Aquel lunes a la tarde, mientras Sandy tomaba impulso y sacudía cada vez con más fuerza las viejas ventanas de madera de mi casa, me di cuenta de que la situación, además de preocuparme, me excitaba. Noté que convivían en mí una sensación de temor por el daño que podía provocar el huracán (descendido poco antes a «tormenta tropical») con un entusiasmo insólito ante la posible aparición de un desastre. Una parte de mí, descubrí con algo de vergüenza, deseaba el Apocalipsis.
Esta realización duró un minuto. Me olvidé de ella y seguí tuiteando y relatando «en vivo» la marcha del huracán, especialmente para mis amigos y conocidos de América Latina y España que parecían interesados o preocupados —como casi todo el mundo— en la posible (aunque improbable) destrucción de Nueva York.
¿De dónde venía esta adrenalina? Razones objetivas no tenía: un paso implacable de Sandy por la ciudad me dejaría sin luz o sin ventanas o, peor, de frente a un tortuoso y exasperante camino de regreso a la normalidad. Esa noche, más tarde, me hice una pregunta más abstracta: ¿Era posible que estuviera deseando lo peor solo para sentir que estaba «viviendo» algo interesante? Esto me pasa a veces, y creo que me pasa no solo a mí: la mezcla de excitación y nerviosismo que uno siente cuando se entera de noticias dramáticas, como la caída del Muro de Berlín, el atentado contra las Torres Gemelas o, en el caso de Argentina, las revueltas callejeras y la incertidumbre presidencial de la última semana de 2001 nos contamina el juicio.
Emborrachados de «Historia», con mayúsculas, preferimos a veces tener una anécdota para contar en asados futuros (y una experiencia para recordar: la vida, en el fondo, es un disco rígido con experiencias) antes que hacer una evaluación razonada sobre las desventajas del desastre.
A quienes nos pasa esto, preferimos hablar poco del tema, porque nos deja mal parados. Pero es así: las noticias de desastres nos generan adrenalina, nos elevan el pulso cardíaco, nos permiten sentir, un poco patéticamente, que estamos más vivos. Como el tipo que se aburre durante la semana y, «para sentirse vivo», se tira en paracaídas todos los sábados, algunos de nosotros, infectados por el virus de la novedad, tenemos problemas para distinguir entre la importancia de una noticia y sus catastróficas consecuencias humanas.
En Brooklyn Heights, el barrio donde vivo, había el domingo por la mañana, víspera de Sandy, más tiendas abiertas de las que habíamos previsto. Cerrado el subway y suspendidos los autobuses, creíamos con mi mujer que la ciudad ya iba a estar acurrucada sobre sí misma, intentando protegerse lo mejor posible para el impacto. Además, habíamos visto por televisión las imágenes de los bordes bajos de la ciudad, donde el agua ya había dado el salto y avanzaba por las calles, especialmente en el downtown de Manhattan, en Red Hook (Brooklyn) y en el barrio de Jamaica Bay, en Queens.
Bajamos entonces a la calle, con el objetivo de comprar leche y pan (que nos habíamos olvidado de comprar el día anterior), y en la primera esquina nos encontramos con un tipo de barba que cargaba dos bolsas con el logo de Sahadi’s, la histórica tienda de productos mediterráneos sobre Atlantic Avenue. Nos abalanzamos sobre aquel hombre como si fuera el último humano sobre la faz de la Tierra: «¿Está abierto Sahadi’s?», le preguntamos. «Sí, todavía está abierto», nos respondió, con una sonrisa cómplice, reconociéndose parte de la misma tribu que nosotros, los incapaces de sobrevivir el huracán sin aceitunas y babaganoush.
Hacia allí salimos, entonces, casi trotando, bajo una lluvia finísima pero apenas perceptible. Había en el aire una atmósfera de estado de sitio, como si fueran los últimos minutos antes del toque de queda. Y en cierta manera lo eran. Había poca luz y poco movimiento: el cine, los bancos, las oficinas públicas y las escuelas del barrio estaban cerrados. El tráfico era mínimo. Y el ruido normal del centro de Brooklyn, que a aquella hora de un lunes normal es alto y constante (ambulancias, obras en construcción, motores de camiones), estaba casi enmudecido. Solo se oían los latigazos del viento contra los árboles y las ventanas de los edificios.
Aun así nos sorprendió ver bastante gente en la calle. El barrio está a solo trescientos metros de las áreas de evacuación obligatoria, vacías desde la noche anterior: a salvo (pero peligrosamente cerca) de las zonas de desastre. Algunas de las personas que veíamos tenían el gesto serio y concentrado de quien se prepara para una jornada difícil, como en efecto fue la de aquella noche y la del día siguiente. Pero otras personas paseaban sus perros o trotaban por las sendas para bicicletas, aprovechando la relativa calma de la mañana para hacer ejercicio. Para muchas de estas personas, que no tenían que ir a trabajar (ni habrían podido, aunque hubieran querido), el día del huracán había amanecido como un feriado.
Sahadi’s, en efecto, estaba abierto. Nuestra hipótesis inicial era que los inmigrantes yemeníes dueños y empleados del local viven cerca, en el viejo enclave árabe de Atlantic Avenue, y por eso no necesitaban ni el metro ni los buses para ir a trabajar. Pero después vimos que el supermercado Key Food, que no tiene nada de «local» ni de inmigrante, también estaba abierto. Y que también estaba abierta la farmacia Rite-Aid, en la esquina de Atlantic y Court Street.
Cuando volvimos a casa, vimos en la televisión y en la web que otros barrios de la ciudad mostraban paisajes similares: negocios locales abiertos, peatones distraídos aprovechando la tensa calma para tomar aire y desafiar, como dirían los gringos, a «los elementos».
¿Qué estaba pasando?, nos preguntamos. Para nosotros, que habíamos tomado nuestra excursión a la calle como una última aventura antes del bombardeo, esta sensación de normalidad era relativamente inexplicable. En La Bagel Delight, otro de los lugares históricos del barrio, paramos a comprar sándwiches de desayuno. Sus empleados, casi todos inmigrantes latinos, estaban ahí, preparando la comida y atendiendo a los clientes, como cualquier otro día. Le pregunté a Cynthia, la chica que trabaja en la caja registradora, cómo habían ido a trabajar. «Conduciendo, en carro», me respondió. Desde dónde, quise saber. «Desde Queens. Vinimos todos juntos en tres autos» . Eso explicaba parte del misterio.
En la televisión, mientras tanto, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, y el alcalde de la ciudad, Michael Bloomberg, advertían a la población para que no hicieran tonterías. «No hay ninguna necesidad de ir a la playa a tomar fotos», dijo Cuomo. Aquella mañana había muchísimas fotos en las redes sociales tomadas desde Coney Island y Rockaway Beach, dos de las playas neoyorquinas, documentando el avance de la tormenta y certificando el estereotipo del neoyorquino desafiante (y un poco arrogante) que no le tiene miedo a nada. Un día más tarde, esas mismas playas mostrarían dos de los paisajes más desoladores post-Sandy: bungalows reducidos a escombros, ramblas levantadas por el aire, familias desconcertadas, cruzadas de brazos sobre las pilas de basura, sus camionetas enterradas en la arena, los teléfonos sin señal, sus casas a oscuras.
En sus conferencias de prensa, Cuomo y Bloomberg hablaban con calma, haciendo equilibrio entre el pánico y la indiferencia. Evidentemente querían sacudirnos (a los neoyorquinos) de nuestro letargo, pero tampoco querían que nos volviéramos locos. Aunque no lo mencionaban, el nombre clave de aquella tarde-noche era «Irene», la tormenta de agosto de 2011 ante la cual Nueva York se había parapetado con dedicación y disciplina, pero cuyo paso había carecido del clímax anticipado por las advertencias oficiales y el deseo contradictorio de ansiedad y adrenalina.
Mi mujer y yo habíamos decidido aquel fin de semana ser parte de los indiferentes, aquellos que miraban con desdén a los exagerados que hacían dos horas de cola para comprar agua, pilas y latas de atún. Todavía confiábamos en que Sandy fuera, como Irene, una extraña decepción. Pero aquella tarde, viendo las conferencias de prensa, sucumbimos a la retórica oficial y al creciente enrarecimiento del clima general. Bajamos a Sahadi’s, compramos lo que hacía falta (las colas fueron largas, pero no horriblemente largas) y volvimos a nuestro búnker improvisado, confundidos sobre la situación y sobre qué queríamos que ocurriera. Para calmarme, empecé a tomar notas sobre lo que estaba pasando. Esta es una versión emprolijada de aquellos apuntes:
Lunes. Siete de la tarde
Se ha hecho de noche. Las noticias indican que Sandy ha tocado tierra entre Delaware y Nueva Jersey, reduciendo su velocidad pero acercando su impacto. El viento es cada vez más fuerte, pero siempre inconstante: momentos de relativa calma son sucedidos por latigazos inesperados y filosos, que hacen temblar las ventanas y disparar las sirenas. No hay por ahora repercusiones confiables sobre la situación en Nueva York. Muchas de las fotos que circulan por las redes sociales, como una que muestra a la Estatua de la Libertad coronada por un tornado amenazante, resultan ser falsas.
Ocho de la noche
El árbol frente a la puerta de casa se ha caído. Se ha desperezado con un «crrrack» que sonó como un trueno y después se desvaneció lentamente, como en cámara lenta, hasta cortar la calle. Cayó encima de un viejo Volkswagen Jetta plateado, uno de los pocos autos que quedaban estacionados en la cuadra. Minutos después, un grupo de vecinos y curiosos se ha congregado alrededor de las raíces levantadas. Parecen intercambiar opiniones sobre cuál sería el mejor rumbo a seguir. O quizás simplemente comentan lo sucedido y lo que está sucediendo: los fenómenos climáticos en general (y los huracanes en particular) generan una sensación de comunidad incluso entre vecinos que no se conocen o no se ven casi nunca. Momentos más tarde, el portero del edificio de al lado, un irlandés bajito y gruñón con el que tengo desde hace años una relación estúpidamente conflictiva, sale de su basement con una motosierra. La enciende, sin hablar con nadie, y empieza a cortar las ramas horizontales del árbol. Los vecinos miran. El motor de la motosierra pincha el aire, enmudeciendo por un momento el viento y la lluvia, que ya casi ha parado. Diez minutos más tarde, la calle ha sido liberada, las ramas y el tronco del cadáver de árbol apilados a un costado y el propio Jetta, con el baúl abollado y el paso un poco torpe, ha logrado zafarse y se ha alejado tranquilamente.
(El irlandés bajito y gruñón me odia desde que una vez, hace unos años, me negué a mover la moto para que él pudiera estacionar su paquidérmica pick-up Dodge. Me tocó el timbre un sábado a la tarde, despertándome de una siesta pospartido de fútbol, y me preguntó si podía correr mi Vespa de donde estaba. Bajé, medio dormido, y vi que el tipo quería insertar la Dodge —un vehículo ridículamente innecesario en una ciudad— en un lugar ilegal, a la salida de un garage que no se usa los fines de semana. Me negué, sin saber bien por qué. Ahí mismo, descalzo en la vereda, vestido con el pantaloncito blanco de San Martín de Brooklyn, hice un gesto muy argentino con el brazo y le dije que no tenía derecho a pedirme que moviera mi moto. Nunca nadie me había pedido algo así y nunca me lo volverían a pedir después. Desde ahí no hubo retorno. Seguimos odiándonos en silencio. Cuando nos encontramos, nos miramos a los ojos sin decirnos nada, los dos bastante ridículos, amenazándonos a la distancia. Una vez lo vi, desde la ventana de mi casa, vaciar un vaso de café helado encima del asiento de la Vespa.
Preferí callar, porque además de despreciarlo le tengo un poco de miedo. Es más pequeño que yo, pero tiene en los ojos una fiereza de clase trabajadora que me hacen sospechar una infancia dura en las calles de Dublín. Quizás me equivoco, pero prefiero no confirmar mis sospechas. Prefiero seguir masticando desde lejos mi supuesta superioridad intelectual).
Nueve de la noche
Pasa una cosa muy extraña. Cuando asomo la cabeza por la ventana, el aire está limpio, perfumado y tibio (la temperatura es de dieciséis grados). Huele a mar y a hojas húmedas. Me dan unas ganas enormes de desafiar la autoridad combinada de Sandy y de Michael Bloomberg, que nos han urgido a quedarnos quietos. Por el momento, decido obedecer. Mientras tanto, comienzan a llegar noticias de nuestros amigos y vecinos, la mayoría de ellas negativas: la gente se conecta a Facebook para anunciar que su barrio se ha inundado o para decir que se han quedado sin electricidad. Amigos en el sur de Manhattan, en Nueva Jersey y en Long Island avisan que están bien pero a oscuras, comunicándose desde sus teléfonos, que todavía funcionan pero se están quedando sin batería. El viento sigue sacudiendo fuerte, pero es difícil saber si es más fuerte o más débil que hace una hora. La vieja ventana de madera de nuestro baño se sacude y cruje fuera de control, haciendo un ruido terrible. Toda la noche va a parecer a punto de estallar.
Diez de la noche
Explosiones a lo lejos, en el horizonte, como si fueran relámpagos o fuegos artificiales. Dicen que son transformadores eléctricos, achicharrados por el agua salada que viene desde la orilla: barrios enteros que se van quedando sin luz. En casa, las lámparas pestañean incontrolablemente. Mientras esperamos el momento fatal (hemos preparado las velas y la linterna), nos quedamos sin TV por cable y sin internet, pero con electricidad. Prendemos, después de meses sin hacerlo, la radio. Y nos sentamos a oír las novedades, que no son buenas: la altura del agua en Manhattan es récord, hay más de un millón de personas sin electricidad en el área metropolitana de Nueva York y se ha identificado al primer muerto, un hombre de Queens a quien le cayó un árbol encima de la casa.
Once de la noche
«Lo peor ya pasó», dice Bloomberg en la radio. Pero insiste en que nos quedemos en casa y no hagamos tonterías. Usa, en efecto, la palabra «macho». «No se hagan los machos», pide, primero en inglés y después en español. La arenga del alcalde tiene, en mi mujer y en mí, el efecto opuesto. Nos dan ganas de salir a explorar. Hemos estado encerrados desde la mañana y nos hemos anestesiado (ya no nos parece tan terrible) con el ruido del viento y el aleteo de las ventanas. Nos vestimos y bajamos a la calle, pero es una decisión equivocada. Nuestra intención era caminar las cuatro o cinco cuadras hasta Floyd, nuestro bar favorito del barrio, ver si estaba abierto y, eventualmente, tomarnos un trago a la salud de Sandy. Pero no pudimos llegar. Los chasquidos del viento, arremolinado e imprevisible, nos ponían paranoicos, porque no sabíamos qué esperar. En los momentos más difíciles, las ramas de los árboles bailaban y crujían apenas por encima de nuestras cabezas. Parecía una película de zombis justo antes de la aparición de los zombis. No había nadie en la calle (nos cruzamos con una persona, en bicicleta, que no nos hizo ningún gesto) y solo se oían las sirenas endemoniadas de los bomberos y la policía, acercándose o alejándose por las avenidas. Las calles y las veredas estaban tapadas de hojas y ramas descolgadas por el viento, apelmazadas por la lluvia. A mitad de camino, asustados y confundidos, volvimos a casa, con un nuevo respeto por el huracán.
Medianoche
Seguimos sin internet ni televisión, pero con electricidad. El viento parece haber amainado, y ha empezado a llover otra vez. Circulan fotos, que esta vez parecen reales: las estaciones inundadas del subway (¿cuántos días tardará en regresar?), los túneles llenos de agua, la enorme fila de ambulancias para evacuar el hospital de NYU. A medida que Sandy pierde energía, también la perdemos nosotros. Después de varias horas de tensión, finalmente logramos relajarnos. Poco después estamos dormidos.
Martes. Siete de la mañana
Sigue lloviendo. Afuera no hay nadie ni pasa ningún auto. En la televisión, las imágenes del desastre son conmovedoras. Se mezclan una sensación de relativo alivio, porque la tormenta ya pasó y ya es un nuevo día, con la pesadumbre de comprobar que el trabajo verdadero empieza ahora. Escucho en la tele a un tipo joven y musculoso de Rockaway Beach, que desafió a Sandy toda la noche en su departamento sobre la playa: «Esto es realmente grave. No es una cosa que podamos sacudirnos de un día para el otro». Esa es mi sensación en este momento. Los neoyorquinos estamos acostumbrados al presente permanente, a creer que nuestra ciudad es indestructible y que cualquier problema eventual puede derrotarse y olvidarse en un par de horas. Hasta anoche, uno confiaba en que Sandy iba a ser algo parecido: un «problema» intenso y complicado, que iba a demandar lo mejor de nosotros mismos pero que dejaría a la ciudad virtualmente entera, lista para volver rápido a sus rutinas de siempre. Me parece que no va a ser el caso. Nueva York va a tener que dedicarse a tiempo a curarse y a tener paciencia. No está acostumbrada a hacerlo, pero no va a tener alternativa.
En 1933 fue un gorila gigante. En 1956, una invasión alienígena. En 1964, una guerra nuclear. En 1981, un motín en una cárcel. En 1996 volvieron los alienígenas. En 1998 fueron tres películas: una con monstruo (Godzilla) y dos con meteoritos (Armageddon y Deep Impact).
De las decenas de veces que Hollywood destruyó Nueva York en sus películas, desde la King Kong original hasta la Cloverfield de hace un par de años, la que más me hizo acordar el mes pasado al escenario post-Sandy es I am Legend, la adaptación de la novela de Richard Matheson protagonizada por Will Smith. En la película, Smith vaga de día por una Manhattan vacía, evacuada tras una epidemia misteriosa, pero se encierra de noche para evitar el ataque de los zombis, que merodean por Washington Square, frente a su casa. El mes pasado, en los días posteriores a la tormenta, el tercio sur de Manhattan estuvo durante días a oscuras y separado (porque estaban clausurados los puentes y los túneles) de buena parte de la ciudad. No funcionaban los semáforos ni los teléfonos: el poco tráfico que bajaba por las avenidas reducía la velocidad en las esquinas, asomándose a tientas; a la noche, los vecinos salían como espectros, armados con linternas, que usaban como antorchas con el doble propósito de ver el camino y anunciar su presencia a los extraños. Los restaurantes, sin heladeras ni hielo, regalaban su comida en la calle. Durante el día, peregrinos desconectados trepaban hasta la calle 39, donde desensillaban para cargar sus teléfonos, chequear sus correos electrónicos y calmar a jefes, amigos y parientes: «Mamá, estoy bien».
A la noche, volvían hacia el sur, hundiéndose en la niebla negra, o se quedaban, como refugiados, en departamentos de amigos en Brooklyn o los barrios altos de Manhattan.
Durante dos días no hubo reglas, pero tampoco caos. Ante la posibilidad de una erupción carnavalesca, los habitantes del downtown neoyorquino eligieron la calma, quizás contenidos por las imágenes que llegaban desde las costas de Nueva Jersey y de Rockaway Beach, donde el daño había sido mucho mayor. Es difícil vivir sin electricidad y sin transporte, pero mucho más difícil debe ser aprender a vivir sin casa o sin auto. Algo parecido pensé yo, desde mi casa seca y encendida de Brooklyn, mientras veía la lentitud de los pelotones de rescate y la progresiva apreciación de la dimensión del desastre. Me acordé de mi excitación anterior, en la víspera del choque de Sandy, y de mis ganas contradictorias de que ocurriera algo importante. Sentí vergüenza de aquel yo acelerado e idiota, pero también supe que no debía castigarme demasiado. Porque sé cómo soy y sé cómo somos muchos de nosotros: sé que la próxima vez, mareado ante la posibilidad de ser «testigo de la Historia» (qué cliché más lamentable), probablemente me va a pasar algo parecido: una parte de mi cerebro me va a decir que lo mejor es desear que no pase nada; y una parte de mis tripas, en cambio, se va a poner en señal de alerta, como si oyera la llamada de la tribu, lista para despertar lo peor de mí y hacerme desear, bordeando el autosabotaje, la destrucción de la ciudad donde vivo.