Soy miope de nacimiento y todos los recuerdos de mi infancia están fuera de foco. Durante la escuela primaria fui incapaz de ver las letras del pizarrón desde mi pupitre, y para copiar lo que la maestra escribía tenía que acercar la cabeza al cuaderno del compañero más próximo y anotar lo que él sí podía ver. Los chicos me dejaban espiar su caligrafía. No les llamaba la atención, se habían acostumbrado a esta rutina extravagante, me soportaban.
En la escuela primaria me la pasé simulando que veía. Fue un esfuerzo demoledor, a veces una experiencia peligrosa y con muchos momentos de adrenalina, sobre todo en los días en que había examen y que mirar por encima del hombro del compañero estaba penalizado. Fue también una escuela paralela del simulacro, de la que no rescaté gran cosa. Yo solamente quería que no me obligaran a usar anteojos porque, desde el primer día de clase, nuestro curso ya había entronizado a su niño miope. Se llamaba Pablo y era un chico muy sensible, un pibe excelente que sufría mucho por culpa de nuestro maltrato. Usaba anteojos de armazón plateado, con vidrios gruesos que le agrandaban las pupilas. Cuando por alguna razón se quitaba los anteojos, su ojo derecho se desviaba hacia la punta de la nariz y el izquierdo quedaba fijo en otra dirección, y eso siempre desconcertaba un poco porque era imposible percibir qué veía en ese momento.
Me pregunto cómo es: ¿los anteojos se ajustan a la personalidad de quien los lleva? ¿O los que están obligados a usar anteojos se adaptan al tipo de personalidad que se espera de ellos? Pablo era el prototipo del chico con anteojos. Muy responsable, le gustaba estudiar y reflexionaba como un adulto. La gente grande decía que era inteligente y maduro para su edad. Pero lo que otros consideraban virtudes para nosotros eran valores negativos. En la escuela nos explicaron que la sinécdoque era una figura literaria que nombra una parte de algo para representar un todo. Los anteojos de Pablo fueron la sinécdoque de todo aquello en lo que yo no quería convertirme.
Cuando éramos chicos había un personaje infantil muy popular que se llamaba Anteojito. Era un nene calvo que tenía la voz aflautada y usaba un par de anteojos muy grandes. Nadie en el mundo podía estar de acuerdo con el tamaño de esos anteojos ni con la forma ovalada de su cabeza. Sin embargo este niño hipermétrope y afeminado reinó durante muchos años en la infancia escolar argentina. Quizás el siguiente dato ayude a explicar por qué: Anteojito fue, en realidad, un producto editorial, una revista didáctica dirigida al niño lector en edad escolar. Y el personaje que le daba nombre a la revista había sido expresamente diseñado para acompañarnos en nuestra educación primaria. Un producto de laboratorio, un freak.
Anteojito nos enseñaba a ser buenos ciudadanos, buenos hijos, buenos alumnos. Nos presentaba la vida de próceres ejemplares de la historia, mejoraba nuestra motricidad con líneas de puntos para recortar y recordaba puntualmente las efemérides patrias. No tenía capa, tampoco volaba ni se peleaba con nadie. El único atributo que ostentaba era su saber enciclopédico, simbolizado en un par de anteojos desproporcionados. En nuestra infancia, decirle «Anteojito» a un chico con gafas equivalía a decirle que era un nerd, que no servía para jugar al fútbol ni para pelearse en los recreos. Estaba claro que no era un superhéroe, sino un impostor. Lo mejor de la revista, para mí, eran las historietas en las que aparecían el Boxitracio y Larguirucho (un personaje ambivalente, muy complejo), y un regalo que vino una vez en una bolsa de plástico: la máquina para hacer huevos duros cuadrados.
Anteojito era la revista de los hijos de la clase media trabajadora. En los hogares de los niños burgueses con padres profesionales compraban Billiken, otra célebre revista infantil que todavía existe. Una vez a Rodrigo Fresán se le ocurrió proponer una teoría sobre cómo se organiza la sociedad argentina de hoy a partir de esta vieja dicotomía infantil; creo que nunca lo hizo. Como alegoría del dilema sarmientino Civilización y barbarie —que con el tiempo fue mutando en otros: Boedo y Florida, Braden y Perón, babélicos y planetarios— el intento podría haber resultado divertido. Muéstrame tu cara, lector adulto, y te diré cuál de estas dos revistas leías.
En sus años dorados, entre los que se incluye el período de la dictadura militar argentina, Anteojito llegó a vender doscientos mil ejemplares por semana. Hasta que en una triste tarde de 2001, tras haber «aportado» durante treinta y siete años a la educación de los niños, la publicación dejó de salir. Ese año pasaron muchas cosas en Argentina; no lo recordamos como «el año en que Anteojito dejó de publicarse», pero de todos modos la desaparición de la revista marca el final de una época de guardapolvos almidonados, moños azules, y heroicas y marciales gestas patrias, desplegables o para recortar.
A los chicos miopes la desaparición de la revista no les cambió la vida. La mayoría ni siquiera se enteró. Los tiempos estaban empezando a cambiar: cuatro años antes, el treinta de junio de 1997, había nacido en Gran Bretaña otro niño corto de vista del que enseguida hablaría el mundo. Se llamaba Harry y traía consigo dos palabras mágicas capaces de reparar las gafas rotas y humilladas durante décadas de persecución escolar: Oculus reparo.
Dice Fabián Casas que la infancia es esa época de la vida en la que uno carga el combustible que va a tener que usar hasta que se muera. Y que de la calidad de este líquido dependerá qué tipo de persona vamos a ser cuando las papas quemen. No dice «cuando hayamos crecido» ni «cuando seamos adultos» sino «cuando las papas quemen», porque en esos momentos y no en otros es cuando salta a la luz quiénes somos de verdad. Después cuenta una historia que le pasó en la escuela con un maestro de séptimo grado, Alfredo Chitarroni, hermano mayor de Luis (el famoso escritor que de joven se dejó crecer la barba para huir de la infancia y de la adolescencia, según él mismo contó una vez, y que desde entonces nadie más volvió a ver su verdadera cara).
La historia es así: Fabián estaba a punto de repetir de grado y el maestro Alfredo le preguntó si había algo que le gustara hacer. Fabián le dijo que le gustaba escribir, aunque la verdad era que solo le gustaba leer y que nunca había escrito una palabra. Pero el maestro le pidió que le dejara ver alguno de sus textos y eso lo obligó a sentarse a trabajar. Escribió un relato, a mano, y se lo llevó. El maestro se tomó un tiempo largo para responderle, días que Fabián pasó en vilo, hasta que una mañana le devolvió el cuento pasado a máquina y encuadernado, con espacios libres para que él lo pudiera ilustrar. También le dijo que iba a pasar de grado. «De golpe tenía mi primer libro en la mano. Chitarroni, el maestro más prestigioso del Gurruchaga, al que todos queríamos tener porque te hacía jugar al fútbol, me daba un espaldarazo monumental», escribe.
Pero digamos la verdad: no todos los maestros son como Alfredo Chitarroni y en la mayor parte de las escuelas, públicas y privadas, esta clase de historias no se dan muy seguido. La educación, en la mayoría de los casos, es administrativa y mecánica, y muchos maestros suelen ser como aquellos empleados públicos que los domingos a la tarde, en Facebook, se quejan porque al día siguiente tienen que volver a trabajar.
Hace algunos meses se presentó el documental La educación prohibida, que tiene una postura muy crítica con la escuela tradicional, con los docentes y con el sistema educativo en general. Si bien, para mi gusto, la película no llega a problematizar el tema con buena puntería, todo lo que rodea al proyecto sigue siendo interesante. Es el primer documental argentino financiado de manera colectiva (crowdfunding) y compartido bajo una licencia Creative Commons. Está hecho por un pibe de veinticuatro años, Germán Doin, que cuando comenzó a filmar las primeras entrevistas tenía apenas veintiuno. Primero solo y su alma, después con el apoyo de su mujer y de un par de amigos que lo acompañaron, como quijotes, hasta el final del viaje. A través de un tráiler de la película —y desde la web educacionprohibida.com— Germán consiguió convencer a setecientas cuatro personas para que se convirtieran en coproductoras y logró recaudar sesenta y dos mil setecientos dólares con los que terminó financiando la obra. Viajó por Latinoamérica y España, visitó cuarenta y cinco experiencias educativas no convencionales y realizó más de noventa entrevistas. Después improvisó una sala de montaje en el garaje de su casa de Longchamps y se sentó a editar pacientemente todo el material filmado, hasta convertirlo en una película de casi dos horas y media de duración.
Con María, mi mujer, estuvimos en el estreno oficial, invitados por Germán y su equipo. Fue el trece de agosto pasado, en Buenos Aires. Ese mismo día La educación prohibida se estaba exhibiendo en ciento cincuenta y una salas independientes de América y de Europa, y en total había convocado a dieciocho mil espectadores. Mientras escribo este artículo, el documental suma seiscientas cincuenta exhibiciones en unos veinte países, además de cuatrocientas mil descargas y casi cuatro millones de reproducciones en internet. Un fenómeno absoluto que ni la última de Batman, con su apabullante campaña publicitaria, fue capaz de ensombrecer. Y todo para una película que, si bien para mi gusto no termina de acertar con el planteo, tampoco se propone revelar al mundo las tablas de Moisés. Su objetivo, por el contrario, es promover «el desarrollo de una educación integral centrada en el amor, el respeto, la libertad y el aprendizaje», reflexionar sobre el modelo de escuela tradicional, generar debate. Lo consiguió, digamos, con creces. Y desde el día de su estreno viene levantando una intensa polvareda.
Muchos salieron a criticarla con los tapones de punta, entre ellos los responsables del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), la voz del sector público que, no sin razón, se sintió directamente afectado por el planteo de Doin. En el blog del organismo oficial (la nota no la firma nadie), el Cippec argumenta que la película, además de pasar por alto las «inmensas transformaciones que vivió la escuela pública en nuestros países, abriéndose, democratizándose y generando diversos espacios de aprendizaje», la ofende y la degrada. «Sus ataques decididos sobre la escuela y los docentes ‘tradicionales’ no dejan de redundar en cierta consonancia con los ideales libertarios anti-Estado», agrega el posteo.
En una columna de opinión escrita en el diario Página/12, Sergio Rascovan, autor de varios libros sobre el tema, se encarga de poner paños fríos y cambia la apuesta. Dice que el documental es un «nuevo hito» en el viejo debate sobre educación y prácticas institucionales, y sostiene que «las variadas experiencias que se muestran junto a los testimonios de especialistas resultan interesantes para configurar una educación de tipo humanista, creativa, subjetivante. Si algo resulta claro y relativamente consensuado en la actualidad es que el dispositivo escolar no responde —hoy— a las nuevas demandas y, por lo tanto, debe ser urgentemente revisado, reformado, recreado».
Está claro por qué la caracterización que la película hace de la escuela pública como opresora, industrial y disciplinaria (al mejor estilo «Hey, teachers: leave them kids alone!») haya enervado a algunos y espantado a quienes, como yo, esperaban otra clase de síntesis, si se quiere, como argumento. Pero también es cierto que aparecen en el documental muchos de los planteos que con María nos venimos haciendo desde hace tiempo, sobre todo desde que nuestros hijos alcanzaron la edad escolar, y que nos siguen inquietando: ¿por qué la educación se basa en un sistema competitivo con premios y castigos? ¿Qué pasa con el trabajo en equipo? ¿Por qué a las escuelas les interesa tan poco la creatividad? ¿Por qué insisten en la repetición de conceptos y de fórmulas? ¿Y por qué, al escolarizarse, la educación se alejó de la naturaleza? Ni hablar de los horarios estrictos, de la incómoda estructura verticalista. ¿Dónde quedaron proyectos como la escuela activa de Piaget y todas esas experiencias revolucionarias que surgieron a principios del siglo veinte? ¿Por qué en la escuela tradicional los protagonistas no son los chicos sino el contenido? Y sobre todo: ¿por qué nadie, en la escuela primaria a la que fui, se dio cuenta de que yo era miope?
Hace un par de días volví a ver la famosa conferencia de Ken Robinson, «Las escuelas matan la creatividad» (la charla TED más vista y viralizada hasta el momento), en la que el gurú mundial de la creatividad cuenta que los sistemas educativos fueron creados hace dos siglos para responder a las necesidades de la revolución industrial, y que por lo tanto son obsoletos y anacrónicos. Los desafíos cambiaron, sostiene Ken, pero la educación no se enteró de nada y siguió repitiendo su viejo, arqueológico y oxidado modelo basado en la producción.
La educación prohibida nos recuerda que la escuela, tal como la conocemos hoy, en realidad se originó en Prusia a finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve, y afirma que sus raíces estructurales deben rastrearse en el autoritarismo espartano. «Los test estandarizados, la división de edades, las clases obligatorias, las currículas desvinculadas de la realidad, el sistema de premios y castigos, los horarios estrictos, el encierro y la separación de la comunidad, la estructura verticalista. Todo esto sigue siendo parte de la escuela del siglo veintiuno», argumenta.
Yo fui a una escuela pública, la Normal de Mercedes. Las escuelas normales, creadas en Francia y después propagadas por el mundo, brotaron en Argentina durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, unos cien años antes de que mi miopía y yo empezáramos primer grado. No me extraña —ahora mucho menos— que normalizar haya sido la palabra elegida en aquel momento de la historia para educar al soberano. Eran otros tiempos. Había que construir un país, había que ganarle kilómetros al desierto, había que proveer de trabajadores a una industria incipiente, había que consolidar los mitos nacionales. Había que hacer una cantidad de cosas que —de solo pensarlas— me dan muchísima pereza. Pero normalizar a la ciudadanía, hay que reconocerlo, suena a película de ciencia ficción: el nombre de un plan tan siniestro que no necesitaba ocultarse bajo ningún eufemismo. Nosotros, los normalistas, vendríamos a ser el resultado de ese proyecto.
Para ser justos también hubo gente en el normalismo (y en particular en el normalismo mercedino, lo digo con cierto orgullo) que hizo cosas interesantes. Buscando material para este artículo encontré el caso del profesor Carlos Norberto Vergara, que a fines del siglo diecinueve utilizó la Normal de Mercedes como laboratorio pedagógico para poner en práctica sus extrañas y revolucionarias ideas sobre una educación a la que llamaba «libertaria, antidogmática y espontaneísta». Vergara fue un adelantado: creó una comunidad educativa sin programas, reglamentos ni horarios, y además borró los límites entre la escuela primaria y la secundaria.
¿Cómo habrán caído los experimentos de este maestro chiflado en la conservadora comunidad mercedina de entonces? Parece un sueño surrealista, un viaje lisérgico entre los anillos del túnel del tiempo. Sobre todo si pensamos que la escuela Normal de Vergara —el edificio de la Avenida 29— fue la misma escuela en la que, casi un siglo más tarde, nosotros saludábamos de pie a las autoridades, repetíamos las lecciones de memoria y una vez en casa, después de almorzar, rematábamos lo aprendido en el aula con la ayuda de la revista Anteojito.
Al parecer Vergara no fue el único en proponer dentro de la escuela tradicional una metodología innovadora, ni su apuesta pedagógica fue una experiencia aislada. La educación prohibida cuenta que a principios del siglo veinte surgieron movimientos educativos transformadores en distintas partes del mundo, «concentrados en la acción, la libertad del niño y la construcción autónoma del aprendizaje», que replantearon la estructura de la escuela tradicional. ¿Pero qué fue de esas experiencias? ¿Por qué nuestras escuelas siguen siendo tan normales? El documental aporta un dato: a mediados del siglo veinte, nos dice, tras la expansión de los estados totalitarios, las ideas transformadoras en educación fueron cediendo terreno hasta desaparecer. En ese caso La Normal de Vergara —aquella escuela imposible en la que los alumnos decidían lo que querían aprender y los exámenes no existían—, también se adelantó a su propia extinción: finalizó por decreto oficial el 7 de junio de 1890, cuando la escuela fue intervenida por un inspector ciruela y el educador apartado de su cargo. Vergara murió en 1929. Hoy nadie, o casi nadie, habla de él.
«Como profesor mucha gente me pregunta ‘¿cuál es la mejor escuela?’ — dice en el documental William Rodríguez, del Instituto Popular de Cultura de Cali—. Y yo simplemente le digo: ‘Miren, donde hay amor, hay respeto, y donde hay respeto existe la posibilidad de crear, porque hay diálogo’. Entonces es una institución donde se pueda realmente amar al otro, y amar quiere decir aceptarlo en su diferencia. Muchas de estas propuestas pedagógicas se iniciaron allí, y desde allí construyeron una discursividad muy coherente. Pero a mi modo de ver cometieron un error muy común en nosotros, los seres humanos: creyeron que habían encontrado la verdad.»
Es un dato para tener en cuenta. Así como Juan Villoro dice que el negocio de la pésima educación también trae el negocio de las presuntas soluciones, a veces las experiencias pedagógicas alternativas corren el riesgo de creerse alumbradas por una luz especial, quedar encerradas en su verdad y luego dogmatizarse, la peor maldición que puede caer sobre cualquier práctica educativa que pretenda ser liberadora. Carlos Wernicke, de la Fundación Holismo de Argentina, agrega su parte: «Lo importante no es inventar otra pedagogía, y otra, y otra, sino adecuar la pedagogía al momento cultural, a ese grupo de niños, a ese grupo de docentes».
Sea como sea, en la actualidad existen varias alternativas a la educación tradicional, entre ellas las pedagogías Waldorf y Montessori, dos experiencias que, por otro lado, lograron sobrevivir a las persecuciones de gobiernos totalitarios. En la Alemania nazi las escuelas Waldorf fueron prohibidas y reabiertas después de la Segunda Guerra Mundial, y en la Italia de Benito Mussolini las escuelas Montessori corrieron la misma suerte. Esto sucedió cuando María Montessori, la creadora del famoso método de enseñanza, acusó al Duce de estar formando «a la juventud según sus moldes brutales» para convertirlos en «pequeños soldados». No en vano el último 31 de agosto, a ciento cuarenta años de su nacimiento, Google le dedicó a la pedagoga italiana uno de sus doodles más entrañables.
El método Montessori apela a la autonomía de los chicos a través de la iniciativa personal, la voluntad y la capacidad de elegir. En el aula el maestro no es el que domina la escena: observa, guía y adapta el entorno de aprendizaje al nivel de desarrollo de cada alumno. Lo sé bien porque este año mi hija Julia empezó cuarto grado en una escuela Montessori y avanza tranquilamente a su ritmo, sin presiones.
Hace un par de meses invitaron a los padres, por turnos, a presenciar una clase. Fui con María y nos sentamos a observar en silencio. Julia y otras nenas, de cuclillas en el piso, recortaban hojas con las que después iban a hacer un libro. Otros chicos, también en grupo, trabajaban en distintas actividades. El aula era un lugar amplio y luminoso, y por todos lados había elementos como los que mostraba el garabato de Google: cubos desarmables, ábacos planos, aros, lápices, cajas de colores. También había una computadora a la que, de vez en cuando, los chicos se acercaban para consultar algo. Y las maestras, dos por clase, se desplazaban de un grupo a otro con tranquilidad y hablaban con voz suave. No había pizarrón. No había chicos miopes. Salí contento. Solo una cosa le comenté a María cuando nos íbamos: el edificio, por dentro, me había parecido un bloque de cemento, como cualquier escuela sin gracia. Y ambos coincidimos en que Lucio, nuestro hijo de doce años, no soportaría dos segundos en una escuela como esa, sin una cancha de fútbol para potrear en los recreos. Porque a cualquier escuela a la que Lucio vaya, lo tenemos muy claro, se tiene que poder jugar al fútbol a cielo abierto.
Por suerte los dos salen felices del colegio y eso es fundamental para nosotros, aunque María, probablemente porque viene de una familia de educadores, esté más atenta que yo a las cuestiones pedagógicas. Su madre, Kela, se recibió de maestra y eligió enseñar en una escuela de campo, a kilómetros de su casa. Tenía una vocación muy fuerte, preparaba con paciencia sus clases y trabajaba con imaginación. Para explicar fracciones, por ejemplo, preparaba una torta grande de chocolate y la llevaba a la escuela. Los chicos aprendían rápido a distinguir la diferencia entre un medio y un octavo porque de eso dependía lo que después se iban a repartir en el desayuno. Su padre Raúl era profesor de Bellas Artes. Cada vez que podía daba clases en el patio o trasladaba el aula a la plaza del pueblo, pero siempre buscaba excusas para sacar a sus alumnos del encierro escolar. El abuelo Federico enseñaba francés, historia, literatura y lo que hiciera falta en la escuela Normal de Luján, y la abuela Adela fundó uno de los primeros jardines de infantes de la Argentina, además de escribir varios libros y hasta una enciclopedia sobre educación. Sin embargo María, de chica, odiaba ir a la escuela. No le gustaba pasar cinco horas en un pupitre, estudiar el aparato digestivo de memoria, rendir exámenes y que la llamaran por el apellido y no por el nombre.
Para ella la educación ideal funcionaba en su casa, porque en su familia estaban los mejores maestros del mundo y la escuela era una interrupción de las horas felices. Por eso cuando nacieron nuestros hijos —yo por mi miopía, ella por sus cosas—, nos interesamos en buscar alternativas a la educación tradicional. Intentamos trabajar con un grupo de padres en un jardín Waldorf que acababa de fundarse, pero la experiencia no resultó. Yo no estaba de acuerdo con casi nadie y cuando me vi discutiendo a gritos con un señor que no estaba dispuesto a dialogar dije basta y me fui dando un portazo. María duró más tiempo, pero también se terminó alejando del proyecto. Y a otros padres les terminó pasando lo mismo. Poco después el grupo disidente comenzó a trabajar en la creación de un nuevo espacio educativo, pero mientras eso sucedía nosotros ya estábamos planeando cruzar el océano para mudarnos a un tranquilo pueblo catalán, con trabajo y vida nueva.
Llegamos al bucólico pueblo de Sant Celoni a finales de 2008, poco antes de que comenzaran las vacaciones de invierno, y nos quedamos allí hasta noviembre de 2011. Mis hijos entraron a una escuela del Estado: se llamaba Josep Pallerola I Roca y estaba al pie de una montaña. Esto fue lo primero que nos gustó del lugar. Yo no conocía nada del sistema educativo catalán. Lo único que sabía era que en Cataluña funcionaba uno de los mejores y más sofisticados laboratorios académicos del mundo: la Masía del Barça, el centro de formación de las categorías inferiores del mejor club del universo, la maravillosa fábrica de sueños blaugrana. En Orsai N10 el periodista Simon Kuper revela algunos detalles de su funcionamiento, pero nadie sabe a ciencia cierta qué cosas pasan allí dentro, cuál es la fórmula secreta capaz de enseñar a los jugadores qué hacer con la pelota antes de que esta llegue a sus pies. Siempre imaginé a la Masía del Barça como el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, una escuela formadora de magos en la que el pequeño y humilde Lionel Messi es, en realidad, Harry Potter de la casa Gryffindor; Draco Malfoy, Cristiano Ronaldo y el innombrable Lord Voldemort, claro, José Mourinho.
Al llegar a Cataluña comprobamos que la currícula de la escuela Pallerola estaba organizada como en Argentina: en primer lugar matemática y lengua, en este caso lengua catalana, después humanidades y en el subsuelo todas las actividades que tuvieran que ver con el arte (y con el idioma español). Como dice Ken Robinson, esta división estructural no es patrimonio de ningún país en particular, sino que se repite en la mayoría de los lugares a los que viajemos. A medida que los niños crecen, esto también lo dice Robinson, cada vez con mayor énfasis los vamos educando de la cintura hacia arriba. Luego apuntamos directo a sus cabezas y allí nos quedamos a vivir para siempre.
El Pallerola —con ese nombre la reconocen en el pueblo— no estaba considerada entre las mejores escuelas de Sant Celoni. Había otras más «importantes» o con «mejor reputación»: el colegio Cor De Maria, por ejemplo, o el siempre tradicional colegio La Salle. Aunque en sus aulas había muchos chicos catalanes, y en los últimos años cada vez más, para ciertos vecinos del lugar el Pallerola seguía siendo la escuela a la que iban los hijos de los inmigrantes. Una buena escuela, seguramente, pero no la que ellos elegirían para enviar a sus niños. Estas cosas pasan en todos lados, con la particularidad, en este caso, de que el Pallerola era una de las mejores escuelas del pueblo.
A nosotros nos gustó de entrada, sobre todo porque había maestros comprometidos con su trabajo y una comunidad de padres muy activa que organizaba fiestas, reciclaba libros, montaba ferias y realizaba la fideuá anual, un colosal banquete para multitudes. Mi mujer enseguida se sumó al grupo y se hizo amiga de todo el mundo. Y al poco tiempo conocimos a Manoli, la maestra con la vocación docente más genuina y noble que vi en mi vida. Manoli enseñaba en quinto B del Pallerola y sus dos niños varones, David y Víctor, eran compañeros de curso de Lucio y Julia. Nos hicimos amigos enseguida. También de Emilio, su marido. Cada tanto nos juntábamos a comer y siempre terminábamos hablando sobre educación. Manoli nos contaba sus experiencias, cómo veía la escuela, de qué manera ella creía que las cosas podían mejorar. A veces también nos confesaba sus angustias, sus peleas diarias, sus pequeñas batallas perdidas. Pero al día siguiente, como todas las mañanas, se levantaba sonriente, volvía a la escuela y entre las cuatro paredes del aula, con las ventanas mirando al Montseny, trataba de cambiar el mundo.
Una tarde, a la salida de la escuela, me pidió si no la podía ayudar con un proyecto en el que ya había empezado a trabajar. Le había propuesto a sus alumnos filmar una pequeña película muda y vivir a lo largo del año la experiencia de hacer un film desde la concepción de la idea hasta llegar al rodaje y a la edición final pasando por todos los puntos intermedios de una verdadera producción cinematográfica. Sus alumnos se entusiasmaron enseguida y rápidamente coincidieron en lo que querían filmar una película de zombis. Se pusieron a trabajar en el argumento y en un par de semanas lo tuvieron listo, pero ahora se encontraban en una encrucijada porque no tenían idea de cómo trasladar esa historia al lenguaje cinematográfico. Y como Manoli sabía que yo estaba escribiendo guiones me pidió si los podía ayudar. Le dije que sí (yo que nunca había enseñado nada en mi vida), y a los pocos días estaba dando clases de guion a unos chicos de diez años de un colegio catalán: una situación, digamos, que jamás me hubiera imaginado.
En un par de clases trasladamos el argumento a formato guion y durante los seis meses siguientes los chicos hicieron un taller de maquillaje, investigaron sobre la historia del cine, armaron el vestuario, ensayaron la coreografía de Thriller de Michael Jackson (recordemos que se trataba de una película de zombis) y luego, entre todos, planificamos detalladamente el rodaje, que duró un día entero, desde la mañana hasta el atardecer, y que vivimos con la alegría de una vendimia. Cuando la película estuvo terminada la subimos a internet y después la presentamos en un teatro de Sant Celoni. La película se llama Escola de zombies, dura catorce minutos y medio, es nuestra crítica al sistema escolar de occidente y fue hecha desde las entrañas mismas del leviatán, con guion original de los chicos del Pallerola.
Durante el tiempo que ayudamos a Manoli a concretar su proyecto pudimos ver de cerca cómo el proceso de hacer la película, el trabajo en equipo, el entusiasmo por ver la forma en la que algo tan abstracto como una idea poco a poco se iba convirtiendo en realidad, había modificado a los chicos. Fuimos testigos del ánimo con el que habían empezado el año escolar y de qué manera lo estaban terminando: felices. La experiencia también fue transformadora para nosotros y para nuestros hijos, que por supuesto integraron el elenco como actores invitados. Conocer a Manoli me sirvió para confirmar que el maestro de vocación tiene una especie de juramento hipocrático con su profesión, y que así como un docente rutinario, administrativo y torpe puede causar muchísimo daño, otros pueden cambiar la vida de alguien para siempre.
En el libro Lecciones de los maestros, George Steiner (no confundir con Rudolph) escribe un par de párrafos que para mí lo resumen todo. «Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano —dice Steiner—. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto. Un Maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir. Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado. Disminuye al alumno, reduce a la gris inanidad el motivo que se presenta. Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío. Millones de personas han matado las matemáticas, la poesía, el pensamiento lógico con una enseñanza muerta y la vengativa mediocridad, acaso subconsciente, de unos pedagogos frustrados. Las estampas de Molière son implacables.»
«La antienseñanza, estadísticamente, está cerca de ser la norma —agrega—. Los buenos profesores, los que prenden fuego en las almas nacientes de sus alumnos, son tal vez más escasos que los artistas virtuosos o lo sabios. Los maestros de escuela que forman el alma y el cuerpo, que saben lo que está en juego, que son conscientes de la interpelación de confianza y vulnerabilidad, de la fusión orgánica de responsabilidad y respuesta (lo que yo llamaría ‘respuestabilidad’ [answerability]) son alarmantemente pocos. Ovidio nos recuerda que ‘no hay mayor maravilla’. En realidad, como sabemos, la mayoría de aquellos a quienes confiamos a nuestros hijos en la enseñanza secundaria, a quienes acudimos en busca de guía y ejemplo, son unos sepultureros más o menos afables. Se esfuerzan en rebajar a sus alumnos a su propio nivel de faena mediocre. No ‘abren Delfos’ sino que lo cierran».
Hay una frase que dice uno de los maestros entrevistados en el documental: «Puedo echarle la culpa al régimen, puedo echarle la culpa al Ministerio, pero en el aula yo puedo hacer la gran revolución». Creo que la discusión puede avanzar en diferentes direcciones: ¿es posible mejorar el sistema educativo? ¿Hay que extirparlo de raíz y suplantarlo por otro? Pero mientras esto sucede, mientras todos hablamos a la vez y tratamos de dar nuestra opinión, en las cuatro paredes del aula el maestro ya tiene en sus manos la única respuesta que necesita para que su trabajo tenga sentido: despertar la vocación de los chicos, instalarles una pasión en el camino. Lo sé: puede sonar utópico. Pero justamente por eso me sumo a los que piensan que la escuela tradicional necesita una revolución. Más allá del esfuerzo individual de muchos docentes, de las reformas educativas o de las discusiones ministeriales, el problema central del sistema educativo, tal como ha sido planteado, es que no fue pensado para despertar la vocación de nadie. ¿Quién sale de la escuela sabiendo de verdad qué quiere ser, a qué quiere dedicar su vida?
Uno de los aciertos de La educación prohibida es haber demostrado que hay muchísima gente interesada en debatir sobre educación. Personas que antes estaban dispersas, discutiendo en grupos cerrados, tratando de fundar —a pulmón— escuelas alternativas, quejándose de la educación pública o incluso defendiéndola de los ataques, de pronto tuvieron un motivo para hablar con otros, discutir y en algunos casos reencontrarse. La película creó un escenario para el debate. Ese es uno de sus méritos: haber sembrado un amplio terreno para la discusión. Otro es la idea de organizar la información dispersa sobre educación no convencional a través de la Red de Educación Viva (Reevo), que ya está online y que cuenta con un centro de contenidos y una incubadora de proyectos. Y otro más es el propósito de liberar el material completo de las noventa entrevistas realizadas, no solo para que se puedan consultar íntegras en la web, sino para que quien quiera hacerlo pueda editar su propia versión del documental. La educación prohibida es apenas el puntapié inicial de un proyecto que pretende ser más grande y, sobre todo, de construcción colectiva.
A Germán Doin —su director— la escuela tradicional le abrió los ojos y le permitió sobreponerse a la experiencia para luego contarla; en mi caso creo que pude sobrevivir en el mundo de la educación pública gracias a la miopía. Que todo lo que me rodeara estuviera fuera de foco me ayudó a atenuar los efectos del aula, me brindó una educación paralela, un poco personal, distorsionada, pero al menos diferente; la miopía, y haber tenido de compañero al director de esta revista, fueron mi escuela alternativa.
Con Hernán fundamos una educación paralela. Las primeras revistas que editamos, a máquina de escribir y con dibujos calcados, las hicimos en la escuela primaria y las distribuimos, gratuitamente, entre los compañeros de clase. Nuestros primeros textos en colaboración, los primeros guiones, las letras de nuestras grandes obras musicales (que todavía cantamos a dúo y con guitarra) fueron hechas entre pupitre y pupitre, mientras los docentes hablaban de otra cosa. También, en horas de clase, producíamos nuestro programa de radio, escribíamos cartas de una ciudad imaginaria que se llamaba Churisbia y nos divertíamos como dos salvajes, hasta que sonaba el timbre de salida y el día había pasado sin que nos hubiéramos enterado de nada.
Hernán y yo jamás nos hicimos la rata. No tenía sentido. Tenías que estar dando vueltas de incógnito por la ciudad o muriéndote de frío en el Parque Municipal, con la cabeza ocupada en que no te descubrieran, cuando en la escuela al menos te abrigaba una estufa a kerosene y esas preocupaciones no existían; además, con todas las cosas que teníamos que hacer, no nos podíamos dar ese lujo. A partir de tercer año empezamos a llevar libros y en las horas muertas nos poníamos a leer en clase. Los profesores lo entendieron y no nos molestaron. Preferían esos momentos en que estábamos ausentes, anestesiados para ellos, que cuando nos reíamos a los gritos. Herman Hesse, Unamuno, Bioy Casares: nunca leí tanto como en esa época. Y además recuerdo que leía con un grado de concentración excepcional que el aula, misteriosamente, propiciaba.
En la secundaria no claudiqué: seguí sin usar anteojos, pero hubo una docente atenta que desbarató la farsa, se llamaba la Goga Siri y era profesora de matemática. Un día citó a mi madre y le dijo, literalmente: «Señora, su hijo no ve nada». Esa misma tarde mi madre me llevó al oculista y, ante su asombro, la verdadera magnitud de mis dioptrías negativas se manifestó en todo su esplendor. Al día siguiente el señor de la óptica no dejó que eligiera el marco menos horrible, porque su armazón era demasiado fino para sostener el tamaño de los vidrios que necesitaba. En cambio me dejó llevar otros, estilo Woody Allen, que se ajustaban mejor. Los famosos «culo de botella». Nunca voy a olvidar la primera vez que me los puse. El mundo, de pronto, me pareció un lugar demasiado nítido y menos interesante. Tal vez por eso, hasta que terminé la secundaria, aquellos anteojos adolescentes jamás abandonaron mi mesa de luz. Después me mudé a Buenos Aires y entonces empezó otra educación.