Tienda

PUBLICADA EN

Revistas del espectáculo

Escribe
Julián Lucero
Ilustra
Miguel Rep
¿Qué pasa si le pedimos a un comediante de la escena local que escriba una historia trágica? Esa fue la pregunta que nos hicimos al inicio de esta nueva temporada, y este es el primero de los resultados. El maravilloso Julián Lucero no solo escribió un cuento oscuro y divertido sobre secretos familiares, sino que se nos reveló como un tremendo escritor.

Fumó toda la vida, obvio que cuando llegó el momento de ponerle un stent o algo en las venas ya estaban todas finitas y gastadas, no había nada para hacer. Carmencita. Mi abuela materna. Carmen vio todo. No recuerdo un momento de mi vida sin que ella tuviera un pucho en la boca, con uno prendía otro y así. En el Renault 12 te­nía cuatro atados de Derby suaves, siempre. Café y pucho. Hay dos tipos de fumadores, los de pucho en el cenicero y los de pucho en la mano. Carmen era el segundo caso, el peor, porque se manchan los dedos, las uñas. Trabajó en la cárcel veinte años y otros quince años en la rotisería frente a la terminal. Todos los días terminaba y derecho al casino. Café, pucho y maquinitas. Ochenta y ocho años, cincuenta y cuatro de fumadora. «¿Qué es lo que pasó, Carmencita?», le preguntaba todos los días en el hospital. Y ella con una cara de ojete absoluta me miraba sin los anteojos, ha­ciendo nebulizaciones. Yo sabía exactamente lo que me estaba diciendo. «No me rompas las bolas, Nahuel, te lo pido por favor. Si que­rés saber algo, hablá con tu hermana». Y mi hermana me decía que hablara con Carmen, que «si alguien te tiene que contar lo que pasó, es ella». ¿Qué cosa? La gente se acelera con la muerte como si escucharan el timbre del recreo, todo el mundo quiere hacer todo: busquemos los documentos, cobremos el se­guro, paguemos el cementerio.

¿Qué pasó ese fin de año? ¿Por qué tanto espamento? Yo tenía seis años y recién había terminado primer grado. Mi vieja trabajaba todo el día en el internado, mi viejo estaba en Río Turbio, en las minas de carbón, y venía una vez al año. Según Carmen, se fue para allá porque un tipo de Cholila lo quería ma­tar, así que no le convenía estar en la cordi­llera. Zona de cuchilleros, Cholila, y están los mejores jinetes también, porque Butch Cassidy les enseñó cuando vivió ahí con su banda. Setenta años después de eso, mi viejo estaba trabajando en Vialidad Nacional, cerca de Los Alerces, y se le ocurre ir a un baile, ponerse en pedo y engancharse con una mu­jer que laburaba en la municipalidad. Desde entonces tenemos una hermana más grande que mi hermana. Y tenemos un hermano que murió en un accidente, en diciembre. Mi vie­ja, después de eso, de la muerte de Mati, se fue a Chile, a trabajar en unas termas. Yo no fui nunca para allá, mi hermana sí, mi herma­na de padre y madre, digamos, a la otra no la conozco. La otra es Celeste; la mía, Ayelén, y el hermano muerto, Matías.

Carmencita era diabética, para variar, y le tenía que dejar una tableta de chocolate Águila cada dos o tres días dentro de la re­vista Caras, si no me cortaba los huevos. El fanatismo que ella tenía por esas revistas del espectáculo era ridículo. Gente, Paparazzi, Hola. Sabía absolutamente todo, cada año sabático que se tomó Nico Repetto, cada de­talle del romance de Vilas con Carolina de Mónaco. «La mujer más hermosa del mun­do», decía Carmen. También estaba obsesio­nada con la vida de Aristóteles Onassis, que estuvo en pareja con Jacqueline Kennedy y con María Callas. «Con María Callas, es in­creíble. Ricos eran los de antes».

El primer año que viví solo con mi abuela fue cuando entró en erupción el volcán chi­leno, el Hudson, en invierno. Quedó todo tapado de ceniza. Carmen me tejió varios abrigos coloridos, había escuchado en la radio que había una ola de depresión muy grande porque estaba todo horrible, se habían apa­gado los colores. Había una capa gris, medio marrón, un manto sucio sobre los autos, en el campo, y mataba a los animales, los dejaba enterrados. Para esa época mi vieja se peleó con Carmen, porque decía que todo esto era un castigo, ella estaba del lado chileno y era un infierno también. Mi abuelo era creyente, pero Carmen ni en pedo, era más atea que la mierda. Le gritó a mi vieja, por teléfono, que dejara de hablar pavadas. Mi hermana estaba en Bariloche con Mirta, una prima de Carmen, estudiando en el María Auxiliadora de allá. Hasta fin de año hubo ceniza en las veredas, en los techos. Al parecer eso fun­cionó como abono, porque a la primavera si­guiente todo estaba más florecido que nunca.

Mi hermana en el hospital me pedía estar a solas con Carmencita.

—¿Por qué?

No me respondía nada.

—Estate atento, por si pasa algo, de te­ner a mano el home banking, porque si se muere hay que hacer todo rápido, transferir. Dividimos esa plata, y la casa vemos, si que­rés te quedás el tiempo que sea ahí, si vende­mos dividimos, yo no voy a volver acá —me decía, como si yo no supiera.

—Te estoy preguntando por qué no pode­mos estar juntos con vos y Carmencita.

—Nahuel…

—¿Qué?

—No me rompas las bolas, cada uno hace lo que puede con lo que le tocó.

—¿Y mami? —le pregunté—. ¿Va a ve­nir? Es la madre —le decía—, aunque se lle­ven como el orto, que se venga a despedir.

La enfermera gordita que cuidaba a mi abuela nos escuchó. Mi hermana se mordió los labios y la miró con los ojos muy abiertos, como si fuera a darle un sopapo. La enferme­ra bajó la cabeza y se fue.

—¿Por qué no traes a los nenes?

—No voy a traer a los nenes.

—A que se despidan, aunque sea, Ayelén.

—Ni la conocen, Nahuel. Hacete cargo de tus cosas y yo me hago cargo de mis hijos, ¿te parece?

«Qué patas finitas tenés», me dijo Carmen cuando volví a entrar a la habitación. Después, como si algo la hubiese despertado, siguió hablando sin parar, como antes. «¿Viste lo gorda que está Mónica? No hace nada, y le gusta el chupi también. Claro, qué mierda, no se mueven y se la pasan chu­pando. Después dice que no le entran los pan­talones, que tiene los pies hinchados. ¿Cómo no va a tener los pies hinchados? Me acuerdo que Alicia Bruzzo tuvo un problema con unos remedios, con propóleo… Era hermosa ella, hermosísima, después engordó y murió. ¿Te acordás? Qué buena actriz, Atreverse, Alta comedia y una película que no me acuerdo… Era la madre de uno que era rockero, algo así».

Carmen siguió hablando de personas del espectáculo que habían tenido problemas de sobrepeso. Marlon Brando, que engordó después de que se murió la hija. «Si te está apretando el vaquero, adelgazá —decía—, porque si te acostumbrás a engordar cagas­te». Su primer comentario de este tipo se lo escuché cuando trabajaba en la cárcel y un preso le abrió la panza a otro con una nava­ja. «Se le salió todo para afuera», contaba. «Claro, si a un gordo al que le aprieta todo ahí en el abdomen lo abrís, listo, explota. Todas las tripas afuera».

Dos o tres horas después, tomando un ca­fecito en la vereda, se me acercó la enfermera.

—Tu mamá fue mi primera maestra. La señorita. La más buena de todas. La ñurda, cómo me costaba a mí la escuela. Ella se sen­taba conmigo. Las veces que se habrá sentado conmigo tu mamá. Por eso pude estudiar, por eso estoy acá. Mandále un beso si la ves.

—Dale, igual no la veo hace bastante.

—Me imagino, claro. Yo me acuerdo cuando ella se tuvo que ir, me acuerdo.

La enfermera se angustió y se fue.

Mi hermana estaba en la esquina hablando con el exmarido, le decía que a la noche iba a volver a buscar a los chicos, que estaba re­solviendo cosas.

Desde la otra esquina venía la Coca, la mejor amiga de Carmencita, caminando como podía, tambaleando. Me dio la mano, me miró en silencio. La llevé hasta adentro del hospital. Ahí se quedaron las dos amigas, una hora hablando, no vi llanto ni risas, como si estuvieran negociando. Coca le agarró la mano, recién ahí Carmencita amagó a llorar, pero nada. Salió la Coca y me dijo que hizo lo que pudo, que es mejor hablar las cosas, pero Carmen es terca.

—No pasa nada —le dije.

Coca no me miró a los ojos y se fue.

De pendejo le hice la vida imposible, po­bre Carmen. Le ponía la manguera en la ven­tana del negocio de la vecina toda la noche y la sacaba a la mañana. Después venía Ana a llorarle a Carmen que el negocio estaba inun­dado, que habría que arreglar las paredes. Más mala que la mierda era Ana. Carmen le decía que debía de ser otra cosa, y después me cagaba a pedos. Los fines de semana me iba con el Lechuga, un amigo de la secundaria, a buscar algún Citroën viejo por ahí para darle arranque, dábamos una vuelta y lo dejábamos en cualquier lado, en la plaza o cruzado en la avenida. Ella me bancaba siempre. «Está solo», le decía Carmen a la Coca.

Hace unos días nos tomamos un cafecito con el Lechuga, no lo veía hacía un millón de años. «Mi mujer no quiere que te vea, no quiere quilombo», me dijo Lechuga. «¿Qué quilombo?», le pregunté. «Qué sé yo». «¿Cómo “qué sé yo”? ¿Vos qué le decís?». «Que tuviste tus cosas, que no es fácil». Lechuga hizo un silencio y casi se pone a llo­rar. Bajó la cabeza, después la levantó. «Yo te quiero agradecer lo que hiciste por mí, ya te voy a devolver lo que me prestaste». «Vos no me tenés que devolver nada, Lechuga». «Mandále beso a Carmencita, qué genia», me dijo y se fue. La plata que le presté al Lechuga hoy serían cinco mil dólares, por lo menos, se había mandado una cagada grande. Son todos timberos los Roa.

Mi hermana se fue dos días antes de que muriera Carmen. Esa noche, antes de salir, nos comimos un sánguche de milanesa con pan casero en El Jabalí Rojo. Me dijo que no iba a volver, que tenía que averiguar varias cosas del colegio de los chicos, que hablára­mos en un tiempo.

—Le escribí a papi, le conté que la abuela se estaba muriendo y que vos estabas acá con ella.

—¿Qué te dijo?

—Nada, que le mandaba un beso.

Mi hermana se quedó callada, mastican­do, tomó un vaso de Fanta, dejó el sánguche a un costado y me miró enojada.

—¿Sabés lo que pasa? Carmen fue una hija de puta con mami, siempre hizo mucha diferencia con los tíos, y la cagó a palos toda la vida. Entonces, por más que haya sido bue­na con vos, tenés que entender que al resto de la gente no le pasa lo mismo. Hablá con ella, Nahuel, preguntále lo que vio.

No dije nada, terminamos de comer y ella se fue en la Traffic.

Entré a la habitación, y en la tele pasaban las mejores patadas del fútbol argentino de la última década. La ayudé a Carmencita a sentarse. Me preguntó si el té ya estaba tibio, le dije que sí. Ella se acomodó y mojó las ga­lletitas en el té con leche. Miró por la ventana y después hablamos un rato, por última vez.

—Esta tarde vi una película de Sandrini, más linda…

—Qué bueno.

La casa grande.

—¿La casa grande? ¿Cuál es?

—Esta que él… Vivían todos en una pen­sión, en una casa que… Viste, como seis hermanas, viste… Los maridos, todo. Uno trabajaba en el banco, otro trabajaba en no sé dónde, la cosa es que estaban todos. Y él trabajaba en una…, no sé, en un…, en un…

—¿Sandrini?

—Sí, Sandrini, pero él era soltero, y era el mayor de todos y no tenía novia, no tenía nada.

—¿Cómo se llamaba? ¿La casa de…?

La casa grande.

—Cierto, La casa grande.

—La mamá de él era una viejita que siem­pre es la mamá de Sandrini, la viejita esa de pelo blanco, viste. Siempre es la mamá de Sandrini, sale en todas las películas. Y… bueno, se ponen de acuerdo y dicen «vamos a poner entre todos». Sacan un crédito para comprar la casa. La cosa es que la termina pagando Sandrini. Porque uno de ellos tenía un…, una…, repartía muertos, una…

—Una sala velatoria.

—Una sala velatoria. El otro, porque ha­cía desagote de cosas, el otro trabajaba en el banco.

—¿Y él que hacía? ¿De qué laburaba?

—Empleado… Empleado, pero como era ordenado, le alcanzaba la plata y era solte­ro. Le pagaba a la madre, todo. Entonces se ponen de acuerdo en que van a comprar una casa grande para vivir todos, cada uno su pie­za, todo, viste, para estar todos juntos. Y esa casa grande lo enfermó a Sandrini. La cosa es que él terminó pagando todo, la hipoteca, porque la pusieron a nombre de él. «No lo podemos poner a él porque tiene familia, este tiene los hijos, el otro qué sé yo, lo ponemos al… “Carlitos”» (no sé cómo se llamaba), a Sandrini. Y Sandrini… Nadie pagaba… Claro, claro, claro. Él era un tipo que… No le interesaba… Él quería la felicidad de la madre. Hasta va preso. Claro, qué mierda, va preso, y no lo iban a visitar. La única que lo iba a visitar era una chica que lo quería mucho a él. El amor de la vida de Tita fue Sandrini. Vos sos bueno, Nahuel.

Carmen bostezó y a los dos días murió.

En la mesita de luz tenía algunas revistas, los lentes y un tejido. La enfermera se acercó.

—Yo sé que siempre estuviste cerca de tu abuela, y que ella te quería mucho. Que Dios te ayude —me dijo.

Otra vez era diciembre y estaba hermo­so, como para ir al lago o al río, al puente de hierro, a mojar las patas. Fui al contador, al abogado, terminé de firmar todos los papeles. En el pueblo ya llegaban los primeros mochi­leros y algunos turistas de la costa. Carmen no quería velorio, así que fuimos con la Coca y algunos muchachos que trabajaban en la rotisería, que me ayudaron a llevar el cajón. Le puse la colonia que usaba sobre la tumba, unas flores blancas y nos fuimos. La Coca me dijo que se iba a ir a Buenos Aires unos días a lo del hijo, el hijo es puto. Carlín.

Cuando volví a la casa, estaba mi vieja con dos o tres cajas grandes de madera que eran de mi abuelo. La saludé, pero no me respondió.

—Lleváte lo que quieras —le dije.

—Obvio que me voy a llevar lo que quie­ra, es mi casa esta.

—Hace bastante que no venís a tu casa.

Mi vieja siguió buscando cosas un rato. En un momento abrí las cortinas, el día estaba hermoso, pero ella las cerró con fuerza.

—Cómo estamos —le dije.

No me miró y se fue a la despensa, se guardó dos botellas de guindado y dos fras­cos de dulce de damasco del año pasado. Carmen hacía los mejores dulces del mundo. En el galpón del fondo estaban todas las co­sas de mi vieja, la colección de Corín Tellado, los cuadernos de guitarra, los trofeos de pa­tín, pero no agarró nada.

—Están tus cosas —le dije.

No me respondió.

—Tu hija me dijo que hable con Carmen, Carmen me dijo que hable con Ayelén. Pero nadie quiere hablar. Tu exmarido ni apareció. Mi viejo, no sé si te volviste a juntar o qué.

—No me volví a juntar, Nahuel, quiero llevarme estas cosas de mi papá y me voy.

Le pedí que se sentara.

—¿Qué fue la cosa tan terrible que vio Carmen? —le pregunté.

Mi vieja soltó las cajas en el piso, la ma­dera sonó como un mazazo. Se puso derecha, se acercó a la ventana, abrió las cortinas. Escuché que respiraba acelerada.

Puse una pava en el fuego. Me senté en el sillón de madera que había hecho mi abuelo, apoyé los brazos a los costados y esperé que hablara.

—Era el último día de clases, tu herma­na estaba en la escuela, yo en el internado. Carmen fue a buscar las revistas de mierda a lo de Chiquino. Cuando volvió, vos lo estabas ahogando a tu hermano en la pileta, en la pelopincho. Lo estabas aplastando con un rastrillo en el fondo. Dijo que tenías una cara que ella nunca había visto y las piernas rasgu­ñadas con sangre. Sonreías como una persona grande. Tu abuela te sacó de los pelos, pero Mati ya estaba muerto. El amigo de Carmen, Mario, el juez de paz, nos dijo que lo mejor era no presentar cargos.

—Pensé que me ibas a contar algo que no sabía —le dije.

Mi vieja se quedó en silencio y nos mi­ramos como dos gatos malos que se desco­nocen. En el patio, los damascos empezaban a cambiar de color. Ella se fue y yo entré al home banking de Carmencita y dividí la pla­ta que tenía en su cuenta entre hermanos. En otro orden de cosas, cumplí doscientos días de práctica en Duolingo, estoy haciendo el curso de italiano. «Ho una famiglia»: Tengo una familia. Me tocó justo esa frase hoy. Todas las palabras nuevas trato de ponerlas en papel. «Lo que está escrito no se olvida», me decía mi abuela cuando tenía que hacer los mandados.

También te puede interesar

Escribe

A principios de año Hernán Casciari organizó un taller virtual y logró que en pleno enero, con cuarenta grados, muchas personas escribieran sus historias. Aquí, algunas de las más votadas por los talleristas. (En varias, con la voz de sus autores).

Escribe

Una terapia puede ser muy extraña, sobre todo si uno de los protagonistas altera sus métodos. Juan Villoro cuenta una historia en cinco actos en la que analistas y analizados hacen lo que creen que pueden con lo que imaginan que les toca.

Escriben

Carlos Ulanovsky y Hugo Paredero forman parte del Consejo de Redacción de Orsai, y también tienen una columna este año en donde conversan sobre temas de dinosaurios. Hoy, el carnaval.