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Peter Jenner: «No puedes luchar contra el progreso»

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Diálogo exclusivo con Peter Jenner, una de las glorias vivas de la música del siglo pasado que, en la actualidad, se convirtió en referente indiscutible de la filosofía del copyleft.

Peter Jenner todavía es joven. Acaba de graduarse en Económicas en Cambridge y dicta clases en la prestigiosa London School of Economics. Nadie duda de sus capacidades, ni del futuro impresionante que al muchacho le espera en la Bolsa de Londres.

Pero no.

Hay algo muy poderoso rugiendo allá afuera: la locura del Soho londinense, un lugar repleto de pubs y de bares abiertos toda la noche. Y de música. Un mundo completamente nuevo para el veinteañero Peter, en el que las palabras acción y valores significan otra cosa. Pero eso no es todo: corren los años sesenta, y a la vuelta de la esquina, en un lugar conocido como Marquee Club, toca un muchacho llamado Syd Barret.

Entre cigarrillos y tragos de cerveza, Peter Jenner queda prendado para siempre del errático y magnético líder de lo que, algunos años después, serían los Pink Floyd. Adiós Dow Jones. Nunca más Top Down, Botton Up. El pichón de tiburón financiero se desajusta el nudo de la corbata, se quita el traje para siempre. Acaba de encontrar su lugar en el mundo.

Por entonces, los embrionarios Pink Floyd coquetean con el Rythm and Blues. Jenner no tarda en convertirse en el manager de la banda, a la que maneja durante sus primeros años. Contribuye, y mucho, a la hora de crear y afianzar la leyenda de uno de los grupos más singulares y extraordinarios de todos los tiempos. Más tarde también pasarían por sus manos bandas y artistas como The Clash, T-Rex, Ian Dury o Billy Bragg, galardones más que suficientes para asegurarle una vitrina en el museo de la historia del rock.

Pero, otra vez, no. Jenner se resiste a vivir de viejas glorias, entregado a sacar lustres a trofeos polvorientos. Ahora tiene sesenta y ocho años, preside el International Music Manager’s Forum y es miembro de la Featured Artist Coalition, además de mantener una estrecha colaboración con el famoso festival de músicas del mundo, WOMEX, en el que lleva participando diez años. Pero sobre todo es una de las voces más autorizadas del mundo a la hora de abordar el delicado tema de los derechos de autor en internet.

Con nosotros, Peter Jenner, un caballero inglés que intenta plantear soluciones a los nuevos retos de una industria que, en sus palabras, ha perdido el alma.

—Usted es un superviviente en una industria que está en crisis. ¿Cómo ve la situación en estos momentos?

—No hay una crisis en la música ni en los amantes de la música, solo en el negocio de la música grabada. De las empresas que gestionaban las diligencias con las que se transportaban las cosas en el Wild West, solo una sobrevivió con la llegada del tren. Y esa fue Wells Fargo, porque supo adaptarse a un nuevo ambiente. Transportaba oro, así que se convirtió en un banco. La tecnología digital es increíblemente rupturista para el negocio tradicional de la música. Estas compañías discográficas que llevan veinte años gestionando el mismo entramado de veinte mil trabajadores terminan por actuar a la defensiva. Tienen miedo a que les pase lo mismo que le pasó, por ejemplo, a la industria de las máquinas de escribir.

—Pero incluso en los lugares donde el agua es de alta calidad se sigue vendiendo agua mineral embotellada. ¿Qué es lo que falla entonces?

—Lo más cercano a saber adaptarse ha sido iTunes: tiene imagen suficiente para conectar con la gente joven y así consigue hacerles llegar de un modo u otro canciones, que es de lo que se trata. Aunque el precio de ese producto a su vez plantea otros problemas. Son muchos los retos a los que se enfrenta esta industria y yo, a pesar de ser manager, entiendo las necesidades de los artistas y he de decir que ellos han encontrado un modo de hacer llegar sus creaciones al público con estrategias de negocio que funcionan (aunque también es cierto que los servicios digitales que proveen su trabajo nunca antes habían lidiado con el arte y no lo tratan con la empatía suficiente). Por tanto es un problema para ellos y también para el resto de la industria, que tiene que reconstruirse.

Y por si fuera poco, lidiar con los diferentes entornos legales de cada país con respecto a los derechos de autor. ¡Es de locos!

—Lo cierto es que el consumidor de música tampoco es el que era…

—Cuando era joven tenía toneladas de discos, pero tener cien discos en casa ya era una locura. Ahora ves a niños con miles de canciones metidas en un iPod, que además consiguen gratis… Simplemente ha cambiado el modo en que la gente se relaciona con la música grabada, y lo ha hecho de un modo drástico. Además, algunos usan la música para amenizar la espera de un ascensor y para otros significa su vida entera. Tenemos que adaptarnos también a todo ese distinto rango de necesidades. Se acabó lanzar el mismo producto una y otra vez. Hay que tomarse la molestia de ofrecer propuestas distintas, a personas distintas que están a un nivel distinto. Así estarán felices de pagar por ello, como siguen pagando por los conciertos.

—Si nos referimos a despertar interés, sigue habiendo algunas —pocas— estrellas de masas en la música.

—Chopin, Linz, se convirtieron en estrellas de la música cuando llegó el telégrafo. Luego llegó la radio, y luego la televisión, que hizo a los artistas internacionales. Con internet se podrían hacer cosas increíbles. Que un artista como Lady Gaga venda doce millones de discos en un entorno como el de internet, donde un video exitoso de Youtube consigue cientos de millones de visitas, no es mucho, aunque el marketing diga lo contrario. Ahora mismo la gente que compra música está en realidad comprando artefactos. ¿Cuándo la música se convirtió en un artefacto? Están muy bien esas reediciones de lujo con libro incorporado, imágenes inéditas, etcétera. Si hay tiempo, esfuerzo y talento detrás de esto, la gente pagará por ello y todo el mundo estará contento, pero eso no ocurre de cualquier manera ni en todos los casos.

—¿Cómo hacía usted negocio con la música, entonces?

—Nunca fui bueno haciendo dinero, me sentía más inclinado a buscar la diversión o la autorrealización a la hora de hacer las cosas. Sabía reconocer dónde se encontraba el dinero, pero no tenía ese instinto animal para correr hacia los billetes apartando a todos los demás de mi camino. Aunque sabía cómo hacerlo, en cuanto a que entendía las reglas del juego, no estaba hecho para pelearme por una libra de más o de menos cuando cerraba acuerdos. No era capaz de pasarme mucho tiempo peleando por cerrar un trato por trece libras en vez de doce, cuando en realidad para hacer dinero no debería parar hasta conseguir las quince libras. Lo cierto es que así es como debía hacerse, pero no podía evitar que me preocuparan otras cosas. Cuando nos encerrábamos en un estudio con Pink Floyd, los mejores ingenieros de sonido y las mejores máquinas… eso no puede hacerlo cualquiera con un ordenador Mac. Con acuarelas no se puede hacer la Capilla Sixtina.

—Se plantea el eterno dilema de la cantidad o la calidad.

—La idea es hacer todo lo más rápido y lo más simple posible, sin descuidar la calidad de las cosas; eso siempre lo he tenido muy claro. En este caso sería aproximarse a las compañías telefónicas que están enriqueciéndose con el tránsito de contenidos y llegar a un acuerdo para que compartieran parte de esos beneficios con los creadores, que a su vez les pondrían las cosas más fáciles. La Motown solo tiene un cinco por ciento de su catálogo disponible en servicios legales. El usuario que quiera descargar su música no tiene elección, tiene que hacerlo de un modo ilegal. Y eso ocurre con uno de los sellos más exitosos de la historia…

—Aún existe la posibilidad de comprar el disco o el vinilo.

—En mi juventud, en los sesenta, comprabas un disco, lo escuchabas varias veces, invitabas a tus amigos a casa a que descubrieran tu nueva joya, intercambiabas… Era como un ritual. Pero ahora todo lo tienes a un clic y pasas de una cosa a otra en apenas segundos. Es una relación más casual la que se tiene ahora, aunque la música siga siendo importante. No está tan relacionado con la pasión coleccionista ni el oyente se involucra tanto. Un disco es en estos días solo un elemento más para definir la identidad en plena fiebre de las redes sociales. La gente siente la necesidad de mostrar continuamente su personalidad deseada a través de los periódicos que lee o las revistas o las canciones que escucha… Es como si compráramos pantalones, ¿qué tipo de pantalón eres? Y así envías un mensaje a la gente.

Del mismo modo pasaba con los ejecutivos financieros. No recuerdo haberme sentido jamás identificado con ellos. Todos estaban deseosos de llevar traje para demostrar que eran respetables, que eran tipos duros de los de toda la vida…

—¿Fue ese inconformismo el que le llevó entonces a convertirse en mánager de rock?

—Fue un accidente. Siempre fui un fanático de la música, de los discos. En mi formación en la London School of Economics descubrí cómo la gente se relaciona con el dinero, lo que por lo general no tiene que ver con el dinero en sí. Era muy ingenuo pensar lo contrario, había algo más. Siempre he estado interesado en investigar los espacios intermedios. Especialmente en los años sesenta, porque los acontecimientos de esa época hacían que te centraras en otras cosas que iban más allá del dinero, como la seguridad, el estado social, la búsqueda de oportunidades… Entonces creía —y sigo creyendo— que la política, la sociología, la psicología influyen en las decisiones económicas, y estaba intrigado por el funcionamiento real de la economía.

—Entonces fue una sana curiosidad lo que le desvió del camino…

—Mi carrera estaba centrada en no salirse de ciertos patrones establecidos y yo quería saber cómo funcionaban realmente las reglas del mercado. Y en eso me ayudaron mucho los (Pink) Floyd. Yo pensaba que tenía que haber explicaciones mucho más sofisticadas a las que mostraban mis libros de texto. Estaba intrigado y en esos momentos quise convertirme en un «observante participativo». A mi aburrimiento en la vida académica y laboral se unió mi pasión por la música: quería saber los trucos del mago, y para eso tienes que convertirte en uno de ellos. No quise acotarme a un área específica de la industria musical. Por eso me involucraba por un año con discográficas y luego pasaba al lado de los periodistas y más tarde estaba otro tiempo con artistas o pertenecía al gremio de los representantes… Así lidiaba con todo el mundo, incluso con el propio público, que es algo que le falta hacer a las cabezas pensantes del negocio.

—Tomó decisiones arriesgadas, como permanecer del lado de Syd Barret cuando Pink Floyd ya le había buscado un sustituto… ¿Qué paso en ese encuentro con la banda?

—No creo haber tomado decisiones arriesgadas… En el momento eran las más obvias y razonables. Ante la complicada situación de Syd, los miembros del grupo restantes se sentaron y me dijeron: «No crees que seamos capaces de hacerlo sin él». Yo contesté: «Es verdad, no creo que podamos hacerlo sin él». Así que entre todos convenimos que era mejor separarnos en dos. Siempre pensé que Syd iba a mejorar. Tenía completa fe en ello.

—No parece que haya arrepentimiento en sus palabras…

—Admiro lo que han logrado los Pink Floyd desde entonces, pero me atrevo a afirmar sin miedo a caer en el cliché que lo que han hecho es construir un sonido de un modo muy solvente, mientras que lo que hacían con Syd era expresar… Roger (Waters) era un arquitecto, empeñado en construir cosas, pero Syd era un artista, empeñado en expresarlas. Las drogas liberaron sus demonios, algo que fue muy bueno para su inspiración pero nocivo para todo lo demás.

Escuchar «Scream thy last scream» o «Jugband blues» es como asistir al proceso de locura de una persona, como lo haría el mejor libro o la mejor obra pictórica…

Cuando regresamos al estudio para grabar en solitario fue una experiencia muy frustrante y triste. Había destellos de genialidad en una melodía, la parte de una letra… pero no era capaz de retenerlos, se le escapaban irremisiblemente.

—Además de perder al amigo estaba perdiendo su apuesta personal.

—Era doloroso. Sigo sin poder escuchar esos discos. Además, como te he dicho, nunca he sido un gran hombre de negocios. Necesito creer que el artista que está a mi lado está haciendo algo único. Comprometerme con él. No me interesa repetir o reinventar fórmulas para conseguir un éxito individual detrás de otro. Prefiero idear formas para resolver problemas más estructurales, como ahora mismo el de la transición digital.

Por ejemplo, una lámpara cuyo coste de fabricación es menos de una libra, se vende por más de cincuenta libras simplemente por su patente… Eso es lo que hace dinero y sobre ese concepto hay que trabajar también en la música.

—Los Clash intentaban vender siempre sus álbumes al mismo precio, fueran dobles o triples…

—London Calling (1979) fue un gran álbum con dieciséis cortes, así que añadimos alguna canción más y lo hicimos un álbum doble. Funcionó. El siguiente paso fue editar un disco triple —Sandinista (1980)—. No porque hubiesen creado buenas canciones suficientes como para ello, solo querían hacer algo aún más grande. Les comenté que si seleccionaban las mejores doce canciones sería un álbum maravilloso y no sería tan caro para el público, pero eran autoindulgentes… Querían solo jugar a ser rockstars. Lo que ocurrió al final es que no podían escapar de su contrato con Sony-Columbia porque sus decisiones les habían llevado a perder mucho dinero. Querían tener la mejor iluminación en sus espectáculos en directo sin subir el precio de la entrada. No era rentable. A nadie le importaría pagar un libra extra por un buen show…

Al final, en contra de mi consejo, hicieron todo lo que la compañía de discos les pidió con tal de llevar a cabo sus disparatadas ideas, y considero que ese fue el principio del fin para ellos. Sufrieron demasiada presión, se les fue la mano con las drogas y sobre todo se traicionaron a sí mismos, actuando por ejemplo en estadios, algo que tantas veces me habían jurado que jamás querrían hacer. Todo por culpa del ego…

—A todo ello hay que sumarle la libertad que tiene el oyente actual, que no tiene por qué ser fiel a una banda y puede descargar sus canciones cuando le venga en gana. ¿Dónde está la solución ante eso?

—Mi número de la suerte en estos momentos es el sesenta. Voy a poner un ejemplo hipotético y sencillo. Hay sesenta millones de habitantes en Reino Unido, por tanto hay más o menos sesenta millones de contratos relacionados con distribuidores digitales y con todos ellos pueden descargar música (ya sea ADSL, teléfono móvil, iPads, etcétera). Si se incrementara una sola libra a cada uno de esos contratos en concepto de copyright para artistas, nadie notaría la diferencia y supondría sesenta millones de libras al mes, o lo que es lo mismo, setecientos veinte millones de libras al año generadas para la industria musical. ¡Es una cifra que no genera ahora mismo la venta de discos en el Reino Unido! Tendrían que cerrarse unos flecos, pero de esa forma no importaría en absoluto que las ventas de discos físicos descendiera.

—Hay países donde las empresas telefónicas se niegan a esa medida.

—Una de esas dos industrias está destruyendo a la otra y despreciando un trabajo legítimo, el de los músicos. Si, por ejemplo, un veinte por ciento de los contenidos que estás ofreciendo es música, esa fracción de la valía de tu servicio y de tus beneficios debe ir destinado a esa industria. Las autoridades también están despreciando el trabajo intelectual si no obligan a que medidas como esta se apliquen.

—¿Y qué parte de culpa tienen las discográficas en esta situación?

—El error de las discográficas es que al principio no quisieron entablar un diálogo, intentaron directamente cargarse el nuevo sistema de distribución porque afectaba al suyo. No les interesaba que otro se inmiscuyera en su negocio. De nuevo fueron muy inflexibles, litigaron contra Napster e intentaron sin éxito parar un proceso inevitable… Pero no puedes luchar contra el progreso, contra la llegada del tren. No lucharon contra la distribución ilegal, lucharon contra el avance tecnológico. Tengo una fe inmensa en lo racional y sé que al final se van a dar cuenta de que se comportan de un modo poco inteligente. También tienen que asumir de una vez que ahora tendrán que cobrar dos donde antes cobraban diez, lo cual no es descabellado teniendo en cuenta que los costes de copia y distribución se han reducido al mínimo. Además, como decíamos antes, ahora deben trabajar para un mercado que está muy fragmentado, su fórmula única ya no es válida. También hay que entender que su estatismo se debe a que, en cierto modo, desean proteger los puestos de trabajo de millones de personas, gente que ahora participa de una cadena de distribución que se ha quedado obsoleta.

—Al final parece que el consumidor es la víctima.

—Jamás pensé que la gente fuera a pagar un extra por ver el fútbol televisado de pago, pero lo hizo, al igual que pagarán un poco más por verlo en HD, en 3D o como sea… y los estadios siguen llenándose. Sorprendentemente, la gente no se cansa nunca del fútbol, por lo que tampoco lo hará de la música. Solo hay que encontrar la forma de que quieran pagar por ella de nuevo. La música se relaciona con la gente muchas veces como lo hacen las religiones.

—Hace un rato se vanagloriaba de no haber tomado la decisión obvia en muchos momentos de su vida, pero ahora exige raciocinio a discográficas, gobiernos y compañías de comunicación…

—Ambas son necesarias. Hay que intentar hacer las cosas porque se cree en ellas en la medida de lo posible. Cuando digo que tengo fe, me refiero a que se van a dar cuenta, de un modo genuino, de lo que se necesita para llegar a un punto común. Además, personalmente, me gusta tener cierto optimismo… A veces las fantasías se cumplen. Una vez soñé que los Pink Floyd iban a llegar a ser una de las bandas más grandes después de The Beatles, y así fue.

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