de un minuto volvió con una carpeta delgada.

—Mi informe de la autopsia de Nadia Ortiz —dijo mientras le alcanzaba la carpeta.

Cuevas se quedó quieto y lo miró con fastidio. El forense agitó la carpeta en el aire hasta que el fiscal finalmente la agarró.

—¿Hay algo acá que no me pueda decir usted mismo? —protestó mientras ojeaba los papeles.

—Ya hablé con los de balística y más tarde le van a confirmar que el revólver con el que Alejandro Ortiz trató de abrir fuego es el mismo que usaron para matar a Maximiliano Correa —explicó el forense—. Pero lo que me interesa que lea es esto.

Le señaló un párrafo resaltado en amarillo. El fiscal hizo un esfuerzo pero estaba muy cansado para concentrarse. Algunas palabras, sin embargo, lograron captar su atención. Traumatismo. Zona ventral. Desgarro uterino.

—¿Usted sabía que la chica había perdido un embarazo hacía poco? —preguntó el forense.

Rubén Correa pasó la noche en el calabozo de la Comisaría Primera. En ningún momento pudo dormir. Ni siquiera lo intentó. Simplemente se sentó en el colchón sucio y se quedó así, hasta que dos oficiales lo vinieron a buscar casi a la madrugada.

—De pie, Correa —ordenó uno de los policías, mientras que el otro habría la reja de la celda.

Rubén se acercó y cuando estuvo en frente a ellos reconoció al oficial que quiso frenarlo cuando intentó colarse entre los patrulleros. Todavía tenía la boca hinchada.

La comisaría estaba en silencio y solo se escuchaban sus pasos por los pasillos. Los policías lo llevaron hasta un despacho donde Cuevas lo esperaba sentado delante de una mesa con medialunas y café. El fiscal le pidió a los policías que le saquen las esposas y después le indicó que tome asiento. Los policías salieron y ambos quedaron a solas. Cuevas estudió unos segundos a Rubén. Se notaba que no había pegado un ojo en toda la noche, igual que él.

—Sírvase si gusta —dijo el fiscal alcanzándole uno de los vasos de plástico y después señalando las medialunas—. Son de la estación de servicio.

Rubén ni siquiera lo miró. Estaba callado, con la vista perdida sobre la mesa de formica blanca. Por un rato solo se escuchó el zumbido del tubo incandescente que iluminaba la habitación. Después el rumor de un trueno, que fue creciendo en el campo hasta llegar hasta la comisaría.

—Parece que la tormenta no va a dejarnos tranquilos —comentó Cuevas.

El fiscal hizo a un lado el café y apoyó su maletín. Lentamente fue ordenando diferentes papeles hasta cubrir casi la mitad de la mesa. Separó la carpeta que le había dado el forense del resto de los documentos. La abrió, miró la primera página y la volvió a cerrar. Largó un suspiro largo y se refregó la cara con las dos manos.

—Por la amistad que tengo con Horacio Hernandorena, y por el cariño que éste le tiene a usted, quería ser yo el que le contara todo —dijo.

Rubén escuchó en silencio las palabras del fiscal. Tal vez fuese la voz monocorde de Cuevas que, combinada con la falta de sueño, lo hacía ver cosas que ahí no estaban. Los labios del fiscal apenas se despegaban al hablar pero eran capaces de configurar relieves nuevos.

A medida que Cuevas hablaba, la sala donde se encontraban fue desapareciendo hasta convertirse en puro pastizal. El techo desapareció también y sobre Rubén se extendió un cielo oscuro. Todavía podía escuchar la voz del fiscal, retumbando en la nada, pero ya no podía verlo. Estaba solo en el medio del campo y de la noche. Sintió el aire cálido y seco sobre sus brazos. Vio a los pastos doblarse bajo el viento. Distinguió la silueta plateada y sinuosa del río bajo la luna llena.

Escuchó el ruido del motor. Pudo ver las luces a lo lejos, acercándose por el camino de tierra. La camioneta avanzaba escupiendo un humo negro que se perdía en la oscuridad. El vehículo se detuvo frente a él y los faros lo encandilaron hasta que el motor se apagó. Carlos Ortiz bajó de la camioneta, seguido por su hermano Alejandro. Probablemente Maxi fue el último en bajar. Rubén alcanzó a ver la cara de su hijo bajo la luz blanca y pudo sentir su miedo. Un segundo después lo vio caer al suelo y desaparecer bajo una nube de tierra, que crecía a cada patada alrededor de las zapatillas de los Ortiz. Luego escuchó el disparo, que retumbó en la pampa sin que nadie le prestara atención. Después vino el lento vaivén de las aguas que escurren hacia el mar; el zumbido lejano de las cosechadoras; el calor temprano del sol.

La voz de Cuevas lo trajo de nuevo a la comisaría:

—¿Correa, me escucha?

Rubén lo miró a los ojos y asintió sin decir nada. El fiscal dejó los papeles que tenía en la mano y buscó la carpeta del forense.

—Respecto a la familia Ortiz…

Sin entrar en detalles, Cuevas le describió lo que había sucedido apenas un rato antes de que ambos se encontraran afuera de lo de Carlos y Alejandro Ortiz. Mientras escuchaba al fiscal, Rubén pudo ver cómo los policías se acercaban a la casa. Pudo oír a los perros ladrar. También escuchó la voz de alto. El silbido de las balas. El ruido seco de los cuerpos desplomándose sobre el barro del jardín. Y, por fin, silencio.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Cuevas continuó revisando los papeles que estaban dentro de la carpeta. Había fotos, pero prefirió no mostrárselas. En cambio, acomodó con mucho cuidado las ecografías para que Rubén pudiera verlas.

—Hay algo más que quiero que sepa —dijo.

Leyó en voz alta las palabras del informe de autopsia. El documento era concluyente: el aborto había sido espontáneo, aunque presuntamente ocasionado por múltiples traumatismos en la zona del bajo vientre.

—¿Comprende, Correa? —preguntó el fiscal.

Rubén sintió un hormigueo en sus manos. Miró con atención sus enormes palmas: cientos de plieges y cayos se extendían por aquella piel seca y curtida. El fiscal lo miraba atónito, esperando una respuesta, pero Rubén seguía concentrado en ese hormigueo que de a poco se iba convirtiendo en un ligero temblor.

—Su nuera no estaba embarazada cuando murió —insistió Cuevas.

Rubén alcanzó a escucharlo, pero el fiscal volvió a desaparecer junto con toda la comisaría. La voz de Cuevas lo llamaba, pero Rubén apenas podía escucharla por encima del ruido de la cocina. Ahora Graciela sacaba cacerolas y sartenes, pelaba papas, cortaba cebollas mientras Rubén podía sentir el olor del guiso hirviendo sobre la hornalla. Se olvidó del fiscal y apuró de un solo trago la ginebra que sostenía en su mano. Después se sirvió otra. Luego una más. Sus manos ya se sacudían y lo hacían volcar la ginebra sobre la mesa cuando Maxi se acercó hasta él. Caminó despacio, sin mirarlo a los ojos, y apoyó la libreta de notas al lado de un charco de bebida, junto a la botella. Rubén dejó el vaso vacío y cerró sus manos en dos puños para evitar que sigan temblando.

—¿Me está prestando atención, Correa?

Rubén volvió a escuchar la voz del fiscal, pero era muy difícil entenderlo por encima de los gritos de su mujer y el llanto de su hijo.

—La cagaron a trompadas, Rubén, a ver si me entiende. Hace más de una semana, a Nadia Ortiz la cagaron a trompadas y por eso perdió al bebé.

El sol tardó varios en días en secar los últimos charcos. El césped que cubría el parque de Las Margaritas ahora crecía verde y brillante. Cuevas y Hernandorena fumaban en la galería mientras miraban el campo, más allá del alambrado. La sequía parecía un recuerdo lejano para el fiscal.

—Qué bien que te vino la tormenta —le dijo a Hernandorena.

Pero su amigo no parecía muy optimista. Miraba con resignación a los cultivos mientras largaba el humo del cigarrillo por la nariz. Tiró la colilla sobre el piso de la baldosa y la apretó abajo de su alpargata.

—Ya es tarde. Esta cosecha la perdimos —contestó.

Salieron a caminar por el jardín. El temporal había hecho estragos y por todo el casco de la estancia podían distinguirse fácilmente las ramas que habían sido arrancadas por el viento. Hernandorena iba señalándole algunos árboles que habían sido arrancados de cuajo, cuando a lo lejos Cuevas alcanzó a ver a Rubén Correa hundiendo la motosierra sobre una de las ramas caídas: la cortó en varios troncos pequeños y los tiró uno a uno sobre una carretilla. Después apoyó la motosierra sobre la pila de leña, levantó la carretilla y la empujó hasta la siguiente rama.

No es fácil olvidar en la pampa. El campo se extiende hasta el horizonte y en el medio no sucede demasiado. Los cultivos crecen y se cosechan; las vacas pastan y después van al matadero. Los hombres sólo pueden distraerse cuando se entregan a ese ciclo, del que no son más que un engranaje. El paisaje siempre está igual. Lo único que se degrada con el tiempo son las personas. Tal vez viene una seca y algunas plantas mueren, pero después llega la lluvia y crecen de nuevo; todo vuelve a ser como era. En cambio, los hombres conservan para siempre las arrugas ocasionadas por la angustia de la cosecha arruinada.

Rubén Correa siguió trabajando en Las Margaritas. Se levantaba temprano por la mañana y se acostaba con el sol, aunque se dormía mucho más tarde. A veces soñaba, pero pocas veces podía recordar sus sueños. Cuando sí los recordaba, salía al campo más temprano, ansioso por borrar cualquier imagen. La vida era un río otra vez y su corriente podía llevarse todo.

Las primeras molestias aparecieron algunos años más tarde. Jamás le había dado demasiada importancia a los dolores. Sentía orgullo de su cuerpo curtido por el esfuerzo y en el fondo sabía que cada músculo fatigado lo había ayudado a seguir adelante y no mirar atrás. Pero el dolor comenzó a aparecer cada vez más seguido, no sólo después de trabajar, sino también antes. Le costaba ponerse de pie para salir de la cama y sus huesos crujían con mayor intensidad cuando se aproximaba una tormenta.

Cuando notó que sus dedos ya no lograban cerrarse para sostener ni siquiera un rastrillo, consultó a un doctor, pero ya no había mucho para hacer. La enfermedad había atacado sus articulaciones y se había comido sus cartílagos hasta dejar solamente un cuero reseco.

Se sentó debajo del eucalipto que crecía en el jardín de su casa. Trató de cerrar sus manos, pero los dedos casi no se doblaban. Comprendió que ya no podría cavar una zanja; mucho menos sujetar a un caballo por las riendas. Ni siquiera podría mantener presionado el gatillo de la motosierra. Tampoco sus manos volverían a cerrarse en dos puños pesados. De ahora en más, lo único que le quedaba para hacer era observar el campo.

Levantó la mirada hacia el horizonte. No había mucho para ver. Los mismos pastos de siempre, hasta donde se pierde la vista. Y un silencio atroz, donde ni siquiera cantaban las cotorras.

Levantó la cabeza para mirar aquel árbol que tantas veces lo había protegido del sol.

—Estos son de Australia —le había dicho Maximiliano una vez, señalando el eucalipto—. Los trajo Sarmiento para forestar la pampa.

Las palabras de su hijo resonaron en su cabeza y se perdieron en el campo. Después de un rato le pareció escuchar que alguien respondía. Una especie de eco en la llanura; apenas un murmullo. Parecía lejano, pero crecía cada vez más.

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