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Morirse

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Andreu Buenafuente nos cuenta la historia de una foto que sacó a finales de diciembre en un cementerio de Nueva Orleans. Es su mejor excusa para hablarnos de la muerte.

Me siento atraído por los cementerios, no sé por qué. Hay un montón de cosas que me gustan y no sé por qué. A los cementerios los veo como escenografías a menudo descuidadas, gastadas, con las huellas de la intemperie en todos los rincones. Me gusta recorrer sus calles estrechas con mi cámara de fotos a cuestas. Ahí están las portadas de miles de biografías que nadie escribirá. Hay olvidos, muertes de otro siglo, desapariciones dolorosas, lujo cretino y estúpidamente faraónico, pero también mucha humildad. Hay fotos de color sepia, flores de plástico, estatuas de ángeles, panteones blindados con capillas polvorientas… He visitado cementerios humildes y abandonados en mitad de la montaña. Todos están rodeados, incomprensiblemente, por un pequeño muro.

¿Quién va a escaparse de ahí?

«Ahora está muriendo gente que antes no lo hacía», decía mi padre. Y es verdad: morirse ya no es lo que era. Mi padre también murió, pero en vida era una fanático de los entierros. Un hombre genial, divertido, entrañablemente inmaduro, fruto de la posguerra española y con una raíces latinas que marcaban a fuego su personalidad. Unas raíces y unos valores que le obligaban a respetar, a venerar y también a cachondearse (con humor negro) de esa ceremonia luctuosa y catártica que es la muerte. A poder ser, la muerte de otro. Porque siempre los que mueren son los otros. Cuando lo haces tú pierde toda la gracia. No puedes contarlo porque no vuelves, y una cosa que no puede contarse no merece la pena ser vivida, ni ser muerta, que para el caso es lo mismo.

Un músico catalán, canalla, descreído, incorrecto y vividor, estuvo en coma una semana. Al recuperar la conciencia dijo:

—Oigan, he estado allí y no hay nada.

Sensacional. «No hay nada.» Se cargó de un plumazo siglos y siglos de disquisiciones sobre el más allá. Cómodamente allí, en su cama, desmontó en una frase el principio fundacional de las religiones, que vendría a ser este: «Aguante usted esta vida jodida y sacrificada porque luego le espera un paraíso eterno».

Y la gente —alguna— se lo cree o hace como que se lo cree. Y así empujan el carrito de su propia existencia mientras van sorteando sinsabores, buscando emociones, encajando golpes bajos y argumentando sus renuncias. No pasa nada porque hay otra vida. Como un videojuego cósmico en el que participan millones de jugadores. Siete mil millones de jugadores. La partida es larga, no hay nada que temer. Hay que reconocer que, como idea, es buena. Muy buena. Lástima que no tengamos el menor indicio serio de que sea cierto. No: la película Ghost nunca fue un indicio.

A pesar de todo, la idea de un más allá sigue vigente. Evoluciona, se transforma, se adapta; pero el concepto sigue siendo el mismo y es rentable a todas luces. El gobierno español, por ejemplo, financia mensualmente con mucho dinero a la iglesia católica. Normal, la iglesia tiene muchos gastos. Pero en ningún caso las ayudas incluyen una subvención para los entierros, más allá de la misa in memoriam. El entierro te lo pagas tú, y vives el regateo más ingrato de tu vida.

—¿Cuánto vale la corona de flores pequeña? —llegarás a preguntar alguna vez.

Sí, ese serás tú, negociando las honras fúnebres, poniéndole precio a tu dolor. Cuanto más intenso el dolor, mayor el presupuesto. Esto es así. Todo el mundo lo ha vivido ya o lo vivirá algún día, y todo el mundo quiere olvidarlo de inmediato.

Mi padre iba a todos los entierros. Solíamos discutir por eso porque, no contento con asistir él mismo, quería que yo le acompañara. Quería sembrar en mí la semilla de ese duelo participativo y social, esa comunicación de la tristeza a los allegados.

—No quiero ir, papa. No me gusta, no estoy bien ahí, prefiero dar el pésame más tarde o llamarles por teléfono.

—No es lo mismo —contestaba.

Luego, muy serio y bien vestido, nos comunicaba que iba a ir al sepelio él solo:

—Allá vosotros —decía antes de irse.

En casa solían recordarse aquellos tiempos en los que la gente moría en su domicilio, en su cama y, acto seguido, se organizaba el velatorio. Se trataba de algo incuestionable, de obligado cumplimiento. Los hombres acudían por la noche con toda la madrugada por delante, la familia preparaba algo de comer y también bastante alcohol. Coñac, anís…, ese tipo de licor que no bebes con vaso largo ni con unos hielos, pero que sigue siendo alcohol. A sorbitos, serios y cariacontecidos, los asistentes empezaban a recordar al finado, buscando o rebuscando sus méritos.

Hasta que, al cabo de unos horas, todo subía de tono.

Llegaban las primeras risotadas, salían al balcón o al patio para explayarse a gusto y fumar. Se fumaba mucho. Antes se fumaba mucho y mal. Los velatorios se nublaban con el humo del tabaco negro, amargo y pegajoso. Los ceniceros se llenaban, humeantes como altares paganos. Ahí es donde entraba en juego mi padre, que sacaba su arsenal de chistes para deleite de una audiencia entregada.

—¡Más anís!

Así que esta era la escena: el muerto con su yacer marmóreo en la cama matrimonial y, unos metros más allá, los amigotes partiéndose de la risa.

¿La vida?

Pues sí. Ni más, ni menos.

Todo eso ha desaparecido, se ha difuminado. Sobre todo en las grandes ciudades, con sus tanatorios estandarizados dedicados al siempre pujante negocio del «último adiós». Suelen ser edificios de corte soviético, con amplios ventanales y generosos pasillos. Aeropuertos sin aviones, como el de Castellón en España. (¿Y si, en realidad, en lugar de una gran estafa, el aeropuerto de Castellón fuera un centro de velatorios preparado para el fin del mundo? No hay que olvidar que el día del fin del mundo va a morir mucha gente.)

A veces los tanatorios son tan grandes que te ves obligado a consultar un directorio para saber a dónde encaminar tu pena.

Llegan los taxis al tanatorio, baja la gente en el papel de «qué mal rato vamos a pasar», suelen llevar gafas de sol aunque esté nublado, algunos siguen hablando por teléfono.

—Oye, te dejo unos minutos que ahora no puedo hablar.

Se saludan los asistentes, se dan palmadas en la espalda, algún rudo abrazo entre hombres, se zanjan rencillas (no es cierto, luego volverá la rabia de vivir) y se escucha ese comentario tranquilizador: «Estaba ya muy mal. Últimamente estaba muy mal…».

Más tarde los más íntimos se encaminan al cementerio donde asistirán, visiblemente consternados, al entierro propiamente dicho. Ya nadie sabe qué cara poner. Duele el semblante de tanta rigidez. Viene un albañil, o vienen dos, saludan y dan el pésame, colocan el ataúd en el nicho y luego proceden a colocar la lápida. Sin prisa, pero sin pausa. El albañil de cementerio es el oficio con mayor presión, todo el mundo mira fijamente su trabajo: un poco de cemento por allí, el sonido de la espátula arañando el silencio, unos golpecitos con el mango por allá, clac, clac… Normalmente hace viento, pasa algún ave que vuela sin esfuerzo, se escucha una ambulancia en la carretera cercana y todo acaba con un «pues ya está».

Toda una vida puede resumirse con un «ya está», con un «ya descansa tranquilo».

¿Descansar, tranquilo? Yo diría, más bien, que te desconectan. Off. Punto final. Te aparcan para siempre. Como esos coches que se lleva la grúa y nadie pasa a recoger jamás. En Barcelona hay un depósito de esos, en la Ronda del Litoral. Puede verse desde la carretera. Los coches están cubiertos de polvo. Un polvo gris y denso que los uniforma y los humilla. No son de nadie. Siempre los he visto como una metáfora de la muerte. Yo vivía por esa zona hace años. Solía tomar mi cortado por las mañanas delante de un cruce que cogía de paso hacia el cementerio de Montjuic. Cada día, en aquel cruce, en aquel semáforo, se detenían las caravanas de los coches fúnebres. Relucientes y cargados de coronas de flores. Cada día. De alguna manera me acostumbré a ello. Era una muerte mañanera y elegante. Mi padre, cuando se cruzaba con un coche fúnebre, siempre utilizaba la misma broma:

—Mira, ahí va uno que ha dejado de fumar.

He estado en el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires; en el de Deià en Mallorca, ante la tumba sencilla de Robert Graves. Allí alguien escribió «Robert Graves» con el dedo, en el cemento fresco. Siempre hay poemas. Siempre hay restos de papel mojado.

El último cementerio que me conmovió fue el de Nueva Orleans. El más viejo, el que está cerca de Tremè. Sale en las guías turísticas y allí uno se topa con grupos de visitantes, y algún nativo con credencial hace bromas y cuenta todo a su manera. Disparé esta fotografía con mi cámara Rolley analógica. Una cámara de otro siglo para un cementerio de otro siglo. Luego seguí el antiguo ritual: llevé mis fotos a revelar y tuve que esperar unos diez días.

Al abrir el sobre volvieron a sobrecogerme las imágenes: las piedras silenciosas, el paso de los años, los cascotes olvidados. Y las cruces enfocadas al cielo, como buscando la conexión que ya no llegará nunca.

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