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La guitarra de Santana

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Juan Villoro nos adelanta una historia que descubre una realidad alarmante: los músicos de rock, y sus seguidores, ya son ancianos que empiezan a perder la memoria.

La historia de los Beatles cambió cuando George se casó con una mexicana. Es lo que piensa un amigo al que llamaré Ariel para proteger su trayectoria. De acuerdo con él, Olivia Arias llevó el resentimiento a Abbey Road. Hasta entonces, el guitarrista había estado en el cuarteto más célebre de la historia con la desprendida gratitud del fan que es aceptado por sus ídolos. Era un seguidor dentro del grupo.

Fue feliz, hizo un magnífico álbum triple como solista, se aficionó a la jardinería y las carreras de Fórmula 1, viajó a la India, mantuvo su karma en perfecto estado y se preparó para una dorada posteridad.

Sin embargo, llegó el día en que George se sintió menospreciado y declaró que los otros nunca lo habían tomado en cuenta. De pronto hablaba como mexicano ultrajado. El Beatle melancólico estaba demasiado cerca del budismo para sentir auténtico rencor, pero sus quejas llevaban un inconfundible sello de ardor latino: eran un sufrimiento que aliviaba. Si John y Paul no lo hubieran marginado, él habría destacado más. Eso le dolía; al mismo tiempo, era un descanso saber que sus limitaciones se debían a los demás.

En opinión de Ariel, esa fue la más contundente contribución de la psicología nacional al rock. Santana no era nada en comparación con eso. La gran paradoja del extraordinario guitarrista de Jalisco es que exuda virtudes antillanas.

«Eso no es nuestro, lo nuestro el agravio», argumenta Ariel: «Rulfo describe a Pedro Páramo como ‘un rencor vivo’. Cherchez la femme: psicológicamente, Harrison es más mexicano que Santana».

La historia que estoy tratando de contar trata de identidad, memoria y desmemoria, es decir, de rencor. Hay que comenzar aceptando los valores del protagonista: de acuerdo con Ariel, George bebió el eficaz veneno de la insidia.

¿Qué tan objetivo es este juicio? Como todas las valoraciones, define más a quien la otorga que a quien la recibe.

Ariel es uno de los mejores críticos de rock de México, lo cual significa que sabe mucho y casi nadie lo conoce. Durante tres décadas y media ha escrito en publicaciones que se llevan bien con el secreto. En una ocasión incluso se apoderó de una revista médica para hacer una «Anatomía del rock», pero la hazaña no abandonó las salas de espera de los consultorios.

No ha reunido sus críticas en libro ni las ha sistematizado en una enciclopedia. Muchos de los periódicos contraculturales que mejoró con sus textos desaparecieron sin pasar por las hemerotecas y él evitó almacenarlos porque bastantes problemas tiene con sus catorce guitarras cada vez que se muda de casa.

Conserva los instrumentos como talismanes. Hace años que no los conecta a un amplificador. Militó en conjuntos dignos de sus nombres (La Decena Trágica, Antiguo Testamento), pero se hartó de tocar en locales con más ratas que groupies y prefirió el no siempre definible oficio de «intelectual del rock».

Cada vez que atraviesa por dificultades económicas, me «vende» una de sus guitarras a condición de recuperarla cuando tenga dinero. Soy la casa de empeños donde deposita lo que más quiere y menos necesita. Me gusta guardar las guitarras porque me sugieren recuerdos que no tuve. Ser transitorio albacea de una Fender Telecaster o una Gibson me ayuda a retocar mi memoria.

En la infancia, nada me hubiera gustado tanto como ser propietario de una guitarra eléctrica. Tuve que conformarme con un ejemplar de madera de Michoacán tamaño juvenil («tercerola», se le decía a este modelo para bolerista a escala).

Llevo un «libro de saldos» con los adeudos de Ariel. Por eso sé que fue en junio de 2001 cuando se presentó a empeñar una Fender Telecaster color helado de vainilla. Habló con el despecho que atribuía a Olivia Arias, la esposa de George. Se había humillado concursando con jovencitos en una trivia de rock.

«Pero descubrí un crimen», sonrió a lo Keith Richards, sin sacarse el cigarro de la boca.

«¿Mataron a un concursante?»

«No vayas tan rápido, Slowhand.»

Hizo un largo paréntesis para repasar la trayectoria del gran icono mexicano del rock. Carlos Santana tenía que ver en el asunto.

Para el creador de «Samba pa’ ti», Dios era la fuente más segura de electricidad. Profesaba una devoción difusa por una deidad que anima sus seis cuerdas y no aparecía en ninguna capilla del país.

El músico que comenzó como mariachi en Autlán, Jalisco, y aprendió a tocar guitarra eléctrica en Tijuana, de la mano de Xavier Bátiz, había olvidado el español (o al menos la parte relacionada con los adverbios). Un trance místico lo llevó a adoptar el nombre hindú de Devadip. Con todo, Carlos Santana asegura ba que no ha perdido sus raíces; lo cual era cierto, porque las había inventado.

México representaba para él la Arcadia donde los ritmos latinos se confunden. Criado en el semidesierto, tocaba para demostrar que el alma incluye cocoteros.

En 1999, el exmariachi grabó un disco digno de su nombre: Supernatural. Después de trece años de aspirar al Grammy, recibió nueve trofeos. Un reconocimiento retrospectivo para quien demostró que también las maracas pertenecían a la generación Woodstock.

Ariel acarició su hipotecada Fender, hizo una pausa, encendió otro cigarro, y continuó con la revisión de Santana.

México había mostrado su condición de espejo servil ante lo que pasa fuera:

«Santana se fue, le valemos madres, su español es un guacamole sin artículos, pero nos encanta decir que es nuestro», expulsó humo con indignación.

El municipio de Autlán decidió honrar al hijo pródigo que salió de ahí silbando una canción ranchera. En la plaza de armas, presidida por un kiosco para banda de pueblo y bancas donde los novios se toman de la mano, se edificó un tardío monumento al principal músico de rock nacido en México.

Santana compareció en bronce, rodeado de cinco pedestales vacíos (pensados con optimismo para futuros músicos de la región, un círculo de piedras como un Salón de la Fama del Porvenir).

De pronto sentí una inspiración digna de Watson:

«Sé cuál fue el crimen».

La guitarra de bronce de Santana acababa de ser robada.

«Yo sé quién fue», Ariel habló con superioridad.

Entonces se refirió al extraño concurso en el que había participado y que lo tenía tan molesto. El premio consistía en darle la vuelta al mundo comprando discos en Tower Records. La compañía cambiaba memoria por memorabilia y mostraba que en tiempos de globalización el cliente puede ser enviado hacia el producto.

Desde hace años, Ariel se queja de que sus recuerdos se desordenan como fichas de dominó y culpa de ello al ácido lisérgico (al que también culpa de su impuntualidad y de los lugares prohibidos donde estaciona su coche). La verdad sea dicha, su memoria es imponente pero sucede en fases. Es un Funes transitorio, al que de pronto se le va la luz.

En el concurso, demostró la superioridad de un profesional del recuerdo ante la generación digital que se sirve de prótesis para almacenar datos y concibe la memoria como un hobby, no como un hábito muchas veces doloroso, difícilmente adquirido en fotocopias de revistas marginales.

En 2001 mi amigo tenía cincuenta años y competía contra adversarios que no entendían el recuerdo como un artículo de fe y estaban ahí por diversión. Derrotarlos era tan agraviante como ser derrotado.

Se sintió tan ajeno a la circunstancia que su memoria funcionó mejor que nunca. Los nervios no entraron en juego porque era el raro del acontecimiento. Cualquier resultado sería justificable.

Obtuvo la más alta puntuación. En cuanto supo que había ganado, se avergonzó de ser un veterano de la psico delia movido por hábitos de consumo. ¿Valía la pena hacer una circunnavegación consumista en nombre del rock para regresar con veinticuatro horas de jetlag? Lector de Conrad, aceptó el título infamante y renunció al premio.

Lo más importante del concurso fue el odio que cobró por cierto personaje, un promotor con sobrepeso que se hacía llamar Ronnie y deseaba orbitar el mundo para traerle discos a una chica que desde hacía cinco años no quería ser su novia. El tipo insultó a Ariel a la salida del cotejo:

«Te dejaron copiar; nadie se atreve a eliminar a un anciano».

En la escala de valores de Ariel, no hay nada peor que un hippie senil. El decano de la crítica había alcanzado un deterioro tan conmovedor que merecía un premio. Eso insinuaba su rival, el pro motor de conciertos con sobrepeso:

«¿Vinimos a hablar de rock o al pabellón de geriatría?».

El mundo del rock comenzaba a ser dominado por la tercera edad y los mayores cosechaban beneficios. La rebeldía era el patrimonio de los jubilados. El eslogan de la época podría ser: «¿Dejarías a tu abuela salir con un Rolling Stone?».

México es un país tan piramidal que incluso la cultura alternativa se somete a una jerárquica organización de la realidad. Ariel triunfó para satisfacer a la cúpula y enardecer a las bases, algo francamente azteca. Los responsables de dar el premio lo vieron de modo piadoso (el anciano que aún respira) y los demás participantes lo vieron de modo darwinista (el anciano que se roba el oxígeno). El rock se había convertido en una disputa por los privilegios de los ancianos.

En un alarde nacionalista, buena parte de las preguntas habían tenido que ver con nuestro único rockero de rango internacional, Carlos Santana. Una de ellas se refería a la deidad a la que rindió tributo en su disco Abraxas. Solo Ariel había podido contestarla.

«¡Pero yo soy de Autlán!», exclamó el promotor, en el tono de un mariachi suficientemente ridículo para hacerse llamar Ronnie.

Aquel ser miserable —siempre según mi amigo— consideraba que la edad es un dopaje. No era justo competir contra un anciano que había tenido tanto tiempo para aprenderse la lección. Además, él era de Autlán. Por absurdo que suene, este reclamo de tintes regionales acabó dando resultados.

Ariel renunció al viaje alrededor del mundo sin saber que, en otro homenaje a los aztecas, la recompensa iría a dar a su principal opositor. Los organizadores decidieron pacificar al rijoso Ronnie simulando que había quedado en segundo lugar.

Cuando la guitarra de bronce desapareció en Autlán, Ariel «supo» que el promotor se la había robado para dársela a la chica que no quería ser su novia.

«¿Cómo sabes?», le pregunté.

«Es obvio: él es de Autlán, ella adora a Santana y jamás de los jamases le hará caso. No lo puedo demostrar pero lo sé. ¡Por eso estoy así!», se tocó el pecho para señalar el depósito de su furia, como Iggy Pop después de cortarse con vidrios rotos.

A los pocos días escribió una crónica sobre el robo, sin mencionar al presunto culpable. Terminaba refiriéndose al instrumento que había sido embarcado en una camioneta con matrícula extranjera para ir «rumbo al olvido».

Al mes siguiente, la guitarra apareció colgada de un árbol, como la cabeza de uno de los gemelos mágicos en el Popol-Vuh. ¿Había sido usada para un rito?

El caso no tuvo mayor repercusión. El Santana de bronce recuperó su guitarra en la plaza donde vuelan las palomas y los otros pedestales siguieron vacíos.

Durante dos o tres años, Ariel estropeó algún momento de nuestras reuniones hablando pestes del ladrón de la guitarra, su enemigo en aquel ridículo concurso y, al fin lo supimos, su rival amoroso. La chica a la que Ronnie hacía infructuosos regalos, se convirtió en la novia de Ariel.

El rencor de mi amigo había sido funcional. A partir de ese momento, no volvió a hablar del tema.

La memoria es un terreno ingobernable. Ariel se libró de su obsesión pero me la transfirió a mí. A principios de 2010 soñé que me robaba la guitarra de Carlos Santana y la llevaba a una tienda de juguetes, donde deseaba cambiarla por un John Lennon de Lego. Este impulso regresivo me hizo pensar en Ariel y en Ronnie, el rival con el que compitió en memoria y amor.

Le mandé un mail, contándole mi sueño y aludiendo a la guitarra que le robaron a la estatua de Autlán. Transcribo su extraña respuesta:

«Creo que te confundes. La guitarra de Santana no fue robada. En cambio, a mí me desvalijaron mi Gibson Les Paul». A continuación, hacía un prolijo recuento de la pérdida de su guitarra.

La revista donde Ariel escribió del robo pertenece a la era de internet, de modo que pude consultar su texto. Releí la frase: «Fue llevada rumbo al olvido». En verdad la guitarra había ido a dar ahí, no en el mundo real, pues apareció un mes después, sino en la memoria de mi amigo, autor del texto.

¿Por qué alguien que vive para atesorar guitarras y datos del rock se deshacía de una historia? Recurrí al remedio homeopático de enviarle su propio texto.

«Qué asombroso», respondió, «vivo entre black-outs; debe ser por el crack», añadió, exonerando en esta ocasión al LSD. Entonces le pregunté si recordaba al tipo al que culpó del robo de la guitarra.

Para mi sorpresa, Ariel pronunció el nombre de otra persona, un locutor de radio al que considera responsable del pésimo gusto de los mexicanos del tercer milenio. Se trata de una fobia reciente; el locutor tiene treinta años y solo pervierte los oídos de la juventud desde hace cinco. Cuando ocurrió el robo, Ariel no lo detestaba, o no tanto. Mi amigo había cambiado de culpable, actualizando su rencor.

Se lo dije y, naturalmente, desconfió de mi memoria. Le parecía increíble que yo pudiera recordar algo a todas luces tangencial, ocurrido en junio de 2001. Sobre todo, le parecía increíble que recordara un repudio que no pertenecía a mi vida, sino a la de él.

Le hablé de Ronnie. En su mente había dejado de existir. No quise recordarle lo que su oponente había dicho del pabellón de geriatría (eso fue hace diez años, ahora Ariel rebasa los sesenta). En cambio, sí le dije que Ronnie había pretendido a su actual esposa. Esto acentuó su desmemoria. Solo el locutor podía haber robado la guitarra.

Entonces ocurrió un milagro que tal vez sea freudiano. En enero de 2001, siguiendo nuestro rito, yo le había «comprado» a Ariel su Fender Telecaster color helado de vainilla. La puse en mi estudio, como un intocable objeto de poder: Excalibur en espera del Rey Arturo.

En agosto de ese año yo me mudaría a Barcelona. Le hablé a mi amigo y quise devolverle la guitarra. Explicó que aún no tenía dinero para «comprármela». Sugerí que pagara a mi regreso. El trato era magnífico para él porque yo no pensaba volver (había olvidado que los mexicanos nunca se van para siempre). Pero Ariel es hombre de honor:

«Déjala con tu mamá», sugirió.

El aspecto freudiano de este recuerdo compartido y revuelto comienza, por supuesto, con mi madre. Dejar la guitarra en su casa me permitía imaginar una adolescencia en la que fui rocanrolero. Pero el giro decisivo vino después.

La Fender Telecaster permaneció en un cuarto donde mi madre deposita cosas tan variadas que pronto se volvió lógica e incluso decorativa. Estuve tres años en Barcelona, puse la guitarra a disposición de mi amigo; él agradeció el gesto, pero insistió en comprarla de vuelta, cuando tuviera dinero.

El tiempo siguió pasando hasta que soñé que le robaba la guitarra a la estatua de Santana. Poco después me habló Rodrigo, que también conoce a Ariel y estuvo presente en aquella difusa comida en la que se habló del concurso para darle la vuelta al mundo comprando discos.

Rodrigo es crítico de cine y se iba al festival de Cannes. Propuse que nos viéramos. El tercer hombre podía cerrar la conversación.

Tampoco él recordaba el robo; en cambio, recordaba en detalle el absurdo concurso al que se había presentado Ariel. Desde entonces, la comunidad del rock odiaba al anciano que obtuvo el premio sin usufructuarlo:

«La competencia les pareció abusiva: pensaron que Ariel estaba suficientemente viejo para haber sido testigo presencial de los hechos», ironizó Rodrigo.

Luego preguntó: «¿Te acuerdas de Úrsula?». Obviamente la recordaba. Úrsula pasó por mi destino como una maravillosa oportunidad perdida: con extraña sensatez decidimos que lo nuestro no era posible.

También ella había participado en el concurso, pero yo lo había olvidado. Tal vez por ser crítico de cine, Rodrigo recordaba a la perfección el reproche de película de misterio que ella le había hecho a nuestro amigo: «sabes demasiado». Por lo visto, hay un punto, determinado por la edad, en que el conocimiento deja de ser una virtud y se convierte en un abuso. Los viejos tienen una relación criminal con el tiempo. La historia del rock parecía entrar en esa fase.

Yo había visto a Úrsula por última vez en 2001, cuando me acompañó a dejar la guitarra en casa de mi madre.

«¿Lo ves?», señaló el instrumento como si fuera una reliquia equivalente a una estela maya. Lo nuestro no podía prosperar: ella era mucho más joven que esa Fender Telecaster.

La escena se borró de mi mente y solo regresó al explorar otra, que la había sustituido. Yo recordaba la guitarra de Santana, el concurso en el que Ariel triunfó sin legitimidad por ser viejo, la presencia del desagradable Ronnie, para no recordar que el mismo mecanismo describía mi relación con Úrsula.

Ariel había desplazado su rencor hacia un rival más reciente; en cambio, yo me había quedado fijo en el momento que «no pudo ser».

La memoria y la desmemoria se potenciaban a partir de una anécdota mínima. Sospeché que Rodrigo había mencionado a Úrsula «por algo más». Le pregunté si la había visto recientemente. Me vio a través de los anteojos que revelan que ha visto demasiadas películas desde la primera fila (su pretensión de dominar la sala es tan imperial que se distrae si hay alguien entre él y la pantalla).

«A veces. ¿Quién no ha visto a Úrsula?», respondió como si yo le hubiera pedido que me prestara su colección de Cahier du Cinema.

El olvido es tan selectivo como la memoria. Yo había dejado de asociar a Úrsula con la trama de las guitarras porque, para mí, ella estaba más allá de toda esperanza. Entendí que Rodrigo aún albergaba la ilusión de conquistarla.

«No es lo que piensas», comentó, corroborando que era lo que yo pensaba.

«¿La invitaste a Cannes?»

«Sí», aceptó al fin. «No puede ir. Tal vez se anime a San Sebastián.»

Rodrigo es un misántropo ejemplar. No le importa estar solo; puede aceptar que Úrsula lo rechace de festival en festival mientras él escribe lúcidas diatribas contra la comedia romántica.

Me despedí de él. Durante un rato vi el tráfico de la calle, sin intención alguna. Los coches pasaron en un sentido y otro. Me relajó estar ahí, contemplando esos trayectos anónimos que parecían borrar el tiempo.

El ladrón de la guitarra de Santana nunca fue encontrado.

Las sospechas cambian, pero no el rencor. Ariel ha encontrado a un nuevo culpable:

«Fue la esposa de George Harrison».

En lo que a mí toca, he dejado de oír a Santana. Su guitarra me recuerda que sé demasiado.

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