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En el año noventa y ocho yo tenía veintiún años, estudiaba letras y periodismo y me pasaba las tardes en el Politeama de la avenida Corrientes leyendo a Julio Cortázar y fumando como fumaban sus personajes y él mismo en la foto de la solapa de sus libros. Después apuraba mi cortado y me metía en la Lugones para ver algún clásico: Fassbinder, Tarkovski, algo por el estilo. En televisión veía solamente programas políticos y Cha Cha Cha, que había sido cancelado el año anterior por bajo rating. La televisión de afuera no me interesaba: nunca fui fan de Los Simpsons, nunca me interesó Friends.
Quizás por eso el catorce de mayo de ese año transcurrió sin pena ni gloria para mí. Ese día hubo un acontecimiento mundial que me pasó de largo: Seinfeld emitió su último episodio. Tan importante era lo que estaba pasando, que en Argentina se emitió en simultáneo, sin subtítulos, algo inédito incluso ahora y en una época en la que ni soñábamos con Cuevana.
Sabía de su existencia por un tipo que la recomendaba en la radio. Era el que hablaba de espectáculos en el programa de la mañana. Me acuerdo que insistía bastante con el tema, a cuento de nada, ante la indiferencia de sus compañeros de micrófono y la mía también. La describía como una serie en la que cuatro amigos neoyorquinos hablaban boludeces en un bar; cuatro malas personas, egoístas y traicioneras, que recorrían la ciudad haciéndole daño a sus semejantes.
Y el tipo, después de esa sinopsis feroz, se veía obligado a aclarar: «Pero es genial, ¿eh?».
Probablemente sabía que se dirigía a una audiencia progre que veía al egoísmo de los noventa —y su correlato autóctono: el menemismo— como el auténtico mal de la época. Hablo por mí: me iba de campamento a la Patagonia y leía con bronca Las venas abiertas de América Latina, era lógico que cuatro amigos neoyorquinos —que probablemente pensaran que la capital de Argentina era Río de Janeiro— no serían personas a las que quisiera ver haciendo sus gracias.
Y fue el tipo de la radio quien me hizo oír el nombre de Seinfeld por primera vez, y fue el último episodio en directo que no vi pero del que me enteré leyendo los diarios, lo que me convenció para sintonizar Sony alguna noche cualquiera y ver qué me había perdido.
Chistes de nazis
Me resulta imposible reconstruir hoy lo que sentí cuando vi Seinfeld por primera vez, porque fue un episodio que volví a ver miles de veces. Es, además, uno de los guiones atípicos, como aquel del restaurante chino o el del garaje del shopping o el del subte: este era el del neonazi en la limusina.
El que lo conoce ya está con una sonrisa en la cara y verá con buenos ojos que cuente el argumento para aquél que nunca tuvo el placer: George va a buscar a Jerry al aeropuerto pero se le rompe el auto en el camino, entonces deciden —con su inmadurez característica— tomar una limusina ajena cuyo chofer está esperando a un tal O’Brien. El problema es que este tipo resulta ser el líder de la Unión Aria, y el chofer tiene las instrucciones de recoger a otros dos neonazis y llevarlos a todos al Madison Square Garden en donde O’Brien tiene que dar un discurso racista y antisemita.
Supongo que en ese momento me habré reído mucho con el humor judío. Cuando George, excitado por la travesura, llama a su mamá y le dice: «Adiviná dónde estoy. En una limusina. No, no se murió nadie». O cuando empieza a silbar If I were a Rich Man frente a los dos neonazis armados. Seguro me habré reído cuando Jerry se indigna con la calentura de George: «Es una nazi, George. ¡Una nazi!», y George le contesta: «Ya sé, ya sé. Pero una nazi bastante linda». Quiero decir: si un judío, nieto de sobrevivientes del Holocausto, no se ríe con esos chistes, debería recibir un reimplante de prepucio.
Pero hay algo en Seinfeld que la eleva por sobre las demás y que uno descubre recién después de ver unos cuantos episodios. Hoy veo «The Limo» sin la inocencia de la primera vez y me sigo riendo con esos chistes de nazis —igual que en el episodio de «Schindler’s List», o en el de «Marathon Man»—, pero prefiero detenerme en otro momento que hoy me parece clave: cuando la nazi saca un arma y Jerry la mira y le dice «Nice looking Luger» («Linda Luger»). El chiste es bastante malo, pero Jerry lo dice sonriendo, ajeno a la situación que se desarrolla dentro de la historia. La comicidad no surge solamente del chiste en sí, sino de la distancia que pone Jerry: es como si el personaje supiera que es un personaje de una sitcom, supiera que esa arma es de plástico y su misión fuera hacer chistes sobre eso.
Podemos llamarla autoconciencia, y no es nueva como instrumento para hacer reír. Los Monty Python tenían un militar que desalojaba el set cuando había chistes inconvenientes, y las cámaras mostraban a los técnicos abandonando el lugar. Alberto Olmedo, en Argentina, rompía escenografías y corría al que estaba detrás de cámara. Pero Seinfeld es autoconsciente desde la premisa «un comediante neoyorquino de stand up y sus amigos» y esto se va a profundizar hasta alcanzar una complejidad que no ha sido igualada y probablemente no lo será.
Citizen Seinfeld
Seinfeld es como Citizen Kane y no solo por tener palco vitalicio en la cima de todos los rankings. Las dos se desmarcan del resto inaugurando una era de reflexión sobre el propio medio. Citizen Kane no narra la biografía de Charles Foster Kane, sino la investigación de esa biografía. El corto periodístico que se proyecta al principio es una versión posible de la película que estamos viendo, y los periodistas que debaten sobre ese corto dicen cosas que podrían aplicarse, también, a esa película. Este juego de alusiones dentro de la ficción a esta ficción que estamos viendo es parte de la premisa de Seinfeld.
Veamos: Jerry Seinfeld es un comediante de stand up que vive en Nueva York, tiene un considerable éxito en clubes de comedia y hasta tuvo un par de apariciones rutilantes en el programa de Johnny Carson. Un día se acercan dos ejecutivos de la NBC y le ofrecen «hacer algo», le piden una propuesta. Jerry nunca escribió para televisión, entonces llama a Larry David, un amigo suyo que también hace stand up. Larry es menos conocido, una especie de comediante de culto (se lo describe como un «comediante de comediantes») y todo su currículo en televisión habían sido unos meses como guionista de Saturday Night Live sin demasiado éxito.
La propuesta de Seinfeld y David fue una sitcom en donde Jerry Seinfeld fuera Jerry Seinfeld, un comediante de stand up que viviera en Nueva York y tuviera un considerable éxito en clubes de comedia. La consecuencia natural de esa premisa llevada al extremo fue la que dio comienzo a la cuarta temporada y a la explosión del fenómeno: en la ficción, se le acercan a Jerry dos ejecutivos de la NBC y le ofrecen «hacer algo». Y claro, Jerry nunca escribió para televisión, entonces llama a su amigo George Costanza.
El juego constante de Seinfeld con las diferencias y similitudes entre el Jerry real y el ficcional es lo que eleva a la serie por sobre cualquier otra sitcom. No es difícil hacer reír. Friends era graciosa. Mad About You también. The Big Bang Theory y 30 Rock están muy bien escritas. Pero esas series son insignificantes al lado de Seinfeld, porque su comicidad es más profunda y más completa: nos hace reír y a la vez nos hace reír de lo que nos estamos riendo.
Un laberinto sin centro
Ya pasaron más de diez años y esa perplejidad inicial se transformó en fanatismo. Soy de esa clase de fanático que me avergüenza ser. Si tuviera el mismo nivel de fanatismo con Star Trek sería un experto traductor de Klingon. Y Seinfeld de algún modo tiene su Klingon: «close talker», «in the vault», «bad breaker-upper», «re-gifter», «sponge worthy», «dating loophole». Como las grandes obras épicas, Seinfeld creó su mundo y también su lenguaje, pero ese mundo no fue la Tierra Media ni la Federación Interplanetaria, sino una ciudad que es y no es Nueva York, poblada por personajes que son y no son los reales.
Kramer está inspirado en un vecino de Larry David llamado Kenny Kramer. Cuando finalmente llegó el éxito de Seinfeld, Kenny vio el negocio y organizó el «Kenny Kramer’s Reality Tour», un paseo en bus por Nueva York de la mano del «verdadero» Kramer. Esto inspiró el episodio «The Muffin Tops», en el que Kramer organiza el «Peterman Reality Tour». La realidad alimenta a la ficción, que alimenta a la realidad, que alimenta a la ficción (que, a su vez, ¿habrá alimentado a la realidad? Me habría gustado tomar el «Kenny Kramer’s Reality Tour» después de la emisión de «The Muffin Tops»).
Estos juegos entre la realidad y la ficción podrían incluso extenderse a Curb Your Enthusiasm, la continuadora y profundizadora, en donde Larry David hace de un Larry David post-Seinfeld y en la séptima temporada reúne a los actores de la serie para hacer un especial. Vuelve Jerry Seinfeld a hacer de Jerry Seinfeld haciendo de Jerry Seinfeld. «Un laberinto sin centro», como describió Borges a Citizen Kane.
El bautismo
Entré a ese laberinto a través de «The Limo», por azar, y al principio mucho no entendí, como todos. Es como si los ciento ochenta episodios formaran una figura enorme y uno tuviera que alejarse y abarcar con la mirada la mayor cantidad posible para entender el dibujo que se forma y disfrutar, entonces, más plenamente de cada una de las partes.
Por eso, en aquellos días de hace doce años, veía mis primeros episodios de Seinfeld, me reía, pero en el fondo no captaba de qué se trataba todo eso. Cada vez que aquellas notas de bajo marcaban el final de un capítulo, yo me quedaba con una sonrisa en los labios y una pregunta en la cabeza: «¿Qué es esto que acabo de ver?» «¡Es un show acerca de nada!», me contestó pronto la serie, cuando el azar de las repeticiones me deparó el genial «The Pitch».
Es el principio de la cuarta temporada, la del despegue definitivo, la del piloto. En «The Pitch» unos ejecutivos de la NBC se acercan a Jerry para ofrecerle hacer un programa. Jerry se junta con George para pensar una propuesta. Y ahí, en la cafetería Monk’s tienen la misma charla que tuvieron tres años antes Jerry y Larry, pero en un almacén de la First Avenue:
George: —¿Ves? Esto debería ser el show.
Jerry: —¿Qué?
George: —Esto. Hablar nomás.
Jerry: —Sí, claro.
George: —Hablo en serio. Creo que es una buena idea.
Jerry: —¿Hablar nomás? ¿Sobre qué es el show?
George: —Es acerca de nada.
El diálogo que sigue es el ejemplo más claro de humor autoconsciente: George empieza a proponer una sitcom que es la sitcom que estamos viendo. «¿Te acordás cuando esperábamos mesa en el restaurante chino aquella vez? Ese podría ser un episodio», dice George, y el diálogo va a la velocidad de dos japoneses jugando ping-pong. Todavía hoy veo ese momento con una enorme sonrisa idiota, sin atinar siquiera a la carcajada.
Durante ese diálogo ocurre también algo fundamental: la serie se bautiza, se define. A partir de ese episodio, Seinfeld fue para todo el mundo un «show acerca de nada», un programa donde los personajes se sentaban en un bar, comían hamburguesas y hablaban boludeces. Pero no hay que dejarse engañar: Seinfeld no es un show acerca de nada («even nothing is something», «hasta la nada es algo»). Al contrario, a la serie no le debe haber quedado tema sin tocar: béisbol, inmigrantes ilegales, masturbación (masculina y femenina), impotencia, aborto, eutanasia, cáncer, bulimia, comunismo, listas negras, el asesinato de Kennedy, sexo oral, piratería de películas, suicidio, orgías y muerte. Y su manera de abordarlos me cambió la vida para siempre.
La risa se basa en la Verdad
Larry David tenía algo muy claro: no quería hacer lo mismo que otras sitcoms. Una de las consecuencias de esta intención explícita de desmarcarse de sus colegas fue una de las reglas de oro que tenían que seguir los guionistas y los actores: no hugging, no learning (sin abrazos ni aprendizaje). Es decir: no habría escenas sentimentales, y los personajes no aprenderían lecciones morales ni mejorarían con el correr de los capítulos. Tan fundamental era el no hugging que Jerry Seinfeld ha confesado su deseo de borrar la única escena sentimental de toda la serie: cuando Kramer le da el poema de Yates a Elaine por su cumpleaños. Tan fundamental era el no learning que el último gag de la serie es el mismo que el primero (el del botón de la camisa).
El no hugging-no learning contribuye a darle un tono cínico a Seinfeld, pero también es fundamental para abordar cada tema desde un ángulo original, con ojo clínico y desapasionado. Como los monólogos de Jerry, esos que empiezan con un «¿has notado que?», Seinfeld pone la mirada en algo y lo disecciona sin piedad ni preconceptos. Hablemos, por ejemplo, del aborto.
En «The Couch», Elaine cuenta que se niega a comer en una pizzería cuyos dueños contribuyen a grupos antiabortistas. A Jerry le sorprende esa actitud militante (ella representa la conciencia progre, él es un nihilista) y la obliga a preguntarle a su novio qué opina del aborto. La enfrenta con la realidad: ese chico tan lindo, del que podría enamorarse tranquilamente, está en contra del aborto.
¿Pero qué opina la serie acerca del aborto? Lo sabemos gracias a la metáfora de la pizza. Kramer se asocia con Poppie para poner un restaurante en el que el cliente arme su propia pizza. Durante la prueba, Kramer hace una con pepinos. Poppie dice que una pizza no puede llevar pepinos y Kramer dice que la gracia justamente está en que cada uno haga su propia pizza. «Sí, ¡pero no podemos darle a la gente el derecho de elegir el ingrediente que quiera!», se indigna Poppie y da lugar a este diálogo memorable:
Kramer: —¿Qué te da el derecho a decirme cómo hacer mi propia pizza?
Poppie: —¡Porque es una pizza!
Kramer: —¡No es una pizza hasta que no sale del horno!
Poppie: —¡Es una pizza desde el momento en que ponés los puños en la masa!
Kramer: —¡No lo es!
Poppie: —¡Sí lo es!
Sin nombrar al aborto, la serie plantea la discusión primera: ¿una persona es tal desde el momento mismo de la fecundación, o recién después de nacida? La metáfora de la pizza, con Poppie y Kramer gritándose «¡No lo es! ¡Sí lo es!» hasta el infinito es uno de los momentos más altos de la serie. Lejos de adoptar una postura moral (de izquierda o de derecha, progresista o conservadora) Seinfeld pone sobre la mesa dos concepciones irreconciliables y sugiere que la elección de una o de la otra es más bien arbitraria.
Elaine tiene una posición militante —progresista, pro choice—, y Jerry, que es un nihilista, se burla de eso. Años antes, George Carlin decía, con candidez hippie, que «la mayoría de los que están en contra del aborto es gente que de todas formas no te cogerías». Seinfeld actualiza el chiste y lo lleva a un terreno más cercano a la honestidad brutal, a la Verdad: hay antiabortistas a los que uno sí querría cogerse, así de complejo y fascinante es el mundo.
Michael Richards dice en alguno de los extras del DVD que «la risa se basa en la Verdad».
El episodio al que hace alusión es «The Nose Job», un gran ejemplo de esa honestidad que puede ser confundida con cinismo. George está de novio con Audrey, una chica encantadora que tiene un solo defecto: una nariz un poco grande. Es un solo defecto pero está ahí, en el medio de la cara. Y a George, que es gordito, petiso, pelado y bastante idiota, le molesta muchísimo esa nariz, no hace otra cosa que pensar en esa nariz. Durante una cena en la casa de Jerry, mientras comen pizza y conversan amablemente, Kramer lanza la Verdad que todos callan: le dice a Audrey que es muy linda pero que necesita una cirugía en la nariz. No nos estamos riendo de la nariz de Audrey sino de la sinceridad de Kramer. Y Seinfeld (la serie) se pone del lado de Kramer: él se queda con la chica, y ella se opera la nariz y queda divina.
Igual que en «The Couch», en donde dos líneas argumentales encaran un mismo tema desde ángulos diferentes —Elaine y los antiabortistas, y la metáfora de la pizza—, en «The Nose Job» hay otra historia que también reflexiona sobre la belleza física: Jerry tiene una relación con Isabel, una chica muy linda, con la que hay muy buen sexo, pero tan tonta que llega a ser insoportable. Podría decirse que la nariz grande de Isabel es su estupidez. Y que, igual que George, Jerry no la puede aguantar.
La situación esencialmente es la misma y finalmente Jerry y George dejan a sus novias. Claro que la estupidez de Isabel no se arregla tan fácil como la nariz de Audrey.
Seinfeld no te va a mentir. El gordo que está desnudo en el subte lanza el lugar común: «No me avergüenza mi cuerpo». Y Jerry le contesta: «Debería». George es pelado pero no está dispuesto a tener una relación con una mujer que también sea pelada. Un chico enfermo, confinado a una burbuja que lo aísle de los gérmenes, puede ser también un pendejo insoportable. Un enano puede ser mala persona. Y hay un diálogo memorable que va en esa dirección, cuando George se queja porque la NBC le va a pagar por el piloto mucho menos que a Ted Danson:
George: —Perdón, pero no puedo vivir sabiendo que Ted Danson gana tanto más que yo. ¿Quién es él?
Jerry: —Es alguien.
George: —¿Y yo qué soy?
Jerry: —Vos no sos nadie.
George: —¿Por qué él? ¿Por qué no yo?
Jerry: —Él es bueno, vos no.
George: —Yo soy mejor que él.
Jerry: —Sos peor, mucho mucho peor.
Y esa última línea Jerry la dice con esa sonrisa que ya sabemos, la sonrisa «Nice looking Luger». Hay maldad en él al decir eso, pero con esa sonrisa no se está riendo de George. Se está riendo con la escena, desde afuera, multiplicando hasta el infinito la ironía de que Seinfeld empezó a despegar en los ratings recién cuando la NBC la programó para los jueves, al término de la exitosísima Cheers, protagonizada por Ted Danson.
Jogo bonito
Seinfeld empezó tímidamente allá por el año ochenta y nueve y tardó por lo menos tres años en alcanzar el éxito. Recién en la tercera temporada la cosa empezó a funcionar, y fue en la cuarta cuando todo explotó. Con el público adentro, se dedicaron a ser geniales. Y llegó un momento en que hacían lo que querían. No solo porque la NBC empezó a decir que sí a todo, sino porque fueron capaces de hacer magia. Esos años fueron como los de Maradona en la cima: tenían un dominio total de la pelota, hacían con ella lo que querían.
Entonces fueron capaces de escribir «The Comeback», un episodio sobre la eutanasia (pero, ¿no era una serie acerca de nada?) en el que juegan con las dos posibles acepciones de la palabra «comeback». Por un lado, el despertar de alguien después de estar en coma. Por otro lado, la réplica más o menos ingeniosa a un insulto. Al final, con el «George, su mujer está en coma», se unen las dos historias como dos ladrillos que ante nuestros ojos se transforman en uno solo, envuelto en una nube de estrellitas mágicas.
En «The Race», Elaine entra en la lista negra de los restaurantes chinos. La parodia al macarthismo se completa con su novio comunista y Kramer siendo explotado en un shopping, disfrazado de Papá Noel. En «The Raincoats», todo el mundo se indigna cuando lo descubren a Jerry besando apasionadamente a su novia durante una proyección de Schindler’s List y el final incluye una parodia al famoso monólogo de Oskar Schindler, a cargo de Aaron, el novio de Elaine. («Este anillo, este anillo es una cena más a la que los podría haber invitado.») Ni que hablar de «The Betrayal», el famoso episodio narrado de atrás para adelante, tres años antes de Memento y con referencias a Harold Pinter.
El milagro neoyorquino
Como Los Beatles, el éxito desmedido no ató a Seinfeld a la repetición de una fórmula, sino que los lanzó a la libertad creativa y, con ella, a la genialidad. Fue un milagro. Dos outsiders como Jerry Seinfeld y Larry David, sin experiencia en televisión, se unieron a tres actores que merecen tanto crédito como ellos: es imposible pensar en George sin Jason Alexander, nunca pudo haber habido otra Elaine que Julia Louis-Dreyfus, y ni hablar del Kramer de Michael Richards, ese prodigio de humor físico.
Pero Seinfeld también fue un milagro gracias a la respuesta del público. Si millones de televidentes no hubieran sintonizado la NBC aquel invierno del noventa y dos, la serie no habría continuado. Igual que Los Beatles, al revés que Orson Welles, se dio una feliz coincidencia entre innovación y éxito. Ya es célebre la anécdota: hasta Nancy Sinatra se quedó viendo el final de Seinfeld la misma noche que una ambulancia llevaba a su padre moribundo al hospital a través de las avenidas desiertas de Beverly Hills.
Y mientras moría Frank Sinatra, mientras Jerry, George, Elaine y Kramer afrontaban un juicio por violar la Ley del Buen Samaritano, mientras Seinfeld «entraba en la inmortalidad», en el otro hemisferio yo atravesaba mis últimos momentos de inocencia. Una parte importante del viaje de los veinte a los treinta años supone desaprender ciertas certezas. Ese viaje lo emprendí con la compañía de Seinfeld. Y aunque hoy sigo creyendo que la pizza no es una pizza hasta que no sale del horno, también sé que George Carlin está equivocado y que alguien que piensa lo contrario también puede ser encantador. Pero eso es lo que hace de este mundo un lugar tan atractivo y complejo, tan digno de ser observado con una sonrisa burlona.