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¿Por qué hay tantos imbéciles en el mundo?

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Pino Aprile
Pino Aprile se hace la misma pregunta que nos hacemos todos, pero él se toma el trabajo de intentar encontrar la respuesta. Y, para eso, parte desde la teoría de la evolución de Darwin.

Cuando era joven no conseguía dejar de hacerme esa pregunta. La tolerancia natural que existe hacia la estupidez me tenía perplejo. «¿Pero es que los demás no se dan cuenta de que casi todas las cosas que hacemos no tienen sentido alguno?», me decía. Y si se dan cuenta, ¿cómo es posible que los tenga sin cuidado?

Fue entonces cuando descubrí la obra de Charles Darwin, cuya lectura me deslumbró. En la escuela me habían inculcado un concepto triunfalista del ser humano y de sus «magníficos avances y conquistas». Darwin me enseñó a poner esto en duda. De sus escritos, más que El origen de las especies, me impresionó El origen del hombre, quizá la menos conocida de sus obras maestras. Al leerla sentí como si se me hubiera revelado un secreto.

El ser humano es un animal, muy similar a los simios antropomorfos. Un larguísimo proceso evolutivo, regido por las mismas leyes que siguen marcando el camino de todas las especies (incluidas las plantas), nos ha convertido en lo que somos. Lo que nos distingue de los demás animales, incluso de aquellos más cercanos a nosotros, es la cantidad y la calidad de nuestra inteligencia. Ningún ser vivo cuenta con una inteligencia comparable en nuestro planeta.

Me fascinaba la idea de que el mismo mecanismo que nos había dado esa capacidad se la hubiera negado a otros. ¿Por qué solo a nosotros? (¿Y por qué, me pregunté inmediatamente después, una cualidad tan hermosa se utiliza tan poco?).

La ley de la evolución es igual para todos: sobreviven quienes se adaptan mejor al medio. Las características que no desaparecen son aquellas que permiten a la especie (sea esta la que sea) adaptarse ventajosamente al entorno. La selección natural no sigue un plan establecido: actúa al azar. Tras una serie de intentos logrados, se impone finalmente la característica que garantiza la supervivencia de la especie. En nuestro caso, esa característica fue la inteligencia.

Darwin estudió al hombre a la luz de sus propias teorías. El resultado, ya desde sus inicios, fue resumido —por otros— en una afirmación banal: «Descendemos del mono». Al enterarse, la recatada mujer del obispo anglicano de Worcester exclamó: «¡Oh, cielos! Esperemos que no se sepa por ahí…».

Pero el razonamiento de Darwin era mucho más complejo. En el fondo, la idea de descender de los simios no es tan terrible: ya no lo somos, y este dato es importante. Muchas familias tienen antepasados igual de impresentables y mucho más cercanos cronológicamente. Del pensamiento de Darwin me pareció que podía extraerse algo más: una explicación plausible de la inteligencia humana, de acuerdo con principios estrictamente naturales. Es un golpe bajo para el hombre, que se considera el centro del universo: su inteligencia no tiene más valor, en el teatro de la vida, que la velocidad, la fuerza física o la envergadura de las alas que poseen otros animales. Y como si fuera un juego, aunque no solo, empecé a preguntarme: si hubo especies acuáticas que se volvieron terrestres, comenzaron a reptar por el suelo y ahora vuelan, ¿qué nos garantiza que no puedan producirse futuras adaptaciones que modifiquen la cualidad y la cantidad de nuestras características, incluidas las intelectuales? Somos la única especie pensante del planeta, de acuerdo, pero, ¿quién nos asegura que vayamos a seguir teniendo la exclusiva?

Me di cuenta de que incluso la teoría de la evolución humana podía alimentar nuestro orgullo de animales inteligentes, la necesidad de sentirnos especiales, la vanidad de la especie.

Antes, la investigación científica sobre nuestros orígenes se centraba exclusivamente en el estudio de los restos fósiles de los primeros homínidos y de sus utensilios. Los resultados de tales investigaciones, debidamente interpretados, permitían construir esas tablas de la evolución humana que aparecían en los manuales de ciencias: una serie de bípedos colocados ordenadamente en fila, según el (hipotético) orden cronológico de su aparición. El primero, empezando por la izquierda, es prácticamente un mono: rechoncho, peludo, encorvado, con brazos y piernas desproporcionados con respecto al cuerpo, y la mirada obtusa. Según se avanza hacia la derecha y hacia el futuro, los rasgos bestiales se van atenuando hasta llegar a la sublimación del último de la serie, el Homo sapiens sapiens, ya casi igual que nosotros: alto, guapo, erguido, con el mentón alzado y la mirada dirigida con confianza hacia el porvenir (alguien ha debido adelantarle que va a convertirse en Leonardo da Vinci).

Por supuesto, se nos advertía que aquella reconstrucción era solo hipotética y que alguno de esos homínidos podía haber ocupado el puesto inmediatamente anterior o posterior en la fila, aunque conservando siempre su mismo aspecto de chimpancé. Y luego estaba el eslabón perdido: nuestro antepasado más cercano, ya casi como nosotros, pero todavía bastante feúcho y con la misma pinta de bruto que sus predecesores.

Aun así, seguía en pie la idea esencial que animaba la reconstrucción: no importa lo brutos que hubieran sido sus antecesores, el ser humano era un prodigio, la gloriosa culminación de un proceso iniciado hace millones de años. Y aquello era como decir: de un modo u otro somos especiales, únicos. A partir de Darwin dejamos de ser el centro de la creación, la obra más importante de Dios, el ser más noble, el único en parecerse a Él, pero seguíamos siendo la obra maestra de la evolución. Y sobre esta idea se pudo levantar la teoría de que el hombre es el centro de la naturaleza, la razón que justifica la existencia de todo el universo.

Me sentía incapaz de valorar las disputas científicas y teológicas que se originaron a partir de la intuición de Darwin. Ni siquiera estaba seguro de que el bueno del tío Charles hubiese compartido algunas de las ideas desarrolladas —por otros— a partir de sus teorías. Pero intuía, confusamente, que en todo el asunto había algo muy importante que estaba aún sin descifrar. Sin embargo, por más vueltas que le daba, no conseguía ir más allá de esa inquietante sensación.

Con el tiempo, terminé haciéndome periodista. Después de dedicarle muchos años a un diario, empecé a trabajar en una revista semanal, justo en uno de los momentos de mayor incertidumbre moral y política de la reciente historia de Italia. Se buscaban afanosamente respuestas, transfusiones de sabiduría. A falta de un «santón iluminado» que aclarase todas las dudas, se le hacían largas entrevistas a personajes famosos por su cultura y su autoridad moral, de las que surgían unos retratos comentados, juiciosos, llenos de anécdotas y de opiniones sobre los temas más variados. Este trabajo me dio la oportunidad de conocer a diversos protagonistas de la historia de nuestro siglo. Algunos me acogieron en sus casas, me presentaron a sus familias; en ocasiones me senté a la mesa con ellos, pude, con su permiso (y alguna vez, lo confieso, sin él), curiosear en sus despachos y bibliotecas. Quizá debería haberme preguntado: ¿qué derecho tengo a irrumpir en las vidas ajenas, a sonsacar opiniones, confesiones, a robar sentimientos? Pero lo cierto es que nunca me sentí un intruso. Llegué a considerar que preguntar era un derecho, el mío, y contestar un deber, el de los entrevistados. ¿Y eso por qué? Pues porque somos animales sociales y es bueno compartir ideas, favorecer la circulación de preguntas y respuestas. Durante mucho tiempo creí que «la respuesta absoluta» existe, pero que está fragmentada y repartida entre todos los hombres; cada uno tiene un granito de ella, pero no lo sabe. Si alguien consiguiera, como el que hace un rompecabezas…

Un día, tras una conversación con el director de la revista para la que aún hoy sigo trabajando, decidimos hacer un reportaje sobre Konrad Lorenz: era un personaje muy importante, galardonado con el Premio Nobel por su contribución al nacimiento de una nueva ciencia, la etología, que estudia el comportamiento de los animales; pero, sobre todo, era conocido en el mundo entero por la forma, tan paternal, en que sabía exponer las observaciones científicas, como si fueran cuentos protagonizados por animales. Uno de sus libros, El anillo del rey Salomón, le había dado justa fama.

Tras mi adoración juvenil por Darwin, me había dedicado a investigar por mi cuenta —a saltos, por puro hobby y sin el más mínimo tesón— acerca de la «tríada esencial»: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. No llegué a descubrir nada fundamental, pero me había quedado todavía más sorprendido que antes ante la naturalidad con la que el ser más inteligente del planeta tiende a actuar de un modo absolutamente irracional.

Lo poco que había leído de Lorenz me había gustado. Para preparar la entrevista me hice con todas sus obras y me sumergí en su lectura: al principio por obligación, después con interés, y luego con tal voracidad que me entristecí cuando comprobé que ya no me quedaba nada más por leer. Supuso una revelación, otra más, comparable a la que me había proporcionado Darwin. Me preguntaba qué resultados se obtendrían si se estudiase el comportamiento de los seres humanos según los principios y métodos de la etología. En otras palabras: si el hombre es un animal (y, dejando al lado nuestro orgullo de pertenecer a «la especie elegida», no hay motivos para pensar que sea el mejor), ¿por qué no observarlo como hacemos con los demás animales y examinar sus acciones con los mismos criterios científicos y el mismo distanciamiento que reservamos para el estudio de los lobos y las ocas?

Me di cuenta, instintivamente, de que este podía ser el camino para llegar a comprender algo mejor los motivos que nos llevan a comportarnos como estúpidos. La frecuencia con que encontraba imbéciles, o personas que no lo eran pero que sorprendentemente actuaban como si lo fueran, era ya tan elevada que era imposible atribuirlo a una coincidencia. Y, a pesar de la benevolencia con que me juzgaba a mí mismo, no podía evitar darme cuenta de que mis decisiones no siempre eran racionales, e incluso alguna vez sabía perfectamente que estaba a punto de cometer una estupidez, y aun así la hacía. ¿Qué hay detrás de esa forma de comportamiento, que nos induce a actuar de un modo estúpido, aunque tengamos conciencia de ello e incluso queramos evitarlo? Si la inteligencia es nuestra cualidad diferencial, lo que ha garantizado nuestra supervivencia y supremacía en un entorno hostil… ¿Cuál es el porqué de toda esta imbecilidad? ¿Qué es lo que la justifica o, al menos, puede hacerla necesaria?

Al principio me hacía estas preguntas solo como pasatiempo; me divertía lanzarlas en una conversación cuando quería sorprender a mi auditorio o hacerme el excéntrico. Pero el atracón de Lorenz me hizo sospechar que el asunto tenía más «miga» de lo que parecía.

Me puse en contacto con el ayudante de Lorenz y le pedí que me concertara una cita con el maestro para entrevistarlo. Me contestó que el profesor, ya muy anciano, no estaba en condiciones de recibir visitas. Quizá en otra ocasión… Esa misma tarde partí hacia Viena acompañado de un fotógrafo y a la mañana siguiente me encontraba en Altenberg, el pueblecito a orillas del Danubio en el que Lorenz había nacido y donde ahora vivía con su esposa —una antigua amiga de la infancia— en la casa que construyera su padre. El nombre del pueblo era más largo que la calle principal y el profesor vivía en la calle Lorenz (en honor a su padre, que era médico), que tenía un solo número y una única vivienda, la suya.

Lo abordé a la entrada de su domicilio, justo cuando regresaba de su laboratorio; no se atrevió a echarme. Por sus libros, me había imaginado que era un hombre maravilloso. Cuando lo conocí en persona comprobé que no me había equivocado. Era un anciano de apariencia noble que conservaba aún gran parte de su vigor juvenil, con la barba y el cabello canos como los de un filósofo griego, sonrisa bondadosa y ojos vivos, llenos de interés y curiosidad por todo. El niño Lorenz todavía no había dejado de jugar.

A pesar de la forma en que lo abordé, haciendo caso omiso de su negativa a recibir periodistas, me acogió con cordialidad, sin esbozar nada más que un breve gesto de sorpresa. Hasta me pareció que le alegraba recibir a un desconocido dispuesto a hacerle demasiadas preguntas. Lo atribuí a su exquisita educación. Luego me di cuenta de que no era solo eso: a Lorenz le daba igual que yo fuera periodista, lo que le gustaba era exponer sus ideas, ver qué efecto producían en su interlocutor (algo asombroso, si se tiene en cuenta la admiración que despertaba en el mundo entero). Y escuchaba mis palabras como si fueran observaciones de un colega suyo. Pero yo no conseguía liberarme del respeto que me inspiraba. Aquélla no era una entrevista más; me estaba ocurriendo algo mucho más importante. No era la primera vez que conocía a un gran personaje, pero nunca me había sentido así: estaba ocupando el puesto adecuado. El inferior.

Nos encontrábamos en su estudio, frente a un gran ventanal por el que se divisaba una extensa pradera rodeada de árboles. La entrevista ya había terminado; el profesor acababa de someterse, con paciencia y una cierta ironía, al ritual de las fotos. Su mujer entró en la habitación y nos invitó a tomar el té con ellos.

«Sos buena gente —nos aseguró Lorenz cuando ella salió—. Mi mujer tiene una gran capacidad para descubrir cómo son los demás, y solo invita a tomar el té con nosotros a las buenas personas».

El cumplido me tomó por sorpresa. Me di cuenta, además, de que el profesor nos miraba ahora al fotógrafo y a mí de una forma distinta, con mucha más consideración. El cambio fue tan repentino que él debió notar mi estupor porque añadió, a modo de explicación: «Me fío mucho más de la sensibilidad de mi mujer y de la de los animales que de la mía. El etólogo soy yo, pero mis perros le hacen más caso a mi mujer que a mí».

Esta confesión (sumada a la serenidad que se respiraba en la casa, al té, que estaba delicioso, y al sabor a horno casero de las galletas) propició un ambiente cálido y relajado, proclive a las confidencias. Me sentía orgulloso de que un hombre tan especial me dedicase su tiempo y me tratara como a un huésped querido y no como a un intruso. Cuando terminamos el té, me invitó a dar un paseo por el jardín que había detrás de la casa. No tenía pensado hablarle de mis ideas sobre la estupidez. No era mi intención aprovecharme de la cordialidad reinante en aquella tarde tan agradable. Y sin embargo, cuando rompí el silencio fue para preguntarle: «Profesor, ¿no cree usted que el comportamiento humano tiende muchas veces a reducir el uso de la inteligencia, en vez de a aumentarlo? ¿Y que algo así está inducido, incluso impuesto, por la sociedad, por la cultura? ¿Es posible que estemos condicionados por una especie de selección cultural (y quizá incluso natural) que nos aboca a la imbecilidad?».

Lo solté así, de golpe y sin tomar aliento. Apenas terminé de hablar, me maldije por no haberme tragado la lengua según abría la boca. Tenía esa horrible sensación que se experimenta cuando te sentís feliz por la buena impresión que estás causando y, de pronto, metés la pata y pensás: «Ya está. Ya se dieron cuenta de que soy un perfecto imbécil». Lorenz me leyó la mirada y sonrió divertido. Apoyó una de sus manos sobre mi brazo y con la otra hizo un amplio gesto en el aire, como queriendo expresar infinitud, ausencia de límites.

—No se imagina usted qué tema acaba de tocar —dijo.

No quisiera que mi memoria secundara en exceso mis deseos, pero me atrevería a jurar que en su voz vibraba un tono de gravedad.

Animado por su reacción, le conté las ideas que me rondaban la cabeza, muchas de ellas inspiradas por el propio Lorenz. Intentaba exponerlas de un modo sistemático, pero me sentía tan entusiasmado por tener un interlocutor semejante, dispuesto, además, a dedicar su tiempo a analizarlas, que es probable que no fuera todo lo ordenado que me hubiese gustado. Él me miraba como si me viera por primera vez. En sus ojos había sorpresa y curiosidad. Comprendí que había dicho, aunque de forma poco científica, algo importante. Y que él quería saber si al menos yo me daba cuenta de ello; si era consciente del contenido profundo de lo que decía, o si había encontrado por casualidad una pepita de oro cuyo valor desconocía.

Seguimos paseando y conversando unos minutos más, mientras el sol se ponía sobre el campo que se desliza hacia el Danubio. No recuerdo exactamente qué más nos dijimos. Él enumeró algunas pruebas de la estupidez humana: la locura europea de la Segunda Guerra Mundial, ciertas decisiones políticas de Reagan, el delirio de poder que impulsa la carrera armamentística y la fabricación de armas cada vez más sofisticadas e incontrolables. Pero lo más memorable de esa conversación fue el sentido, la idea principal de las palabras de Lorenz: en el hombre la selección cultural tiene mucha fuerza, ahora mismo quizá sea más determinante que la selección natural. Los comportamientos sociales, o en cualquier caso inducidos por la sociedad, condicionan las opciones de los individuos. Y no me pareció que el profesor descartara la posibilidad de que esa selección estuviera propiciando la merma de nuestras facultades intelectuales. Más bien todo lo contrario: me explicó que, de hecho, eso ya estaba ocurriendo, de un modo macroscópico, mediante un mecanismo banal e inexorable. El ingenio humano inventa vías de salida para (casi) todas las necesidades de nuestra vida. Y una vez que ha descubierto la solución al problema no necesita utilizar la inteligencia: le basta con copiar. Pero imitar no es inventar, y así es se marchitan nuestras facultades intelectuales por falta de estímulo.

En la entrevista que le había hecho a Lorenz no había sacado el tema de la imbecilidad, pero la conversación que mantuvimos al final me condicionó de tal modo que el artículo se terminó publicando con el siguiente título: «Y Dios creó al imbécil». Cuando me pidieron el texto hasta en Japón comprendí que el tema debía haber tocado más cuerdas sensibles de las que estamos dispuestos a admitir.

Muchos meses después me escribió el ayudante de Lorenz. Me decía que el profesor recordaba con interés nuestra conversación y que se la había mencionado a un amigo suyo, profesor de Filosofía en una universidad de Austria. Era una carta simpática, en la que me aconsejaba no abandonar mis intuiciones, porque los resultados podrían ser sorprendentes, y me animaba a difundir mis ideas, en mi calidad de periodista.

Me sentí halagado y contesté de inmediato, también para decirle que dudaba seriamente que mis ideas sobre la estupidez merecieran realmente ser publicadas. Ni siquiera habría sabido qué forma dar a mis pensamientos; soy periodista, no científico.

Al poco tiempo Lorenz murió; al día siguiente el mundo amaneció más pobre. Me hubiera gustado saber muchas más cosas de él, qué había hecho desde nuestro encuentro, cómo habían sido sus últimos meses, si mantuvo hasta el último instante la serenidad que caracterizó su vida. Confieso que también quería satisfacer una pequeña curiosidad: ¿había tenido ocasión de elaborar alguna teoría que pudiera ser de utilidad para mis reflexiones en torno a la imbecilidad? En el fondo, el libro que había dejado como testamento espiritual tenía un título revelador: Decadencia de lo humano. Después de darle muchas vueltas al asunto, decidí escribir a su ayudante para informarme.

Pero no tuve tiempo para hacerlo. Inesperadamente, recibí una nueva carta suya, en la que me pedía permiso para darle mi dirección al profesor de Filosofía al que Lorenz había hablado de mis ideas. Estaba interesado, me dijo, en intercambiar opiniones sobre el tema. Me sentí muy halagado por la petición; pero, por otro lado, también me intimidaba el hecho de que un filósofo austríaco, amigo de Lorenz, quisiera iniciar conmigo una correspondencia acerca de temas indirectamente propuestos por mí… Una persona más prudente y menos vanidosa que yo habría buscado una forma hábil y educada de salir del aprieto; yo, por el contrario, me dejé llevar por mi forma predilecta de estupidez, el orgullo, y contesté que estaría encantado de ofrecer al profesor amigo de Lorenz toda mi atención, a condición de que yo mereciera la suya.

Entre tanto, y para empezar con buen pie y no quedar mal más adelante, busqué los libros de mi futuro interlocutor. No eran numerosos, pero sí de una profundidad poco frecuente; estaban redactados en un estilo rígido (o así me lo parecía a mí, quizá porque sabía que era austríaco), preciso en los detalles y atento a los matices. Había escrito bastante sobre Ética Política y Filosofía del Derecho, pero también se había interesado (¿cómo no?) por la metodología de la investigación histórica y la de las ciencias naturales. Su obra maestra era, al parecer, un texto sobre la Justicia (qué consideraban justo o injusto los individuos y los Estados).

Al poco tiempo recibí una carta del filósofo, la primera de una larga serie. Nuestra correspondencia duró varios meses. Dedicaba las tardes y las noches libres a ordenar mis argumentos y ponerlos por escrito de una forma lineal y correcta, siempre en la medida de mis posibilidades. Procuraba descifrar todos los recorridos posibles del pensamiento de mi concienzudo interlocutor. Él iba directamente al corazón de sus razonamientos y su competencia le permitía exponerlos de forma clara y sintética. Yo tenía que explorar las numerosas ramas de sus ideas, lo que me conducía, en ocasiones, a vías insospechadas. Además, por mi profesión, yo estaba acostumbrado a divulgar empleando ejemplos, anécdotas, lo que me empujaba a emplear un lenguaje que, aunque a mí me resultara habitual, quizá no fuera el más adecuado para los temas que tratábamos. La prosa del profesor era completamente distinta: esencial, desnuda de ornamento, parecía incluso más rigurosa por la lengua en que estaba escrita, el alemán. El resultado era un estilo dotado de claridad a la vez que de una cierta dignidad literaria (sin duda mi traducción ha empobrecido la calidad de su prosa). También empleaba la imaginación como una herramienta, muy útil para el desarrollo del discurso. Sobre el hombre y la moral el profesor tenía convicciones profundas, fruto de años de estudio y reflexión. Por lo que creí entender, mis pobres ideas, que le habían llegado a través de Lorenz, le habían interesado precisamente porque estaban muy alejadas de las suyas.

He conservado todas las cartas; no he guardado copia de las mías, de las que solo quedan notas, apuntes, borradores. A partir de ese material he reconstruido nuestro debate sobre el ocaso de la inteligencia. En los años transcurridos desde entonces he seguido reflexionando sobre el tema y he encontrado ulteriores demostraciones, nuevos documentos, y también ejemplos mejores. Creí que era conveniente añadir todo este material al que ya tenía, porque no modifica la idea esencial y, por el contrario, hace su exposición más clara. Además, al no tener copia de mis cartas, me hubiera resultado prácticamente imposible distinguir entre lo que pensaba años atrás y las ideas que elaboré posteriormente. En cambio, reproduzco fielmente los fragmentos de las cartas del profesor. No añadí nada; únicamente omití aquellas partes que no guardaban relación con el tema pero que atestiguaban, sin embargo, cómo dos personas que entran en contacto para satisfacer una curiosidad intelectual pueden convertirse en verdaderos amigos.

La larga lucha contra la inteligencia

«He leído con atención la carta en la que expone sus sorprendentes teorías. La originalidad (¿o extravagancia?) de cuanto argumenta me impresionó desde el instante mismo en que mi querido amigo, el profesor Konrad Lorenz, me hizo mención de ello.

Sus ideas me han causado una fuerte impresión, aunque no estoy seguro de que ésta sea favorable. El germen de sus teorías y las conclusiones a las que llega me parecen, por el contrario, muy discutibles.

¿Es realmente posible que la inteligencia humana se encuentre en un proceso de extinción? ¿Y que nuestras facultades más hermosas, significativas y, lo más importante, esenciales para nuestra supervivencia, estén de verdad destinadas a desaparecer?

Estoy plenamente convencido de que esta posibilidad es un absurdo y de que jamás podrá verificarse nada semejante.

Intentaré, por lo tanto, analizar cada uno de los puntos de su tesis y, siempre que me sea posible, refutarlos.

Los homínidos de los que procede el hombre se encontraban en clara desventaja con respecto a todos los demás animales. En efecto, carecían de las cualidades físicas que habrían podido garantizarles la supervivencia, así como de mecanismos adecuados tanto de defensa como de ataque; estaban a merced de un entorno natural hostil y, por tanto, condenados a la extinción. Incluso su número era escaso.

Eran pocos y débiles: una situación sumamente incómoda. Pero sin embargo poseían un potencial que, adecuadamente cultivado, no solo les iba a permitir salir adelante sino que, además, iba a convertirse en el motor de una evolución extraordinaria. Inteligencia es el término con el que, en el lenguaje común, nos referimos al conjunto de estas facultades, el factor determinante del desarrollo de nuestra especie. En cuanto a las características físicas, nuestros antecesores no solo eran inferiores a sus adversarios sino también a sus rivales, aquellos con los que tenían que competir para conseguir comida y refugio. Esta desventaja quedó compensada con las facultades intelectuales, cuyo desarrollo constituye el capítulo principal de la evolución. Y esto resulta evidente incluso si se toma en consideración un solo parámetro, el más evidente, entre muchos, y también el más significativo: el aumento de la capacidad cerebral, del tamaño de nuestro cerebro.

El volumen del cráneo humano estuvo aumentando hasta hace treinta mil años, al principio a un ritmo constante pero bastante lento, luego de forma cada vez más acelerada. La potencia de este factor evolutivo resulta aún más notable si se tiene en cuenta que, durante ese tiempo, el aspecto físico de nuestros progenitores cambió con mucha mayor lentitud.

Disculpe si me veo obligado a remitirme, en mi premisa, a nociones bastante básicas sobre las que quizá no deba insistirle, pero estos preliminares son necesarios para introducir el asunto principal de mi argumento: mientras que la supervivencia y la evolución de otras especies animales se han basado en sus características físicas, el ser humano ha dependido de sus facultades intelectuales, que han adquirido una importancia tal como para marcar el camino del Homo sapiens sapiens, que ha continuado su desarrollo hasta convertirse en un animal aparte, único, distinto de todos los demás.

Se puede decir, por tanto, que la inteligencia era nuestro destino necesario: nos ha salvado de la extinción y nos ha convertido en lo que somos. Y todo esto se contradice con lo que usted sostiene. Pero desearía añadir algo más.

La evolución del ser humano se ha ralentizado notablemente en los últimos treinta mil años, tanto que parece haberse detenido. Desde entonces nuestras características, que en los milenios precedentes estaban en constante evolución, han permanecido prácticamente iguales. Así, el aspecto físico y el tamaño del cerebro son hoy idénticos, en los rasgos generales, a los de nuestros antecesores de hace 300 siglos.

Pero entre un hombre del Paleolítico y un contemporáneo nuestro las diferencias son tales y tan significativas que un observador lego en conocimientos de antropología difícilmente podría considerarlos ejemplares de la misma especie. Si las características físicas no han cambiado, ni tampoco la capacidad cerebral: ¿qué es entonces lo que nos separa de nuestros semejantes de hace treinta mil años?

La respuesta hay que buscarla, de nuevo, en la inteligencia. Es cierto que, desde entonces, el tamaño del cerebro ha permanecido igual, pero para medir el genio no basta con comprobar la cantidad de materia gris; aunque ésta no se haya modificado, el uso que recibe sí ha sufrido una profunda evolución. Y eso es lo que cuenta.

Nosotros somos muy distintos de nuestros antecesores paleolíticos porque aunque utilizamos las mismas facultades intelectuales, lo hacemos con una intensidad para ellos desconocida. Piense en la complejidad de la tecnología actual, en la habilidad que se precisa para usar las máquinas de hoy en día. Y si del mundo de los objetos nos desplazamos al de las ideas, considere la amplitud de los conocimientos científicos, de los temas de especulación intelectual y religiosa, de las intuiciones y valores: la distancia que nos separa de aquellos lejanos progenitores nuestros le resultará obvia. El mundo del espíritu humano ha evolucionado mucho más que nuestro aspecto físico.

No es mi intención ahora remitirme a las observaciones de los grandes pensadores, desde Aristóteles hasta Popper, que podrían apoyar lo que digo, como tampoco pretendo entrar en un juego dialéctico. Pero creo que es indiscutible que aunque nuestro cerebro no haya cambiado demasiado en cuanto a volumen, nuestras facultades intelectuales han realizado progresos realmente impresionantes. Tanto es así, que hoy día podemos incluso reproducir algunas artificialmente: las más básicas, las más esquemáticas, cierto, pero con un resultado muy significativo que marca un comienzo. La inteligencia artificial, como la calculadora, constituye una réplica de algunas de nuestras facultades cerebrales. Por absurdo que parezca, si el hombre fuera a extinguirse, algunas de sus características no desaparecerían con él. Y esto no puede decirse de ningún otro animal.

Estoy convencido, en contra de lo que usted sostiene, de que nuestras facultades mentales, lejos de reducirse, seguirán desarrollándose. No veo cuáles podrían ser los factores que invirtiesen este recorrido. El destino de nuestra especie sigue siendo la inteligencia, aunque quizá no sea posible prever hasta dónde nos conducirá ese proceso evolutivo: se mide en tiempos demasiado largos para aventurar conjeturas».

Las consideraciones del profesor no parecían fácilmente refutables. Ante su construcción lógica, mis conjeturas sobre el fin de la inteligencia humana corrían el riesgo de naufragar antes incluso de abandonar puerto, Pero en la primera carta que escribí a mi interlocutor, mi idea era poco más que un esbozo, una intuición. En el resumen que el profesor había hecho de nuestro recorrido evolutivo me parecía entrever los signos de una forma reconfortante de pensar; venimos de un oscuro pasado y avanzamos hacia un futuro que no puede sino ser cada vez más luminoso. Es una teoría que, más allá de su solidez lógica y científica, está minada por un defecto de fondo: nos gusta pensar así, porque nos infunde optimismo, nos hace concebir la esperanza de que todo cuanto no somos capaces de comprender y hacer hoy, lo haremos y comprenderemos mañana. En lo más profundo de nuestra conciencia, quizá nunca hayamos llegado a aceptar del todo la idea de que descendemos de los monos; nos resulta digerible únicamente porque ya nos separa de ellos una distancia enorme. Y prácticamente lo mismo puede decirse de aquellos paleolíticos que tenían el mismo cerebro que nosotros, pero que no eran capaces de utilizarlo con una intensidad comparable a la nuestra. La inteligencia nos ha alejado de aquellos parientes impresentables, nos ha conducido hasta donde estamos y nos llevará todavía más lejos (quizá sea así, pero los hijos de las poblaciones descubiertas no hace mucho en Nueva Guinea, que aún vivían en la Edad de Piedra, hoy son pilotos de aviones).

Estas convicciones a mi parecer no se tienen en pie, y así se lo escribí al profesor.

En nuestro planeta, la primera regla de supervivencia es: «O somos muchos aunque débiles, o pocos pero muy fuertes». Los leones son pocos en número, pero son los más fuertes de la sabana. Las frágiles gacelas mueren en las fauces de los leones, pero la especie queda a salvo porque son muy numerosas: ninguna fiera podría llegar a despedazarlas a todas. Las más lentas están condenadas, pero por muchas que mueran, la especie no se ve amenazada. La segunda regla, por tanto, es la siguiente: «Los pocos tienen la fuerza: los débiles la mayoría». Cuando los fuertes se multiplican demasiado, no encuentran comida para todos y mueren de hambre. Las especies débiles y con un número escaso de individuos no tienen futuro.

Como bien recordaba el profesor, esta era, precisamente, la situación de nuestros simiescos antecesores, que carecían de la fuerza de los leones y no eran tan numerosos como las gacelas. Entonces, del instinto de conservación surgió una vía de salida que transgredió la regla: la inteligencia, un arma que se reveló poderosísima, que ha puesto en nuestras manos el destino de todas las demás especies del planeta y que ha permitido que nos multipliquemos desde el ecuador hasta los polos.

La inteligencia nos ha salvado de la extinción y también ha sido el motor de una serie de cambios que nos han convertido en lo que somos.

Ahora, sin embargo, la situación es bien distinta de la de aquella era lejana en la que se originó nuestro camino evolutivo. Ahora la supervivencia está asegurada y, lejos de encontrarnos en peligro por la agresión o la competencia de otras especies, hemos exterminado a unas cuantas, hasta el punto de que nuestro número (excesivo) y nuestro poder constituyen de hecho una amenaza para el equilibrio de ese sistema complejo pero también delicado que es la Tierra. El científico James Lovelock, que considera nuestro planeta un único ser viviente, propone la hipótesis de que el planeta nos barrerá como a piojos antes de que nosotros lo lleguemos a destruir. Pero esto, por suerte para nosotros, iría en contra de un principio evolutivo (y físico), que se denomina «de economía», según el cual la naturaleza elige siempre el camino que encierra un coste menor. Y condenar a la extinción a toda una especie porque posee un cerebro demasiado fértil resultaría «antieconómico». No se corta una pierna porque una uña esté encarnada. El Homo solo es peligroso si es Sapiens, si no lo fuera, o lo fuera menos, el planeta podría soportar perfectamente su presencia.

El peligro que corre la especie humana ya no es que pueda extinguirse, sino que se multiplique todavía más, que aumente demasiado, que tenga un poder excesivo. «El número es una bomba», sintetizó el filósofo Raymond Aron.

Y ello significa que la inteligencia ha agotado su función: ya no es necesaria y puede dejar de ser utilizada, al igual que ocurrió en el pasado con otras características que se quedaron obsoletas: el pelo que recubría todo el cuerpo, la cola, las muelas del juicio… Esto lo demuestra la historia de nuestra especie y nuestros comportamientos sociales, culturales.

Nos sentimos tan orgullosos de nuestro talento que pensamos:

  1. que no puede sino aumentar;
  2. que va a existir siempre;
  3. que, además, el Homo sapiens sirve para perpetuar la inteligencia, que seguirá existiendo (quizá en el silicio de las computadoras o en formas de vida distintas) incluso sin nuestra presencia.

Pero todo esto es falso. Hace 50 mil años, el volumen de nuestro cerebro sufrió un fuerte corte; desde entonces el uso que hacemos de la parte que quedó no ha dejado de descender. Como a cualquier otra especie, nos

impulsa un único y exclusivo interés: salvarnos. La gacela no corre para garantizar la supervivencia de la velocidad, ni el león ataca para transmitir su fuerza. Así pues, el hombre no vive para evitar la extinción de la inteligencia; esta no es más que un medio, cómodo mientras sea útil, pero provisional, durará hasta que se encuentre otro mejor.

El genio no ha sido más que el puente inventado por la evolución para que nuestra especie alcance las condiciones que puedan asegurar su supervivencia. Misión cumplida; ahora, la inteligencia ya no sirve, al menos no en la medida en que era necesaria en el pasado.

Einstein se preguntaba cómo era posible que la humanidad hubiera inventado casi todo cuando no vagaba por el planeta más de un millar de seres humanos y que ahora, cuando se cuenta por millones, no descubra prácticamente nada. No halló la respuesta. La estupidez intimida a los grandes porque ellos intuyen sus proporciones y su peligrosidad (ilimitadas, al contrario que la inteligencia).

Dos investigadores del siglo pasado contemporáneos de Darwin (el segundo era incluso su primo), Greg y Galton, hicieron una curiosa afirmación: si se puebla una aldea con cien irlandeses estúpidos, analfabetos y borrachos, y con cien ingleses cultos, bien educados y sobrios (bueno, o casi sobrios), varias generaciones después habrá varios miles de incultos y ni un solo gentleman.

Greg y Galton habían hecho un sorprendente descubrimiento y lo expusieron con perfidia británica: en la selección y transmisión de las características prevalecen las peores; también en el caso de las cualidades hereditarias, la cizaña acaba con el trigo.

Este comportamiento nos sorprende porque nuestra valoración se ve deformada por un enfoque ético o estético; por esa misma razón, Abel merece nuestra estima más que Caín. Pese a las dificultades para aceptar ese juicio desde el punto de vista moral, el hecho es que, de los dos, es precisamente Caín quien, gracias a su agresividad, se impone en la selección natural. Greg y Galton concluyeron que, en la lucha por la supervivencia, la estirpe inferior y menos favorecida tiende a prevalecer, y no por sus buenas cualidades, que ni siquiera posee, sino gracias a sus defectos. Los dos estudiosos sintieron también curiosidad por otra observación a la que no supieron dar una explicación: los tontos son prolíficos, mientras que los inteligentes no lo son; al contrario, los genios tienden a la esterilidad. Así pues, en su población de irlandeses e ingleses serían los primeros quienes garantizarían la continuidad de la vida, y sus características hereditarias resultarían dominantes. «Lamento no ser capaz de resolver esta sencilla cuestión», escribió Galton a propósito de la esterilidad de los hombres y mujeres geniales. Y eso que la cuestión era sencilla.

Pero en los inicios de nuestro recorrido evolutivo las cosas no eran así. En la actualidad va ganando peso la sospecha de que la inteligencia puede salvar de la extinción a un número exiguo de homínidos, pero también puede destruir a todo el género humano. Sería entonces como un medicamento potente, que resulta providencial tomado en pequeñas dosis y durante un tiempo breve, pero que puede ser venenoso si se toma a diario. Por otro lado, si los inteligentes tienden a no tener hijos mientras que los tontos son particularmente prolíficos, la inteligencia está condenada, no tiene futuro. Entre los primates (nosotros, y los simios a los que nos parecemos), el hombre es el que posee el cerebro y los atributos sexuales (el pene y las mamas) de mayor tamaño.

La observación parece respaldar la sospecha de que, quien utiliza mucho uno de los órganos «excelentes», descuida o tiene problemas con el otro.

Hay que aceptar la idea poco halagadora de que, en cuanto a la continuidad de nuestra especie, importa la cantidad y no la calidad. El instinto de supervivencia nos impulsa, como a cualquier ser viviente, a aumentar nuestra «masa biológica»; por eso, además de ser más numerosos, también nos volvemos más altos. Y por la misma razón todo organismo vivo tiende a incrementar el volumen total de su especie. Por eso el número es de verdad importante. El ser que pesa más sobre la Tierra, desde el punto de vista del número, es la hormiga: ¿cómo podríamos matarlas a todas? Las ballenas, por el contrario, están en peligro de extinción.

En los países ricos y desarrollados se estudia más y se tienen menos hijos. En el tercer y el cuarto mundo cultivar la inteligencia es un privilegio de unos pocos; la mayoría permanece ignorante y tiene más tiempo e inclinación (o eso parece) para procrear. La explosión demográfica va unida a la pobreza. Pero la tendencia a aumentar la masa biológica se cumple en los dos casos: los ricos son pocos y gordos (la obesidad es una enfermedad social que aumenta en paralelo a la renta media per cápita), mientras que los pobres son flacos pero numerosísimos. Según un cálculo realizado a partir de los datos del Banco Mundial, si ponemos en el plato de una balanza a los pocos seres humanos bien alimentados y en el otro a los numerosos desnutridos, los dos grupos pesarían lo mismo.

Ahora somos más numerosos y estamos más gordos, pero nuestro cerebro se encuentra en el mismo nivel desde hace 250 mil años. En los últimos miles de años, el número de ejemplares de nuestra especie ha aumentado en una proporción cada vez mayor; la humanidad experimentó un gran crecimiento en los últimos dos siglos y en la actualidad se encuentra en plena explosión demográfica. Pero el volumen de nuestra materia gris no ha sufrido cambios. Esto indica que, tras haber apostado todas las cartas al desarrollo de la inteligencia, la selección ha desembocado en el factor de la cantidad. Ya no se incrementa el genio, sino el número, que aumenta a costa del crecimiento cerebral.

¿Y qué hacer entonces con los inteligentes que siguen naciendo, pese a todo y en un número cada vez más reducido? Eliminarlos. La selección no es solo natural sino también cultural, y desde hace miles de años el Homo sapiens sapiens elabora comportamientos y sistemas sociales que provocan el exterminio de los mejores.

La corrección selectiva de las especies se da también en el terreno de los sentimientos: el amor, el orgullo, la envidia… Una prueba excelente de ello es el instinto maternal y, en general, la predisposición a ser buenos y solidarios con los «cachorros». En cierta medida encontramos este comportamiento en todos los animales; según se asciende en la escala evolutiva los cachorros son menos independientes y el instinto de protección hacia ellos se hace más fuerte. La mamá pez no reconoce a sus crías, que son capaces de arreglárselas solas desde su nacimiento; la mamá oso, una vez que sus cachorros han crecido, se desentiende de ellos; el pequeño chimpancé se queda con la madre, que lo cuida amorosamente, durante un tiempo más prolongado. Pero ningún otro animal desarrolla esa unión tan intensamente como el ser humano. El cachorro de Homo sapiens sapiens es el que depende de los adultos (los padres, pero no solo ellos) durante más tiempo. Esta relación tan duradera permite una intensa transmisión de cultura (información útil, comportamientos provechosos) de generación en generación. Así pues, el amor materno influye sobre el destino de la especie y lo determina.

El Homo sapiens sapiens posee también otro instinto en grado excepcional, casi en exclusividad: la agresividad intraespecífica, la furia destructora contra sus semejantes, contra los ejemplares de su propia especie. Bien es cierto que todos los animales poseen ese tipo de instinto de agresión, pero ninguna especie está tan dotada como la nuestra.

¿Y cuál es la función de la agresividad intraespecífica, que impulsa a practicar el exterminio de nuestros semejantes, ya sea en masa o en pequeños grupos?

Pensemos por un momento qué es una batalla. La ocasión para reunir en un mismo lugar a los más fuertes y los más valientes, de uno y otro bando, y eliminarlos. El cobarde huye de la lucha, regresa a la patria y deja embarazada a la viuda del héroe. La agresividad intraespecífica elimina lo mejor del género humano, amputa quirúrgicamente su valía; es un instrumento inventado por la evolución para rebajar nuestro nivel cualitativo.

Darwin se preguntaba por qué los antiguos griegos, cuya inteligencia consideraba superior a la de los humanos de todos los tiempos, no habían colonizado Europa entera, ni habían logrado imponer su cultura y, por el contrario, habían sufrido una decadencia imparable. Intentó explicarlo por la escasa cohesión entre sus pequeños Estados, por la también escasa extensión de su territorio, por la práctica de la esclavitud e incluso por su «extrema sensualidad».

Ninguna de esas razones tiene fundamento. El talento ha florecido muchas veces en países fragmentados (por ejemplo, en la Italia del Renacimiento, dividida en pequeños Estados) y no hay razón para pensar que su desarrollo dependa de límites territoriales; la historia de la cultura nos muestra que hubo filósofos que eran emperadores (Marco Aurelio), pero también esclavos (Epicteto). Y en cuanto a la sensualidad: ¿no fue precisamente gracias a ella como los irlandeses lograron imponerse sobre los ingleses del pueblo de Greg y Galton?

No, los griegos fueron víctimas de las reducciones de talento que se han producido en la evolución de nuestra especie, sobre todo a través de la agresividad intraespecífica. En los poemas homéricos, los héroes aqueos que acudieron para ser masacrados bajo los muros de Troya eran los más bellos, los más fuertes, los mejores dotados de su raza en cuerpo y espíritu. Solo los mejores por su valor, nobleza de sangre e inteligencia resultaron seleccionados (la palabra es de una precisión siniestra) para la misión. Y el primero en caer fue Protesilao, el griego más apuesto y valeroso. A su esposa no le quedó otra que pasarse el resto de su vida contemplando una estatua que representaba a su marido: un gesto muy romántico, pero insuficiente para dejarla embarazada.

En la patria se quedaron los desechos, los más tontos, cobardes e inútiles, y a ellos les tocó garantizar la continuidad de la raza, mientras los ejemplares más valiosos morían épicamente entre el río Escamandro y las puertas Esceas. Por muy virtuosas que fueran las aqueas (que de hecho no lo eran; la única excepción, Penélope, fue tan llamativa que se ganó un poema casi para ella sola), diez años sin marido son demasiados; por otro lado, para ciertas cosas la grandeza de espíritu y la inteligencia sirven de poco. Así pues, el talento aqueo quedó truncado para siempre, pero no por las armas enemigas sino por la semilla desbordante de la hez consanguínea. Ninguno de los héroes que sobrevivió, cuando regresó a casa, quiso resignarse a reconocer que el pueblo de imbéciles e infames que había surgido y prosperado durante su ausencia era descendencia suya; escogieron todos el exilio y partieron a recorrer los mares y probar fortuna en nuevas y acaso falaces orillas. Antes morir que mezclarse con esos parientes impresentables.

Los aqueos que se quedaron fueron sometidos sin esfuerzo por los dorios unas décadas más tarde. Estos eran unos bárbaros, pero habían aprendido la lección; en Esparta solo se concedía el honor de marchar a la guerra a los mejores, pero antes tenían que haber tenido hijos. Los mejores individuos de la raza podían arriesgar su vida, pero solo una vez que hubieran traspasado su sangre a otras venas. Más tarde, sin embargo, el orgullo pudo más que la prudencia. Los espartanos juraron que no volverían a casa hasta haber derrotado a los mesenios. Les costó veinte años, el doble de lo que habían necesitado los aqueos para destruir Troya. Durante la espera, las espartanas se consolaron con los esclavos, los descendientes de los desechos de los aqueos, quizá más envilecidos aun por vivir en la esclavitud. Los hijos de la vergüenza, una vez adultos, fueron desterrados (no podían ser esclavos porque eran hijos de madre espartana, y no podían ser ciudadanos libres porque eran hijos de esclavos) y fundaron una ciudad en ultramar. Desde ese instante Grecia empezó a exportar lo peor.

Pero la guerra, o en sentido más amplio la agresividad intraespecífica, no es la única astucia de nuestro motor evolutivo. Toda forma de organización social (la monarquía, la democracia, la dictadura…) trabaja contra la inteligencia y sus manifestaciones. El poder, en cuanto le es posible, empieza a prender fuego a los libros y después también a sus autores. Se puede llegar a la guerra santa, la persecución, el exterminio de cualquiera que sea sospechoso de pensar, sacrílego, subversivo, desviado: el adjetivo varía, una prueba más de que cualquier migaja de fantasía solo se salva si pasa por el verdugo). De ello se podría incluso extraer una regla: «El poder de una organización social humana es tanto más fuerte cuanto mayor es la cantidad de inteligencia que consigue destruir».

Esta furia niveladora asume formas distintas. En la democracia, de la que estamos tan orgullosos, el voto de un descerebrado vale tanto como el de Enrico Fermi, Einstein o Miguel de Unamuno, que revolucionaron la física moderna o el arte —entre otros— de la papiroflexia. ¿Por qué las mentes más preclaras siempre están en la oposición? Otras formas de organización política, más brutales, no se andan con contemplaciones: Salvemini y Freud tuvieron que exiliarse; Solzhenitsyn fue condenado a un gulag, Sócrates a muerte. Mediante el ejercicio del poder, el Homo sapiens sapiens combate el aumento de la inteligencia y la reduce.

Heródoto advertía que los dioses truncan todo aquello que destaca: por eso caen abatidos por los rayos los árboles más altos y los animales de mayor tamaño, salvándose los pequeños.

También cuenta que Periandro, tirano de Corinto, envió a un mensajero a preguntar a Trasíbulo, feroz señor de Mileto, cómo se gobierna una ciudad. Trasíbulo condujo al mensajero a un campo sembrado, y cada vez que veía una espiga que sobrepasaba en altura a las demás, la cortaba y la tiraba ; hasta que terminó con la parte mejor de la cosecha. Periandro comprendió y dio muerte a los mejores hombres de Corinto.

Charles Darwin se preguntó también por qué España, tras dominar medio mundo, cayó en una terrible decadencia. Al responderse demostró mayor perspicacia de la que había hecho gala al explicar la decadencia de los griegos: «La Santa Inquisición —escribió—, escogió con sumo cuidado a los hombres más libres y valerosos para quemarlos o encarcelarlos. En España se eliminó a lo largo de tres siglos y al ritmo de mil hombres al año, a algunos de los mejores hombres, aquellos que dudaban y planteaban problemas, y sin la duda no hay progreso».

El hecho de que España estuviera en guerra contra la inteligencia lo demuestra también la expulsión de los judíos, entre los que se encontraban las mentes más agudas del reino.

En nuestros días, en la Camboya de los jemeres rojos poseer un título académico, conocer una lengua extranjera o saber jugar al ajedrez eran razones suficientes para ser condenados a muerte. En casi dos años fueron asesinados casi dos millones de individuos, algo menos de la mitad de la población total del país. El motivo no era ya ejercer la libertad de opinión, sino simplemente ser capaz de hacerlo.

La inteligencia intimida y desencadena la agresividad de quien no la posee o está menos dotado. Hitler, al mando de la máquina de poder más obtusa jamás vista en tiempos modernos, eligió como enemigo al pueblo que ha merecido un mayor número de premios Nobel. Los soviéticos organizaron la masacre de las fosas de Katyn para truncar la inteligencia polaca (para recortar la suya procedieron con más calma). Alejandro Magno, al llegar al valle del Indo, ordenó buscar y prender a los doce hombres más sabios de la región y les preguntó quién era el mejor, para darle muerte. El emperador chino Shi Huang Ti ordenó destruir todas las obras literarias y eliminar a cualquier persona con talento que viviera en su inmenso país.

¿Qué podían temer aquellos hombres poderosísimos de un puñado escaso de individuos, mucho más débiles que ellos, aunque estuviesen dotados de una inteligencia excepcional? Nada, pero era como si obedecieran a un profundo instinto de destrucción de la inteligencia, que podemos bautizar como El instinto de la Hoz de las Mentawai por el nombre de un remoto archipiélago en el océano índico.

Un misionero italiano, enviado allí hace cuarenta años para convertir a los nativos, fue quien me habló de las islas Mentawai y de las costumbres de sus habitantes. Allí no existía la propiedad privada y la tierra producía de forma espontánea frutos diversos y ofrecía abundante caza; los ríos y mares eran también ricos en pescado. Todo jefe de familia tenía derecho a tomar la cantidad de recursos necesarios en proporción al número de bocas que tenía que alimentar. De ahí que las viudas con muchos hijos fueran muy codiciadas.

Los mentawaianos avispados se buscaban una mujer que ya hubiera sido madre varias veces y que todavía fuera fértil, para que pudiera darle aún herederos. Así es como adquiría de pronto el derecho a gran cantidad de frutos y caza. Si era inteligente, era evidente que el mentawaiano encontraría también el modo de hacer más productivos «sus» árboles, y más provechosas la caza y la pesca en los territorios que recibía asignados. Cuando una persona tiene cabeza (y no solo al estilo Mentawai), intenta obtener beneficios.

Pero a los ojos de los demás, ese hombre era sencillamente más afortunado: no robaba a nadie, respetaba las normas y tomaba únicamente lo que le correspondía. Aun así, alteraba el equilibrio social, la idea universal de una distribución equitativa de los bienes, y suscitaba la envidia y la sospecha.

Entonces se aplicaba otra norma del archipiélago: se conducía al hombre afortunado (o demasiado listo, era difícil distinguir uno de otro) a un atolón desierto donde se lo dejaba morir de hambre. ¿Qué había hecho para merecer esa condena? Nada; es más, lo juzgaban por haber observado las normas de la comunidad. Podía escapar a la condena solo si renunciaba a los derechos adquiridos sobre sus bienes. Pero entonces violaría las normas, y sería abandonado en un atolón desierto hasta la muerte.

En las islas Mentawai (solo en las Mentawai) quien tiene cerebro está perdido.

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