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Hay una imagen que me ha obsesionado siempre, desde que era un crío, como una sombra inquietante. Es una fotografía en blanco y negro en la que se ve a un hombre flanqueado por unos carceleros. Es el veintidós de abril de 1930. Simón Radowitzky viste traje cruzado, corbata y sombrero orión. Tiene la expresión contenida, el porte sereno. Nadie diría, al verlo en esa imagen congelada en la que está bajando las escalinatas de la entrada principal de la prisión de Ushuaia, que ese hombre ha estado encerrado casi veinte años en el penal del Fin del Mundo. La imagen se asemeja a un cuadro de época. Detrás del preso liberado hay un par de guardias con gorra de plato; uno con aire altivo, el otro, con la mirada extraviada. Más atrás, a un costado, casi fuera de foco, un hombre vestido de civil, gorra calada, observa con indiferencia la histórica escena de la salida del prisionero anarquista, como si aquello, la libertad recobrada, fuera el pan de cada día. Hay un figurante más en el cuadro, aquel que otorga equilibrio e intriga a la composición. Unos peldaños más abajo de Radowitzky, un guardia con bigote poblado extiende el brazo y con el dedo índice, mirada al frente, le indica algo al exconvicto. Por su expresión ceñuda parece darle una última orden: “El infierno por allá, Radowitzky”.
Pero no. No le ordena nada. El guardia solo le está informando que entre los curiosos que se agolpan para ver la atracción circense del día hay un periodista gallego esperándolo desde hace horas para hablar con él.
Como si se tratara de un penado, una copia de esa fotografía desleída por el paso del tiempo estuvo siempre guardada en un cajón de mi casa paterna. Solo mi abuelo la rescataba de vez en cuando de su reclusión para explicarme por enésima vez a quién señalaba el guardián bigotudo, quién era ese gallego que llevaba horas allí esperando al preso anarquista más célebre del mundo, el ruso Simón Radowitzky, el vengador, el mártir de la Idea, el hombre que a sus dieciocho años le había arrojado una bomba casera al sanguinario coronel Falcón en plena Recoleta porteña.
Cuando Radowitzky baja las escaleras, Jacinto Calero levanta la mano y el guardián cabreado extiende el brazo. Mi abuelo lleva ya varios días en Ushuaia. Lo ha enviado su periódico. No es un medio de comunicación al uso, no es lo que se entendería hoy por un periódico generalista, pero llegará a superar los doscientos mil ejemplares de tirada, más que cualquier periódico generalista de la época. Solidaridad Obrera es el órgano de expresión del movimiento anarcosindicalista del mismo nombre, germen de la CNT, la “organización”, a la que llegarán a estar afiliados casi dos millones de trabajadores, una red social equiparable hoy en día en términos relativos a cerca de la mitad de los usuarios de Facebook en España. Aunque en abril de 1930 la “Soli” estaba proscrita (la dictadura de Primo de Rivera prohibió su divulgación entre 1924 y agosto de 1930), calentaba ya motores para una inminente reaparición pública.
Cuando mi abuelo murió, en los años setenta, la fotografía pasó de su cuarto al mío. Fue una expropiación en toda regla, aunque en esos años yo todavía no tenía una noción clara de lo que era una expropiación. Solo pensaba que me correspondía a mí mismo, y a nadie más, custodiar un objeto que ejercía una extraña atracción sobre mí. Un día, mi madre encontró la fotografía en uno de mis cuadernos escolares. Y, claro, la requisó. Algo atroz debía de esconder esa maldita imagen prohibida. Cuando cumplí quince años, mis padres consideraron que era el momento de contarme, por una sola vez, la historia que había detrás de esa imagen.
Mi abuelo nunca fue un periodista profesional, era electricista y se había ganado un puesto como redactor en Solidaridad Obrera por su afilada pluma; no en vano, se pasaba la vida en los ateneos libertarios leyendo todo lo que caía en sus manos. El sindicato había tomado buena nota del impacto que había tenido en la campaña para la liberación de Radowitzky una entrevista que le había hecho un reportero del diario argentino Crítica en enero de 1930. Y decidió que la experiencia del anarquista ruso en prisión debía leerse con todo detalle en Solidaridad Obrera, voz de los desposeídos.
Jacinto Calero está pues en Ushuaia el veintidós de abril de 1930 con una misión: entrevistar a Radowitzky. Hasta ahí, mi abuelo es un héroe, el privilegiado militante plumilla que ha surcado el Atlántico para contarle a los obreros de Cataluña cómo es la vida de un preso libertario en el Fin del Mundo. Pero la heroicidad llega hasta ahí, ni un metro más. A partir de ese momento, la figura del abuelo se desmorona. ¿Por qué? En una noche de alcohol, y por una sola vez, mi abuelo se confesaría ante mis padres.
Entusiasmado por la idea de que Solidaridad Obrera vaya a publicar su historia, Radowitzky se explaya con mi abuelo durante varios días antes de embarcarse rumbo a Buenos Aires. El ruso le relatará en varias sesiones sus recuerdos de su paso por la cárcel de Ushuaia. A la velocidad de la luz, Jacinto Calero va tomando notas de las torturas infligidas a los presos, de la crueldad de algunos guardias y también de la conmiseración de unos pocos; de las huelgas de hambre, las campañas de los reclusos para exigir mejores condiciones carcelarias y, cómo no, de la fuga protagonizada por Radowitzky en 1918, tan audaz como accidentada.
Mi abuelo tenía tres pasiones en la vida: los libros, la revolución y las mujeres. El orden de prioridad variaba según las condiciones objetivas; la hora del día, principalmente. Por la mañana le gustaba leer. Devoraba con el mismo fervor los Episodios Nacionales de Pérez Galdós y los escritos de Malatesta. Por la tarde redactaba artículos incendiarios contra curas, militares y patronos. Y a la noche inventaba cualquier excusa para no dormir en el lecho conyugal. Jacinto Calero pudo haber sido un héroe pero le perdió la tercera de sus pasiones.
Mi capacidad para retener información siempre fue limitada. Por eso me hice periodista, supongo, para tratar de superar una tara, como a quien le regalan un perro para que le pierda el miedo a los animales. No recuerdo al pie de la letra todos los detalles que me contó mi padre, una única vez, sobre el viaje del abuelo a la ciudad más austral del mundo. Retuve que el azar quiso que Jacinto Calero se encontrara una noche con uno de los guardias a los que había visitado con Radowitzky, uno de los contados funcionarios de la prisión que había tratado correctamente al recluso 155 y a quien este, en agradecimiento, había querido agasajar llevándole unos juguetes para sus hijos. Retuve que el abuelo y el carcelero frecuentaron durante varias noches algo parecido a una casa de citas clandestina, un precario meublé austral donde el abuelo, putañero incorregible, se sintió como pez en el agua. Retuve que en esos encuentros el abuelo le había ido leyendo a su inopinado compañero de aventuras nocturnas algunos fragmentos de la entrevista con Radowitzky. Y retuve también —cómo olvidarlo— que allí, entregado a las caricias de alguna beldad polar, el abuelo se dejó olvidado una noche su cuaderno de notas. El relato de mi padre, o el recuerdo que yo tengo de su relato, se difumina a partir de ese momento. Parece que al abuelo el alcohol y las putas le dejaron la mente totalmente en blanco. Trató en vano de hallar su cuaderno y luego intentó rehacer la entrevista mentalmente, pero su capacidad de retener información siempre fue limitada. De Radowitzky se había despedido dos días antes. Su única salvación era encontrarse con el ruso en Buenos Aires. Pero el presidente Yrigoyen se interpondría en los planes de mi abuelo. Sin que Radowitzky lo supiera, el Gobierno argentino le negaría el desembarco en Buenos Aires y lo deportaría directamente a Montevideo. El abuelo cayó en una de sus frecuentes depresiones y no tuvo fuerzas para seguir a su entrevistado hasta Uruguay. Cuando regresó a Barcelona, sin exclusiva alguna en el capacho, se sinceró ante sus compañeros. Su confesión le valió la expulsión del sindicato y de Solidaridad Obrera. Haber pifiado el encargo podía perdonársele pero irse de putas con un carcelero no era la conducta que se esperaba de un revolucionario. Radowitzky se había quedado sin sus quince minutos de gloria en la red social libertaria más seguida del momento. Simón, hay que decirlo ya, nunca tuvo mucha suerte en la vida.
El nadador 155
Para lanzarse al agua en el estrecho de Magallanes hay que ser muy audaz o estar desesperado. O ambas cosas a la vez. Cuando el nadador 155 se zambulle en esas frías aguas, la mañana del diez de noviembre de 1918, solo piensa en su celda del penal de Ushuaia. Antes de saltar echa una última mirada a la escampavía Yáñez de la Armada chilena que se aproxima a toda máquina hacia su barco. Doscientos metros lo separan de un paraje conocido como Aguas Frías, en la costa de la península de Brunswick, tierra chilena. La audacia y la desesperación se funden. El nadador 155 se despide de la tripulación del Sokolo y en especial de Apolonio Barrera, el compañero del diario La Protesta que ha ido a rescatarlo al Fin del Mundo en una goleta. Luego salta y se encomienda a su suerte. Mal negocio.
Simón Radowitzky no es un nadador profesional. No puede serlo. Por muy diestro que haya sido con las olas en sus años mozos, lleva al menos nueve años sin ejercitarse en el mar. Pero el rugido del barco chileno lo espolea. Da una, dos, tres brazadas y siente que avanza. Levanta la cabeza y divisa una línea de tierra movediza. Si ha logrado escaparse del penal de Ushuaia, una fortaleza concebida a prueba de fugas, si ha sobrevivido a torturas y a celdas de castigo, si ha superado la humillación diaria de sus carceleros, ganar la costa se le antoja pan comido. El nadador 155 bracea sin descanso, sin mirar atrás. La línea de tierra se agranda. ¿No hay prueba que se le resista a este ruso porfiado? Han pasado ya cuatro días desde que se fugara de la prisión más inhumana de la Argentina; cuatro días lleva Simón Radowitzky respirando aire puro en el estrecho de Magallanes. Al cuarto día de libertad, cuando se tira al mar, vuelve a pensar en esos tres números grabados a fuego en su cerebro: uno-cinco-cinco.
¿Quién va a tener las agallas de escaparse del presidio de Ushuaia y salir luego ileso del Fin del Mundo?, piensan los ingenieros que diseñan el penal. El preso 155 hallará respuesta a esa pregunta en la Biblia, uno de los pocos libros que los carceleros le dejan recibir del exterior. En las Sagradas Escrituras encontrará Radowitzky las coordenadas del plan de fuga marcadas por los anarquistas de La Protesta: el compañero que lo irá a buscar, el lugar desde el que zarparán rumbo a la libertad… Un preso liberado del penal será el correo humano con el que el santo laico de Ushuaia anunciará a sus cómplices en el exterior la fecha aproximada de una fuga que tiene todos los condimentos de una de esas prodigiosas fábulas del Antiguo Testamento.
Temprano en la mañana del siete de noviembre de 1918, el preso 155 de la cárcel de Ushuaia se dispone a trabajar en el taller mecánico. Su cabeza es un avispero. Repasa una y otra vez el plan. Cuando encuentra la ocasión, va al baño y allí se enfunda el uniforme de guardiacárcel que ha ido armando con retales sobrantes. Será su salvoconducto cuando cruce el taller de hojalatería y enfile hacia la salida sin levantar sospechas. Si ha recibido ayuda en el interior de la prisión será un secreto que nunca desvelará.
El nadador 155 alcanza tierra firme. Está exhausto, respira aceleradamente, siente que va a morir congelado, pero logra refugiarse entre los matorrales hasta que los barcos se alejan. El nadador 155 se transforma en el corredor 155. Una, dos, tres zancadas. Corre Simón, las ropas empapadas, el corazón embalado, hacia Punta Arenas, meta volante de su libertad. Sabe que solo le queda eso: correr, correr, correr… Como aquella mañana de noviembre de 1909 que ahora no logra borrar de su mente mientras se adentra en el bosque de lengas. Las imágenes se suceden a toda prisa. Un joven nervioso aguarda el paso de un carruaje en la calle Quintana de Buenos Aires. Lleva un paquetito en la mano. Hace año y medio que ha llegado a la Argentina. Esa mañana ha salido temprano del conventillo de la calle Andes donde duerme. No le dice a nadie (¿a nadie?) adónde se dirige. Va directo al martirologio. La presa es de altura: el coronel Ramón Falcón, jefe de la policía porteña, látigo de los movimientos obreros, verdugo del Primero de Mayo. Un espadón envalentonado que no lleva escolta porque no cree que haya nacido el hombre que le sostenga la mirada. Esa mañana del catorce de noviembre de 1909, Falcón se acerca al cementerio de la Recoleta para darle el último adiós a su amigo Antonio Ballvé, excomisario de la penitenciaría nacional. Le acompaña su secretario personal, Alberto Lartigau, que también va a morir ese día. A la salida del cementerio, el milord tirado por caballos sigue la ruta esperada. Avanza por Quintana y dobla por Callao. A la carrera, el joven ruso alcanza el carruaje y arroja la bomba casera que ha fabricado en los talleres Zamboni donde trabaja. Cuando Simón lanza el paquete vengador está hipotecando su vida. Lo sabe pero no le importa. Todo sea por la memoria de los muertos del Primero de Mayo. ¡Boom! ¡Hasta nunca, Falcón! ¡Viva la anarquía! A Simón solo le queda ahora ponerse a salvo. Correr, correr, correr… Y como no concibe encomendarse a ningún Dios, se encomienda a su suerte. Mal negocio.
Perseguido por varios testigos que han presenciado el atentado, Simón Radowitzky acelera todo lo que puede su carrera. La venganza se ha consumado. Pero se sabe acorralado. Es hora del martirologio. En plena carrera, saca un revólver y se pega un tiro. Es Simón un vengador certero y un mártir chapucero. Apenas se ha hecho una herida en la tetilla derecha. Sus perseguidores le dan caza. “Vas a morir, ruso de mierda”, oye mientras se pregunta por qué diablos no está ya en el otro barrio. Su propia voz le confirma que está todavía en el reino de los vivos: “Tengo una bomba para cada uno de ustedes”, saluda a sus captores. Este Angiolillo imberbe no se arredra ante nadie. Perpetrado el atentado, se decreta el estado de guerra en todo el país. Y la represión cae como una maldición sobre todas las asociaciones anarquistas de la ciudad. Surge una vez más el eterno debate. ¿Es la violencia política un arma legítima para las reivindicaciones de la clase obrera? Cuando Simón Radowitzky toma el tranvía hasta Quintana y Callao se cree un revolucionario justiciero, no un asesino. El joven ruso ha estado en la plaza Lorea unos meses atrás, ese Primero de Mayo en que Buenos Aires ha presenciado una de las mayores concentraciones anarquistas que se recuerden en la ciudad. Treinta mil militantes se congregan en la plaza Lorea. Cuando la columna más combativa llega a la plaza, Ramón Falcón se aprieta los machos. Está ahí, en su particular frente de guerra, pergeñando ya la táctica de combate. Basta una chispa para que prenda la llama. Las primeras detenciones irritan a los manifestantes. Hay carreras y tiros. Una batalla campal, dirán algunos, pero los muertos los pone solo un bando: el de los obreros. Satisfecho, Falcón se acaricia las puntas de los bigotes. Ha vuelto a derrotar a esa chusma de rusos, italianos y españoles que quieren apoderarse de la patria de Roca. Esa carga de la caballería le recuerda a Radowitzky la represión ejercida por los cosacos del zar en su tierra ucraniana natal. Cuando meses después arroja la bomba casera al carruaje del coronel Falcón, Simón está vengando no solo a los trabajadores de la plaza Lorea. Está ajustando cuentas con su propio pasado. Su minoría de edad, demostrada in extremis por la partida de nacimiento que presenta ante las autoridades su primo Moisés, lo salvará del pelotón de fusilamiento. Le espera un destino más cruel: la vida en una celda de castigo en el penal de Ushuaia.
El corredor 155 ya está a punto de alcanzar la meta. Punta Arenas está a tiro de piedra. Le queda poco para consumar con éxito la fuga. Pero los tripulantes del Sokolo no han podido mantenerse callados en los interrogatorios. Enterada del lugar exacto donde se escapó Simón, la policía chilena bate la zona a conciencia hasta que localiza al fugitivo. El corredor 155 cierra los ojos y maldice su suerte.
No hay tregua para Simón Radowitzky. Penará doce años más en el Fin del Mundo, hasta 1930. Los dos primeros años posteriores a su fuga los pasará en una celda de castigo, a media ración. Cada mes de noviembre, sus carceleros le recordarán el precio de su rebeldía. Cuando salga de prisión, nunca volverá a pisar tierra argentina. En Uruguay sentirá de nuevo la humedad de una celda. Tendrá que seguir huyendo. Le espera la convulsa España de la Guerra Civil. Llegará a Cataluña en mayo de 1937, justo cuando el sueño anarquista empieza ya a declinar ante el empuje comunista. La República se desangra también en su retaguardia. Qué mala suerte, Simón. No hay lugar donde esconderse en Europa. Como tantos otros exiliados republicanos, a partir de 1939 buscará refugio en México y allí se transformará, hasta su muerte en 1956, en Raúl Gómez Saavedra, un humilde trabajador de una fábrica de juguetes.
Versiones de la vida en el Fin del Mundo
El vuelo de Aerolíneas Argentinas aterrizó puntual en el aeropuerto de Ushuaia el veintiuno de enero de 2011. Yo llegaba con décadas de retraso a Tierra del Fuego. ¡Cuántas veces me había quedado absorto delante del mapamundi al ver ese pedazo de tierra desgajado del continente americano! Y, sin embargo, nunca hasta ahora había tenido el valor de emprender el viaje que más de una vez había recreado en mi mente, una travesía reparadora con la que cicatrizarían todas las obsesiones de mi infancia.
Desde que me instalé en Buenos Aires hace tres años estuve buscando descendientes de los guardias que trabajaron en la prisión del Fin del Mundo. He de confesar que no fui constante en mi investigación. Cada vez que descartaba a algún descendiente, transcurrían varios meses sin que emprendiera la búsqueda del siguiente. La primera criba pasaba necesariamente por lo que podríamos llamar la conexión Radowitzky. El descendiente debía guardar algún recuerdo familiar sobre el célebre recluso. Durante mucho tiempo solo me llegaron respuestas negativas. Hasta que un día recibí un correo electrónico de un tal Marcelo Silva, nieto de un guardiacárcel del penal que, al parecer, había tratado a Radowitzky. Le escribí enseguida explicándole el porqué de mi interés y presentándome ya como el nieto del periodista español que había viajado a Ushuaia en 1930 para entrevistar al anarquista ruso. Su respuesta me dejó helado: “Tengo información de primera mano sobre lo que está buscando. Si viene por Ushuaia, podemos arreglar”. Le contesté enseguida. Quería más detalles sobre esa información “de primera mano” que decía tener en su poder. ¿Conservaba Silva el cuaderno de mi abuelo con la entrevista a Radowitzky? Quería saberlo todo. Pero mi interlocutor no dio más señales de vida.
El Fin del Mundo está de moda. Encontrar una cama libre en Ushuaia en enero es una tarea titánica. Miles de turistas se agolpan en la ciudad más austral del planeta para capturar con sus cámaras digitales atardeceres imposibles, cerros con nieves perpetuas, aguas transparentes, pingüinos aturdidos, centollas a la parmesana…
Después de muchos intentos fallidos encontré un cuarto libre. Conecté el ordenador y le envié un mensaje a Marcelo Silva: “Estoy en Ushuaia. Hostería Los Lagos. Llámeme, por favor”. Luego me fui directamente al museo del presidio, antes conocido como la prisión del Fin del Mundo, felizmente clausurada en 1947. Le había propuesto a una revista de viajes un reportaje sobre la célebre cárcel-museo, uno de los lugares más frecuentados por los turistas.
La visita guiada acababa de comenzar. En una de las galerías una joven explicaba a un nutrido grupo de visitantes las correrías de un personaje patibulario, Cayetano Santos Godino, más conocido como el Petiso Orejudo. Considerado el primer criminal en serie de la Argentina, el enano orejón era un matón de barrio con tan solo siete años. El joven matarife fue arrestado en 1912, con dieciséis años, cuando cargaba ya a sus espaldas cuatro asesinatos de menores y otros siete intentos frustrados. Confinado en Ushuaia en 1915, pasaría el resto de sus días en el Fin del Mundo. El Petiso Orejudo coincidió en la cárcel con Simón Radowitzky, al que ahora la guía dedicaba unos minutos de su exposición. Los presos políticos y los criminales despiadados eran, para las autoridades de la época, merecedores de habitar el mismo infierno. Mientras la guía narraba la atribulada vida de Simón, me entretuve un rato en la “instalación” que decora la celda dedicada al preso 155. Ahí estaba mi obsesión infantil hecha cartón: una representación en tamaño natural de la salida de prisión de Radowitzky. Tomé varias fotografías de la celda para mi reportaje; una de ellas, desde el ángulo de visión de los figurantes. Ahí enfrente debería estar Jacinto Calero, pensé mientras disparaba. Pero en lugar del turbador vacío que yo esperaba retratar, se colaron en el cuadro dos japoneses que acababan de irrumpir en la celda. Como no cesaban de entrar turistas en esa y otras “instalaciones” de la galería, emprendí la retirada. Sería mejor volver al museo en un horario menos concurrido.
En el hotel, el recepcionista me entregó un mensaje. Marcelo Silva me esperaba a medianoche en el flamante Casino Club, una mole de cemento inaugurada hacía solo unas semanas. Antes de la cita, me di un garbeo por el centro. Me llamó la atención la cantidad de puticlubs abiertos en una ciudad con aspecto todavía de poblacho a medio hacer. Tropicana, Red and White, Sheik, Candilejas… No tuve dudas: de haber llegado unas décadas más tarde, Jacinto Calero habría echado raíces en Ushuaia.
Marcelo Silva me esperaba en la entrada del casino. Era un grandullón de unos cuarenta años, ojos saltones y frente amplia. “Estamos de suerte, amigo, esta noche tocan los Súper Ratones, los Beach Boys argentinos”, me dijo nada más saludarnos. Al ver el inmenso vestíbulo semivacío con hileras interminables de máquinas tragaperras, pensé que tal vez hubiera sido mejor encontrarme con Silva en el Tropicana o en el Candilejas. El remake habría sido insuperable. Pero ya era demasiado tarde. Pedimos dos vodkas con naranja y Silva abordó enseguida el asunto que nos había convocado. Su abuelo Ciriaco había llegado de España sin un peso en el bolsillo y había aceptado el trabajo de guardiacárcel para salir de la miseria. Nunca fue despiadado con los reclusos, me contó; al contrario, casi todos lo apreciaban por su cortesía, inusual en un carcelero. Radowitzky no lo olvidó y visitó a Ciriaco a su salida de prisión. Lo acompañaba un gallego locuaz e irreverente. Con algunos matices, el relato continuaba por los mismos derroteros que el de mi padre. Cuando Silva llevaba más de media hora hablando, le interrumpí abruptamente.
—¿Y qué hay del cuaderno de mi abuelo, Marcelo?
Silva no se tomó a mal mi brusquedad. Me miró fijamente, pidió otros dos vodkas con naranja y sacó del bolsillo de la chaqueta una cuartilla doblada escrita a mano. Antes de entregármela, me contó que su abuelo llevaba un diario personal en el que escribía una o dos veces a la semana. Marcelo conservaba toda esa memoria familiar. Cuando recibió mi mensaje, revisó los cuadernos que correspondían a abril y mayo de 1930 y halló varios pasajes extensos que se referían a una entrevista realizada por un tal Jacinto Calero a Simón Radowitzky.
—Te copié acá esto para que lo leas tranquilamente; si te interesa, arreglamos con el original.
¿Eso es todo lo que puede ofrecerme Silva?, dije para mis adentros. ¿Una versión de la entrevista de mi abuelo? ¿Para eso me ha hecho viajar a Ushuaia? No lo podía creer. Silva se levantó con su copa e insistió:
—Vuelvo en un rato y arreglamos.
Las luces del casino se apagaron de golpe. Los Súper Ratones estaban saliendo a escena. En ese momento me apiadé de los músicos. La audiencia estaba en otra cosa. Los pocos parroquianos que se habían dejado caer por el casino se entretenían enchufando billetes en las ranuras de unas máquinas que ya no aceptan calderilla. Marcelo Silva al menos movía el pie al ritmo de la música mientras apretaba impulsivamente los botones mágicos de la suerte. El grupo se lanzó enseguida con Good Vibrations. No sé si era la banda sonora adecuada para mi lectura. Tampoco tenía la luz conveniente —una lamparilla roja encima de la mesa— ni estaba en el lugar apropiado. Pero me armé de valor y comencé a leer:
“29 de abril, 1930. He conocido hace unos días a Jacinto Calero, periodista y compañero de causa de Radowitzky. Me leyó algunos fragmentos de la entrevista que le hizo a Simón. Casi se me saltaron las lágrimas cuando escuché cómo le había relatado el ruso sus recuerdos en la celda de castigo. Le dice Radowitzky a Calero: ‘Estuve entre cuatro paredes desde el 30 de noviembre de 1918 hasta el 7 de enero de 1921. En el aniversario de mi evasión, la banda estuvo tocando bajo mi ventana varias horas, por la mañana y por la tarde. Así se divertían y creían que a mí me mortificaba recordar la fecha de mi fracaso. Pero yo me reía de esos treinta hombres, me reía de su crueldad’. Calero me dijo que Simón le contó su historia sin dramatismo, refiriéndose muchas veces a las penalidades sufridas por otros presos antes que a las suyas. Le dice Radowitzky a Calero: ‘Muchos presos no pudieron resistir la crueldad de los verdugos; algunos se ahorcaron, otros murieron de anemia o tuberculosis. Quien entraba en reclusión permanente sabía que se exponía a una muerte lenta’. Calero me confesó que no se pudo resistir y le preguntó a Simón si alguna vez se le pasó por la cabeza terminar de una vez con todo ese sufrimiento. Le dice Radowitzky a Calero: ‘Sí, muchas veces pensé acabar de una vez en vista del fracaso de mi fuga y de los malos tratos. Pensé en hacerme matar o en seguir el ejemplo del 122. ¿Y sabes por qué no lo hice? Para que no gozaran mis verdugos, por eso no lo hice’. El 122 se ahorcó, le interrumpí a Calero, que asintió y continuó leyendo…”
—Estas maquinitas son la perdición de cualquiera…
Con dos vodkas en las manos, Marcelo Silva me transportó de nuevo al presente: las maquinitas de la suerte, el hall alfombrado y semivacío, los Súper Ratones y sus versiones de ayer y de siempre… Nada más sentarse, sacó un cuaderno añejo de su chaqueta y lo puso encima de la mesa. Como estaba ya lo suficientemente borracho, no le costó mucho informarme de sus intenciones. Ese misterioso “podemos arreglar” se tradujo finalmente en tres mil pesos. Quinientos euros, redondeé mentalmente. Hay que estar loco de remate para pagar ese dinero por una versión de una entrevista, por muy exclusiva que fuera… ¡hace ochenta años! Pero el adelanto que me había dejado Silva me había puesto los dientes largos. El nieto de Ciriaco resultó ser todo un profesional del marketing. Estimulado por el alcohol, no dudé en cerrar el trato. Llevaba dinero suficiente previendo ya una buena dentellada del guardián de mi exclusiva. ¿No había tenido que pagar Cervantes dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo a un morisco por la traducción del original de Cide Hamete Benengeli que había comprado en la calle por medio real? Silva contó los billetes uno a uno y luego se despidió deseándome mucha suerte. Cuando se hubo marchado, me di a la lectura del cuaderno compulsivamente mientras en mi mesa se iban amontonando vasos vacíos. Leí y bebí y escuché versiones de los Beach Boys interpretadas solo para mí por una banda de roedores pop en el mismísimo Fin del Mundo.
La historia es cíclica, supongo. A la mañana siguiente de mi encuentro con Silva tenía pensado volver al museo de la prisión para continuar con mi reportaje, pero la resaca y una terrible desazón me obligaron a cambiar de planes. El cuaderno de Silva no aparecía por ningún lado. Solo tenía en mi poder la cuartilla que me había adelantado. Después de poner patas arriba la habitación, me dirigí al casino pero lo encontré cerrado a cal y canto. Pasé todo el día tratando de recordar lo que había leído en el diario de Ciriaco, la versión de la entrevista de mi abuelo. Estuve esbozando fragmentos de lo que recordaba haber leído hasta que el casino abrió sus puertas. Mis peores presentimientos se hicieron realidad. Nadie sabía nada de un cuaderno. Traté de localizar a Silva, le envié varios mails, pero no logré dar con él. Parecía que se lo había tragado la tierra. Derrotado, regresé a la hostería y seguí reconstruyendo el diario con más voluntad que acierto. La musiquilla pegadiza de los Beach Boys —de un remedo de los Beach Boys, quiero decir— no se me iba de la cabeza.
Al final, tenía la versión de una versión de la entrevista. Adelanté el vuelo de vuelta a Buenos Aires, pero antes llamé al editor de la revista de viajes y le comenté que finalmente no había hecho el reportaje sobre la cárcel-museo pero que tenía en mi poder un documento periodístico único. Me colgó el teléfono bruscamente. Entonces me pregunté si alguna revista actual habría enviado a un cronista al Fin del Mundo a rescatar una entrevista exclusiva con el preso-fetiche de los anarquistas.