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Modern School

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Daniel Riera
El periodista Daniel Riera estudió catorce años en un colegio privado. «Quisieron convertirme en un fascista hijo de puta». ¿Habrá fracasado o funcionado el plan?

No sé qué delirio de grandeza tenían mis padres cuando me anotaron en el Modern School de Lanús, provincia de Buenos Aires, Argentina. Era un colegio privado, carísimo, de doble escolaridad, donde aprendí inglés a cambio de que me limaran el cerebro. No sé por qué extraña y estúpida inercia cursé allí en jardín de infantes, preescolar, toda la escuela primaria y toda la secundaria hasta la primera semana de quinto año, cuando me echaron. Mis padres me preguntaron más de una vez —a lo largo de esos catorce años— si quería cambiarme de escuela. El miedo a lo desconocido, el apego a tres o cuatro compañeros y a una chica que me gustaba —aunque jamás me diera bola— me llevaron a quedarme. Hace poco, mirando una vieja foto, conté a los que hicieron todo el recorrido en el mismo lugar. Somos nueve. Tengo cuarenta y tres años: eso quiere decir que cursé toda la primaria y el primer año de la secundaria en dictadura. Cuando llegó la democracia, en el Modern no se notó, al menos mientras yo estuve.

Hace poquito, Jimena, una excompañera de colegio, escribió lo siguiente en su muro de Facebook:

«Desenmascarando la hipocresía: un recuerdo desagradable de mi colegio, cuando una de las autoridades de mayor jerarquía nos pidió que el uniforme que ya no usáramos lo cortáramos con el objetivo de que los chicos pobres que pudieran abrigarse con el mismo no le hicieran mala propaganda al colegio… qué feo!!! (Tengo testigos)».

No conocía la historia que contó Jimena, pero no me sorprendió en absoluto. En los comentarios a su post, otros excompañeros dijeron exactamente lo mismo que digo ahora: que no conocían la historia, pero que no les sorprendía en absoluto. Otra excompañera dijo con humor que los pobres no se habían perdido nada, porque si algo no hacía aquel uniforme de mierda era abrigar. Me consta: en las mañanas más frías de invierno, mi madre solía «reforzar» la delgadísima bufanda escocesa del uniforme con una de lana que me protegía un poco más. Quiso la casualidad que un día mi madre entrara al colegio a pagar la cuota en el momento exacto en que la dueña del colegio me estaba gritando por usar esa segunda bufanda, que desacreditaba a la oficial. Le dijo, simplemente, «¿Por qué le grita a mi hijo?» y la dueña se puso pálida. La dueña y la directora del colegio eran sujetos intercambiables, autoridades a las cuales debíamos respetar y obedecer.

Tercer grado. Dibujo libre. La señorita Susana acostumbraba a pedirnos, a principio de cada mes, que dibujáramos lo que ella llamaba «la carátula». A partir del mes de julio, comienzo a dibujar siempre lo mismo, la escena más feliz que un chico de ocho años al que le gusta el fútbol podía vivir en 1978: un jugador con la camiseta de la Selección argentina define un Mundial. Mes tras mes dibujo el tercer gol de Daniel Bertoni a Holanda, los jugadores holandeses con las manos en la cintura, el arquero en el suelo, vencido, una línea de puntos que marca la trayectoria de la pelota hasta que entra en el arco. En el mes de octubre, mi madre es citada a una reunión donde la señorita Susana, fastidiada porque en el mes de octubre no había dibujado a la Santa María, la Niña y la Pinta descubriendo América, le anuncia que yo no soy un chico normal, que tengo una fijación y que no soy capaz de dibujar carabelas en octubre.

1978. Tercer grado. Fuiste vos. La señorita Susana me acusa, porque sí, de haberme tirado un pedo feo y oloriento en medio de la clase. Unos treinta chicos se ríen de mí. La crueldad es una tentación muy grande para cualquier chico, y ni hablar si está avalada por la maestra. La señorita Susana también se ríe, hasta que una compañera junta coraje y le dice que fue ella, que la disculpe, que no fue su intención, que se siente mal. La señorita Susana autoriza a mi compañera a pasar al baño y continúa la clase como si nada, satisfecha por haber hallado a la nena que se había tirado un pedo.

1978. No fuiste vos. La señorita Susana encarga una «redacción» para escribir en casa, ya no recuerdo sobre qué, pero sí que el tema me entusiasma y que nada me gusta más que escribir «redacciones». El día señalado, entrego la mía. La señorita Susana me la devuelve con un cartelón en rojo. El cartelón dice «Rehacer, se pedía un texto original, no uno copiado de un libro». Yo no lo había copiado de un libro. Se lo digo, pero no me cree. Resignado, escribo la redacción más estúpida que puedo, justo lo que la señorita Susana espera de mí. Esta vez la calificación es «Excelente».

1980. Quinto grado. La señorita Aída me grita: «¡Parecés un subversivo!». Con el tiempo, pierdo la causa de su enojo. La frase, en cambio, me queda grabada para siempre. Un subversivo de diez años, eso soy para ella.

1980. Quinto grado. La señorita Norma pide una redacción. En el menú de temas está «El patio de mi escuela». Escribo que el patio de mi escuela es hermoso, lástima que esté dividido en dos áreas separadas, una para nenes y otra para nenas. Escribo que el patio de mi escuela es hermoso, lástima que no nos permitan jugar a la pelota. Escribo que el patio de mi escuela es hermoso, lástima que no me permitan correr. Escribo que el patio de mi escuela es hermoso, lástima que no nos permitan jugar a las cartas. Escribo que el patio de mi escuela es hermoso, lástima que no nos permitan jugar a las figuritas. Al día siguiente devuelven todas las redacciones corregidas, cada cual con su correspondiente nota, excepto la mía. La señorita Norma dice que no la encuentra, que le dé un par de días porque no sabe dónde la puso. Mientras tanto, la señora Celeste de Tapia, directora de la primaria del Modern School, cita a mi madre. Le pregunta si soy feliz. Mi madre, sorprendida por la pregunta, dice que sí, que a veces seré más feliz, a veces menos, como todos los chicos, como todo el mundo. La señora Celeste puntualiza: le pregunta si soy feliz en el colegio, porque si no lo soy, tal vez lo mejor sería que me fuera. Le notifica a mi madre que mi redacción ha sido retenida por mi seguridad personal, porque si la leyera una inspectora de las que frecuentemente visitan el colegio, me harían desaparecer.

1981. Se me ocurre llevar al colegio un libro satírico llamado ¿Todo empezó con Marx? (ahora, mientras escribo esto, lo googleo y descubro que su autor es un norteamericano llamado Richard Armour). Con el tiempo descubriré que el libro, dentro de su tono livianito, es muy anticomunista. A los once años no entiendo nada de esas cosas. Lo único que entiendo a los once años es que tiene dibujitos muy divertidos. Lo único que entiende Miss Miriam, la maestra de inglés, es que el libro tiene la palabra «Marx» en mayúscula imprenta en la tapa, y un dibujito de un señor con barba. Miss Miriam me secuestra el libro, al grito de «¡Nene, nene, no traigas esto al colegio!».

Mayo de 1982. Séptimo grado. La Argentina está en guerra con Inglaterra. El Modern School ha dejado de llamarse así. Ahora es el Instituto Moderno de Educación Integral. La señorita María Emilia (o algo así, su nombre se me escapa) pide un «artículo periodístico» futurista, tema libre, para aplicar las técnicas del oficio aprendidas en clase. Escribo entonces uno fechado en agosto de 1982, en el cual el general Galtieri exhorta a la población a defender Buenos Aires, el último bastión de la resistencia contra los ingleses. La señorita María Emilia invita a la directora al aula a leer mi artículo. La señora Celeste de Tapia me dice, delante de mis compañeros —quiere que todo el grado escuche— que es «de malos argentinos» suponer siquiera que podemos perder la guerra. Me ordena romper mi trabajo frente a mis compañeros y escribir otro más optimista. Un mes después, como todos sabemos, la Argentina pierde la guerra de Malvinas y Charly García escribe una canción inmortal llamada «No bombardeen Buenos Aires».

1986. La señora Cristina se acerca al aula de cuarto año a notificar que está permitida y que es bienvenida la formación de un Centro de Estudiantes en el colegio, pero que en dicho centro estará terminantemente prohibida la realización de actividades políticas y gremiales. Le pregunto: «¿Y entonces para qué sirve?». Mis compañeros se ríen a carcajadas. La señora Cristina me dedica una de esas miradas de odio que todo aquel que las recibió no se olvida jamás.

Algún momento de 1986. La profesora de Filosofía, señora María Marta, alude a «esas mujeres que tienen a sus hijos en Europa y andan con el pañuelo blanco en la cabeza». La primera vez que lo dice, permanezco en silencio. La segunda vez, le digo, tímidamente, «No es así». Ella dice «No te quepa ninguna duda de que es así».

Septiembre de 1986. El dieciséis de septiembre, antes de un acto escolar por el Día del Profesor, mi amigo Gustavo y yo pedimos a las autoridades de la escuela que hagan un minuto de silencio en homenaje a los estudiantes secundarios desaparecidos durante la llamada Noche de los lápices, de la cual justamente ese día se cumplen diez años. La respuesta, lacónica, burocrática, es «No está en el Calendario Escolar». Un compañero, profético, me dice: «Estás loco. Quedaste marcado».

Marzo de 1987. Me presento al primer día de clase del último año de la escuela secundaria con el cabello largo. El rector del colegio me impide la entrada. Al día siguiente, me presento con el cabello un poco más corto. Un preceptor me saca de la clase. María Marta —aquella profesora de Filosofía que dijo que las Madres de Plaza de Mayo tenían a sus hijos en Europa— me tira de la lengua, me trata como si fuera su hermano menor para que entre en confianza, me pregunta cómo estoy, qué me anda pasando. Le digo que me apena que en este sitio la disciplina sea más importante que la educación. Al día siguiente, mi madre es convocada a una reunión en la cual le comunican que han decidido darme el pase libre, y que esperaban que aceptara la oferta porque de lo contrario no iban a tener más remedio que expulsarme.

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