De Fontanarrosa a Malvinas.
Uno nunca sabe
—Qué cosa esto de los ídolos populares y los derechos de autor —me dice Chiri—… El otro día leí una nota de Mariana Enríquez sobre las groupies más salvajes del rock. Cuenta una historia buenísima de una mina que se llama Cynthia Plaster Caster. Cynthia era estudiante de arte. Los profesores le pidieron un molde de “algo duro”. Y Cynthia, que además era groupie de varias bandas, hizo moldes con yeso de erecciones de sus ídolos musicales: inmortailizó las porongas erectas de Jimi Hendrix, de todos los integrantes de la banda MC5 y la de Jello Biafr, entre otros. Pero el tipo que puso plata para el proyecto, un tal Herb Cohen, se terminó quedando con las esculturas. Cynthia reclamó. Fueron a juicio. Hace poco la justicia falló a favor de Cynthia y ella finalmente pudo recuperar las famosas pijas.
—O las pijas famosas —le digo, y cambio de tema enseguida, porque cuando nos ponemos a hablar de porongas se nos pasa la tarde en blanco—. Si tuvieras que recomendarle a alguien que no conoce a Fontanarrosa un texto introductorio a su obra, ¿cuál sería?
—Sin dudas “Puto el que lee esto” —me dice Chiri.
—Yo en cambio los aforismos de Ernesto Esteban Echenique, algunos los pusimos en los pie de página de la crónica de Seselovsky.
—No. Para un principiante es mucho mejor el cuento que te digo yo —me pelea Chiri—. Fijate este principio: “Nunca encontré una frase mejor ‘Puto el que lee esto’ que para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora. Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa”.
—¿Te acordás que fuimos al Complejo La Plaza a ver la obra que nombra el Chicho en la crónica? “Uno nunca sabe”. Chicho se acuerda de que uno de los actores era Gustavo Garzón, ¿el otro era Pablo Brichta? Chicho duda si la obra se hizo en el 94 o en el 95.
—Era el 94, porque yo trabaja en el kiosco de Santa Fe y Cerrito. En ese cuento está la frase “Esa mina me emputece”.
—Genial la búsqueda del significado de la palabra emputece en la crónica. Buenísima también la inclusión de las tapas de revistas del corazón —le digo.
—¿Sabías que en Chile la palabra ‘emputecido’ quiere decir enojado? “Estoy emputecido con este argentino weón que se cree el hoyo del queque, po”.
—¡Qué bien te sale el idioma chileno! —le festejo, pero no me agradece.
—Ahora —me dice—, qué locura lo que pasa en Rosario con el fútbol… El fin de semana fuimos con María a la presentación del libro de Decur, en Arroyo Seco, que queda cerquita de Rosario, y lo pude comprobar con mis propios ojos.
—¿Estuve buena la presentación de Decur?
—Magistral, la hizo en la Biblioteca Popular Rivadavia de Arroyo Seco, después fuimos a su casa, conocimos el famoso escritorio circular, nos mostró originales de sus dibujos. ¿Sabías que dibuja chiquito? Algunos dibujo los hace con lupa. El nivel de detalles que maneja es asombroso.
—Su último libro fue publicado por Ediciones de la Flor, la editorial de Fontanarrosa de toda la vida —le digo a Chiri—. Divinsky vio los trabajos de Decur y quedó de la cabeza. Igual que nosotros. Ese chico es un genio, va a volar altísimo.
—Linda la tapa del número seis que nos hizo —me dice Chiri.
—”Vuelven las sobremesas”, dice el cartelito.
—¿Vuelven, en serio?
Solucionas frívolas para la guerra
—¿Cómo es el reglamento oficial de la guerra? —le pregunto a Chiri— ¿Se puede impugnar un resultado alegando que un presidente era fascista, o tenía alzheimer?
—En la guerra no sé, pero en el fútbol no se puede —me dice Chiri—. Imaginate que Inglaterra dice: “Ok, el presidente de ustedes estaba borracho, anulemos el resultado de la guerra y empecemos a dialogar; pero el primer gol de Maradona fue con la mano, así que abramos la vía diplomática para ver quién pasa a la semifinal de México 86”.
—¡Qué linda pregunta para un plebiscito nacional! —le digo—. ¿Malvinas argentinas y un mundial menos, o campeones del mundo en México y Malvinas inglesas?
—Epa —dice Chiri, y se queda pensativo unos segundos—… Es como si hubiera que elegir entre que te arranquen los ojos o te corten el pito.
—Habría que juntar las dos cosas. Las guerras deberían dirimirse con un partido de fútbol entre las selecciones de los dos países en litigio.
—¿Y qué pasa si el partido sale uno a uno?
—Una isla para cada país.
—Sos un gordito frívolo —me dice Chiri—. Estás haciendo chistes con gente muerta. Te van a linchar en Twitter como a Gustavo Sala.
—¡No, lo digo en serio! Si ir a la guerra certifica que no fue posible una solución inteligente, habría que encontrar una solución estúpida, pero menos trágica. El fútbol es una solución frívola, es cierto, pero solamente te deja un par de lesionados.
—Puede ser —me dice, sin convicción—. Pero esa idea solamente funciona en países con poderío futbolístico. ¿Cómo resolvés un litigio entre Estados Unidos y Cuba?
—Ellos deberían jugar al deporte ese tan aburrido que la gente corre en un panal de abejas dibujada en el suelo y si la pelotita se va a la calle es buena noticia y que se juega con un palo de asustar ladrones.
—Béisbol.
—Sí, eso. No me salía la palabra.
—A mí me gusta seguirlo a @dieguez_ en Twitter —me dice Chiri—. Es gracioso y casi siempre tiene razón. A propósito de solucionar las guerras de otra manera, el otro día dijo: «Ves un par de capítulos de Sherlock y te dan ganas de regalarle las Malvinas a los ingleses y parte de la Patagonia también”.
—Es que los ingleses son geniales haciendo televisión. Me acuerdo de This Is England, la peli que cuenta la historia de los pibes skinheads en 1983, con Malvinas como telón de fondo. Y de la secuela, una miniserie que transcurre en 1986 en pleno mundial de México.
—¡Qué buena serie! —dice Chiri—. Inolvidable el actor que hace de Shawn, el peladito… Es el protagonista de la historia y en ese momento tenía doce años, la misma edad que teníamos nosotros durante la guerra. Eramos muy distintos a ese chico vos y yo…
—El peladito, en la vida real, se llama Thomas Turgoose y es un actorazo. No hubo nadie mejor que él, salvo Toscanito, el actor de “Pelota de trapo”. Yo creo que Toscanito es el mejor actor argentino
—Me encanta esa parte de la entrevista doble en la que Abelardo habla del sillón de lectura del siglo XIX. “Lo trajo el abuelo inglés de un amigo mío, que me lo regaló —dice—. Ese sillón ha soportado generaciones de niños desaforados, de perros de caza, de amantes repentinos, y ahí está. Yo se lo mostraba a mis amigos y les decía: ¿Ven? No se le ha aflojado un tornillo en un siglo; ahora imaginen los que es una fragata inglesa, un destructor, un caza de combate o un submarino atómico. Eso es más o menos lo que sentí, que vivía en un manicomio”.
—La idea de juntar a Castillo y a McEwan viene del cuento de Borges “Juan López y John Ward”. Era una idea que teníamos de la primera etapa de la revista y que quisimos concretar ahora, con el aniversario redondo.
—Y Garcés, un excelente médium entre ambos —me dice Chiri—, al mejor estilo José A. Pérez y su maravillosa Ouija.
De Curtis Garland a Gabi Wiener.
Lo importante es aprender a callar
—Hasta que conocí a Curtis Garland —me dice Chiri— las obras completas de Alejandro Dumas me parecían una epopeya.
—A mí las del viejo Juan Filloy, el más prolífico escritor argentino, si César Aira lo permite —le digo—. Filloy escribió casi ochenta novelas, setecientos sonetos y más de dos mil palíndromos, pero corre con ventaja: vivió ciento cinco años. Lo de Curtis es una locura.
—Es cierto. Escribía entre cinco y seis novelas por mes. A la mañana hacía una de detectives, después de almorzar una sobre asesinos en serie y a la noche una de vampiros de otro planeta. A lo largo de su vida escribió, en total, más de veinte metros de literatura.
—Y casi sin corregir.
—Claro, porque en el tiempo que le llevaba releer lo escrito Curtis te escribía otra novela.
—Yo una vez me di cuenta —le digo— que lo que tardo en escribir un cuento son doce minutos. El resto es tachar, armar cigarros y buscar sinónimos. Pero el tiempo en que las yemas presionan teclas, el acto puro de escribir, es menos de media hora. A veces demoro más en encontrar un título que en escribir un cuento de cuatro mil palabras.
—En el perfil, Laureano homenajea algunos de los títulos de las novelas de Curtis. “La leyenda de los hombres de oro”, “Corredores de la muerte”, “Yo, espía”… Y en la parte en la que cuenta la relación entre Curtis y Teresa aprovecha el título de una novela policial: “Ella sabe demasiado”.
—Gran historia de amor la de Curtis y Teresa. En todas sus novelas hay algo de ella, pero no de Barcelona, porque los editores le pedían escenarios exóticos.
—Al revés que el catalán Ruiz Zafón —me señala Chiri—, que vive en Los Angeles pero escribe sobre Barcelona. Sobre una Barcelona secreta y misteriosa, eso sí.
—Curtis recién ahora se pudo dar el gusto y publicar una novela que transcurre en su ciudad natal, Las oscuras nostalgias. La historia de un policía jubilado que intenta resolver un viejo homicidio; es su novela más personal.
—¿Es cierto que la tenía archivada en un cajón?
—Sí, y Tere, en vida, siempre le había insistido para que la publicara, porque era su favorita. Y él siempre le había prometido que iba a hacerlo. La novela está dedicada a ella, a su memoria.
—Me gusta el formato perfil —me dice–. Lo vamos a seguir haciendo. En la número cinco fue Kodama, ahora Curtis, ¿qué personaje elegimos para el próximo? ¿Y quién lo va a escribir esta vez?
—En la revista El malpensante hay una conferencia de Larissa MacFarquhar, una de las periodistas más grosas del New Yorker, sobre la forma en que ella elabora los perfiles. Está muy buena. ¿Sabés qué dice?
—Qué dice.
—Que lo esencial para llegar al fondo de los personajes es aprender a callar.
—Cuánta razón…
—Y cuenta una técnica muy curiosa de V. S. Naipaul para hacer entrevistas. Como al principio del diálogo la gente suele ser reacia a hablar de sí misma, y de que le hagan preguntas personales, Naipaul no tomaba notas. Hablaba un poco, escuchaba otro poco, decía ajá, ajá y movía la cabeza de acá para allá, pero nada más. Hasta que en un momento pedía un minuto y sacaba un cuaderno de su portafolio. “¿Podrías repetir eso?”, decía. Y escribía una línea. Entonces el entrevistado se ponía las pilas para decir algo más interesante y que él tomara otra nota. Quería complacerlo, que él escribiera algo más, y ya estaba dispuesto a hablar de lo que fuera.
—Hablando de buenos perfiles a escritores prolíficos —me dice Chiri—, no dejes de leer el que le hizo nuestra querida Gabriela Wiener a Corín Tellado. Ahí está todo lo que te interesa saber sobre la Gran Dama de la Novela Sentimental.
—¿Gabriela ya entregó la columna sobre su Armagedón doméstico?
—Acaba de mandarla. Esta vez escribe sobre los libros que salvó de su última mudanza. Trasladar libros es complicadísimo. Pesan, ocupan mucho espacio.
—Las mudanzas son nuestro Apocalipsis moderno, querido Christian Gustavo.
—Decímelo a mí.
De Series israelíes a Vigalondo.
La culpa de todo es de las esposas
—¡Qué buena serie es Homeland! —me dice Chiri—. Posiblemente lo mejorcito de las cosas nuevas que aparecieron en la tele.
—El protagonista de Homeland es un “topo” —le digo—. Llamar topo a los agentes encubiertos es un invento de John Le Carré.
—En realidad eso es un mito. Lo leí el otro día en Página 12. Le Carré inventó muchos neologismos para escribir sus historias sobre espías, pero la palabra «topo» es una creación de la KGB…
—Sea como sea, los topos están de moda. Homeland y Tinker Tailor Soldier Spy, la peli que se estrenó hace poco sobre una novela de Le Carré, están centradas en la búsqueda de un topo. Es decir, los protagonistas de las dos historias son agentes de inteligencia que se ocupan de cazar topos. La peli es una joya. Igual que Homeland.
—Según los guionistas de la versión americana, Homeland es una especie de Rip Van Winkle psicológico. ¿Te acordás de ese cuento? —me pregunta.
—Sí, la historia del tipo que se va al bosque, se queda dormido debajo de un árbol y se despierta veinte años después…
—Esa misma. Abre los ojos, mira su escopeta y la ve con el caño oxidado, el gatillo roto, la culata toda carcomida.
—Creo que al principio también había un perro. Pero cuando Rip se despierta el perro ya no está. Es lo primero que te llama la atención: algo raro está pasando, pensás.
—Después Rip baja a la aldea y no conoce a nadie: ve todas caras nuevas. Por ahí descubre que tiene una barba de medio metro. Y cuando llega a su casa la encuentra en ruinas… Es una gran historia.
—Al final Rip Van Winkle era un hombre manso y tranquilo, como Piero, como nosotros. Agarraba la escopeta y se iba al bosque para no tener que aguantar a su mujer, que era insoportable… Pero se queda dormido y se convierte en Walt Disney.
—No me acordaba que la culpa de todo era de la esposa —le digo.
—¡Claro! Como siempre —dice Chiri—. ¿Es cierto lo que cuenta Erlich en la nota? ¿Que si te querés divorciar en Israel hay que pedirle autorización al rabino? ¿Y si el marido no está de acuerdo la mujer no se puede divorciar?
—Parece que sí —le digo—. Yo tengo una teoría: creo que los matrimonios modernos fracasan temprano por culpa de la cama matrimonial: un invento espantoso. Hay que volver a dormir en camas separadas. Nadie te molesta, cobijas para vos solito, almohada individual, una hermosura.
—Completamente de acuerdo, querido Jorgito —me dice Chiri.
—La pareja precursora en el arte de dormir en camas separadas, me parece, fue la de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
—Pero después hubo más —me dice Chiri—: Woody Allen y Mia Farrow, Mirtha Legrand y Daniel Tinayre…
—Tim Burton y su mujer, directamente, viven en casas separadas conectadas por un túnel.
—Eso me gusta todavía más —me dice Chiri.
—James Stewart, en La ventana indiscreta, sabía mucho del asunto: no se quería casar para no terminar prisionero del matrimonio.
—¡Qué pelotudo! —me dice Chiri— Con Grace Kelly habría que casarse siempre. Rainiero de Mónaco la tenía muy clara.
—Qué buena película, La ventana indiscreta —le digo.
—Es un hermoso cuento de hadas, ¿no? Si tuviéramos una sección de cine en la revista deberíamos hablar de esa peli.
—Tenemos sección de cine.
—Ah. Mirá vos.
De Vespa a Brasileños.
Voy en moto y reboto como un peloto
—Lo que más me gusta de esta crónica de Iglesias Illa es que el tipo tiene una idea muy poco masculina de las cosas con motor —le digo a Chiri.
—Nosotros estamos peor, un paso por debajo de la línea evolutiva —me dice—. No sabemos manejar, no tenemos ni carné de moto. Somos la clase de tipos con esposa al volante.
—¿Cuánto hay de puto y cuánto de pereza en esa ideología? —le pregunto.
—Te voy a leer algo, a ver si te acordás qué es.
—Dale.
—”Un hombre llega en moto Vespa al Parlamento —me lee Chiri—. Tiene el pelo alborotado por el viento, un pantalón de jean, campera negra, bigote. Deja la moto estacionada en la entrada. ‘¿Cuánto piensa quedarse?’, le dice el guardia. ‘Si no me rajan antes, cinco años’, contesta el hombre.”
—Fácil —le digo—. Lo cuenta Josefina Licitra en la Orsai 2. ¿Pero pasó eso en serio o es leyenda?
—Sucedió. Fue el día que el presidente Pepe Mujica llegó al Parlamento por primera vez. No fue en auto con chofer. Fue en su motito Vespa.
—Qué hombre hermoso —suspiro—. El día que Rajoy vaya en moto este será un país habitable.
—Me interesé mucho en las Vespas después de leer a Iglesias Illa —me dice Chiri—. Parece que ese modelo de moto es un invento de Enrico Piaggio, que pensó una línea de scooter y le salió la Vespa.
—Típicos inventos que nacen de un error —le digo—. Como el dulce de leche o la democracia cristiana. Seguro que Piaggio nunca imaginó que su invento iba a terminar siendo cool.
—Mi viejo tenía una Vespa y no era cool —me dice Chiri—. El cine lo convirtió en algo cool. Antes de Nanni Moretti hubo otros ejemplos. En Vacaciones en Roma, Gregory Peck y Audrey Hepburn andan en Vespa todo el tiempo. En La dolce vita también aparecen Vespas. Jude Law en The Talented Mr. Ripley iba siempre en una Vespa…
—¡Qué churro Jude Law! Ir a Italia y no subirse a una Vespa es como ir a Tailandia y no hacer nada chancho.
—Hernán Iglesias Illa compró su moto en el Soho, que también es un barrio cool —me dice Chiri—. De Niro vive ahí, por ejemplo, y tiene un café que se llama Tribeca Grill. Cuando pienso en el Soho me acuerdo de After hours, la película de Scorsesse. ¿Te acordás? Nueva York, mediados de los ochenta. Griffin Dune se mete en un quilombo terrible, un laberinto lleno de personajes raros y peligrosos por ir al Soho, de noche, detrás de Rosanna Arquette. Gran película.
—Acá en España la tradujeron como ¡Jó, qué noche! No tienen perdón de Dios.
—Pero el Soho que muestra After hours no debe tener nada que ver con el actual —dice Chiri—. Ahora es un lugar con «mercadería casi siempre demasiado cara y estrafalaria para mis gustos, más humildes y más conservadores», como dice Hernanii.
—No le digas Hernanii a Iglesias Illa —me quejo.
—Él mismo lo escribe así.
—Ya sé, pero una cosa es escribirlo y otra decirlo —le explico—. Cuando decís Hernanii parece que Iglesias Illa se hubiera quedado sin frenos al final del nombre.
—Debe ser jodido chocar en una Vespa.
—Peor era chocar en las Zanellitas que usábamos nosotros en Mercedes. En la industria automotriz argentina la carrocería es tu cabeza. ¿Era así la frase?
—No sé. ¿Las motos Zanella son industria argentina? ¿O brasileña?
—En esa época no sé, pero ahora todo es brasileño: la cerveza, los alfajores, las motitos…
—Qué putos que son. Nos están ganando en todo.
—¿En todo, te parece? —le digo, con dolor.
—Café.
—Sí, eso es obvio…
De Brasileños al Gran Surubí.
Chismes sobre los vecinos de arriba
—Qué belleza —le digo a Chiri, un poco excitado— Qué bien escriben los hijos de puta. Cada cuento tiene algo, una imagen imborrable, una idea intensa. El primer cuento, el de Nazarian, más allá de lo truculento es pura poesía…
—¿Fue complicado de traducir?
—Bastante, pero quedó…
—¿Y el segundo? —me dice— ¿El del tipo que no se da cuenta de la mitad de su cuerpo? Me encanta. Es una linda metáfora. Y no parece escrito por una mujer.
—Acabás de hacer un comentario machista muy desagradable —le digo—. No lo voy a permitir en mi revista. Y menos voy a permitir que te metas con Andréa del Fuego.
—¿La conocés?
—Por supuesto. Ahora hace mucho que no actualiza, pero antes seguía su blog todos los días: andreadelfuego.wordpress.com. La admiro profundamente.
—Yo me hice fanático de Ana Paula Maia —me cuenta Chiri—. No tenía idea de quién era. Al único que conocía de los cuatro era a Nazarian, porque estuvo en el grupo del Bogotá 39 con Mairal y unos cuantos más.
—Che, entre nosotros —susurro—, parece que Nazarián está bastante loco. Fue barman en Londres y tecladista en una banda de glam-rock. Y me chusmearon que también es modelo…
—La que tendría que ser modelo es Ana Paula. ¡Y cómo escribe! “Al final, lo que queda son los dientes…” —recita Chiri, excitado—. El cuento tiene un aire a episodio piloto de tele que me encanta. El accidente, las luces en la ruta, los socorristas llegando al lugar del hecho, los fierros enmarañados…
—En realidad no es un cuento —le digo—. Es el primer capítulo de una novela. Pero cuando lo mandó nos dimos cuenta de que funciona como un cuento.
—Leyendo sobre ella me enteré que publicó su primera novela por entregas en internet: “A guerra dos bastardos”, se llama. Empezó con un blog sencillito y las visitas fueron creciendo cada vez más hasta que una editorial se interesó en su trabajo, como te pasó a vos.
—Galera también es un escritor muy activo en internet.
—Un mago, galera… Yo lo sigo en Tumblr (ranchocarne.tumblr.com) —me dice Chiri—. “Cada instante es un universo entero” es uno de los grandes méritos de Karina en esta antología, porque hasta ahora el cuento estaba inédito. Es el último cuento que escribió y nosotros somos el primer medio en publicarlo.
—Tenés que leer “Dientes guardados” de Galera. En ese libro hay un cuento de culto. Es la historia de un chico que se emborracha, se sube al auto y sale a atropellar perros por la calle. El narrador te describe el proceso en el que mueren los perros, lo analiza, pero en el fondo vos te das cuenta de que es un pibe sensible… Se llama “Manual para atropellar cachorros”.
—Lo voy a leer —me promete.
—En la web hay una traducción al castellano, pero no tiene la aprobación del autor. Yo quería publicar en esta antología algo de ese libro, pero Galera le dijo a Karina que prefería que no, porque eran cuentos que veía muy lejanos en el tiempo, con errores, llenos de candor juvenil.
—El trabajo de compilación de Karina fue espectacular.
—Sí, se pasó meses buscando esos cuentos. Todas obras de escritores jóvenes, en algunos casos muy jóvenes. Y la mayoría lindos, estéticamente hablando.
—Decime lo que quieras, pero yo no tengo más ojos que para Ana Paula Maia —me dice Chiri—. Ahora que lo pienso no estaría nada mal empezar con la dichosa antología de escritores lindos, aunque no sé si nosotros tenemos escritores tan lindos como los brasileños…
—¡Claro, boludo! Nosotros tenemos a Gonzalo Garcés, que es un bombón. ¡Y a Mairal!
—¿Mairal es lindo?
—Es hermoso, parece D’Artagnan —le digo—. Cada vez que entrega los sonetos de “El Gran Surubí” yo le pido que me los mande en audio. Le digo que es para la versión de la revista en iPad, pero en realidad es para mí. Apago la luz y escucho los sonetos con su voz…
—Jorge. Estás enfermo.
De Cruz Diablo a Gustavo Sala.
¿Y qué va a pasar ahora?
—Siempre quise —le digo a Chiri—, de chiquito, leer historias por entregas en una revista, como en el siglo XIX. Y me pone contento que hayamos elegido tan bien: a Pedro, a Leo y a Caro. Son obras completamente diferentes, y cada una tiene algo que… No sé cómo llamarlo.
—¿Buena literatura?
—Sí. Debe ser eso. ¿Sabés lo que me pasa? Me encanta poder admirar a la gente que labura con nosotros. Oyola tiene eso que tanto nos gustaba de Saer, ¿te acordás del Saer de finales de los ochenta? Tiene esa profundidad luminosa…
—Y Carolina sabe muy bien engancharte con los finales —dice Chiri—. Viene del guion, de las buenas series de tele. La hija de puta me deja realmente pensando en cómo va a seguir.
—¿Y lo de Pedro? Yo creo que está haciendo una obra inmensa.
—Lo de Pedro es mortal —me dice Chiri—. En el primer capítulo, el protagonista del “Surubí” empieza hablando de sus dramas con las mujeres y termina atrapado en un mundo de hombres. ¿Es un castigo o una salvación? “Una parte de mí sintió un alivio, y otra parte de mí me dijo quieto”.
—Me causa gracia cuando están recién llegados a la isla, unos trecientos tipos, todos vestidos como los habían cargado: un irlandés, otro que queda con el disfraz de payaso puesto… Y después de la gran orgía, de esa rarísima partuza patibularia, se definen parejas, cambian apodos y el protagonista deja la cocina y sale a buscar al surubí guazú. Realmente es impecable cómo está contado todo. ¿Qué va a pasar ahora?
—¡Eso es lo que me gusta de los folletines! El “qué va a pasar ahora”, lo que tan bien dibujó Decur en la tapa del número cinco. ¿Qué va a pasar con el Viejo que bajó del monte, en el folletín de Oyola? ¿Y quién es el Viejo en realidad? ¿Y de dónde salió ese león que se le viene encima al changuito?
—Me lo explicó Leo el otro día —me cuenta Chiri—. La historia transcurre en el norte argentino, y él está siendo muy meticuloso con las palabras, los modismos, el dialecto… Y en el norte al puma le dicen león. No sé si sigue habiendo pumas en el norte… También hay o había tigres, que en realidad son yaguaretés, en guaraní.
—¿Y el Uturungo? ¿Qué animal será?
—Erlich, que es tucumano —dice Chiri—, me contó que el Uturungo es una leyenda típica de su provincia que a él de chico lo hacía cagar en las patas. Me dijo que es un tipo común y corriente que por las noches se convierte en puma y sale a comer a los que andan solos por el monte. Dice Erlich que, de día, hay una manera de identificarlos porque tienen un pedazo de piel colgando del cuello, como un escapulario. De noche se los identifica por sus garras de cinco dedos.
—El que nunca va a poder identificar a nadie es el pobre cocinero del cuento de Carolina —le digo—. El otro día Tonga (que trabajó mucho en gastronomía) decía que conoció muchos chef como el personaje de “La laguna”. Y este se está metiendo en tremendos quilombos, todo por una mentira pelotuda, por la alarma de un celular que no sonó cuando tenía que hacerlo.
—Esa trama de mentiras que se van haciendo enormes me hacer acordar a El adversario, la novela de Emmanuel Carrère. Es una de las mejores novelas que leí en los últimos tiempos. Te pone los pelos de punta, leéla por el amor de Dios.
—¿De qué se trata? —me entusiasmo.
—Un tipo, Jean-Claude Romand, mentía desde los dieciocho años. Le había hecho creer a todo el mundo, incluso a su familia, que era médico de la OMS en Ginebra, pero vivía de pequeñas estafas que le hacía a gente muy cercana a él. Cuando no pudo caretearla más, mató a su esposa, a sus hijos y sus padres y después intentó suicidarse, pero fracasó.
—Tiene razón Carolina: qué mierda es la clase media, está llena de gente con problemas.