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Muñecas de capital

Escribe Malena Landoni
Esta es una crónica sobre el desarraigo y la salud mental. Un texto que narra un mundo de soledad y medicación, donde casi los únicos adultos que aparecen son psiquiatras.

El film comienza como cualquier otro, en letras blancas sobre fondo negro se lee: cualquier parecido entre personas reales y los personajes en pantalla es pura coincidencia. Luego, una voz en off dice lo siguiente: “Hay que escalar el monte Everest para llegar al Valle de las Muñecas. Es una escalada brutal. Te quedás ahí, esperando el subidón de excitación, pero nunca llega. Estas solo”.  El primer enunciado es mentira. El segundo, verdad. 

Estoy hablando de «El Valle de las Muñecas», una película de 1967 basada en una novela homónima que en su momento fue destrozada por la crítica para años después convertirse en un clásico de culto. En primera instancia, porque es tan mala que es buena. En segunda, porque debajo de la espesa capa de maquillaje, pelucas y melodrama, hay una historia moderna: inmadurez, sueños rotos, problemas mentales, abuso de sustancias, amores y desamores, autodestrucción y drama ―Y pastillas. Muchas pastillas. Todo eso viven las tres protagonistas del film: Anne Welles, una joven idealista que llega a Nueva York huyendo de las la vida de pueblo y los  horizontes tradicionales (casarse, tener hijos…) en busca de nuevas experiencias; Neely O’Hara, una chica ambiciosa que busca ascender en el mundo del espectáculo y cuya carrera se ve amenazada por su adicción a las pastillas y su inestabilidad; y Jennifer North, una modelo que confía más en su belleza que en su talento, lo que resulta en una dependencia a sus amores. Y, como la vida imita al arte, de una forma u otra todo eso vivimos mis amigos y yo al dejar la inhóspita estepa patagónica para venirnos a Capital.

Camila, Julián y yo crecimos en Puerto Madryn, una ciudad con actitud de pueblo situada en la costa chubutense. El paisaje allí es desértico y tan frío como su gente. La ciudad no tiene nada para ofrecer a aquellos que buscamos una vida más estimulante. Un manto de nociones conservadoras envuelve las expectativas de sus habitantes, a excepción de un puñado de espíritus disconformes. El primero de nosotros en irse fue Julián, después Camila y, una vez finalizada la cuarentena, yo. 

Veintiún años tiene Anne Welles al comienzo del film, cuando deja atrás su helado pueblo natal. Mirando la nieve por la ventanilla del tren, reflexiona sobre la búsqueda de nuevas experiencias, nuevos lugares, nuevas caras. Veintiún años tenía yo en marzo de 2022, cuando llegue a Buenos Aires con mi valija y mis ilusiones. Tome un taxi a Palermo, derecho al departamento de Camila, cerca de la estación Plaza Italia de la línea D. Al llegar hablamos un rato, me entregó las llaves y se fue a su nuevo laburo. Había tenido muchos problemas en el anterior: compañeras psicóticas y malos tratos de las encargadas. Así que borrón y cuenta nueva y ahora tocaba empezar en una linda cafetería en Nuñez. Me quedé ahí contemplando el panorama habitual de la vida de Camila, los platos sucios, el cenicero lleno de tabaco y tucas, la ropa por todos lados y el colchón en el que dormí durante un mes hasta mudarme a una casa compartida en Monserrat. La vida de Camila nunca había estado del todo bien. En la distancia, solía llamarme llorando y hablábamos durante horas. Ese día, tanto ella como yo pensamos que mi presencia cambiaría las cosas.

Algunos otros días me juntaba con Julián, que hace dos años había dejado Puerto Madryn cansado de su nada. Armabamos planes artísticos de los cuales completabamos muy pocos, aunque en realidad eso no importaba. Las cosas no andaban bien con su novia, necesitaba una distracción. Como Camila, había pasado dos años de pandemia en una ciudad en la que no conocía a nadie, o casi nadie. Pero a diferencia de Camila, su soledad era menos obvia: encerrado en un departamento con su pareja, la convivencia pasaba de los choques a un silencio tenso. Nos hacía bien tenernos, buscar cosas, querer cosas.

Enseguida me di cuenta de que estudiar no sería mi única preocupación. Camila, deprimida y con crisis frecuentes, exigía constantemente mi presencia, lo que debía balancear con mis estudios, la nueva experiencia de vivir sola, la constante sensación de estar atrasada con la facultad, de ser un peso para mis viejos, el vértigo al fracaso inminente.

No se como, tal vez fue el lento pasaje del otoño al invierno, o el parecido que uno a veces percibe entre el desarrollo de un año y la trama de un film. De a poco los tres nos fuimos sumergiendo en algún lugar sombrío de nosotros mismos. Una noche terrible, entre las luces tenues de mi cuarto y unos besos angustiados, compartí un poco de intimidad física y un poco de intimidad emocional con Julián. Esa noche se despidió de mí y no supe nada de él por meses. Me convencí de que mis miedos y mis traumas lo habían ahuyentado. Me odié. Lo odié. 

 “Basura Camp melodramática” así le llaman los críticos a Valley of the Dolls. El término “dolls” refiere a los psicofármacos, las pastillas, “las pastas” como le llamamos a los barbitúricos acá. En ese tiempo me diagnosticaron TDAH. –Déficit-de-atención-con-Hiperactividad–  Hay cierta noción errónea instaurada en la cultura respecto al trastorno, tal vez porque su denominación no ayuda, ya que es la superficie de algo más profundo, una falta total de motivación, de ganas, en las que la búsqueda de esa dopamina que de nacimiento te falta, gobierna tu cerebro y hace de él una nebulosa confusa. Es un todo en la forma de pensar, en la forma de procesar la información, en la forma de tolerar los estímulos, en la forma de relacionarte con otros. Es un infierno. 

Dieciocho gramos de Metilfenidato y cien de Lamotrigina. Sabía que mi cansancio crónico era parte de esta condición, pero se retroalimentó con mi mala vida y formó un círculo vicioso que hizo de existir una tarea casi imposible. Empecé a dormir de día y estar despierta de noche, faltar a la facultad. Tampoco ayudaba fumar porro todos los días, el desorden, la  falta de actividad física, de buena alimentación, de ganas. En aquel cuarto parecido a un altillo, sin darme cuenta comencé a descender. La soledad forzó una reflexión que nada tuvo de positiva.   

 En paralelo, los sueños de Camila de ser alguien en esta ciudad se alejaban cada vez más y hacía lo posible por evitar su realidad de laburo de ocho horas, seis días a la semana y un sueldo mínimo, que se le advertía como un destino inevitable. Cómo Neely O’Hara, Camila quería fama. Había dejado Puerto Madryn con el sueño de hacer grandes cosas. Y como Neely, su carácter fuerte causaba un tire y afloje con ese mundo insensible al que quería pertenecer ―en este caso, el círculo de raperos e influencers contemporáneos―. En las fiestas de techno entre el rumeo de mis pensamientos y parpadeo de las luces solía observar a los seres moverse como muñecas rotas, las mandíbulas quebradas, los vínculos momentáneos armados a base de puchos y botellas de agua que chicas lindas reclamaban, moviendo las pestañas, a algun gil que pensaba que por regalarles droga, esa noche tendría algo de suerte. Aunque al otro día mi complejo de superioridad cayese en picada al saberme tan partícipe de esa selva como espectadora. Pero siempre admire de Camila y de su carácter la imposibilidad de caretear una situación. Pertenecer no hacía que valga la pena la humillación. Camila era una persona de mecha corta. Podía pasar de ser la más dulce a la más forra. Y el tema es que ese mundo las prefiere complacientes. Entonces el ciclo de fines de semana de rompersela con MD o keta o tussi o lo que consiguiese, el post y la sensación de no ser absolutamente nadie, de no valer nada. Mitades de semana de Alplax  o Tramadol para convertir los pensamientos negativos en noches de descanso, y mientras se iba recuperando, se preparaba para salir otro finde con esas amigas, las que tenían un nexo con aquel mundo que deseaba y rechazaba al mismo tiempo. 

Llegó la primavera y Julián reapareció en mi vida. Me contó que la culpa lo alejó de mí, que se separó, y que le diagnosticaron ansiedad generalizada. Estaba mal. Visiblemente mal. Flaco, ojeroso, el pelo desgreñado. Yo había mejorado muchísimo para ese entonces. Le presenté a mis amigos, entre ellos a Camila, y fuimos buscando y conociendo lugares más acordes a nosotros, lugares under con propuestas interesantes donde los marginados festejaban su unicidad. Y es que en esos tiempos los tres fuimos fans de ese exagerado y melodramático mundo de brillantina, colores, Camp y sustancias. Imágenes que parecen salidas de una película mala de los 60’s, como el recuerdo de una noche de septiembre en que Camila, de espaldas a la 9 de julio, ponía un pie fuera del cordón. Sus pelos se movían con el viento que hacen los autos en altas velocidades y pasaban tan rápido que los distintos colores de sus faros parecían luces de navidad. Con el cerebro hecho una nebulosa de serotonina químicamente inducida, decía ser inmortal y sonreía. 

¿Pero qué es el Camp si no la construcción de un artificio? Una capa irónica de teatralidad y basura cursi que pretende encubrir a un ser humano con todas sus falencias. En un artículo para Vanity Fair llamado ¿porque el Valle de las Muñecas todavía brilla en sus 50 años? el director Lee Daniels dice “Todos estamos esperando a la próxima Judy Garland, la próxima Whitney Houston, la próxima Amy Winehouse, la próxima estrella que podemos construir para luego destrozarla”, y eso ví en Camila la noche en la que, en un paralelismo accidental con la película, le caí a las cinco de la mañana y le metí los dedos en la garganta para hacerle vomitar todo el Alplax que había tragado.

Estaba en mi cuarto. Me había tomado la noche para aislarme del mundo exterior. Me gustaba fingir que una vez que cerraba la puerta de mi cuarto, no existía nada del otro lado. La realidad contenida dentro de cuatro paredes. Sonó el teléfono. Dos o tres veces. Lo ignoré. Sabía que podía ser ella. Y lo ignoré. Porque no quería. Quería estar allí donde sentía que nada de lo que existía detrás de esas puertas podía hacerme daño. Quería poder estar pendiente de algo que no fuese ella. Dejé pasar un rato. Y lo di vuelta. Varios mensajes y un par de llamadas perdidas de la mamá de Camila. Vi los mensajes. -te amo y espero que algún dia me perdones”. Enseguida llamé a la madre y a mi amiga que vivía a unas cuadras. Esperé a que pasara un poco el quilombo de sábado a la noche en Capital y salí.

Me abrió una amiga, me dijo que ya había vomitado todo y ahora dormía. Le bajé a abrir y al subir le di un beso en la frente a Camila y me senté en el colchón del living.

―Vení a dormir acá si quieres. 

No hablamos. No había necesidad. 

Pasaron unas horas. En el balcón y a la luz del mediodía, esperé. Rompió el silencio. Se disculpó. Dijo que no había querido preocupar a nadie. Hice la que creo la pregunta más difícil de mi vida:

―Necesito saber una cosa. Yo voy a venir. Voy a intentar detenerte, todas las veces. todos lo vamos a hacer. Pero necesito saber, de verdad, quiero que me digas, si algun dia quisieras que no venga, ¿me vas a decir? Sé lo horrible que es y que siempre fue para vos. No puedo obligarte a vivir sufriendo tan soló porque me dolería mucho que no estés.  

―No sé qué quiero. Y por eso tomé esa cantidad, creo. Porque no sabía que iba a pasar. Y no sabía quién iba a estar cuando despertara 

Y esa era la otra cara de aquella chica que unas noches antes, cantaba y elegía cuidadosamente su ropa extravagante, la carterita de charol con alas de murciélago y se llenaba la cara de brillos coronados por un delineado afilado. Yo sabía que esas horas que había pasado frente al espejo habían sido las más divertidas. Pero es más fácil verlo en pantalla que en la vida real. 

Unas semanas después, pasó de nuevo, esta vez fue Julián. Después de varias  peleas con Sofía, su ex pareja, lidiaba con su primera separación adulta mezclando Zolpidem con alcohol. Decía que le gustaba esa combinación porque se le apagaba la tele y entonces ya no lo torturaba más la ansiedad. Usaba la medicación para acortar días. O para borrarlos enteros. 

―Volví a tener una pesadilla en la que me odiabas y me puteabas como si fueses Sofía. Fue todo muy turbio, fue horrible. 

Tres veces me lo dijo. Tres veces se le olvidó. Julián vino a Capital para hacer cine. Se había mudado muy joven con su (ex) novia a un monoambiente bastante envidiable, que hoy era una colección de proyectos sin terminar, pintura acrílica y cuadros agresivos. Ah, y un título de Director de Cine, que él decía que le quedaba demasiado grande. Lo único que hacía esos días era levantarse al mediodía, tomar la pastilla para la ansiedad, fumar porro, pintar, y si no le gustaba lo que había hecho, se mandaba la pastilla de dormir con alcohol y el día terminaba. Ese mediodía me mandó unos mensajes incomprensibles que denotaban que había pasado las últimas horas mezclando pastillas con alcohol. Hacía un par de días que venía con un patrón de escribirle a sus amigas en ese estado para ver quién podía juntarse. En fin, para eso de las siete de la tarde Camila me escribió preocupada. Varias horas antes habían arreglado para juntarse  y él dejó de contestar. Llamamos y nada. Esperamos y nada. Me comenzó a invadir una ansiedad punzante, tal vez por todo lo que había vivido con Camila. Lo imaginaba solo, quizás ahogado en su propio vómito, entre otros escenarios terribles. Si a él le pasaba algo, nadie se iba a enterar. Con Camila pasamos las siguientes horas intentando comunicarnos sin respuesta. Antes de la medianoche, le escribimos a sus amigos. Uno de ellos vivía cerca. Le pidió a una vecina del edificio que abra y luego golpeó la puerta del departamento hasta que Julián reaccionó. Al cabo de media hora llegué yo.

―No pensé que era para preocuparse, solo quería dormir.

Su amigo se fue. Quedamos los dos, sobre su acolchado rojo, fumando y hablando durante horas mientras nuestras luces se iban apagando. Dormimos abrazados esa noche y al día siguiente me agradeció. Me dijo que era lo que necesitaba, y que no sabía cómo pedirlo. 

Otra noche, otro bar sucio, gay y gótico. Esa noche era temática de Lana del Rey, Bjork, Fiona Apple, noche de chicas tristes en el Puticlú, un sótano oscuro y camp en microcentro que los gays, los trans, las lesbianas y los bis tanto amamos. Una puerta ancha y turquesa esconde ese bar de divergencias. En la barra se exhiben juguetes sexuales, fotos de divas y otros chiches. Las paredes negras están escritas por todas partes en un ambiente bañado por luces rosas. En un extremo, se proyectan videos de todo tipo, ya que el Puticlub puede pasar de ser una muestra de poesía mala con un público de tres gatos locos a un club nocturno explotado de baile y sustancias. En el otro, se encuentra un área de cortinas negras, un par de sillones de cuerina y una tele pequeña que pasa porno bizarro de bajo presupuesto. Julián invitó a unos amigos suyos que no conocíamos. En la vereda, fumábamos y escabiabamos vino de una botella de 7up,  y entonces Camila habló:

―Es un garrón porque en el laburo estoy aprendiendo a ser barista, pero ya no puedo tomar café, porque mezclado con Sertralina me deja re eléctrica. 

Había roto el artificio, esa superficie de la vida cotidiana, de las cosas-que-no-se-hablan, un mundo donde solo entran las conversaciones sobre series de netflix y lo rápido que está cambiando el clima. Había develado que debajo de todo eso existe gente neurodivergente, intentos de suicidio, trastornos mentales, había dejado claro lo que cuesta vivir. Los pibes pusieron cara de incomodidad. Con Julián nos miramos con complicidad y entonces él dijo: 

―A mi me pasaba lo mismo, pero ahora la psiquiatra me pasó a Citalopram y ya no me pasa. 

―Sabés que con el Metilfenidato me pasa algo parecido, pero el café es una ruleta para mi, a veces me sube y otras me da sueño. 

Y el resto de la noche moví mi pollera larga tomando cherry cola con vodka y pensando en el paralelismo de la película con nuestra vida tan melodramática, tan camp, tan cursi, pues reírnos de nosotros mismos era la mejor manera de seguir estando en un mundo que no estaba hecho para nosotros. 

En la película, Jennifer sufre la muerte simbólica de su esposo, producto de una enfermedad que lo deja en estado catatonico, y es ahí cuando acude a las pastillas. Julián sufrió la muerte de su relación. Y tal como Jennifer, usó su carisma y su belleza que él creía su único recurso todavía presente en ese cuerpo muerto para tener todas las noches una chica en su casa que lo reconforte. No se trataba de sexo, las pastillas le habían matado la libido. Se trataba de compañía. De cariño. Con una remera suya, yo me recostaba en su cama con un cenicero sobre la sábana. Lo veía picar un comprimido de Zolpidem. Hacerlo una línea fina, para que pegue mas rapido. Me alcanzaba un Tramadol y ambos nos quedábamos dormidos a mitad de una película. 

Cuando pienso mucho, y sobre todo, cuando pienso en fracasar, agito los pies en mi cuarto, me rasco la piel, cierro la ventana pero aun así escucho las bocinas de los autos, las frenadas de los colectivos, las voces de mis compañeros de casa y los odio y odio y odio todo porque no puedo y es un montón, no puedo y no voy a poder nunca y entonces lloro, lloro por inútil, porque no puede ser que me cueste todo, que todos quieran morir todo el tiempo, que me necesiten ahí, y yo no puedo no puedo con todo…Uno, dos, tres, inhalá. Exhalá. Las pastillas son una ayuda, un pequeño truco, para poder estar más cerca de aquel modelo que nuestra cultura llama “éxito”. El tratamiento sirve, pero nunca es fácil. Lleva tiempo. Si este mundo egoísta y apático no tiene en cuenta las discapacidades visibles, ni hablar de las no visibles. A nosotros tres nos ven y ven personas completas, una superficie de caras, gestos, palabras y sonrisas. Y problemas invisibles. Y quejas. Una escucha a la gente decir “Todo es una queja, ahora todos tienen problemas mentales”. Y se ve que el tiempo borra las voces y entonces ya nadie se acuerda de las mujeres de antes y como  les encajaban barbitúricos como si fuesen caramelos, las internaban, les hacían lobotomías, como lloraban y se arrancaban el pelo, se querían morir y muchas veces lo hacían. No hay nada nuevo en todo esto,  es por eso que el libro y su película generaron un escándalo en su momento, porque mostraron la existencia de los mecanismos que hacen posible el mantenimiento de este sueño plástico. 

Dicen que los jóvenes se creen inmortales. No coincido. Para mi es más bien lo contrario; la muerte está ahí, presente, objeto de pavor y deseo. Tal vez cierta resignacion se va a adquiriendo en la adultez y entonces la comida va pierdiendo el sabor, el sexo se vuelve monotono y mecanico y la muerte se ha aceptado como un destino inevitable. Pero a eso de los veinte años uno es un explorador, conquistando la selva de lunares y pieles ajenas, el mundo está lleno de manjares exóticos y la muerte es una incógnita seductora. 

En el transcurso del año aparecí varias veces frente a puertas cerradas a las cuatro de la mañana en escenas dramáticas de amenazas suicidas. Y cada vez que arropaba a alguno o cuando con Camila hablábamos de las otras, nuestras conocidas del sur que vinieron a la ciudad, que comenzaron a vender drogas y cogerse a transas y ahora tienen deudas que saldar vendiendo más drogas, me sentía mejor. Mejor que ellos. Porque claro, yo estudiaba. Y me iba bien. O más bien, juntaba energía todo el mes, tirada en la cama, para luego estudiar una semana antes del examen. O tres días. O dos. Y veinticuatro horas antes del examen le quitaba el polvo a textos que nunca había leído. Unas secas, un par de gramos de Concerta, un termo de café y la espaciada sensación de muerte inminente. Por las palpitaciones, claro.

Fuimos armando un grupo más íntimo conformado por Julián, Camila y Lola ―una  chica con una vida tan caótica como la nuestra―. Era una especie de grupo de apoyo donde los cuatro hablábamos de nuestras cosas y nos decíamos palabras bonitas en los días malos. En el departamento de Camila, un domingo, celebramos una especie de matrimonio simbólico. Nos vestimos estrafalarios, mucho encaje blanco o negro, accesorios, pinturas exagerada, muy camp, y para finalizar una pastillita de extasis a modo de hostia. Parecíamos salidos de esa película de los 60s. Cada uno escribió y leyó sus votos en los que juramos querernos y bancarnos entre nosotros, y luego nos dimos besitos tiernos. Pero Cami no se sentía bien. Lola no se sentía bien. Julián no se sentía bien. Y yo tampoco.

     En la mañana la persiana se tornó de un ocre intenso y ya no sirvió de nada. Odie la llegada del día. Estábamos los cuatro acostados sobre dos colchones llenos de frazadas peludas que de a ratos aliviaron los escalofríos y otros nos hicieron cagarnos de calor. Los mimos se iban apagando. Ellos dormían o fingían dormir. Me levanté y miré la escena. los colchones, los accesorios extravagantes y los papelitos tirados, los ceniceros reventados. Había algo muy patético en todo esto. O algo muy vacío. Julián abrió los ojos y cruzamos miradas con ese silencio, el de las cosas  incómodas: nada nos llenaba. Abandoné el living y me meti a bañar. No sé cuánto tiempo estuve mirando el jabón blanco fundido en el cerámico. El agua fría corría por mi cuerpo. Esperaba que el shock térmico aliviase mis pensamientos. Me sentía sucia. Llore un llanto espasmódico y hogado, no quería que me escuchen. Quería llorar sola. Cuando me recompuse, dejé que el agua helada me masajeara el cráneo un rato más, me sequé y salí. Camila lloraba. Saludé a todos y me fuí.

“No nos hacemos bien”, le dijo Julián a Camila una noche en la que los dos se juntaron a mezclar pastillas con alcohol en el silencio de su monoambiente. Pero no hicieron mucho al respecto, y Julián siguió invitando a hacer eso mismo a todas las minas que le era posible y Camila, enamorada, guardó silencio. 

  Fuí a verla unos días después. El gato cachorro que había adoptado como recurso para dar y recibir amor jugaba con medias que encontraba en el suelo y corría con entusiasmo de un lado al otro del departamento. De fondo, un Yung Beef cantaba con su voz rota de trapero gitano: «Un espantapajaro vestido e’ Kanye West…». Camila recién levantada restregaba los rastros de rimmel en su cara y me miraba con sus ojos muertos de miseria crónica. La escena, un espejo sucio de aquella del film en la que Anne intenta, sin éxito, hablar con una Neely agresiva y pastillera. Esto es un punto sin retorno en el film. El espectador intuye un quiebre que las protagonistas parecen esforzarse por ignorar. Y luego nosotras. Sin la mansión, sin las plantas de plástico, sin los vasos de whisky. Solo dos amigas desencontrandose. Alejándose cada vez más sin saberlo. Me dijo que quería dejar terapia, psicólogo, psiquiatra, todo. Y yo no sabía cómo decirle que esa es la peor idea que podría tener. Confieso que esta vez tuve miedo, pero ya no por ella, si no por mi. En la semana me escribía y me llamaba pidiendo que fuera, y una vez ahí me miraba como si quisiera hacer estallar mi cabeza con su mente. Y cada dia era mas agresiva que el anterior. Se me tensionaba el estómago ante la idea de pronunciar las palabras equivocadas. Y a su vez, en mi imaginario la idea de no atender a sus llamados se continuaba con una serie de escenarios angustiantes, que nada tenían de imposibles. Ojalá me hubiesen dicho hace años que no era normal temerle a tus amigos. Entonces yo intentaba despertar algo de motivación en ella. Le preguntaba sobre sus sueños. Me decía que lo único que quería en la vida era hacer algo tan, tan bien, que ganase el respeto de gente como Ysy A o Yung Beef, pasear en autos caros, comer en los mejores restaurantes con el conjunto Gucci y la cartera Louis Vuitton. 

―¿No hay algo un poco más cercano que desees? 

―No.

Uno de esos días, lloré enfrente de mi psiquiatra por un amor fallido, y me aumentó las dosis. Querer no es productivo. Con treinta y seis miligramos de las pequeñas capsulitas blancas y doscientos miligramos de las verdes, tuve más energía. Al menos los primeros días. Y, luego, lo mismo con tres cafés al día esperando algo que me hiciera revivir. Aun así, no lograba salir de la cama antes de la una de la tarde. Me angustiaban todas las cosas que quería hacer y que no podía. Miraba sin mirar la pantalla de mi computadora mientras mi psiquiatra hablaba. Solo podía pensar en la escena esa escena ridícula en la que Anne, deprimida y drogada, se mete al mar en un día soleado, las olas la golpean y magicamente se cura. Extrañaba los días de arena caliente en mis pies, de mar salado en mi cara, del viento que corta la piel, allá cuando los cigarrillos todavía no habían arruinado mi respiración.  Pero eso ya no existe. Esta ciudad, estas nuevas responsabilidades, todo aquello que me habían advertido de la vida adulta se traduce en una sobreestimulación constante y entonces mi cabeza se asemeja a  una computadora en las que existen varias pestañas con distintos monólogos superpuestos, interrumpiendose entre sí, el ruido me aturde y mi mente salta de una a la otra mientras las demás suenan, hablan, y cantan a lo lejos. A veces pienso que todo esto es una de estas cosas de este capitalismo tardío. Existe un solo camino en la vida, uno que solo un tipo específico de ser humano puede sobrellevar. Uno a quien no le cueste levantarse en la mañana, cepillarse los dientes, armar la cama, tomar un bondi y pasar 8 horas de más responsabilidades y estrés concentrado en la misma tarea, sin cuestionarla. Uno que pueda vivir en automático. Y claro, para eso es necesario comer bien, hacer ejercicio, hacer terapia, socializar no mucho y no muy poco, usar redes lo mínimo y necesario, sin dejar de estar al tanto de los temas de actualidad, tener algún hobby. ¿Te estás haciendo skincare todas las noches? Si no te ves bien, no te sentís bien… ¿Estás durmiendo ocho horas? ¿Comés orgánico? ¿Consumís suficientes probióticos? ¿Meditás todas las noches?, ¿Manifestás todas las mañanas?. Y es que no les creo. Los veo, los escucho, pero no les creo. Ni a ellos ni a la liviandad con la que dicen llevar sus vidas. Y todos aquellos que nos salimos, sin quererlo y con muchas frustraciones, de la norma, quedamos afuera. Y todo es demasiado, todo el tiempo. Y los sueldos son más bajos y las cosas cada vez más caras y entonces el esfuerzo es el doble, el triple, ¿y qué pasa si no quiero? ¿ si yo no pedí todo esto, si nunca quise todo esto, si no me da la cabeza para todo esto, si no pedí nacer, si el ruido de mi cabeza me apabulla y no puedo ver aquello que tengo enfrente, si algo triste y banal me hace estallar en lágrimas en el trabajo? ¿Qué pasa si tengo la mala suerte de haberme dado cuenta que todo esto es un circo ridículo y sin sentido?

Unas semanas después de aquella última visita a Camila, la llamé por teléfono. Tenía que viajar a Bariloche porque había gananado un premio en un concurso de crónicas. Ese mismo fin de semana también debía rendir un parcial, viajar, volver y rendir otro. El estrés no me dejaba dormir. Después de una intensa sesión con mi psicóloga, entendí que la situación me superaba. Que soy una chica de veintiún años y no una profesional de salud mental, por más que Camila me viese distinto. Ella se aferraba a mí en el momento en el que yo me ahogaba pensando en todo lo que tenía que hacer. Con suerte, lograba dormir tres horas cada noche, sentía que mis días no terminaban, y lo peor de todo: todavía no sabía decir que no. Mis amigos me bombardeaban el teléfono con sus problemas y yo tomaba todo como mi responsabilidad. Fui criada para la complacencia. Y ella se empastillaba porque no soportaba la soledad siquiera un día. Por fin la llamé y le pedí que no, por favor, por favor ahora no, ahora no puedo esto, le dije que necesitaba que me soltara un segundo, un fin de semana. 

―¡Si vos no podes imagínate yo!― respondió. 

Hablamos por teléfono durante tres horas. Me repetía las mismas palabras y entonces me di cuenta que ella había perdido noción del tiempo. En la misma conversación decía algo y luego negaba haberlo dicho. Me asusté, lloré toda la llamada. Cerca del final, llorábamos juntas. Intentaba explicarle que sus amigos la amaban y hacían todo lo posible por estar, pero que tenían trabajos, carreras, sus propios problemas y las responsabilidades de la vida adulta. Ella repetía lo mismo una y otra vez: 

―Lo único que quiero es tener a mis amigos cerca.

Le dije que necesitaba que no hablásemos más. Por un tiempo. Me rendí. Ella me decía que si yo estaba presente las cosas mejorarían pero en la realidad eso nunca hizo alguna diferencia. Me di cuenta demasiado tarde. Muy tarde. En la llamada le expliqué lo que antes me había dicho mi psicóloga, que me tenía que correr. Que en el estado en qué está correspondía la intervención de un profesional, no la de una chica de mi edad. Y como acto final, el siguiente fin de semana, Camila se encerró en su departamento y nos dijo a los tres ―Julián, Lola y a mí― que fuésemos o no aguantaría la soledad y se haría daño. Pero esta vez hicimos lo que debíamos y al rato tenía una ambulancia en la puerta, y a su mamá en un avión con el objetivo de llevársela al sur hasta que mejore. Me avergüenza admitirlo, pero esa noche sentí un gran peso levantarse de mi espalda. No se trata sólo de decir que no. También hay que sostenerlo, me repetía a mi misma. Y no sé qué habrá sido de ella, pero en mi dramatismo de película me la imagino caminando por un callejón vacío en la noche como Neely al final de la película, gritando “soy Neely!! Neely O’Hara!!!” y pidiendo por sus amigos perdidos, aunque probablemente haya estado en la casa de su vieja siendo cuidada y contenida. 

Paralelo al fin de la amistad entre Anne y Neely, el arco secundario de Jennifer se desarrolla de la siguiente manera: producto de la separación con su esposo, ella se dedica a actuar en films independientes, usando su sensualidad para sobrevivir económicamente, pagar deudas y, por qué no, para sentirse amada. El único rastro de Neely en su vida es la posesión de barbitúricos que esta le influenció a consumir. La falta que hace el amor en su vida es evidente. Le encuentran un tumor en uno de sus pechos, y entonces tiene la excusa perfecta para dar fin a su soledad. Y pasa que en este plano distorsionado que es la realidad, la vida de Julián tras su separación consistía en tres cosas: las drogas, hacer algo de arte, y los cuerpos ajenos. Cuerpos que pertenecían a cada una de mis amigas. Creaba tensiones en nuestros círculos donde antes no las había. Camila fue un claro ejemplo, y el más extremo. La endogamia forzada y la falta de responsabilidad afectiva que Julián tenía para con ella acrecentaron su inestabilidad. Pero aún así, siguió buscando afecto en cada amiga mía que conocía. Buscaba tener a alguien en su casa los siete días de la semana, y cuando no, se dopaba para evitar el silencio. Lo ví hacerlas llorar. Hacer oídos sordos a sus sentimientos y necesidades. Y le pedí que llegue hasta ahí, que me haga el favor de no meterse con ninguna más, que estaba alterando esos espacios que alguna vez habían sido muy lindos. No lo respetó. Forzó un beso en una amiga, quien lo rechazó. Porque al final del día, Julián es Julián, no Jennifer. Es un hombre. Y como tal, podrá tener toda la empatía que su experiencia personal permita. Pero no la suficiente como para poner a un lado su propio deseo. 

Unos días después de haber cortado el vínculo con Camila, hablé con Julián. Le dije que no me gustaba como había tratado a mis amigas. Que le había pedido un favor, que no solo no cumplió, si no que lo hizo de la peor manera. Me gritó. Lloré. Esa tarde en su departamento me di cuenta de que no podía seguir teniéndolo en mi vida. Y que si quería paz, necesitaba cortar con todo aquello que me hacía mal.  Con pocos días de diferencia, cerré dos vínculos que me pesaban. Y con ellos, las tendencias autodestructivas, las sustancias y los excesos, las montañas rusas emocionales, la culpa, los miedos. Me siento mal por ambas. Pero si hubiese seguido con la vida intensa, oscura, tal vez hubiese sido yo la que terminase vomitando alplax. Fue mucho. Mucho estrés. Y necesitaba que mi vida fuese más estable. Fue divertido mientras duró, y tal vez necesario. 

La película termina con una Anne que, luego de vivir el caos de dos amistades que finalmente pierde, madura y elige enfocarse en sí misma. Todo este mensaje sobre cómo a veces los momentos oscuros a los que lleva la irresponsabilidad juvenil sirven para aprender, sintetizado en una escena absurda en la que camina entre la nieve sonriendo y golpeando cosas con un palito. Y por estas cosas me gusta esta película, tan tonta, melodramática y camp como la vida misma. 

 Susan Sontag, una intelectual que, entre otras cosas, estudió el vínculo entre la estética en las artes y la sociedad, divide el Camp en dos: Camp Naive y Camp puro. La diferencia es que el segundo se reconoce a sí mismo como tal, como una sátira. En cambio, el primero es un intento de seriedad que falla estrepitosamente. Según la autora, es en ese intento fallido en el que se expone el artificio de las convicciones sociales ocultas. Es en el Camp naive en el que la audiencia puede mirar directamente al subconsciente oscuro de la cultura. Fue para el final de ese año, y de nuestras vivencias, que la sátira intencional de nuestras vidas, eso que habíamos elegido cubrir de brillantina, risas y cherry cola, se fue volviendo una obra seria, un drama de lágrimas en la que cada cosa fue llevada al extremo. 

Asimismo, y a pesar de todo, jamás voy a apoyar la postura de aquellos que desde el privilegio se dan el lujo de demonizar la medicación psiquiátrica, necesaria en mi vida si deseo levantarme de la cama. Y no voy a mentir y decir que mi vida está resuelta. Que me levanto todos los días a las ocho de la mañana con una sonrisa en la cara. Que soy abstemia, y que cumplo con todas y cada una de mis compromisos en tiempo y forma. Que jamás pierdo el norte. Tengo veintidós años y ningún interés en ser perfecta. Pero se que estoy en un lugar mejor que en esos tiempos en los que amé sin límites el vértigo de los mundos abyectos. Pero los que queremos tener historias que contar cargamos con la obligación de balancearnos en la fina línea que separa la responsabilidad del goce, y finalmente saber cuando correrse. Principio indispensable de todo amor propio. Y de aquellos momentos de estrés me quedó un lindo hábito; Las noches en que me siento sobrestimulada, subo a la terraza. Me gusta mi casa, es grande, techos altos. Una de esas casas viejas de Monserrat comida por las plantas y el tiempo. En la terraza, el tiempo no existe. A oscuras, fumo en silencio.  Y escucho. Un colectivo. Un bocinazo. En alguna vereda de por acá cerca una mujer y un hombre discuten. Ahora vuelve el silencio. El de las tres de la mañana, el que tanto me gusta.  

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