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Tengo una tesis sobre Camila

Escribe
Gabriela Wiener
Ilustra
Powerpaola
Gabriela Wiener y Camila Sosa Villada hacen karaoke por chat. Se envían audios cantando, compiten, se ríen. Entre canción y canción, conversan sobre la vida, los cuerpos y el estreno de Tesis sobre una domesticación, la película basada en la novela de Sosa Villada. De esos cruces domésticos nace este texto.

Tengo una tesis sobre Camila. Bueno, en realidad, tengo varias tesis sobre Camila, pero no voy a soltarlas tan fácilmente. Primero quiero asegurarles que esto se está escribiendo con insumos de algo parecido a una cascada de partículas de vida privada —si eso existe—, un reel de encuentros y chats últimos que tienen la verificabilidad de un ChatGPT, pero de inteligencia natural y de cierto calibre. Incluso ha hecho falta una advertencia, y eso que nuestra conversación viene de atrás, o sea, de la confianza. Y me la hace ella a mí:

—No me tires a los haters, Wiener. Me he vuelto una vieja cobarde. Yo ya no puedo más, yo ya he estado en pija en la pantalla. Ya no sé qué más quieres que haga.

Es verdad, qué más podemos pedirle a Camila Sosa. Todos la buscamos por la novedad de la recién estrenada películabasada en su novela Tesis sobre una domesticación (Tusquets).

Yo quiero que la película sea un pretexto para releer la novela. La película me la acabo de ver, y la muy perra tiene razón: está fantástica en el papel de «la actriz». Y eso le ha provocado un nuevo subidón. Eso y que —como ya contó en todos los medios argentinos— tenga un amante por cada día de la semana.

La tentación de compararla con «la actriz» es alta —a la escritora también le chupan el culo en el ascensor—, pero no flaqueamos; somos unas profesionales, entendemos de autoficción. Ahora bien, hay algo innegable: el pito de la ficción es su pito. Todo lo demás será ficción, pero eso no. Finalmente, se lo he visto, y medio mundo también.

—¿Que me has visto el pito? ¿Has visto qué pituda soy? ¡Qué pituda!

—¿Quién es Camila Sosa? Yo no conozco a ninguna Camila Sosa. Sí me suena una Camila Sosa Villada, una trava de cuarenta y pico que vive en Córdoba, Argentina, que escribió algunos libros, algunas obras de teatro, y que está un poco desilusionada del mundo que la esperaba cuando dejó la prostitución en los parques y los balcones. Pero a esa tal Camila Sosa no la conozco de nada.

Si ella prefiere hacerse la loca sobre quién es, yo puedo decir algo al respecto, ir tirando alguna tesis más. Uniendo esta vez pedazos de cuerpo y de palabras que ha ido dejando en libros y escenarios. Esto no es una tesis, es una constatación: Camila escribe sobre su culo, sobre su madre, sobre su padre, sobre su niñez, y a Camila le gusta citar a García Lorca. «¿No hay acaso travestis que añoran ser madres como Yerma?», se preguntó una vez. Si en su novela Las malas la aparición de un bebé abandonado desataba la ternura maternal en el corazón de la comunidad de travas del parque, en Tesis sobre una domesticación vuelve la maternidad como uno de los grandes temas de la existencia travesti: quien no es madre es hija o es huérfana. «Ella no quería la casita, el esposo y el hijo: ella quería su egoísmo», escribe sobre el personaje de la actriz que acaba en una casa perfecta al lado de un esposo y un niño casi perfectos. Domesticada por amor.

La actriz y su marido adoptan un pequeño niño con VIH que corona una existencia de deseos y comodidades burguesas fácil de satisfacer. El niño les pregunta un día qué es un travesti, y la vida sigue.

—Las travestis practican la maternidad clandestina desde siempre, realizan su deseo discreta y silenciosamente, casi como un crimen. La maternidad es como un crimen. Qué bien suena eso, ¿no crees?

Ya lo creo, y la escritura es un detective casi igual de perfecto que el crimen. «La escritura nace de ese momento. El deseo de escribir encuentra que soy fértil, que soy una hembra viable para incubarlo, pone sus huevos y yo lo cargo dentro de mí como una madre», escribe en El viaje inútil, ese pequeño libro autobiográfico sobre cómo se empieza a ser la que una es: «Mi primer acto oficial de travestismo no fue salir a la calle vestida de mujer con todas las de la ley. Mi primer acto de travestismo fue a través de la escritura».

A Camila Sosa la conoce todo el mundo. Sobre todo, desde que en 2019 publicó la novela Las malas, una ficción real maravillosa de una comunidad de travas putas en torno a un parque cuasi encantado y un bebé caído del cielo, una historia de madres con tetas, pero sin leche, y sus hijas, un relato de deseos y desamor travesti inspirado —solo en parte— en los años en que ella ejerció la prostitución, la tristeza debajo de la purpurina. No le quedó otra que aceptar la fama. Pero ni cuando al mercado y al establishment empezó a importarle, ni cuando más personas empezaron a reivindicarse como mujeres trans por el mundo ni cuando más malas se pusieron las terfas transodiantes Camila dejó de llamarse «travesti».

—Me siento más travesti que trans porque soy de otra época, porque fui puta, porque me tocó forjarme bajo otras reglas, sin leyes, sin protección, sin consenso. Porque me hice travesti en los noventa. No sé si aún continúo siéndolo, o si me gustaría seguir siéndolo y ya me convertí en una mujer trans, pero eso es lo que me pasa.

Tengo la tesis de que Camila —como Lemebel y otros escritores que salieron más de la calle que de la universidad o de los talleres— es una tremenda intelectual con pose antiintelectual. Se hace la frívola, la interesada, rehúye las quedadas de escritores pakis, pero es honda, tierna, huraña, cuando habla y cuando escribe, cuando se ríe de todo, cuando baila, cuando actúa, cuando grita improperios y raja de todo el mundo.

Un día le pido a Camila que me regale una tesis sobre sí misma. Y lo hace:

—Siempre quiero ser la más culta. No la más inteligente. La más instruida. La que puede encadenar un párrafo a una escena particular. Por ejemplo, cito un verso de Lorca a un amante que quiere volver a coger conmigo: «Hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora». O estoy en silencio con mi mamá y le digo: «La noche se puso íntima como una pequeña plaza».

Ahora me toca a mí: aunque no sea nada marxista en el discurso, Sosa Villada es una escritora con conciencia de clase. Algo que es de agradecer y no abunda. Sosa juega con ese fuego cruzado. En la novela, lo que une y separa a la pareja del abogado y la actriz es la clase. Pero ¿de qué clase son las travestis?

—Bueno, seguimos siendo pobres las travas. En mi generación, son raros los casos de las que repuntamos económicamente. Trabajamos con el cuerpo hasta que el cuerpo aguante, hasta que deje de ser deseable. Seguimos siendo pobres y prostitutas, eso es muy triste.

En Tesis sobre una domesticación, Sosa construye el poderoso y espejeado retrato de una exitosa actriz transgénero en el punto más álgido de su carrera escénica; alguien con su propio dinero bien ganado, una tipa popular e influyente, egocéntrica y feroz, que ha renunciado orgullosamente al amor e incluso al deseo. Hasta que en una fiesta conoce al abogado, un hombre atractivo, amante del buen vivir, muy adinerado, también muy maricón, que la arrastrará por una espiral de deseos aparentes, la empujará por la superficie del vacío que provoca ese querer lo que nunca habíamos querido, brillando por fuera, pero aceptando como zombis la tentación del fracaso íntimo, secreto.

Sosa escribe pasajes brillantes sobre las paradojas del deseo, las trampas del amor, la mierda de la pérdida; diálogos brutales de tan verdaderos, con la boca suelta y el nervio tensado, para recrear la historia universal de las renuncias humanas y la carrera absurda, inútil, que estamos dispuestas a emprender por los bienes y los privilegios que, de alguna manera, blindan nuestras vidas condenadas a la vulnerabilidad. Como si así fuera a doler menos. Pero, aunque cada vez parecen más sólidos y sofisticados los caminos para la pareja, algo salvaje sigue corroyendo sus cimientos. Entonces descubrimos ese otro territorio de la memoria —tan indómito como sacrificable— de la protagonista, contado con la punta de un bisturí por esa especie de narrador académico no binario. Ninguna lógica —ni urbana, ni masculina ni burguesa— puede interferir en su rebelde y libérrima deriva en los campos y los ríos que casi fueron su tumba después de sufrir una horrenda violación grupal en la infancia. Allí donde la quisieron mal, se hizo irrefrenable.

Esa historia, decíamos, también es una película dirigida por el director argentino Van de Couter. Camila, además de la autora del texto, es coguionista e interpreta a la mujer que salió de su mano, una especie de hija bastarda y negada de ella misma, su álter ego retorcido. Y lo mejor es que es cine argentino, una adaptación de una novela argentina y actuada por argentinos, todo eso que el Gobierno de Milei ha desfinanciado.

La película me encanta. Lo único, le digo, es que me sorprende la brecha entre el final del libro y el del cine, y algo de la estructura. Son cosas que pasan, pero igual me confunde. Me parece tan importante la progresión de la ciudad al campo, de la pareja a la familia que hay en el libro… Lo prefiero al contrapunto y a ese final algo desdibujado del film. Camila me cuenta que el director tenía otra idea de final, pero ella se resistió a grabarla, le pareció un delirio: una escena delante de un toro, desnuda, bañada de sangre… Se sentía en riesgo.

—Renuncié en medio del rodaje y tuvieron que hacer el final con lo que tenían.

Tira y afloja entre el director y la actriz escritora, como un capítulo extra del libro. La película que refleja la novela, y la vida que refleja todo. Y otra —o la misma— actriz imposible de domesticar. ¿Qué se siente actuar tu propio libro, tu propio otro yo en la ficción de otro? Ay, eso sí que es delirante.

—¿Te digo la verdad? Yo pensé que se iba a sentir mejor, y no fue así. La industria del cine es muy distinta a la literatura, que es el terreno de lo infinito. Nosotras no tenemos ningún límite a la hora de escribir más que el que pone nuestra imaginación, que puede ser más o menos fértil o perversa, pero no hay tantos obstáculos.

Camila canta:

—Está lloviendo, / ¿quieres dar un paseo / hasta casa? / ¿Piensas tú que me cuesta / mucho esfuerzo, / ir del brazo contigo, / caminar junto a ti.

Mira por la ventana.

—Me parece que se está por mudar la señora que tenía todas esas plantas lindas y que el chico ese tiene un nuevo proyecto…

Vuelve.

—Pensé que lo iba a pasar mejor, pero, claro, hubo algo, y es que yo conocía a ese personaje de punta a punta, yo sabía lo que estaba haciendo, yo tenía una consciencia superior de lo que estaba haciendo, y yo no me podía equivocar en eso… Ese personaje necesitaba más libertad, y ellos han insistido con esos planos secuencia que, pa’ mí, estaban muy bien, pero me han vuelto loca.

Se pelea con el director.

—No me peleé con el director, tomé distancia de él.

Se ríe. Habla con alguien. ¿El electricista?

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué haces esa cara? ¿Que estoy mintiendo, dices? Se ríe acá mi amigo, qué mala persona. Bueno, sí, me peleé, pero por diferencias creativas. Jajajaja.

Ahora estamos otra vez al chat. Hablemos del hombre, le digo. A veces pienso —y ahora más, después de leer Tesis…— que nadie conoce más profundamente al hombre que una travesti. ¿Confirmas?

—Sííí. No hay ninguna especie sobre la tierra que conozca mejor a un hombre que una travesti.

¿Por qué?

—Porque, como valíamos menos, como éramos vistas como de una categoría inferior, ellos se permitían mostrarse tal y como eran solo con nosotras. Se mostraban como las personas más violentas y desagradables del mundo, o como las más frágiles: se acurrucaban a llorar una vez que terminaban de coger porque la mujer no los quería, porque el trabajo no les gustaba, porque los hijos no les daban bola, por amor, porque no sabían cómo hacer para amar a una travesti… Así que sí, me parece que sí.

Hablemos de pitos y de culos, vuelvo a implorarle, solo porque en las revistas no suelen ser tema de conversación. Hablemos de esos dos fenomenales órganos que tanto aparecen en tu novela, que parecen haber sido creados por Dios para encajarse por los siglos de los siglos, amén. Hablemos de los pitos y de los culos más allá del pecado de la sodomía. Hablemos sincera, literaria y hermosamente. Hablemos de su euforia y su peligro, de su horror y su ternura.

—El marqués de Sade decía que era antinatural meter el pito por una concha, el culo era la forma en la que mejor se adaptaba. No lo creo, pero en la naturaleza sí están predestinados. Los animales se relacionan mucho mejor con su culo y con su pito de lo que nosotras las humanas supimos hacer. Ahora bien, cuando un culo y un pito calzan perfecto, que es como decir «esa pija está hecha para mi culo» y viceversa, el mundo es perfecto, el mundo es maravilloso, no hay nada que hacer. De repente, el mundo es hermoso.

Inevitablemente, recalamos en uno de nuestros temas favoritos: las lavativas, que según Camila es el arte de las pasivas, el arte de destrozarse la flora intestinal para que el culo parezca una concha.

—Tenía una amiga trava, la Pachi, que decía que el culo es la concha de las travestis. Entonces nos cagábamos de risa. Si alguien intentaba convencerla de que el clítoris tenía más terminaciones nerviosas, la Pachi se reía. «Qué va a tener más», decía, «ahora te lo voy a demostrar».

El culo como el aleph sexual.

Camila se está comiendo un pan proteico todo lleno de legumbres, escucho sus mordidas. Dentro de un rato llegará «el hombre perfecto», que es como llama a su electricista. Aquí va otra tesis caprichosa sobre Camila: siempre está lista para enamorarse y nunca está lista para ser domesticada. A veces la imagino del brazo de un marica vestido con un traje reluciente que se compró para ella y un ramo de rosas que se parecen a ella, cruzando los pórticos europeos para recibir un premio literario y volver en limusina. Y otras veces la imagino garchando con el electricista y encendiendo toda la ciudad de golpe. Pero aún me quedan algunas dudas sobre el abogado y la actriz.

Le confieso que lloré en dos momentos del libro, porque cada quien llora por lo que llora: cuando en la fiesta de su boda ella se retira y se asoma a la ventana a «mirar cómo es su mundo cuando ella no está en él». Me conmovió su arranque de soledad elegida, siento que he hecho tantas veces eso o he estado tentada de hacerlo. Si hay algo divertido en no estar, es poder ver qué hacen los demás sin una. Si hay algo divertido después de la muerte, que sea eso, por favor. Para alguien tan protagónica como la actriz, es una fantasía inversa desaparecer de la imagen. Y también lloré cuando los dos primitos están en la cama y la niña le dice «te amo» y el niño le responde «yo también». Después de un día al lado de la familia, algo como el amor honesto de la infancia. La madre de la actriz dice que darle amor a ella es tirarlo en saco roto.

—Bueno, mirá, es lo que hay. Así es el amor, el amor no se puede acumular, el amor se pierde. Y si nosotros no entendemos que no hay ganancia en el amor, entonces vamos a seguir teniendo relaciones de mierda. Porque el amor se pierde, no hay forma de que el amor se capitalice, siempre cae en saco roto.

¿Es la travesti incapaz de amar?

—Bueno, quizá en términos patriarcales lo sea, ella no sabe de ese amor. Ella se sacrifica, y cómo. Ella tiene un hijo para él, si eso no es amor… A pesar de que la maltratan, ella vuelve y vuelve y vuelve… Recuerda que en el pueblo siempre se escapa y, sin que lo sepa nadie, va hasta la casa del borracho que le salvó la vida y se lo monta, y es la única persona que le hace el amor a ese borracho perdido. Esa persona sí sabe amar, pero no ama en los términos en los que todo el mundo está esperando que ame.

Tengo una última tesis sobre Camila Sosa: no hay manera de confirmar ninguna tesis sobre Camila. Quizá, que no ama como todo el mundo. Quizá, que la vida es un karaoke. «Aaah», la escucho gritar, hacer sonidos guturales. Literalmente, hace lo que se le canta. Luego me envía un audio cantando «Mambo» de Yma Sumac, intentando alcanzar sus altísimas notas. Siempre competimos. Es algo típico de las escritoras, una enfermedad que no ha venido a curar el feminismo. Yo le mando mis intentos, un poco mejores. Está decidida a vencerme, pero no lo consigue: fui soprano en un coro universitario.

—No me la sé, soy muy tonta, señor Gabrielo, soy muy tonta. Soy contralto, no soy soprano, cari.

El día que presentó mi libro en Buenos Aires, hicimos un karaoke presencial, ella cantando a su ídolo Sandro, yo canciones en ruso. Pero nuestros favoritos son los karaokes por chat, porque siempre terminamos en lo mismo: la disputa por quién llega a los picos de Yma Sumac. Yo le digo que ya lo tiene todo: los premios, la belleza, los hombres, el cine… Me pongo terfa, le digo que pare de borrarnos a las mujeres, que me deje lo de la voz de soprano a mí, que yo soy peruana como Yma Sumac, que ella es una travesti. Pero no ceja en su objetivo y me revienta los tímpanos con sus agudos, y es otra cosa más que Camila Sosa hará mejor que las demás.

A modo de despedida, le pido que me diga una tesis sobre mí.

—Que te equivocas. No es en los agudos donde te gano. Te gano en la interpretación. Lloro cuando canto «La extraña dama».

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