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Primavera maltratada

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Alejandro Almazán
Durante 2012 México vivió en la esperanza de una primavera. Pero también puso en alerta al viejo invierno de siempre. Lo cuenta, desde el campo de batalla, Alejandro Almazán.

El viernes 11 de mayo de 2012 estaba tan deprimido por la reciente separación con mi mujer que nada lograba zamarrearme. Esa mañana, sin embargo, sucedió algo que nos sorprendió a todos, incluso a quienes lo habían hecho posible: los estudiantes de la Universidad Iberoamericana no habían aguantado a un Enrique Peña Nieto que los desdeñaba y Peña no había soportado a unos estudiantes que lo irritaban con sus preguntas. Después de ver videos y fotos en Twitter, pensé que a nadie se le había ocurrido rechazar de esa manera tan franca al candidato priista. ¡Fuera! ¡Asesino, asesino!, le gritaron los chicos con el corazón en la boca. Eso, además de aventarle un zapato, fue lo único que hicieron. Entonces casi todas las universidades apuntaron hacia Peña y miles seguimos a los de la Ibero.

Todo se desencadenó con los habituales aires altaneros que pueden derrumbar hasta al más insolente. En el PRI debieron saberlo, pero su candidato a la presidencia, sobrado y arrogante, no entendió que la confianza es la falla del valiente. «Tomé la decisión de emplear la fuerza pública para mantener el orden y la paz», les respondió a los chicos de la Ibero cuando le preguntaron sobre lo sucedido en San Salvador Atenco, un pueblo bravo y politizado a donde Peña, como gobernador del Estado de México, mandó a miles de policías en 2006 para que sus habitantes nunca dudaran de que la sabiduría del político es la habilidad de usar la fuerza; el desenlace de aquella represión fue salvaje: unas treinta mujeres terminaron violadas, dos estudiantes murieron a balazos y más de doscientos campesinos fueron llevados a las mazmorras. «La acción fue en legítimo derecho», siguió diciéndoles Peña con cierto desenfado, quizá porque todavía ese día pensaba que todo le estaba permitido, que todo lo podía. Pobre hombre. A los pocos minutos debió huir de la universidad como un gato en desgracia. Tal vez hoy todo sería una anécdota de sobremesa si la reacción de los priistas no hubiese sido la de siempre: primero golpear y después pensar. A la estación de radio de la Ibero, Pedro Joaquín Coldwell, el presidente nacional del PRI, llegó echando fuego por la nariz. Dijo que aquella reunión con los estudiantes había sido una trampa para su candidato y juró que atrás de los chicos había grupos de choque paridos en la izquierda más radical y en los movimientos sociales que solucionan todo con bombas molotov. Como cualquier politiquillo que se precie de serlo, Coldwell les endilgó a los chicos los mejores adjetivos de su decrépito diccionario: intolerantes, porros, majaderos, infiltrados y otras monerías. Cuando esas declaraciones se reprodujeron en las redes sociales, una gran indignación se apoderó de la Ibero. A un estudiante de comunicación, por ejemplo, se le ocurrió grabar un video con ciento treinta y un chicos que, credencial en mano, le demostraban a Coldwell que no eran porros ni mucho menos unos locos a quienes debían encerrar en el manicomio. De YouTube, el video pasó a Twitter, se convirtió en trending topic mundial y un alumno del Tecnológico de Monterrey, jugando con el número, hizo el hashtag #YoSoy132. Peña, un tipo inculto pero carismático, seguro debió haber tenido miedo por lo que siempre ha escapado de su control: las palabras rebeldes de los jóvenes.

La noche del tres de mayo de 2006, cuando Peña tenía ya ocho meses como gobernador, se le presentaron dos caminos: buscar el diálogo con los campesinos de San Salvador Atenco o ir a partirles el hocico. La historia había empezado a medio día, a diez kilómetros de Atenco. En el ayuntamiento de Texcoco, a unos pocos comerciantes se les había negado el permiso para vender flores. Los atequenses agarraron sus machetes, su símbolo de resistencia, y acudieron al mercado para solidarizarse con los floristas. Mientras negociaban con las autoridades de Texcoco, policías del Estado de México y de la Federal hicieron su aparición. Si el infierno existe, aquel trozo de México debió ser una de sus estaciones. Entre gases lacrimógenos, ráfagas y toletazos, Ignacio del Valle, el líder de los atequenses, fue arrestado. Un funcionario que estuvo aquel día en la oficina de Peña llegó a contarle a la revista Proceso que buscaron al entonces presidente Vicente Fox. «Fox nunca contestó, pero le mandó a decir a Peña que lo apoyaría si decidía no negociar». Fox tenía una buena razón para vengarse de Ignacio del Valle: él y su pueblo habían logrado oponerse a la construcción de un nuevo aeropuerto sobre tierras de Atenco. La gran obra que Fox había anunciado como una alegoría de su administración, la echó abajo un puñado de macheteros. Peña, al final, escogió la ruta más efectiva y dejó todo en manos de Wilfrido Robledo, el entonces jefe de la Agencia de Seguridad del Estado. El Operativo Rescate contó con tres mil policías. Nueve días después, en la columna «Templo Mayor» del diario Reforma, se habló de una reunión entre Peña y su gabinete. En ella se planteó la necesidad de «freír judicialmente a unos cuantos policías». Robledo, un hombre que se curtió en las cloacas militares, se molestó: «Ni se les ocurra tocar con el pétalo de un citatorio a cualquiera de mis muchachos; ellos actuaron tal y como la situación lo ameritaba». Seis años después, los chicos de la Ibero pidieron respuestas sobre aquella represión y a Peña, que venía inflado del primer debate presidencial, lo traicionó la vanidad y dio un paso en falso.

Kapuscinski decía que todos los libros dedicados a los movimientos sociales nunca deberían empezar por un capítulo que hablara de la podredumbre del poder, sino por uno que se ciñera al aspecto sicológico de cómo el ser humano vence su miedo y su apatía, y entonces se hace libre. Y esto fue lo que hicieron los chicos de la Ibero, una universidad privada, jesuita, que en sus casi setenta años de historia había preferido cerrar los ojos, la boca y las entrañas. Hace seis años, gracias a una beca, estudié un semestre en la Ibero. En ese tiempo me pareció que los chicos malgastaban su inteligencia hablando de sus viajes, sus fiestas y sus caprichos. Por fortuna mis prejuicios se fueron al contenedor de la basura. Si la UNAM y el Politécnico nos enseñaron en 1968 a no quedarnos callados frente al autoritarismo, en 2012 los de la Ibero nos impulsaron para salir a las calles como si reprocharle a Peña fuera un deber.

Peña, el del remolino en la frente que hace parecer que le falta un poco de pelo. El de la dentadura blanqueada. El que solo bebe vodka, ahora que le asqueó el brandy. El que compensa su complejo de estatura (un metro setenta y dos) con unas plantillas especiales para aumentarse un par de centímetros. El que no sale a la calle sin antes lanzarse al cuello cuatro disparos de la loción Carolina Herrera. El que de niño creía tener poderes para dormir a los camaleones y otros reptiles. El que jugaba al burócrata e imaginaba que una muñeca de la Mujer Biónica era su secretaria. El fanático de los pastelillos y las papas Sabritas. El que no sabe bailar. El que siempre quiso tener una mascota con «la cara e inteligencia del delfín y los cuernos del perro» (sic). El que admira a Napoleón Bonaparte. El que empezó a usar gel para que el mechón en la cara no le empezara a poblar la frente de pelo y este se juntara con las cejas. A ese mismo Peña lo conocí en 2004, poco antes de que se convirtiera en candidato a gobernador del Estado de México. Aquella mañana Peña estaba nervioso y miraba para todos lados. Comenzó alabando a su tío, el entonces gobernador Arturo Montiel, un hombre que habla como si trajera piedras en la garganta y que, aún hoy, no ha podido recuperarse ni de su divorcio ni de las acusaciones en su contra por corrupción y malversación de dinero público. Luego, mientras su asistente le pasó un pañuelo para que se secara la sudorosa frente, Peña me habló de manera confusa acerca de su futuro. El hombre del pelo peinado con raya perfecta se sabía galán, pero también conocía sus limitaciones: era un tanto huraño y no se le daba la retórica; incluso los diputados de otros partidos creían que el tipo pasaba toda la noche en vela, aprendiéndose las frases que debía decir a la mañana siguiente. Quizá por eso, el horizonte que aquel día me describió Peña se reducía a ser un senador sin futuro. «¿A poco sí me ves como gobernador?», me preguntó cuando nos despedimos, con el tono de quien pone en manos ajenas su mañana. «Usted es el sobrino de Montiel», le dije y él arrojó una inusitada mirada lampareante. En su campaña presidencial de 2012, Peña ya no era aquel tipo desarmado que tartamudeaba frente al público. Había resultado ser un showman nato. En sus mítines cantaba con entusiasmo —aunque mal—, intentaba bailar esos jingles empalagosos que evocaban los años ochenta —a la canción que cantaba Laura Branigan, Gloria, los publicistas del candidato la volvieron más horrenda—, y se plantaba en el templete con la seguridad que tienen los gatos que trepan las azoteas. Y a pesar de que las bolsas dobles bajo los ojos parecían pedirle descanso, Peña se fortalecía apenas recibía los besos de sus admiradoras. «¡Quiero un hijo tuyo!», escuché que le gritaron más de una vez. A Peña siempre le sobraban halagos para las mujeres. Llegué a pensar que lo hacía porque entendió que la mujer es uno de los regalos que la humanidad se ha concedido a sí misma. Pero no. Alguien de su campaña me dijo que todo era simple estrategia. «Las mujeres, para el candidato, son votos», me explicó de manera muy pedagógica y recordé que las mexicanas representan el cincuenta y dos por ciento de los votantes. «La estrategia es aprovechar el encanto de Quique, el cabrón las trae muertas». Mientras cubría la campaña para la agencia Notimex, le dije a un viejo amigo priista que Peña era el Justin Bieber mexicano. «No sabe nada de la vida, pero cómo vende y rompe corazones», le comenté. «Podrá ser un producto que fabricó la tele», me respondió ajustándose las gafas, «pero también hay que reconocer que el tipo hace bien su papel; ¿a poco no es un histrión?».

Durante la sacudida, uno suele preguntarse por qué ocurrió ese día y no en otro. Qué fue distinto si ayer aún nos habíamos dicho que nos amábamos. Lo mismo habría que preguntarse con el #YoSoy132 si apenas unas horas antes los priistas y toda aquella gente de los medios que patrocinaba a Peña decían que el tipo sí sabía hilar más de dos palabras y, para que no quedara ninguna duda, empujaban la versión de que Peña había ganado el primer debate presidencial. Por qué hasta dos meses antes de las elecciones unos chicos apartidistas habían perdido la paciencia y decidieron apretar los puños si la desfachatez de Peña ya era una provocación mucho antes de que iniciaran las campañas. Por qué no salieron o, mejor dicho, por qué no salimos a manifestarnos en cuanto nos dimos cuenta de que Televisa había decidido jugar como manda su código de ética: de manera sucia, aprovechándose del setenta por ciento del total de la audiencia para meternos por los ojos a Peña y a su señora, esa actriz de telenovelas que entendió muy bien la estrategia de propaganda que requería su marido: ser la actriz de reparto, ese personaje encantador que suma, pero que trata siempre de no robarle cámara al primer actor. ¿Por qué sucedió el once de mayo? Quizá porque la vida es así, misteriosa, y cuando uno menos lo imagina viene un chispazo y todo explota. O quizá porque Peña, Televisa y otros medios abusaron del aguante de los jóvenes. O quizá porque el colectivo nunca olvidó las trampas que en 2006 utilizó Felipe Calderón para ganar con un porcentaje mínimo. O quizá fue porque Calderón declaró una guerra que convirtió al país en un cementerio y los chicos contabilizaron minuciosamente los muertos y los agravios del poder. O quizá porque en este sexenio los jóvenes entendieron que ellos no querían terminar en la infantería del narco, sino convertidos en hombres de bien. Haiga sido como haiga sido, Calderón dixit, aquel once de mayo todos comenzamos a necesitarnos.

Hubo quienes pensamos que nuestra primavera sería como la que, un año antes, había irrumpido en los países árabes. Confieso haberme visto con un fusil, rodeado de chicos a los que solo los movía la búsqueda de un mejor país. Pero alguna vez leí que las revoluciones suelen ser dramáticas y a nadie, en su sano juicio, le agradan los dramas. Y es cierto: la revolución es el último cartucho que nos queda y los jóvenes del #YoSoy132 tenían aguante y fuerza de voluntad para que los medios se democratizaran o, al menos, salieran del clóset y admitieran su simpatía por Peña. No habría balas, pero sí todo un arsenal de palabras que solo pedían un competencia justa, como esos boxeadores que se trepan al ring y cuya única diferencia es evitar ese golpe que les arranque la vaselina de la ceja y los tumbe.

La última semana de mayo, los priistas hicieron circular la versión de que Peña ya había superado el mal momento de la Ibero. Pero pocos les creyeron. Peña apenas dormía, casi no comía, todo el día estaba enfadado y se le había trepado un tic en el párpado izquierdo. Algunos de sus asesores llegaron a aconsejarle que aumentara sus dosis de cinismo y dejara que los chicos se manifestaran hasta que el hartazgo los devolviera a sus casas. En política, dicen, hay que saber esperar y Peña no aguantó. Quiso levantar la cabeza después del golpe en la Ibero y sacó un manifiesto donde intentó restaurar su imagen del hombre que escucha a los jóvenes, del que entiende las necesidades del pueblo, del que no miente. No funcionó. La mediana credibilidad que había ganado a fuerza de spots se estaba debilitando cada vez que el #YoSoy132 brotaba en una nueva universidad en el país. Peña comenzó a perder puntos. Su candidatura, pensaba la gente, era una imposición, una necedad. Algo había qué hacer. Aún ahora imagino a Peña en su cuarto de guerra, bebiéndose un vodka y dando órdenes que alguien más le había mandado: ¡Díganles a los encuestadores que sigo veinte puntos arriba! ¡Avísenles a nuestros amigos periodistas que deben aplastar a esos jóvenes cabrones! ¡Investiguen a esos de la Ibero y amenácenlos! ¡Y por el dinero no se preocupen! Y sí: el dinero siguió cayendo como confeti.

Por lo general, el poder suele cobrarle favores a ciertos dueños de medios en el momento oportuno. Es una vieja práctica donde se perdonan impuestos y hasta la vida. También se regalan concesiones, se hacen negocios, se aplasta al enemigo y se brinda con champán en santa paz. Los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón no lo entendieron bien a bien por su ambición y torpeza, pero al PRI nunca se le ha olvidado este arte. Después del once de mayo vino el boom del sicariato en la prensa. Fue el momento en que muchos periodistas salieron a defender al amo. Sacaron su pluma o el micrófono, escribieron o hablaron con los riñones y pararon el culito cuando cobraron por su buena obra. Recuerdo a un columnista canoso y ególatra decir que atrás del #YoSoy132 estaba Andrés Manuel López Obrador, el candidato de la izquierda que había dejado las bravuconadas en el cajón y ahora hacía una rara campaña basada en el amor al prójimo. Un tipo en la radio, pedante y grosero, dijo tener información de que los chicos recibían dinero de Carlos Slim, ese millonario que es la prueba de que en México no solo vivimos muertos de hambre. Otro periodista, que tiene la filosofía de que le paguen para no pegar, vació toda su bilis en un diario que es de su propiedad. Televisa y TV Azteca grabaron a dos o tres chicos que gritaban consignas y se preguntaron en sus noticieros estelares si eso podía considerarse un movimiento social. Los encuestadores también quisieron bajarnos los ánimos: en sus sondeos, Peña seguía inquebrantable como el acero. Todo aquello daba pena. Hasta pensé que las moscas no sabían de qué color ponerse de la vergüenza. Pero ese era el juego: el PRI, y tal vez también Calderón (siempre vio a Peña como la mejor opción para entregarle la banda presidencial), habían aplicado el plan B: desacreditar a los jóvenes, colgarles el sambenito de violentos. Si en los noventa les había funcionado a los priistas con el PRD y los zapatistas, por qué no en el 2012, cuando en el país se había arraigado la cultura de la conspiración. Pero el PRI y sus aliados no entendieron que el Atari no se juega igual que el Xbox y solo provocaron más indignación.

Siempre había pensado que a las manifestaciones acudía tanta gente porque, además de defender la dignidad, cualquiera podía ir a insultar a los poderosos. El día que fui a la primera de las marchas convocadas por el #YoSoy132, sin embargo, aprendí que las personas también van en búsqueda de esperanza. El #YoSoy132 representaba eso aquel miércoles veintitrés de mayo en la Estela de Luz, un monumento carísimo que la gente le ha dado por llamar la Suavicrema —una galleta larga que produce la marca Marinela y que está hecha de grasas hidrogenadas—; un monumento, también, con el que Calderón conmemoró el Bicentenario de la Independencia. Aquella concentración de jóvenes la vi como la esperanza de que todo iba a salir bien, de que eso iba a llenar todos nuestros vacíos. Una esperanza parecida a la que mi mujer me había dado para volver a estar juntos. En la Estela de Luz, los jóvenes mostraron sus cartas: el #YoSoy132 era un movimiento pacífico, exigía equidad en la cobertura informativa de los cuatro candidatos, estaba en contra del duopolio televisivo (Televisa y TV Azteca) y quería que el siguiente debate presidencial, el del diez de junio, se transmitiera por cadena nacional; no estaban dispuestos a que las dos televisoras prefieran pasar un partido de fútbol, un programa de concursos o el final de una telenovela. Los chicos nunca dijeron aquel día que el movimiento fuera antipeña, pero no hubo necesidad de anunciarlo: los estudiantes del ITAM, de la UNAM, del Tecnológico de Monterrey, de la UAM, del Politécnico, de la Anáhuac y de tantas otras universidades se habían solidarizado con los de la Ibero. Los extraños habían dejado de serlo. Todos, hubiera cantado U2, eran uno.

El PRI quiso convencernos de que su candidato tenía el apoyo de la mayoría: organizó una marcha en DF a favor de Peña. Pero todo fue un apoyo de apariencia. La mayoría de los manifestantes, que no pasaron de mil, fueron llevados en buses. La manifestación resultó un tanto ridícula. En algunos estados, sobre todo los del norte, las cosas no le salieron tan mal a Peña: con la vieja fórmula de que al pobre hay que darle dinero para no perder su agradecimiento, el candidato priista fue defendido durante los mítines. En los estadios de béisbol, en los auditorios y en las pequeñas plazas Peña fue el rey. En las calles no. Ahí era el represor, el que traía en sus espaldas a ese PRI corrupto, de las devaluaciones, del que todo soluciona con manotazos en la mesa. Peña no lo hubiese querido, pero entre los jóvenes se convirtió en el villano favorito.

Desde los primeros días del #YoSoy132, un grupo de estudiantes formó la Coordinadora General. Ahí se discutió si el movimiento debía declararse abiertamente antipeña o solo contra todo lo que representaba su candidatura. Lo platicaron en reuniones en Tlatelolco y en Las Islas de Ciudad Universitaria. Uno de los vicios juveniles es tener discusiones interminables y disímbolas, y las de la Coordinadora no fueron la excepción a la regla: ora hablaban de pedir juicio político para Calderón por los sesenta, setenta, ochenta mil muertos en la guerra contra el narco, y ora pedían medicinas gratuitas; ora proponían agua para todos, y ora se les ocurría exigir que Pemex no se privatizara. Pero a los jóvenes, dicen las abuelas, hay que perdonarlos y, aun cuando todo era ambiguo en sus reuniones, el #YoSoy132 conservaba intacta su legitimidad. Al único consenso al que llegaron los chicos fue que la Coordinadora había sido superada por la cantidad de universidades y que debía transformarse en la Asamblea General Interuniversitaria. Eso, desafortunadamente, no solucionó la asambleítis y aparecieron dos grupos claramente definidos: uno que pugnaba por el voto útil y otro que se inclinaba por anular el voto; uno que respetaría los resultados de la elección y otro que hablaría de fraude si Peña ganaba; uno que no cuestionaba al neoliberalismo y otro que pedía urgentemente un cambio de modelo económico. Faltaba orden, es cierto, pero no ímpetu.

Las máscaras del expresidente Carlos Salinas —al que se le adjudica ser una especie de titiritero de Peña— y las mentadas de madre al candidato priista se multiplicaban en cada marcha que convocaba el #YoSoy132. El sentimiento antipeña ya no tenía vuelta. Para principios de junio, las manifestaciones en la Ciudad de México imantaron a niños y a abuelos. Todos brincaban porque el que no lo hacía, decía el canto de los jóvenes, era Peña.

Quienes marchaban por Reforma, por el Zócalo o por el Monumento a la Revolución empezaron a simpatizar con la candidatura de al que, en los últimos seis años, el poder lo había catalogado como el diablo: López Obrador. ¿Por qué los jóvenes tuvieron más empatía con él? Puede ser porque la panista Josefina Vázquez Mota fue incapaz de convertir su victoria dentro del PAN (derrotó a un amigo de Calderón) en una candidatura que embrujara al elector; además, alguien debía pagar las equivocaciones de Calderón y Josefina era el tiro al blanco más cercano. Puede ser, también, porque Gabriel Quadri solo le prestó sus ocurrencias a la política y vendió su poca reputación a la dueña de Nueva Alianza, el partido que lo postuló; es decir: pactó con Elba Esther Gordillo, la lideresa de los maestros, y esa mujer tiene más enemigos que dinero. O puede ser porque López Obrador fue la víctima de la elección. Era el apestado, el que estaba solo contra el mundo y a ese tipo de personas, por los motivos más extraños, se les tiene consideración. Aunque el programa de gobierno de López Obrador era muy bueno, muchos jóvenes con los que hablé entonces nunca pudieron decirme por qué iban a votar por él. López Obrador, simplemente, se puso de moda y subió en las encuestas.

El diez de junio se realizó el segundo debate. Peña llegó a la Expo Guadalajara trepado en una Suburban gris a prueba de balas, pero no a prueba de marchas en su contra. A esas horas de la tarde, en la Ciudad de México, en Monterrey, en Querétaro, en Cancún, en Chihuahua, en Tijuana, en Morelia, en Puebla, en Durango… y ahí en Guadalajara, muchos jóvenes habían salido a las calles para decirle a Peña que no lo querían como presidente. Peña traía una cara de piedra. Por culpa de esos chicos había dejado de ser esa máquina capaz de atraer votos y simpatías. Algunos medios ya no podían protegerlo de los agraviantes que no compaginaban con su presunta fama. Peña fue al debate creyendo que tendría que dar ganchos, uppercuts y derechazos mortíferos en la mandíbula. Pero López Obrador, su principal rival, no lo atacó y Peña derrochó el tiempo como si quisiera imponer un récord de aburrimiento. El #YoSoy132, créase lo que se crea, había agarrado a Peña del pescuezo y se había propuesto no soltarlo.

Dos días después del segundo debate sucedió algo muy raro. Guillermo Osorno, director de la prestigiada revista Gatopardo, lo describió muy bien en un reportaje: «El martes doce en la tarde, al mismo tiempo que se llevaba a cabo la asamblea en el Politécnico, estaba convocada una conferencia de prensa en el Monumento a la Revolución. Había aparecido un grupo disidente del #YoSoy132 llamado #GeneraciónMX. Publicaron un video en YouTube en el que explicaban la razón de haber dejado el movimiento. Los estudiantes involucrados decían que ya no eran #YoSoy132 porque se dieron cuenta de que el movimiento no tenía dirección. La izquierda no había respetado su movimiento y lo había hecho suyo. Ellos se proponían totalmente apartidistas. Prometían no atacar ni apoyar a ningún candidato y dibujaban una agenda de reforma política.

Llegué a la conferencia de prensa un poco tarde. Había de nuevo un esfínter de reporteros alrededor de lo que supuse que eran los integrantes del grupo disidente. Pero mientras avanzaba por la densa capa reporteril me di cuenta de que en el centro del círculo no había más que un integrante: Rodrigo Ocampo, «itamita», que había participado en algunas acciones del #YoSoy132. Ocampo, moreno, alto, pelo engominado, estaba explicando por qué era el único que se presentaba a la conferencia de prensa. Él y sus compañeros fueron amenazados y tenían miedo. Ocampo, sin embargo, no pudo responder quién era el autor de las amenazas y, en última instancia, quiénes eran los estudiantes ligados a los partidos de izquierda. Salió del monumento acompañado de un chico, caminando solo por la calle de Gómez Farías. En simetría con las notas que ligaban a #YoSoy132 con la izquierda, aparecieron otras que conectaron a #GeneraciónMX con el PRI. No se volvió a saber nada de Ocampo y su grupo».

La depresión se me volvió a trepar a mediados de junio, por eso no supe en qué andaba el #YoSoy132. Vanessa Job, una ducha reportera que cubrió el movimiento como nadie, rellenó hace poco esa laguna: la Asamblea resultó con la misma lentitud que la Coordinadora y hubo que pensar en el plan C: que cada universidad o facultad tuviera una asamblea y esta fuera autónoma. Eso, al principio, permitió que el movimiento no dejara de sorprendernos: ora proponía un tercer debate (al que Peña no asistió y el cual se transmitió por internet), ora regresaban a Televisa para protestar, ora organizaban un concierto masivo, ora convocaban a talleres para ser observadores electorales, ora hacían brigadeos en el transporte público y plazas del Estado de México para convencer a la gente de no votar por Peña, ora repartían volantes en las grandes ciudades donde trataban de informar qué clase de partido era el PRI y ora en la Soberana República del Twitter le daban una paliza a los trolls de Peña. Pero esas asambleas autónomas tuvieron un costo: aparecieron los infiltrados y poco a poco se fue perdiendo el punto medio. A veces los acusaban de hacer desmanes en las calles. A veces hablaban de que tal o cual universidad había sido ya cooptada por el PRI. Creo que ese fue el principio del fin, si es cierto que las cosas terminaron.

La noche del uno de julio, cuando se anunció que Peña había ganado las elecciones por casi seis puntos porcentuales, López Obrador salió a desconocer el resultado, pero no convocó a sus simpatizantes a ninguna movilización. «Nos vamos a ir por la vía legal», decía todos los días que daba conferencia de prensa y probaba que el PRI había invertido más de mil millones de pesos solo en la campaña de Peña. Ricardo Monreal, el brazo derecho de López Obrador, llegó a decirme que se había optado por confiar en las marchas del #YoSoy132 que en desgastar el capital político. Los jóvenes, tal vez sin saberlo, eran los únicos con los que contábamos quienes habíamos votado por Andrés Manuel.

¿Y luego qué pasó? Es muy triste lo que siguió. Para empezar, todas las pruebas que López Obrador entregó al Tribunal Electoral no convencieron a los magistrados de que el PRI, a través de un sistema de tarjetas de prepago, había comprado al menos cinco millones de votos el día de la elección; Peña, el último día de agosto, fue declarado presidente electo. Al mismo tiempo algo se apagó en los chicos, como si las brasas que llevaban dentro les hubieran estorbado de un día para otro. Por si fuera poco, Televisa tuvo la idea de invitar a algunos líderes del #YoSoy132 para un programa que se transmite todos los domingos por la noche. Deslegitimar el movimiento fue la consigna. Digamos que de julio a octubre se rompió lo que unía a los chicos y cada uno volvió a su yo de cada día. Dejamos de necesitarnos los unos a los otros. Así pasó con mi mujer. Sigo pensando que nuestra primavera no debió marchitarse.

Epílogo

Al político suelen fascinarle los símbolos. A Peña, por ejemplo, se le ocurrió que la insana Policía Federal debía cercar el Congreso de la Unión desde una semana antes de que fuera a rendir protesta como presidente. También anunció que volvíamos a los viejos tiempos, nada buenos por cierto, cuando la policía política mataba, secuestraba y desaparecía a las personas. Presentó un gabinete al que nadie le confiaría a sus hijos. Abrazó a Calderón, en el cambio de poder, como se abrazan los cómplices. E invitó a concurrir al Palacio Nacional a Paquita la del barrio, la popular cantante que lleva a la misandria hasta sus últimas consecuencias. Los periodistas han estado hablando de ello, pero no se han dado cuenta de que el verdadero símbolo estuvo en otro lado: en los gases lacrimógenos y las balas de goma contra los estudiantes. En la mayoría de los medios, a los chicos no se les ha dejado de tildar de salvajes y, al parecer, una buena cantidad de gente ha comprado esta historia. Yo no. Los testimonios de algunos familiares de los sesenta y nueve detenidos en Ciudad de México nos dicen, uno) que hubo infiltrados en la manifestación convocada por el #YoSoy132; dos) que la Policía Federal disparó directo a los estudiantes; tres) que entre los presos hay turistas, oficinistas, un trabajador de cine, estudiantes, un fotógrafo free-lance, pero no los que rompieron cuanto se les atravesó en Paseo de la Reforma; cuatro) que en el Ministerio Público los presos fueron tratados como animales; y cinco) que Peña quizá olvida, pero nunca perdona. En Twitter y otras redes sociales, el #YoSoy132 se ha tratado de defender. Ha exhibido videos donde un federal le dispara a un chico en la cabeza o donde uno de los infiltrados, antes de enfrentarse a los policías, platica con ellos como lo hacen los buenos amigos. Aún hoy, finales de diciembre de 2012, el #YoSoy132 no ha podido recuperarse de esta trampa, pero tengo fe en que lo harán. Después de todo, nada importante nace que no se tome su tiempo.

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