Llevaba una semana viviendo en el departamento nuevo, cuando terminé de ordenar la biblioteca, salí al balcón y lo vi a Julio, el portero del edificio donde alquilaba antes. Ahora estoy en un piso dieciséis, me mudé a una cuadra. Ahí estaba Julio en la azotea del edificio anterior, fumándose un pucho, escapándose un rato de las viejas con perro. ¡Julio!, le grité. Al principio no me oyó. Había que hacerse oír por sobre las sierras eléctricas de las obras, los motores del tráfico, el rumor del barrio, los aviones de fondo. Le grité un par de veces más hasta que miró para mi lado. Él sabía que yo me mudaba ahí a la vuelta. Levanté el brazo lo saludé como de un barco a otro, de lejos. Cada uno en el techo de un edificio gigante, cada uno al borde de su precipicio. Entre los dos había un abismo. Al final levantó el brazo y gritó: ¡Pedrito!
En la ciudad no hay distancia espacial, no hay aire entre la gente. Estás cabeza con cabeza en el subte pero separado por una distancia sofocante, la distancia del siamés, la distancia de la necesidad de anular al otro por proximidad, cuanto más cerca lo tenés menos existe el otro. Por eso me gustó ese saludo en el viento de la altura. En ese edificio había dos Julios, porteros. El otro Julio se jubiló el año pasado y antes de irse dejó una carta para todos, que estoy tratando de buscar y no la encuentro. Contaba de sus cuarenta años de trabajo en el edificio, de todo lo que había visto. Eran quince pisos con ocho departamentos por piso: ciento veinte departamentos, unas cuatrocientas personas más o menos. Un pueblo chico, vertical. En todos esos años había asistido partos, había estado en velorios, había salvado a una mujer que se quiso tirar por la ventana, había ayudado a apagar incendios. Un bombero involuntario. No lo contaba haciéndose el héroe sino como una consecuencia lógica de estar tantos años como encargado de esa estructura gigante. Fue la carta más digna que leí jamás. La tengo que encontrar.
El Julio que quedó sale a fumar a la azotea, como un chico rateándose del colegio. Hay algo antiguo en saludarse así de lejos. Hoy día la gente se llama por celular o se manda mensajitos dentro de la misma casa. Pero gritarse así… Quizás en la cancha todavía se hace. De hecho la cancha es el lugar del grito autorizado. Hay felicidad en gritarse de cumbre a cumbre, como una manifestación del yo en reconocimiento del otro. Un juego de probar el espacio, poblarlo, ser enorme por un instante. Me contaron que los sherpas del Himalaya, de tanto llevar escaladores argentinos, se gritan boludo desde lejos. Es el legado cultural que vamos aportando al mundo. Los escaladores argentinos se gritaban así y a los sherpas les gustó y ahora lo usan. Se gritan a la distancia un largo boludo que atraviesa el viento helado de las cumbres. No sé si será cierto, pero me gustó cuando me lo contaron.
Me intrigan los finales. Cuando las cosas se terminan, ¿cómo se terminan, cómo es el borde, la cola del lagarto, la última parte, la despedida? Ordenar la biblioteca fue el final de algo. El final de una época confusa, medio nómade, desperdigada. Me dio muchísimo trabajo, no físico, sino mental. Estuve años sin poder ordenar los libros. Estoy pensando por qué. Más allá de la falta de espacio, supongo que no quería tomar decisiones: qué libros se iban, qué libros se quedaban. Eso te obliga a definirte, definir una estética, un canon personal. También estaban los libros de poesía que me dejó el que fue mi maestro. Los tenía en unas cajas sin animarme a mirarlos mucho. No podía. Porque eso implicaba aceptar plenamente que él ya no está. Fueron demasiadas mudanzas, demasiado quilombo en estos siete años. Tuve que encontrar la calma, el tiempo, las ganas. Aceptar que la gente se muere y dejar que pase el tiempo para poder reencontrarse con sus palabras, sus libros, su lectura. Sumar sus libros de poesía a los míos terminó siendo una gran felicidad. Sus primeras ediciones de Neruda, un libro de Wilcock dedicado que dice «Al Grillo, con toda la amistad que merece su inteligencia y que de todos modos es ya irreparable. J.R. Wilcock 7-6-45», otra de Mastronardi que dice: «A Félix della Paolera, con el recuerdo de hermosos días australes y con el afecto cierto de Mastronardi, Viedma, 63». Lo bien que me hizo unir fuerzas con Grillo. Sumar nuestros libros. Fue como agregarle parte de su memoria a mi cabeza, sumar espacio. Algo se despejó. Esos libros que Grillo leyó y que voy leyendo de a poco, incorporándolos. Saber que están ahí en los estantes sus libros barajados con los míos. Terminé de hacer eso, salí al balcón y lo vi a Julio. Ganas de saludarlo a Grillo así, de lejos, de una montaña a otra. A él le gustaba el cuento de los sherpas.
Las cosas cuando terminan pareciera que se ordenan, que encuentran su destino, empieza la distancia, se empieza a ver el dibujo total, la perspectiva invisible en la que estábamos metidos. Yo creo en el destino solo cuando miro hacia atrás. Cuando miro hacia adelante creo (quiero creer) en la libertad. Los finales, buenos o malos, tristes o felices, abiertos o cerrados, siempre perfeccionan, mejoran, dan un sentido a lo que parecía no tenerlo.
¿Qué empieza ahora? Otra manera de escribir, quizá. Mi hija de seis meses tiene ciclos de distracción de quince minutos más o menos. Un cuarto de hora que yo aprovecho como si fuese oro. Estoy aprendiendo a hacer coincidir mis párrafos con esos ciclos. Su rotación es así: se queda en su manta, luchando boca abajo con un pulpo de sombrero piluso; o en una hamaca con sonajeros colgantes que ella patea con energía de recién venida al mundo; o en el cochecito, sentada estrangulando una jirafa sucia. A veces no le gusta y hay que intentar otra variante: mamadera, cuna, cambio de pañal. Muchas veces esto pasa en medio de la oración, la niña llora en tu frase, no hay postergación, el alarido hace eco en tu estructura sintáctica y la derrumba como las trompetas a la muralla de Jericó. No podés seguir con la frase. La furia del bebé gigante de El viaje de Chihiro, así de impostergable es su reclamo. Si la dejás llorar empieza un terremoto mayor, que te destruye la paciencia, la autoestima, de pronto sos un sicópata insensible, lleno de furia, un padre no apto para la paternidad, de esos que dejan al bebé en el auto para meterse a apostar en el casino. ¿Qué provoca ese llanto en tu cerebro? Si no fuera así de irritante la humanidad ya se hubiera extinguido hace rato. Tiene que ser molesto el llanto para que te ocupes de la micro tirana inválida. Una invalidez en vías de sanación. Porque la ves que se va moviendo, mueve las piernas, bracea, patalea, nada en seco, levanta la cabeza, va a gatear, a agarrarse de las cosas, se va a parar, a caminar, un milagro, talitha kume, niña levántate.
Y cuando la tengo en brazos para distraerla, ocuparme de ella, cambiarla, preparar la mamadera, quedo pensando en lo que venía escribiendo, en lo que sigue, cómo sigue, pero muchas veces se me empieza a deshacer, la cabeza se mete en una zona preverbal, caigo en una especie de dialéctica neandertal: quiere o no quiere comer, hizo o no hizo caca, tiene o no tiene sueño. Una vez resuelto ese dilema hay que volver a meterse en la historia occidental. No es fácil. Salir y volver. Porque ya entraste en su idioma gutural, su dadaísmo, sus onomatopeyas, su presente continuo, ya te pusiste horizontal en el piso para jugarle, ya volviste a tu momento de primer anfibio reptante, tu estado de axolotl amniótico, y le empezás a hacer mini ataques de león en el cuello, en la panza, y la risa que le da. No hay mayor felicidad. A no quejarse. En todo caso aprenderás a usar párrafos más cortos. Tu escritura va a lograr más concisión, tu hija te va a ayudar a afilar el estilo y ser más directo. Al final de cada párrafo hay un bebé llorando.
¿Se podría escribir una novela solo hecha de finales? Si El Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio, es un libro solo hecho de comienzos, una serie de prólogos de una novela que está siempre empezando, se podría entonces escribir una novela que esté siempre terminando, donde todo parezca la última página. Alguna vez vi una recopilación de finales, últimas páginas de novelas y cuentos célebres, y no funcionaba. Faltaba lo que en música se llama (creo) gravitación tonal. Antes del final hay una serie de elementos, una tensión, una curva que se está por completar, algo se vuelve inminente, se acerca el desenlace, los acordes sugieren otros acordes, los anticipan, los atraen con su gravedad, los necesitan, y entonces sí, sucede, se vuelca el camión de naranjas, se muere el rey, se despiden los amantes, caen los acordes derramados en su propio peso y se termina. El final llega con naturalidad de final. No se puede recortar la última página, porque la última página empieza mucho antes de la última página.
En cine me gustan los finales largos, que siguen, los finales tristes, también. Por ejemplo, Cinema Paradiso tiene un gran final. La idea de algo que está recortado a lo largo de toda una película (una vida) y que se manifiesta todo junto al final, una secuencia de besos censurados, uno tras otro, un legado, un regalo que deja alguien que muere. (Todos sus libros de poesía). Un final perfecto. Y el final de Midnight Cowboy, donde el personaje de Ratso se muere en el ómnibus yendo a Florida, los pasajeros se dan vuelta para mirar, y su amigo, su compañero de derrotas, Joe Buck, le pasa el brazo sobre el hombro. Lo cuida. Ratso está muerto pero igual Joe lo cuida. Y por la ventanilla pasan hacia atrás las palmeras de Miami. Ese tiene que ser el mejor final del mundo.
¿Y el final de ¡Átame!? Victoria Abril, Antonio Banderas y Loles León yendo en auto por la ruta, cantando «Resistiré para seguir viviendo…». Los finales musicales son peligrosos pero pueden funcionar, sobre todo si el secuestrador, la secuestrada y su hermana terminan contentos y entonando juntos una canción. En El gusto de los otros vemos y oímos durante toda la película a uno de los personajes tratando de tocar algo en la flauta traversa. No le sale, pifia, repite, vuelve a intentar. Al final lo vemos empezar a tocar esa melodía que no tenía sentido por sí sola, pero ahora junto a una orquesta. De pronto su flauta se vuelve parte de un todo, se vuelve una pieza más de algo armónico. En ese sentido funcionan como redentores esos finales donde, a pesar del gran fracaso del protagonista, las piezas rotas de su destino terminan conformando algo distinto, inesperado y finalmente vivo.
Cuando mi hijo mayor empezó a ir doble turno en preescolar, estaba indignado, no solo conmigo sino con toda la idea.
—¿Cómo te fue? —le pregunté el primer día.
—Bien —me dijo—, ¿pero sabés qué? Cuando termina, sigue.
Eso me dijo. Y yo me di cuenta de que hay muchas cosas que cuando terminan siguen: películas, novelas, relaciones. Eso me interesa, cómo terminan, cómo se terminan las relaciones.
Si hago un inventario de escenas de rupturas amorosas, la cosa es más o menos así:
De ómnibus a ómnibus, volviendo del campo de deportes, cruzo miradas con V. L., una morocha de ojos verdes. La veo que le dice algo a la amiga sobre mí. Estoy seguro de que le gusto. Se lo cuento al Vaca G. Un rato después llega ella con su amiga al rincón del patio y me dice: No digas pavadas, nene, no gusto de vos, y se va. La relación más corta del mundo. En ese mismo recreo, rompo con el taco del zapato varios azulejos del baño. Ingreso por primera vez al lado oscuro.
Plaza de Olivos a la noche, en un banco S. me dice: Si yo te digo por teléfono «hola amor» vos no podés preguntar «quién es».
Pizzería en Almagro, L. pide un vaso de agua y, después de dos años de cajitas de Prime, se toma en mi cara la pastilla para coger sin forro con su nuevo novio.
En la calle Galileo, yo caigo de sorpresa con flores y el sereno me chusmea divertido que la hermosa C. tiene un novio fijo, un pelilargo que se queda a dormir. Encima lo conozco.
Un bar horrible de avenida Las Heras con N. Después de meses de telos, ahora uno a cada lado de la mesita enclenque, sin tocarnos, como si en medio hubiera un blindex de cárcel americana. Hablamos de otras cosas. Sabemos que no podemos vernos más.
- muy enojada, llamándome pendejo cada tres frases. Se acabó el mundo. Yo guardo mi bici en el baúl del auto y me voy a lo de un amigo que vive cerca. En la puerta trato de bajar la bici, se traban los pedales, el manubrio, los frenos, tironeo furioso. Lloro como un pendejo.
- en la ducha me dice que no quiere. No puedo más, dice. Se deshace el abrazo, giramos con cuidado por lo angosto de la bañadera y el piso jabonoso, una especie de paso de tango al revés, nos damos la espalda, como dos retados a duelo que caminan en sentido contrario para después rematarnos de lejos con disparos certeros en Tribunales.
- diciéndome con buena onda pero algo dolida en un taxi en un reencuentro amistoso: «Me discontinuaste como jean nevado».
- viene a casa con calzas de gimnasia. Trae comida. Se niega a coger. Me humillo con insistencias y ruegos. Se niega. Disfruta de su dominio. Tiene diez años menos que yo. «Los culitos van y vienen», me dice.
El día de la discusión final, T. abre su email en mi laptop y sale sin cerrar la sesión. No nos vemos nunca más, pero yo sigo todo su duelo por sus chats y sus mails con sus amigas. Me entero, sin filtro, de los apodos con los que me llaman. Leo lo que opinan de mí, lo que opinan de mis libros. En un momento sospecho que ella sabe que la espío y que me manda mensajes indirectos, venenosos. Borro su contraseña para siempre.
- me manda mensajitos, que la llame. Dice que tiene un atraso. Le digo que se haga un Evatest. Le pregunto si se lo dijo también al escritor con el que, quizá para darme celos, me contó que se había acostado. Me insulta con un mail larguísimo. Da vueltas durante días. Yo no duermo. Le gusta el fantasma del embarazo, lo hace durar. Un día me pidió que vuelva a un telo a buscarle el cinturón de un impermeable italiano. Fui y no lo encontré. Al final no estaba embarazada.
Una noche, dos semanas antes de casarse, V. manda un mensajito y viene a mi casa medio borracha después de una fiesta. Solo quiere coger por última vez. Casi no me habla. Después lagrimea. Yo, haciéndome el cool, le digo que no sea tan terminante, que deje que las cosas fluyan. No la veo nunca más hasta dos años después cuando me la cruzo con marido y bebé. Está radiante.
Las cosas llegan a su fin. Me fui como quien se desangra, dice Fabio Cáceres al final del Don Segundo Sombra. «Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui como quien se desangra». Fabio se separa de su padre adoptivo que sigue con su vida nómade y él se vuelve a su nueva casa. Ahora es patrón. El tipo libre que era antes ahora se desangra, se muere, ya no tiene fuerza, se acaba, se va. La última palabra es desangra. Habría que hacer una aplicación que nos diga la última palabra de todas las novelas. El gran sí del Ulises de Joyce. Molly Bloom recuerda cuando le dijo sí a un soldado, besándolo en Gibraltar. La novela es un gran no, una pareja que no va más, un tipo que deambula todo el día por Dublín haciendo tiempo para no volver a su casa porque sabe que su mujer le está metiendo los cuernos con un conocido en su propia cama. Ese es Leopold Bloom. Y Stephen Dedalus le dice no a su religión, non serviam, un claro no. En cambio al final el río femenino de Molly es el Sí, con mayúscula, serpenteando en esa ese. Yes I said yes I will yes. Primero lo rodeé con los brazos sí y lo atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le latía como loco y sí dije sí quiero Sí.
¿Cómo se termina un cuento, una novela? ¿Cómo se termina un párrafo, una oración? Lo que está al principio y al final es lo que más se ve. Desangra. Yes. ¿Los párrafos son pequeñas estructuras, como células donde se guarda el ADN del texto largo? ¿Está codificada la novela en una sola oración? ¿Esa larga frase del monólogo de ser o no ser, de Hamlet, que termina con la expresión «navaja», o «daga», guarda la violencia del final sangriento? La punta de la oración es la punta de la daga. Si la palabra «daga» estuviera puesta en medio de esa famosa enumeración de motivos para matarse, perdería su filo. Pero puesta al final está perfecta, sobre todo si pudiéramos tomarnos la libertad de traducir «bodkin» por «navaja», que en su jota parece que corta hasta la yugular.
¿Los humanos dónde terminan? ¿En el ombligo? ¿O en el remolino de pelo de la cabeza? ¿O en la boca por donde muere el pez? El último aliento. ¿Y la ciudad? Siempre me gusta ver cómo se va deshaciendo la condensación urbana. La ciudad se desgarraba en suburbios, dice Borges. Se va rompiendo. Quedan atrás los edificios, las casas se vuelven bajas, se ve el cielo, aparece un baldío, gomerías, fábricas, telos, piletas verticales… Hay un fanzine de Juan Sáenz Valiente que se llama Más allá de la Richieri. La historia, contada solo con imágenes, es más o menos así: en la estación de ferrocarriles Ezeiza, que queda junto a un lago y un puerto con hidroaviones, una especie de Caperucita Roja o de Dorothy en El mago de Oz, toma un tren a vapor, entre maleteros enanos y hombres chancho. Lleva una bolsa del duty free-shop. El tren bordea carteles de Duhalde Presidente. En el camarote viajan también Daniel Divinsky y He-Man, que lee el diario Semanario con las favoritas del Bailando. Pasan frente a refugios de colectivo donde unos viejos personajes de dibujito animado esperan el bondi, frente a un negocio de piletas riñón paradas de punta donde Gaturro en chancletas fuma esperando clientes. Caperucita se baja del tren con su bolsa del free-shop, atraviesa descampados, zanjones, alcantarillas, cruza alambrados. La salen a recibir unos hombrecitos perro, gorditos con micropene y cabeza de pastor alemán. Cantan los pájaros del conurbano. Ella y los perros hacen una pausa significativa en el monte. Después bordean una ciudad antigua y escalonada. Pasan entre torres de alta tensión, junto a una estatua gigante de Mafalda, torcida y rota en la arena, perteneciente a una antigua civilización, y finalmente llegan. En unos géiseres se baña, rodeado de cajitas de vino vacías, una Mona Giménez gigante, enorme de gorda, casi como un Jabba varado en el barro. El regalo del free-shop es para él. La Mona lo abre: es un reproductor de DVD. Los personajitos de historieta forajidos, en ese más allá de la frontera, celebran. Larguirucho sin afeitar, tías y abuelas de Juan, los hombrecitos perro, Clementes, Bart, un Dieguito arruinado, el Topo Giggio… Todos contentos en las ruinas de un mundo que fue. Caperucita regresa atravesando sola el campo. Detrás, en el atardecer, brilla poderoso el logo de DVD Video TM. Fin.
Fin de todo. Fin de la ciudad, fin de la revista, fin de la historieta, fin del artículo, fin del párrafo, fin de la frase, fin del fin. Y cuando termina, sigue.
Te doy contra el ropero hasta que aparezcamos en Narnia, dice la mejor frase popular acuñada en los últimos años. Aparecer en Narnia es algo que nunca va a suceder, por lo tanto te doy hasta la eternidad. O también se puede entender como que aparecer en Narnia es la metáfora del gran orgasmo. Y de eso pensaba hablar. Pero no. Iba a hacer paralelismos del final, de terminar, acabar, etcétera, pero me cansé un poco de los temas sexuales. Creo que solo hay que hablar de los polvos malos. Todos los polvos felices se parecen; los infelices lo son cada uno a su manera. La tristeza es mejor para escribir. Hace un mes, volviendo de Medellín, vi una familia dividida en dos, todos llorando. Los que hacían la fila de migraciones y los que quedaban del otro lado. No me gusta ver nenes llorando. Escribir no soluciona nada real. Solo alivia al autor al ordenar un poco el caos de su cabeza. Uno se cree inmortal. Te creés que vas a ir a tu propio entierro, vas a leer un discursito vos mismo junto a tu féretro. El cerebro no concibe realmente la idea de dejar de existir. Por suerte. Me gustan los finales íntimos, que suceden para adentro. Los finales donde solo el protagonista y el lector saben que todo está terminando. Para los demás el mundo sigue, y está bien que sea así.