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María Kodama, viuda se nace

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Los barrabravas de Jorge Luis, los que tienen la Obra Poética en el baño, los que le ponen música de cancha al soneto Everness, nunca vieron con buenos ojos a la viuda. Por eso, cuando le golpeamos la puerta no creímos que nos fuera a abrir. Pero nos abrió.

Imaginemos a una María Kodama de cinco años escuchando a su maestra particular de inglés recitarle «Two english poems» de Jorge Luis Borges.

Visualicemos a esa niña de pómulos pecosos y pelo lacio haciendo foco en los labios de su tutora.

I offer you lean streets, desperate sunsets, the moon of ragged suburbs.

I offer you the bitterness of a man who has looked long and long at the lonely moon…

Jorge Luis Borges

Imaginémosla entendiendo «moon»; quizás haya entendido también «long». Veámosla dándose finalmente por vencida de toda comprensión, y en cambio maravillándose por la sutil cadencia de esas palabras extrañas.

Sobre todo imaginemos que mientras la maestra lee, la niña identifica para siempre el nombre de quien iba a ser su único marido.

Llega el fin de semana y con él, Yosaburo. Se había separado de su mujer, la profesora de piano María Antonia Schweitzer, cuando María Kodama, la hija de ambos, tenía solo tres años. Esa ruptura fundó el primer trauma de su vida; en adelante diría que el casamiento es el divorcio y renegaría del matrimonio hasta cumplir los cuarenta y ocho.

Yosaburo Kodama había nacido en Japón en 1904 y fue criado por su abuela. Químico de profesión, al morir su única pariente viajó a la Argentina a hacerse una tardía América. María Antonia lo conoció en una reunión a poco de su llegada a Buenos Aires. No vio en él a un inmigrante extraviado sino a un «príncipe exótico de tierras lejanas» y se enamoró a primera vista. Ella era muy joven. Imaginemos que él en cambio tenía edad suficiente como para ser su padre.

Yosaburo pasa a buscar a María por la casa de su exmujer y la lleva al Museo de Arte Decorativo y al Museo de Bellas Artes. Exploran galerías y exposiciones. El señor Kodama transmite su sensibilidad artística; enseña a su hija a mirar. Un día María le pregunta qué es la belleza. Él reserva su respuesta para el fin de semana siguiente. Le regala un libro de arte con una lámina de la escultura helénica «La victoria de Samotracia».

—Pero no tiene cabeza —dice la niña.

—¿Quién le dijo a usted que la belleza está en una cabeza? —contesta Yosaburo—. Mire los pliegues de la túnica; esos pliegues están agitados por la brisa del mar. Detener la brisa del mar en el movimiento de los pliegues de esa túnica para la eternidad, esa es la belleza.

Tapa de Clarín. 14 de mayo de 1986

El diálogo, según escribió María Kodama en 1995, ocurrió cuando ella tenía cuatro años. Aún no había escuchado los «Two english poems»; eso pasaría en 1942, por el tiempo en que Borges publicaba en el diario argentino La Nación, «Funes, el memorioso». Allí el narrador admite que no tiene derecho a pronunciar el «verbo sagrado» que es «recordar»; solo el joven uruguayo Ireneo Funes, avasallado por su memoria prodigiosa y total, lo había tenido.

Más de tres décadas después, en 1975, Borges le diría a su amigo Adolfo Bioy Casares: «Espero que dentro de cien años los hombres hayan perdido la superstición de considerar que todo hecho cuya veracidad ha sido comprobada, es precioso».

Entre la huella del recuerdo como verbo sagrado y la huella de la veracidad como superstición preciosa, se construye este perfil de la señora María Kodama, viuda y heredera universal del escritor argentino Jorge Luis Borges.

El catorce de mayo de 1986, la tapa del diario Clarín desplegaba una gran caricatura de Hermenegildo Sábat sobre un epígrafe de trazo grueso: «Borges se casó con María Kodama». En la ilustración el escritor aparece sentado y apoyándose en su famoso bastón, cuya empuñadura ha sido reemplazada por la cabeza lacia de su flamante esposa.

La noticia, que podría haber pasado como una curiosidad o una última excentricidad para quienes no conocían personalmente a Borges, fue en cambio un bombazo para sus familiares y amigos. Ninguno conocía tales planes. El escritor Adolfo Bioy Casares había escuchado ya algún rumor, como anotó en su diario el primero de mayo de 1986: «Noticias contradictorias sobre Borges. Dudas sobre si se casó».

María Kodama y Jorge Luis Borges habían abandonado la Argentina con rumbo a Italia el veintiocho de noviembre de 1985. No era el primer viaje que emprendían juntos. María acompañó al escritor a casi todos los destinos internacionales que lo requerían desde 1975.

—No, no —aclara Kodama en la sede de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, donde me recibe—. Desde antes, secretamente.

—¿Secretamente? ¿Cómo es esa parte? —pregunto.

—Esa parte será cuando yo la escriba —contesta, apacible.

—Bueno, públicamente empezó a viajar con él desde 1975.

—Públicamente desde 1973, cuando Leonor, su madre, enfermó.

Algunos estaban al tanto de esa partida a Italia, como el librero Alberto Casares, que el día anterior había inaugurado una exposición de primeras ediciones de Borges en su local. También lo sabían su mucama, Epifanía Uveda, y Bioy Casares. Pero a su hermana Norah, con quien almorzó el mismo día del viaje, Borges no le contó nada.

Jorge Luis Borges y María Kodama junto al Sena. París, 1977.

Según ha relatado María Kodama a la prensa varias veces, fue él quien quiso ir a Ginebra cuando terminó su «gira» italiana. Ella pensó que deseaba despedirse de la ciudad que amaba tanto desde su juventud, consciente de que el cáncer de hígado que le habían diagnosticado hacía poco no le daría otra oportunidad para volver. A fines de diciembre de 1985, se hospedaron en el ginebrino Hotel l’Arbalète; él en la habitación 308 y ella en la 309. Una vez instalados, Borges resolvió quedarse.

Le han pedido una y otra vez a Kodama que detalle esa decisión. «Traté de convencerlo del regreso», dijo al periódico mexicano La Jornada. «Que podíamos volver en un avión sanitario, pero lo había afectado mucho aquel escándalo periodístico durante la enfermedad y la muerte del doctor Ricardo Balbín, en 1981, a quien fotografiaron cuando estaba en terapia intensiva, y esas fotos aparecieron en carteles empapelando la ciudad (…) Borges me dijo que no quería que su agonía fuera transformada en un espectáculo y su último suspiro vendido luego en un casete. Que quería morir conmigo, la persona que él quería, a su lado. También me dijo que quería morir normalmente, en su casa, como sus antepasados. Pero todo esto no quiere decir que no quisiera mucho a Buenos Aires.»

En una entrevista de 2011, quizás harta ya de esa pregunta, que presume malintencionada, agregó: «Su deseo fue morir allá debido a la falta de respeto de los argentinos».

Corre el año 1949. Imaginemos a un amigo de Yosaburo Kodama pidiéndole permiso a María Antonia para llevar a su hija, de doce años, a una conferencia de Borges. Como a la niña le gustaba leer y escribir y ya avistaba un futuro en la carrera de Letras, pensó que siquiera una vez en la vida, tenía que escuchar al gran Borges.

Corre el año 1953, quizás 1954. Veamos a una María adolescente, encontrándolo en una librería de la peatonal Florida de Buenos Aires, y acercándose a saludarlo:

—Perdón, yo lo conocí cuando era chica…

—¿Ah sí? ¿Y usted es grande? ¿En qué trabaja? —quiso saber Borges.

—No, estoy en el secundario, en cuarto año.

—¿Él podía verla? —pregunto, irrumpiendo en el recuerdo.

—Él veía luz y sombra. Pero por la voz se dio cuenta de que yo era chica —dice María.

—¿Y no quiere estudiar anglosajón conmigo? —le propuso Borges.

—Sí —contestó ella en un impulso. Y luego tuvo que admitir que no sabía qué era eso.

—Es inglés antiguo —dijo Borges.

—Y para tratar de parecer «brillante» —prosigue Kodama—, yo le dije: «Ah, Shakespeare», y él me contestó: «No, mucho más antiguo, siglo diez».

—Pero eso debe ser muy difícil —dijo la muchacha.

—Pero yo también tengo que estudiarlo, vamos a compartir la dificultad —la tranquilizó Borges.

Y desde entonces, ha contado María, «la vida fue tejiendo una historia maravillosa».

El veintiséis de abril de 1986 en el registro civil de la localidad de Rojas Silva, cerca del paso fronterizo entre Paraguay y Argentina por la norteña provincia de Formosa, se celebró una inusual ceremonia. Un señor Alberto Ramón Téllez, y su mujer, Irene Rojas, hicieron las veces de Borges y Kodama. O al menos eso quedó asentado en un acta matrimonial que tiene varias imprecisiones.

En aquella época el casamiento por poderes fuera del país era una práctica común, como describió la propia María a la revista argentina Gente en 1991: «Mi casamiento fue como toda la legión de casamientos registrados en el exterior cuando en Argentina no había ley de divorcio». Y es que Jorge Luis Borges estaba separado pero no divorciado de su primera mujer, Elsa Astete. Esos casamientos eran formalidades socialmente aceptadas pero no tenían validez legal. Tal vez por eso importa poco que en el acta de matrimonio de Borges y Kodama él figure con ochenta y siete años cuando tenía en realidad ochenta y seis, y ella aparezca nacida en 1941, cuando había nacido en 1937. María ha contado que el enlace debía permanecer en la intimidad: «El matrimonio era una cosa secreta entre él y yo para darle el gusto» dijo a La Jornada. Pero llegó a la prensa y ella lo atribuyó a la «falta de ética de la profesional que dio la noticia».

Esa profesional, que asegura haber mantenido siempre la más absoluta reserva, es la prestigiosa abogada porteña Martina Antonini, a quien el nuevo apoderado de Borges, Osvaldo Vidaurre, había dejado el poder de casamiento a fines de 1985. Antonini recibió el sobre cerrado, ningún detalle acerca de quiénes eran los novios, e instrucciones de guardarlo hasta nuevo aviso. Según el biógrafo Edwin Williamson, ese nuevo aviso llegó el dieciocho de marzo de 1986, cuando, en Ginebra, María habría dado finalmente el sí a las insistencias matrimoniales del escritor.

—¿Borges le pidió a usted matrimonio?

—Infinitas veces —contesta María.

—¿Recuerda cuándo empezó?

—No.

En su libro, Williamson dice que fue Jean Pierre Bernès, editor de las Obras Completas de Borges en la célebre Bibliotèque de la Pléiade, quien terminó de convencerla. Desde Audenge, en Francia, Bernès niega esa versión: «Mais non!», exclama por teléfono. María Kodama lo niega con más énfasis: «Bernès no tiene nada que ver con Borges».

Quién sabe de dónde sacaría Williamson el dato. Es otro editor, el italiano Franco Maria Ricci, responsable, junto con Borges, de la colección de literatura fantástica «La Biblioteca de Babel», quien se adjudicó el definitivo papel de celestina: «Cuando Borges estaba ya muy enfermo en Ginebra convencí a Kodama de que se casara con él. Recuerdo que solía tomarme las manos y decirme: ‘Franco, convencéla a María de que se case conmigo; yo quiero morir sabiendo que María es mi mujer’».

—Leí esa declaración en La Nación. ¿Así fue? —pregunto a Kodama.

—Claro, claro, es una historia muy compleja. Me dijo: «María, estás con él desde chica; eso es lo único que a él le va a dar felicidad, casáte y dejáte de jorobar».

Solo cuando Vidaurre volvió al despacho de Antonini para que movilizara el poder ante un registro civil de Paraguay, ella supo quiénes se casarían y vio las firmas de ambos. Como si de una nueva refutación del tiempo se tratara, la pregunta que se abre es para qué tanta insistencia de Borges y tanta negativa de Kodama, si antes de irse del país ya habían firmado ese poder para que los casaran. En cualquier caso, las firmas no estaban legalizadas, así que Antonini no aceptó el trámite, que tuvo que enviarse a Ginebra para ser refrendado por el cónsul argentino antes de seguir el curso que siguió.

Kodama ha dicho hasta el cansancio que no era ella quien quería casarse. Tanto se cansó que en algún punto decidió moderar la importancia del matrimonio: «Casada o no casada, yo soy su viuda». Lo cierto es que, casada o no, ella es su heredera universal desde 1979.

—Fue antes, pero no importa, fue antes de 1979 —aclara Kodama—. Y yo no lo sabía. Si lo hubiera sabido, lo hubiera dejado.

—¿Lo hubiera dejado heredarla?

—Lo hubiera dejado a Borges.

—¿A Borges?

—Sí. Él sabía cómo era yo. Por eso fue totalmente secreto.

—Yo me había imaginado —insisto— que tal vez él le había dicho: «María, le voy a dejar…»

—No.

—Se entera cuando él fallece, entonces.

—Claro, lógico. El abogado me llama a Ginebra y me dice «te tengo que comunicar que vos has sido nombrada desde los años setenta heredera universal de Borges».

—¿Y qué sintió usted?

—Yo estaba destruida, así que no sentí nada.

Jorge Luis Borges murió en Ginebra el catorce de junio de 1986 y fue enterrado la tarde del dieciocho en el cementerio Plainpalais. Esa misma mañana, La Nación publicaba una carta de su hermana Norah: «Me he enterado por los diarios que mi hermano ha muerto en Ginebra, lejos de nosotros y de muchos amigos, de una enfermedad terrible que no sabíamos que tuviera. Me extraña mucho que su última voluntad fuera ser enterrado ahí, ya que siempre quiso estar con sus antepasados y con nuestra madre en La Recoleta». En 1976, Borges le había dicho a Bioy Casares: «Quiero que me entierren junto a los míos, en La Recoleta». Y si bien en ese gran cementerio porteño los Borges tienen un lugar asignado desde 1878, el escritor no dejó ningún testimonio legal que impidiese su entierro en otra parte. Se ha invocado el poema «La Recoleta», del libro Fervor de Buenos Aires, donde llama al cementerio «el lugar de mi ceniza», como la demostración irrefutable de sus deseos futuros. Más sugerente es el testimonio de Sara Kriner de Haines, amiga de Leonor Acevedo, madre de Borges, a quien el escritor habría hecho responsable de su cremación en 1982. Tras su muerte, hubo trabas burocráticas, idas y vueltas entre jurisdicciones y dudas acerca de la autenticidad de la copia certificada que blandía la señora Kriner. En el libro La posesión póstuma, que narra los últimos seis meses de la vida de Borges, el periodista Juan Gasparini cuenta que nadie tenía el documento original del pedido de cremación porque María lo había hecho trizas al enterarse de su existencia.

El escultor argentino Eduardo Longato hizo la lápida de Borges bajo la supervisión de la reciente viuda. Se trata de una piedra «doble faz», con evocaciones en relieves y epígrafes de la pasión que compartieron Borges y Kodama por las sagas islandesas y anglosajonas. «De Ulrica a Javier Otárola» es la inscripción final. María ha dicho, contra las afirmaciones de otros, que la Ulrica del cuento que Borges publicó en 1975, es ella.

La lápida fue otra descarga de controversia. «Pretenciosa» y «cachivache», la llamaron, y se invocó otro poema, en que Borges había pedido para su tumba «las dos abstractas fechas y el olvido».

Hubo dos intentos de repatriación, primero de Miguel de Torre, uno de los sobrinos de Borges («No tengo nada que decir sobre esa mujer», dice, irritado, al teléfono), y años después de una diputada, con el respaldo del presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, Alejandro Vaccaro, viejo enemigo de María Kodama, con quien mantiene un juicio penal por supuesta falsificación y venta de manuscritos. Si otros intentos de repatriación resultaran vanos, Borges seguirá en Plainpalais por lo menos hasta el 2085, pues la municipalidad de Ginebra cedió gratuitamente el espacio a su viuda durante noventa y nueve años.

En buena parte de las entrevistas que ha dado —y que son muchísimas—, María Kodama se refiere a su padre y sus lecciones ejemplares sobre la honestidad, la ética y el sentido de la responsabilidad. De su madre, María Antonia, suele hablar menos.

—Mi madre tocaba maravillosamente bien el piano —cuenta con orgullo—. A tal punto que una vez un vecino le preguntó qué grabación estaba escuchando, porque quería comprarla. Mi madre dijo que no, que era ella quien tocaba.

—Sabe que encontré a su mamá en una página de internet…

—¿A mi madre? —pregunta sorprendida.

—Sí, citada por un señor Carlos, que contaba que cuando era muy joven había entrado a trabajar a la DGI. Decía que María Antonia había sido su jefa.

—Pero en internet uno entra y pone cualquier cosa —dice Kodama.

—Me preguntaba si era su mamá.

—No sé, no sé, además en internet yo encuentro cada error, por ejemplo en los textos de Borges, en datos…

En buena parte de las entrevistas que ha dado —y que son muchísimas—, María Kodama se refiere a su padre y sus lecciones ejemplares sobre la honestidad, la ética y el sentido de la responsabilidad. De su madre, María Antonia, suele hablar menos.

—Mi madre tocaba maravillosamente bien el piano —cuenta con orgullo—. A tal punto que una vez un vecino le preguntó qué grabación estaba escuchando, porque quería comprarla. Mi madre dijo que no, que era ella quien tocaba.

—Sabe que encontré a su mamá en una página de internet…

—¿A mi madre? —pregunta sorprendida.

—Sí, citada por un señor Carlos, que contaba que cuando era muy joven había entrado a trabajar a la DGI. Decía que María Antonia había sido su jefa.

—Pero en internet uno entra y pone cualquier cosa —dice Kodama.

—Me preguntaba si era su mamá.

—No sé, no sé, además en internet yo encuentro cada error, por ejemplo en los textos de Borges, en datos…

Carlos tenía quince años cuando empezó a trabajar en la Dirección General Impositiva. Llegó de la mano de su padre, que se había empleado allí a los dieciocho. Era la época en la que en Argentina los trabajos duraban toda una vida, y en la DGI, «una entidad familiera», los viejos empleados iniciaban a jóvenes parientes en puestos bajos, con la esperanza de trazarles un futuro laboral seguro. Carlos ríe cuando recuerda que empezó en 1961 como «cadete de segunda». Su padre lo puso bajo el ala de una amiga y antigua empleada suya, María Antonia de Kodama, que entonces era jefa administrativa del Departamento Contencioso Judicial. «Altiva, amable y compleja», tanto ella como su padre eran lectores asiduos, y hasta «viciosos». Entre todas las pasiones literarias de María Antonia, había un personaje histórico que ella adoraba, y con el que casi compartía el nombre: María Antonieta. Siempre llevaba en el bolso la biografía que le había dedicado Stefan Zweig, y cuando soñaba despierta, su vida se transportaba al Austria Imperial. En complicidad con el padre de Carlos, que era un gran lector de Alexandre Dumas, jugaban en medio de las jornadas laborales a recrear la Dirección General Impositiva de la ciudad de Buenos Aires como la corte francesa del siglo dieciocho. Se referían a la DGI como «La Corte»; el director de turno era el Rey, y entre los empleados había un Richelieu, toda una retahíla de cortesanos, y demás personajes históricos, «malos y buenos».

—Cuando mi padre entraba en ese mundo, era Athos. Y María Antonia era una princesa impoluta, caída en medio de una turba que la manchaba —cuenta Carlos.

—¿Tocaba el piano?

— No lo sé. Pero si hubiera tocado algún instrumento, seguramente sería el piano.

Cuando empezó su carrera en la DGI, en las oficinas se murmuraba acerca de la relación que la hija de María Antonia, María Kodama, tenía con Borges. La madre nunca se hizo eco de los chismes. Para referirse a su marido —del que según Carlos y otra fuente que prefiere mantenerse anónima no estaba separada—, María Antonia decía simplemente «Kodama». Siempre con respeto, y siempre por el apellido. «Kodama.»

Kodama, en japonés, significa «eco».

—Ahora, por suerte —continúa María—, voy a hacer prohibir, sacar, todo lo que se hace mal con la obra de Borges. Porque ahí, a mí, nadie viene a preguntarme.

—Pero con un gigante como internet, ¿cómo se controla eso?

—Ah no, ya ha habido varios procesos.

Probablemente se refiera a la proscripción de las traducciones al inglés de la propia página web del antiguo traductor de Borges, Norman Thomas di Giovanni, único lugar en el que podían leerse sus libros, tras quedar fuera de impresión. En cambio cuenta lo difícil que fue demostrar que el poema «Instantes», publicado en la revista argentina Uno Mismo tras la muerte de Borges, no era de él sino de una poetisa estadounidense. «Yo tengo la paciencia de Buda. Busqué ocho años de mi vida hasta encontrar el original, gracias a amigos míos que me ayudan en esto, porque lo quieren a Borges.»

Los juicios y acciones legales que ha llevado adelante María Kodama son ya una especie de sello distintivo. Uno de los más famosos, sin embargo, no lo inició ella sino Epifanía Uveda de Robledo, «Fanny», el ama de llaves de Borges, que estuvo al servicio de él y de su madre por más de treinta años. Fue por la sucesión testamentaria, en el intento de demostrar que Kodama había captado la voluntad del escritor. En 1979, él le había legado a Fanny la mitad de su dinero en efectivo y en los bancos nacionales y extranjeros. En 1985, a poco de partir hacia su destino final en Ginebra, Borges modificó el testamento en dos aspectos: los apoderados eran otros (uno de ellos, Vidaurre) y, en lugar de dejarle la mitad de su capital monetario a Fanny, le «donaba» dos mil quinientos australes en efectivo.

Cuando Borges y Kodama partieron, Epifanía se quedó, como siempre, en el departamento de Maipú 994 que compartía con el escritor. Después del casamiento, llegó un abogado y le cerró el acceso a todo el piso. Fanny y su nieto Manuel, que vivió con ella y con Borges durante varios años, pudieron moverse desde entonces solo entre su habitación y la puerta de servicio. Al fallecer el escritor, los echaron.

—Me acuerdo de María Kodama como una mujer muy simpática, muy leída; me acuerdo de su risa —recuerda hoy Manuel en un café de Buenos Aires—. Nunca imaginé que iba a hacerle eso a mi abuela.

—Se cuenta que el abogado hizo que Fanny le diera la plata que Borges guardaba en los libros.

—Cuando eso pasó mi abuela no me dejó salir de la habitación. Pero la escuché señalando libro por libro: «En este, en este, en este…». Ella sabía en qué libros Borges guardaba plata; desde que murió la madre, mi abuela se hacía cargo de todo en la casa. Y siempre decía «el señor no fue»; sabía que era imposible que Borges se portara así con ella.

En el juicio —que Fanny perdería—, trascendió de una testigo que Kodama le había dicho a Borges que la mucama le robaba. La propia María me lo dice:

—La fiel servidora no era tan fiel servidora. Ella se llevó manuscritos de Borges que desaparecieron, todo un escándalo.

—En su segundo testamento, Borges cambia lo que le lega a Fanny —le digo a Kodama.

—Vos habrás leído, ya que tenés este tipo de información, el libro que Alejandro Vaccaro escribió con ella.

Se refiere a El señor Borges, publicado por editorial Edhasa en 2004.

—Sé que existe, pero no lo leí.

—Lo cuenta ahí: un día viajábamos y al llegar al aeropuerto, el pasaporte que Fanny le había puesto a Borges era el de la madre. Y ni Borges ni Jesucristo salen del país con el pasaporte de su mamá. Le dije que yo iba a buscarlo, pero él llamó a Fanny para que lo trajera. Contestación de ella: «Yo no se lo voy a llevar nada», y colgó. Naturalmente, el viaje no se pudo hacer. Volvimos a la casa, histérico Borges, y le dice: «Usted no tiene perdón de Dios». Contestación de ella: «¡Si usted no cree en Dios!».

Para María, esa «falta de respeto» es la razón —o una de las razones— por la que Borges cambió su testamento.

—Él a veces me ayudaba a estudiar —prosigue Manuel—. Y en forma de premio me daba plata: «Fijáte en la biblioteca, buscá el camello». Yo buscaba hasta encontrar el dibujo en el lomo. Se lo llevaba, él sacaba plata y me la daba. Le decía «no, señor», y él insistía: «Tomá, guardála». Yo tenía doce años, y obviamente me iba chocho al colegio. Pero a mi abuela no le gustaba que me diera plata ni que yo la aceptara. Era una mujer muy humilde. Por eso me va a doler hasta el último día de mi vida que digan que Fanny se quedó con algo que no le correspondía.

—En una entrevista de 2010, María dijo que Fanny lo maltrataba.

Manuel respira hondo.

—Que me lo diga en la cara.

Antes del juicio de Epifanía por la sucesión, Kodama ya la había denunciado por llevarse dinero y objetos de la casa de Borges (entre ellos una pila de lavar la ropa, que Manuel dice tener consigo, arrumbada y sin uso). En mayo de 1989, Norah, hermana del escritor, inició una acción legal para impedirle a María el uso del apellido «Borges». Perdió. Desde entonces y hasta el día de hoy, el camino de Kodama («una samurai», como se ha descrito a sí misma) se ha bifurcado entre las conferencias, los homenajes, y los corrosivos tiempos judiciales, que ella, con la paciencia de Buda y un alcance telescópico, ha iniciado en defensa del legado borgiano, de su carácter de heredera única y universal, y también de su honor.

Contra el periodista y ensayista Osvaldo Ferrari, por ejemplo, querelló por los derechos de los diálogos que mantuvo con Borges entre 1984 y 1985 y que fueron publicados en tres libros. El escritor le había cedido a Ferrari los derechos sobre esas conversaciones y Kodama exigió su nulidad tras ser nombrada heredera universal. Perdió.

A Alejandro Vaccaro y Roberto Alifano los acusa de haber falsificado manuscritos, y venderlos como inéditos, «mezclando y haciendo collage» de ensayos dispersos de Borges. Alifano, quien se ha autodenominado «amanuense» del autor, dijo al diario argentino Perfil en junio de 2011: «Rogamos que cesen estas canalladas que en nada benefician la memoria de nuestro Borges». No es su única causa con Kodama: lo querelló también por violación de los derechos de propiedad intelectual por el libro El humor de Borges del año 2000 y también por la Agenda Borges 2001 que incluía frases del escritor y que fue retirada del mercado.

A Juan Gasparini lo demandó por supuestas calumnias e injurias plasmadas en el libro La posesión póstuma. Después de un largo proceso, la justicia entendió que estaba ejerciendo su profesión de periodista y lo absolvió de una causa que lo habría llevado un año a la cárcel.

Kodama demandó también a la ensayista Beatriz Sarlo («no tengo nada que decir», me dice al teléfono), por «Injurias vertidas en territorio nacional y extranjero» tras las declaraciones que hizo al diario chileno El Mercurio, respecto de la imposibilidad de hacer un estudio serio de la obra de Borges mientras Kodama viviera. La causa no avanzó porque no correspondía a la jurisdicción argentina.

Le pregunto a Kodama por el libro del español Agustín Fernández Mallo, El hacedor (de Borges) Remake, editado por Alfaguara, y su reciente retiro del mercado, bajo amenaza de acciones legales.

—A mí me lo detectaron los abogados en España: había copiado epílogo, prólogo, había cambiado tres palabras y lo firmaba él.

Argumento sobre operaciones intertextuales.

—Allí no hay intertextualidad— contesta María. —Intertextualidad es lo que hacen Borges y Joyce. Borges en Pierre Menard, donde no copia a Cervantes y Joyce en el Ulises, donde no copia a Homero. Una cosa interesante es que este señor había pedido antes permiso a Nocilla para usar su nombre, es decir que sabe muy bien qué pasos seguir.

Me comunico con Fernández Mallo, quien prefiere no hacer declaraciones y me remite al comunicado que sacó Alfaguara en septiembre de 2011 y al que todavía suscribe: siente mucho el enfado de Kodama, no pensó que debiera pedir permiso para homenajear a uno de sus grandes maestros y defiende su operación literaria: «Borges fue el primero en usar las mismas técnicas de apropiación y reescritura que yo».

—No es un capricho mío. La ley es así para todo el mundo. Sea Borges, sea quien sea —concluye María, a quien estas discusiones parecen exasperar.

La última acusación le llegó en diciembre de 2011 al argentino Pablo Katchadjian por el pequeño volumen El Aleph engordado, publicado por la editorial independiente IAP en 2009. El procedimiento está explicado en el libro mismo: el texto original de Borges no ha sido modificado, salvo por el hecho de estar «totalmente cruzado» por el de Katchadjian, que además detalló: «Si bien no intenté ocultarme en el estilo de Borges tampoco escribí con la idea de hacerme demasiado visible: los mejores momentos, me parece, son esos en los que no se puede saber con certeza qué es de quién».

El Aleph engordado tuvo una sola edición de doscientos ejemplares gestionada por el propio autor, que no sale de su asombro por la carta que le llegó del juzgado:

—Es una querella penal por violación de propiedad intelectual. Un delito que tiene de un mes a seis años de prisión —dice, al teléfono.

De momento, Katchadjian y su abogado esperan el fallo del juez.

Le pregunto a Kodama cuál de sus juicios le ha afectado más. Me dice que quizás el que inició contra el editor de Borges en La Pléiade, Jean Pierre Bernès, quien entrevistó largamente al escritor durante sus últimos meses en Ginebra. La querella fue por la propiedad de esas grabaciones, pues según Kodama, su famoso agente literario, Andrew Wiley (apodado «El Chacal»), le abrió los ojos al hecho de que legalmente le correspondía una copia de esas cintas. Contra su voluntad, Bernès tuvo que darle a María un duplicado de las conversaciones que había mantenido en privado con Borges.

Hoy, desde Francia, Bernès sigue sin creer lo que le hizo Kodama. Pero más allá de la discordia, se refiere al Borges de Ginebra como un hombre alegre, dueño de sí, contento por haberse casado, y recuerda que para celebrar el enlace, mientras el resto de los convidados (el dueño del hotel, su mujer, María y él mismo), brindaban con champán, Borges lo hacía con agua gasificada, «una metáfora». Cuando quedaron solos, cuenta Bernès que le dijo Borges: «La sentí, está rondando». Había percibido la llegada de la muerte.

Canadá, Estados Unidos, Chile, Irlanda, Italia, Suiza, Islandia, Francia, España, Grecia, Turquía, Japón. Kodama no puede hacer el cálculo de cuántos viajes hicieron juntos; fueron tantos y tan sucesivos que cualquiera olvidaría la ceguera y la edad del escritor. Una parte de ellos quedó plasmada en el libro Atlas, con ensayos de Borges sobre las tierras que visitaban y fotografías tomadas por María. En la foto que ilustra la tapa, un Borges de ochenta y dos años sonríe a punto de despegar en un globo aerostático en las afueras de San Francisco. En otra, tomada en una reserva de animales de Buenos Aires, Borges sonríe hacia las luces y sombras que forman un enorme tigre de bengala, de carne y hueso, sentado a menos de un metro de distancia. Esa visita, que Borges llamó en Atlas «Mi último tigre», la organizó Kodama, quien ha dicho que a él le gustaba de ella su «relación lúdica con la vida».

—¿Sabés a qué mujeres admira María? —le dijo Borges a Bioy en marzo de 1982—. A Medea y a Lady Macbeth

Le pregunto finalmente por Borges, el libro de diálogos entre él y Bioy Casares que publicaron los herederos de este en 2006. Lo describe como un «mamotreto», y dice saber algo del contenido por sus amistades.

—Es un traidor. Un amigo abre su alma con vos, según tengo entendido, eso es lo que hace a una amistad. Y cuando tu amigo se va, no podés escribir todo lo que tu amigo dijo, sabiendo que vas a quemarlo con media humanidad, y sabiendo muy bien que querés que eso se publique después de que vos mueras, y —la voz de María se vuelve un susurro— de que él muera. Ya eso es sospechoso. Ahora bien, conociéndolo a Bioy, ¿él escribía lo que realmente Borges le decía, o ponía en boca de Borges lo que él no se animaba a decir de sus colegas? ¿Sabés cuál era el epíteto con que Borges se refería a Bioy? Cobarde. Ese era el concepto que Borges tenía de Bioy. Y solo un cobarde hace lo que él hizo.

Y sin embargo, frente a las sospechas de los críticos de primera hora de Kodama, a quienes ella ha dado en llamar «mis monstruos», quizás una de las pruebas más irrebatibles de que Borges realmente la quiso esté en «ese mamotreto». El jueves nueve de diciembre de 1976, Bioy escribió que Borges le había contado que estaba enamorado de ella.

María Kodama vive para el legado de Jorge Luis Borges desde hace veinticinco años; en sus ojos y en su cuerpo delgado, elegante, enteramente de blanco, se traza la emoción cuando lo dice. Está contenta porque editorial Emecé acaba de publicar el tercer tomo de las Obras Completas anotadas. Cuenta que se acuesta a las tres de la mañana y se levanta a las ocho todos los días. Que viaja incansablemente, organiza seminarios y homenajes, y ayuda con datos y fuentes a universitarios que recurren, desde decenas de países, a la Fundación.

Leo su partida de nacimiento. Yosaburo Kodama es solo nueve años mayor que María Antonia Schweitzer. No tenía edad para ser el padre de su esposa, como ha contado la hija de ambos varias veces. ¿Por qué esa versión? ¿Es una mentira, un equívoco, un deseo? ¿Qué es? ¿Importa? Poco se sabe sobre su vida antes del escritor; pareciera no tener otro contexto, otro universo, fuera de Jorge Luis Borges.

Borges y Kodama en las Pirámides de Egipto. Foto: AP.

¿Y dónde queda él en todo esto? Porque si entrevistamos a Kodama, si escribimos sobre Kodama, si averiguamos sobre Kodama, es —debería ser— porque nos interesa Borges. Y seguramente nos interesa porque fue uno de los grandes escritores del siglo veinte y porque también lo es de la literatura universal. ¿Pero qué significan exactamente esas expresiones grandilocuentes, tan repetidas ya? Por lo menos, que escribir sobre él desde el ahora —porque murió hace nada, hace solo veinticinco años—, es una tarea que todo el tiempo corre el riesgo de adulterarse si se quiere hacer desde los testimonios personales, incluso los de María Kodama, incluso los de Adolfo Bioy Casares.

Entre los recuerdos, las veracidades y el eco, el único testimonio es su literatura. El único que a él, por lo demás, le interesaba. Fue una persona que vivió y escribió a través de los libros. Es un placer que no perecerá leer el prólogo a Las palabras y las cosas de Michel Foucault: «Este libro nació de un texto de Borges». Algún día todas las referencias serán así. Mientras tanto, esa cosa llamada «derechos» pertenece a la mujer a la que Borges eligió dejárselos años antes de morir: María Kodama.

—¿Y qué pasará con ese legado, cuando usted ya no esté?

—¿Por qué esa pregunta? —contesta sonriendo—. Yo pienso vivir doscientos años.

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