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Sábat bajo perfil

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Es muy complicado entender la política argentina. O explicarla. Por eso el trabajo de Sabat es tan inmenso: hace 40 años dibuja ese caos nacional y lo entendemos todos.

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El lugar está en su punto de hervor, pero Hermenegildo Sábat —nacido en Montevideo en 1933— lo atraviesa sin prisa, ajeno a ese incendio. En el estrépito típico de las tres de la tarde de un diario, su presencia no descuella: cruza los cien metros de la redacción de Clarín en silencio, ligeramente encorvado, un caracol que se pierde en el anonimato de un shopping.

Tras dejar algunos saludos a su paso, ingresa a su oficina, un santuario de dos metros y medio por uno ochenta empapelado hasta el techo con los héroes de su vida, artistas que lo acompañan, lo iluminan. Como cada día de los últimos cuarenta años, Sábat deposita su leyenda frente al escritorio, resuelve unos asuntos mundanos (revisa su correspondencia, charla con algún editor, atiende un llamado) y luego se lanza a cumplir con su jornada laboral: ilustrar —enriquecer— el mundo y a su especie más rara: los políticos. Es la sencilla rutina de un empleado pero, también, la consagración cotidiana de un genio. «Es mi trabajo», se ataja. «De esto vivo.»

En ese pequeño refugio con ecos tribunalicios en el que se amontonan pinceles y se respira un aroma a fábula, en el que abundan las huellas de su patria emocional —fotos de Louis Armstrong, Charlie Parker, Monk, Picasso, Kafka, largo etcétera— y se macera el mito, surgen los dibujos y las caricaturas que convirtieron a Menchi, como le dicen todos por aquí, en un artista querido y admirado. Son imágenes de las que hablará al día siguiente buena parte de la opinión pública argentina, pergeñadas con dedicación de orfebre desde ese discreto escondite del tamaño de un baño.

En su búnker, Sábat se entrega a su tarea con paciencia. Se zambulle sobre su escritorio, se hinca sobre la madera y la hoja en blanco. Primero contornea las figuras, luego las pinta. Trabaja con pluma, con tinta, témperas y crayones, como en el siglo pasado. En rigor, es un oficio sin tiempo que se explica por un mandato ancestral: su abuelo, que se llamaba igual que él, era un dibujante, político y periodista muy reconocido en Uruguay. «Murió un año antes de que yo naciera, pero yo vi todas las cosas que él había hecho», recuerda. «A los doce años publiqué mi primer dibujo y a los quince aparecí por primera vez en un medio.»

Sábat habla y se mueve con la parsimonia de un patriarca. Cuando se deshace la desconfianza inicial con su interlocutor, empieza a aparecer su dimensión real: es un hombre que hechiza con su mirada otoñal. Hay algo de maestro Yoda en su presencia, el tipo de personalidad que, sin proponérselo, genera magnetismo a su alrededor. A los setenta y siete años, este hombre del Renacimiento —además de pintar, escribe poesía, es fotógrafo y toca el clarinete— fue testigo privilegiado de los vaivenes políticos y sociales que experimentó su país de adopción en las últimas cuatro décadas. Él estuvo allí para interpretar con su pincel esos cambios. Para editorializar con su imaginación, para ilustrar lo ominoso, para hacer pensar a la gente.

—Hay que tener respeto por todo —dice con su voz grave—, hasta por los elogios, pero no hay que darles mucha importancia, porque pueden envenenar tu carrera. Esa forma de ser mía, de restarle importancia a esas cosas, pudo llevar a mucha gente a pensar que soy hermético. Pero la verdad es que creo que la cabeza tiene que funcionar únicamente en el trabajo.

—¿Se corren riesgos si no?

—Hay gente joven, muy joven, capaz de arruinar su carrera únicamente porque se ha dedicado a pensar más en ella que en su trabajo. Ha pasado. Es una profesión en la que hay que tener en cuenta muchas cosas. Fundamentalmente ser consciente de que el trabajo no va a hacer la revolución, no va a cambiar la vida de nadie, pero es una parte, importante, de eso que puede llamarse libertad de expresión. Hay mucha gente que piensa que uno haciendo esto está aspirando a hacer otra cosa, y yo a lo que aspiro es a hacer otro dibujo mañana. Es una profesión que hay que dignificar permanentemente y que no hay que arruinar, porque es muy vulnerable.

—Hoy pareciera que mucha gente solo busca trascender o, como mínimo, ser interpretada por el resto.

—Todo el mundo quiere poder. Pero mirá, un médico no es mejor persona porque le salvó la vida a alguien. Salva todos los días vidas y tiene que estar preparado para lo peor. Es su profesión. Lo mismo pasa con mi trabajo, cuando hay libertad absoluta, uno puede desarrollar su tarea.

—¿Sus dibujos siguen alguna búsqueda especial, o más o menos ya tiene un método?

—Bueno, yo no me muevo de ciertas cosas que fui consolidando con el paso del tiempo. Tengo una parte de simpatía por la actividad política, por la tarea que hacen los otros, eso a mí me llama la atención. Hay veces que, cuando sale bien el dibujo, se acierta, y otras veces que no pasa nada. Yo me alegro cuando se acierta, claro.

—¿Se considera afortunado?

—Tuve mucha suerte de vivir de mi trabajo, cosa que no es un privilegio, pero que es algo raro. Comencé a los quince años y sigo hasta hoy.

Todo arranca en 1954. Ese año, un veinteañero Hermenegildo Sábat ingresa a trabajar al diario montevideano Acción, dirigido en ese entonces por José Batlle, futuro presidente de Uruguay. En la redacción, a metros del dibujante, se sentaba Juan Carlos Onetti, el prestigioso novelista uruguayo. Onetti y Sábat trabaron amistad, la primera de una serie de relaciones personales que el dibujante estrecharía con escritores a lo largo de su vida, que incluyó, entre otros, al argentino Julio Cortázar, a quien visitó en París, donde vivía, y con quien compartía el gusto por el jazz en particular y por el arte en general. La cercanía le permitió a Sábat fotografiar y dibujar a Onetti infinidad de veces. Algunas de esas imágenes pertenecen a la historia universal de la grandeza. Y conformaron uno de los tantos libros publicados por el artista, Pesimista militante, en referencia al nihilismo crónico de Onetti. Cuando presentó esa obra en 2008 en Montevideo, Sábat se permitió la ternura con su viejo amigo: «Esta es la única forma que yo tengo ahora para acercarme a él. Yo lo extraño. Era un tipo único».

Luego de unos años en Acción, Sábat ingresó al diario uruguayo El País como dibujante. Poco tiempo después, en 1961, realizó un viaje que sería esencial para su formación definitiva: una visita a Nueva York que le permitió sumergirse en la vida y en la obra de Albert Hirschfeld, uno de los más destacados caricaturistas norteamericanos. Sábat había conocido a Hirschfeld en Montevideo y este, tras un par de situaciones más o menos fortuitas, lo invitó a vivir en su departamento de la calle 59 y Park Avenue, por donde desfilaba parte de la aristocracia del cine de entonces. Eran habituales las visitas de Lawrence Olivier, Marlene Dietrich, Lauren Bacall o Henry Fonda. En el edificio contiguo vivía Mark Rothko, el colosal pintor expresionista, con quien se cruzaba cada tanto. Sábat, además, disfrutaba del jazz en vivo de la ciudad. «Lo fui a ver a Duke Ellington, por ejemplo.» Un lugar apasionante en una época excitante: los años y los sitios de la serie Mad Men. «En ese viaje entendí muchas cosas. Conocí mucha gente», resume.

Tras la experiencia neoyorquina, Sábat regresó al Río de la Plata y comenzó a trabajar en publicidad. Se instaló en Buenos Aires, pero no fue una época dichosa, incluso estuvo varios meses desempleado. Ya estaba casado con Blanca, su mujer de toda la vida, con quien tramaba regresar a Uruguay. Los detuvo un llamado, el de Jacobo Timerman, un audaz editor argentino de origen ucraniano que ideó algunas de las publicaciones más importantes de las décadas del sesenta y setenta de Buenos Aires. Era 1971 y la propuesta le cambió la vida: «Cuando entré al diario La Opinión, todo se transformó. Timerman me dio la oportunidad de hacer mi trabajo y de que este tuviera mucha exposición».

A Timerman se le ocurrió crear un medio inspirado en el diario francés Le Monde, «que no tuviera fotos, escrito de forma excelente y que influyera más que ninguno», recordaría el director. Para eso lo convocó a Sábat, que tenía treinta y siete años y se encargaría de ilustrar el diario entero. El plan se llevó adelante y, aun en su corta vida (no más de cinco años) y sin ser un éxito masivo de ventas, La Opinión consiguió instalarse entre los grandes medios argentinos. A medida que el diario se convertía en un fenómeno periodístico del que se hablaba en los cenáculos del poder, la importancia de Sábat crecía en la misma proporción. Era habitual que los editores hicieran fila delante de su escritorio para que el dibujante ilustrara sus páginas, a tal punto que terminaba las jornadas con el antebrazo dolorido. «Algunos me pedían el dibujo primero y después veían cuánto iban a escribir.»

—¿Qué recuerda de aquella redacción y de Timerman?

—Yo a Timerman no lo conocía y la verdad es que, una vez adentro, no teníamos trato. Él elogiaba mi trabajo. Yo no era consciente de todo lo que estaba pasando, pero lo cierto es que el diario era una novedad; la verdad es que la única novedad era que no había fotos, estaban mis dibujos. Le estoy muy agradecido, claro.

Las caricaturas de Sábat empezaban a ser escrutadas por los ojos del poder. Según se relata en la notable biografía de Jacobo Timerman (El periodista que quiso ser parte del poder, de Graciela Mochkofsky), el ministro de economía argentino José Ber Gelbard llamaba a la redacción para quejarse porque Sábat lo dibujaba más pequeño que a uno de sus adversarios políticos. Se iniciaba así una larga saga de escarceos lejanos entre Sábat y el establishment, cuyos integrantes comenzaban, por un lado, a temerle, por la posibilidad latente de ser desnudados por su cada vez más afilado pincel y, por otro, a dispensarle un respeto artístico que trascendía cualquier apelación, incluso hasta cuando Sábat los ridiculizaba. Esa dicotomía continúa hasta estos días.

Un viejo compañero de redacción recuerda su sorpresa cuando ingresó a la antesala del despacho de Carlos Corach, un exministro del gobierno menemista (presidencia que, en los años noventa, terminó envuelta en un sinfín de denuncias de corrupción) y en las paredes de esa oficina colgaban varias ilustraciones que Sábat había hecho de él. Ninguna de ellas lo dejaba bien parado.

Sábat lo sabe, pero se incomoda al hablar de esas cosas. «Yo no sé, son cosas que yo no puedo…», se frena. Sábat está sentado y mira algún punto fijo del lugar, levemente hacia abajo. Mueve sus labios, traga algo de saliva, como si lubricara su mente, buscando con ese gesto la reflexión adecuada que le permita explicar, y explicarse, cuál es el sentido de todo eso que él genera. Y de repente sentencia: «Mirá, en los noventa yo lo dibujé a Menem aferrado al sillón presidencial durante ocho años, y si hubo un tipo que respetó la libertad de expresión fue él; eso no quiere decir que yo lo aprecie; aprecio eso, que es de algún modo lo que tiene que ocurrir, pero no ocurre siempre».

El «no ocurre siempre» tiene un destinatario: la siniestra dictadura militar que asoló al país entre 1976 y 1983, cuyas consecuencias —físicas y metafísicas— todavía golpean a buena parte de la sociedad argentina. En lo que respecta al trabajo de Sábat, que para 1973 ya era uno de los dibujantes estables de Clarín, eran habituales los llamados de algunos militares para preguntar el verdadero significado de sus dibujos. Querían desentrañarlos, estar seguros de que esas caricaturas imprecisas no encerraran alguna metáfora inadecuada. «¿Qué es esa banana que pende sobre mí?», preguntaba uno. «¿Por qué aparece un león en el dibujo?», quería saber otro de aquellos caballeros de la muerte, preocupados por la posibilidad de que un artista sensible pudiera arruinarles su depuración.

—¿Tuvo miedo?

—Mirá, yo no soy de revisar mis dibujos, pero el otro día encontré uno que hice durante el fin de la dictadura, en 1982, y la verdad que hizo que me agarrara la cabeza y pensara lo arriesgado que fue. Aparecen todos los presidentes militares (Videla, Viola, Galtieri y Bignone) vestidos de luto y llorando, como si fueran viudas.

El tiempo fue pasando y a medida que sus dibujos se convertían en clásicos, su figura adquiría un aura de respetabilidad indiscutible. En un medio y en una sociedad, como la argentina, que suelen alimentarse con la piel de sus protagonistas y, a la vez, conseguir que esos héroes estén pendientes de esa necesidad, Sábat consiguió mantenerse al margen de esa lógica tentadora. «No me gusta estar cerca del poder», dice.

Hace tres años, un episodio lo colocó en la palestra como nunca antes lo había estado. En medio de una dura batalla de poder entre el gobierno peronista y algunos grupos periodísticos y económicos, Sábat, que nunca fue concesivo, ni siquiera amable con sus dibujos políticos —al líder de los sindicalistas argentinos suele dibujarlo con las manos manchadas de sangre—, recibió una crítica pública de la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner. El uno de abril de 2008 Sábat dibujó a la mandataria con sus labios silenciados con una venda en cruz. De su costado izquierdo emergía, con inconfundible perfil, la figura de su marido, el expresidente Néstor Kirchner, a quien sus adversarios —y no tanto— señalaban como el propietario del poder en las sombras. Fernández de Kirchner tronó al verse reflejada de ese modo. Desde un escenario montado en la Plaza de Mayo, después de hacer una introducción sobre los largos silencios a los que había estado sometido el pueblo argentino durante la dictadura, descargó: «Hoy pude ver en un diario una caricatura donde tenía una venda cruzada en la boca, en un mensaje cuasimafioso. ¿Qué me quieren decir, qué es lo que no puedo hablar, qué es lo que no puedo contarle al pueblo argentino?».

Pocas veces la opinión pública fue testigo de una reacción tan unánime, y cariñosa, por parte de los diferentes grupos sociales y culturales de la Argentina, quienes salieron a respaldar a Sábat del mismo modo que, en la antigüedad, los integrantes de una aldea protegían a sus viejos profetas.

Pero en medio de un panorama mediático que comenzaba a polarizarse entre quienes, por un lado, apoyaban incondicionalmente al gobierno de Fernández de Kirchner sin permitirse un espacio de duda y, por otro, quienes criticaban sus políticas y, al mismo tiempo, comenzaban a verse interpelados, por primera vez en democracia, por algunos sectores del poder y de la gente, hubo una defensa que llamó la atención por sobre las del resto. Fue la opinión de Horacio Verbitsky, columnista político del diario oficialista Página/12, viejo compañero de Sábat en La Opinión y, probablemente, el periodista más influyente del gobierno del fallecido Néstor Kirchner y del posterior mandato de su esposa Cristina. «Rozar con la sombra de una sospecha al gran maestro del periodismo —escribió Verbitsky—, que desde hace cuarenta años regala excelencia y ética, a una persona exquisita como Menchi Sábat, que cuestionó las peores atrocidades cuando nadie se animaba, es una tontería indigna de quien la cometió. Sábat es un artista maravilloso y el mejor analista político del país. Su obra admirable requiere de un esfuerzo de interpretación. Sábat tiene derecho a opinar lo que quiera sin que nadie ponga en duda que lo hace de buena fe, como cada acto de su vida, de trabajador austero y obsesivo. Por eso, este sí es un mensaje mafioso. Los admiradores incondicionales del Maestro decimos: No se metan con el Menchi.»

Fiel a su costumbre, Sábat se llamó a silencio. Los días posteriores al encendido discurso de la presidenta no atendió a nadie y ni siquiera esbozó una defensa en el diario. Se sentó a trabajar, como cada día, frente al mismo escritorio en el que está ahora, detrás de sus anteojos de marco negro que reafirman su aire de personaje literario, acaso un símil rioplatense del entrañable Pereira, el protagonista principal de la bella novela de Antonio Tabucchi.

Así como a la poesía no se la define sino que se la reconoce, del mismo modo podemos decir que a Sábat no se lo puede precisar, sino disfrutar. Porque se podrá decir de Sábat que fue nombrado Personalidad Emérita de la Cultura Argentina (1997), o que ganó el premio Moors Cabot (Periodismo, Universidad de Columbia, New York, 1988), el Premio Nacional de Pintura (Montevideo, 1997) y el premio Homenaje de la Fundación Nuevo Periodismo que dirige Gabriel García Márquez, en 2005. Se podrá decir que publicó veinte libros, que sus dibujos ilustraron las páginas del The New York Times, Libération, The New Yorker y Fortune, que hizo decenas de muestras con su obra, que fue periodista, editor, corrector, que jugó al fútbol de niño, deporte al que se entrega los domingos para ver a su club, River Plate («¡Qué bien que juega Lamela!»), que cada mañana se despierta, pone un disco de jazz o de tango («Me encanta la orquesta de Aníbal Troilo de 1941, con Ástor Piazzolla») y comienza a soltar mariposas con sus dedos.

Se podrán ofrecer muchos datos biográficos, pero lo cierto es que todos están en internet y en las decenas de páginas que existen sobre su vida y su obra. Lo que no está ni en Google ni en ningún folleto es el hálito de bonhomía y sencillez que desprende su figura, un soplo de sabiduría que parpadea a su paso. Tampoco figura en su currículum su incomodidad ante los elogios y los galardones, como si todo aquello que genera resultara un incordio, una distracción inoportuna en su aventura existencial y no, como es natural, la consecuencia inevitable de la obra de un maestro.

Se dice que, por lo general, los dibujantes y los artistas plásticos son sujetos tímidos dados a la introspección y al método, capaces de permanecer hundidos en su tarea mientras el mundo se derrumba. Algo de eso hay en Sábat, sobre todo en su profunda convicción de que es en la tarea diaria y abnegada donde la civilización mejor defiende su especie y que eso, trabajar, es lo que un hombre como él tiene para darle al universo, simplemente porque de algo tiene que vivir.

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