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Un fin de semana con mi muerte

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admin
Gabriela Wiener se encerró un fin de semana en unos talleres vivenciales que prometían acercarla a la visión de su muerte. Entró sin muchas expectativas, pero salió muy muy rara.

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Todos tenemos tumbas desde las que viajar. Para llegar a la mía, debo ir al encuentro de unos desconocidos que van a llevarme en coche hasta un punto en la cordillera litoral catalana. El fin de semana formaré parte del taller «Vive tu muerte». El gran reto de esta aventura será contar mi propia muerte en primerísima persona, espero que sin morirme realmente. En el prospecto del taller, se habla de que seremos capaces de experimentar cosas muy parecidas a las narraciones de ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte), como flotar sobre nuestro cuerpo, ver pasar la película entera de nuestra vida, atisbar una luz al final del túnel y a unos hombrecillos lánguidos y lejanos llamándonos con amor en el umbral donde se acaba todo. También, pienso, cabe la posibilidad de que me suban a un avión y termine en una isla donde pasan cosas raras. Por lo pronto, estoy conociendo a algunos de mis compañeros de viaje.

—¿Nos vimos en «Reciclándonos»? —le pregunta el hombre.

—No, fue en «Mi lugar en el universo»…—responde ella.

—Es verdad… ¿y ya lo encontraste?

—Aún no…

—¿Después de tantos talleres aún no lo encuentras?

—Estoy en ello.

—A ti lo que te falta es el objetivo —dice, convencido, el hombre, que a pesar de toda la pasta que se ha gastado en talleres de autoayuda parece no tener claras algunas premisas elementales. Por ejemplo, que a una mujer no se le saluda preguntándole si ya sabe qué hacer con su vida de mierda. Se me ocurren varias cosas que decirles para solucionar los problemas de ambos y así ganarme un dinero: a él, que pruebe cerrando la boca de vez en cuando. A la mujer, que mande bien lejos a los tíos que quieren aparentar que saben más de ella que ella misma.

—Bueno, señoritas, ¿estáis preparadas? —Es la segunda vez del hombre en el taller de la muerte y dice saber de lo que habla.

—Hay que quitarse la ropa, ¿eh? Quedarse en pelotas, sí señor.

La mujer y yo nos miramos. El hombre se da la vuelta y ahora me habla solo a mí:

—Tú debes tener buenos pulmones porque eres de allá del sur, allí la gente tiene buenos pulmones. Los vas a necesitar. No quiero adelantaros mucho pero os vamos a coger de los pelos y ahogar un poco…

Aunque está claro que nos está tomando el pelo, la mujer, que, según dice, ha venido convencida por su hermano —«después de acudir al taller, abandonó a su pesada novia y su odioso trabajo en el banco y se convirtió en una persona mejor»—, se horroriza y vuelve a lanzarme una mirada amablemente inquisidora.

—¡Eyyy, niña, descruza la piernas que no dejas fluir la energía! —dice el hombre.

Le obedezco. Estamos a punto de llegar.

La sede del taller es una gran casa en la montaña. Está rodeada de árboles y desde allí se puede ver el Mediterráneo. La enorme piscina está vacía. En este mismo momento se celebran diversos talleres vivenciales con otros grupos y temáticas. La educación emocional es un bien de lujo, pero hay quienes podemos permitírnoslo. En la recepción, al lado de la mesa de las infusiones, pago por el taller y me siento un poco sucia, igual que cuando pagas por drogas, algo que tampoco me gusta hacer. O como cuando le haces una transferencia a tu psicoanalista.

Pagar por bienestar espiritual no me parece normal. Tampoco pagar por una operación de pulmón, pero el mundo es como es.

Me instalo en una de las pequeñas habitaciones que voy a compartir con otras dos personas. Coloco mis cuatro mudas de ropa cómoda en el armario, mi neceser en el baño y, qué más da, salgo a socializar. Se supone que uno de los objetivos del taller es encontrarse plenamente con otros seres humanos, algo que a la gente común solo le pasa después de cuatro copas. Una chica se sienta a mi lado.

—¿Muerte?

Le digo que sí.

—¿Tú…?

—También Muerte. Ya empezamos a perderle el miedo a la palabra, ¿eh?

—Eh…, así parece —Le pregunto quiénes son esas mujeres vestidas de blanco.

—Son de «Pídele perdón a tu madre». ¿Es tu primera vez?

—Sí.

—Qué envidia. Va a ser una de las experiencias más importantes de tu vida. Para mí es la cuarta vez.

La gente reincide, y eso, según cómo se vea, puede ser o muy bueno o muy malo. Suena una campana y entramos a la sala principal, llena de ventanales por los que se puede atisbar el mar. Somos más de una treintena de personas en «Vive tu muerte» y ninguno de nosotros lleva zapatos. El director pide que nos presentemos y que digamos por qué hemos venido. Me mira y dice «empieza tú», y no me queda más remedio:

—Me llamo Gabriela. Soy peruana pero hace ocho años que vivo en Barcelona. He venido porque… le temo a la muerte, últimamente más, y porque estoy desconectada…

Todo esto lo digo porque es verdad. Hay otras verdades, pero nos ha pedido ser breves.

Para venir, todos los asistentes hemos firmado un papel en el que nos comprometemos a no divulgar nada de lo que ocurra aquí. Por eso he cambiado intencionalmente el nombre del taller, y no utilizaré ningún nombre propio, ni siquiera el del director del taller, un intelectual muy conocido en Cataluña. También he rellenado un test psicológico, de esos que sirven para detectar nuestros puntos débiles, en el que hay que valorar, del 1 al 18 y de la mejor a la peor, una serie de ideas. Por ejemplo, a la esclavitud le he dado un 15; a hacer estallar un vuelo con pasajeros, 16; a quemar a un hereje en la hoguera, 17; y a torturar a una persona, 18.

Son respuestas sinceras. Supongo que soy una buena persona, pese a todo.

En su turno, los demás comparten sus razones, todas las cuales tienen que ver con encontrarse a sí mismos.

El director nos explica que esto no es una terapia. Dice que es un tiempo dentro del tiempo. Cuatro días en los que nos pasarán más cosas que en cuatro meses. Una experiencia de disolución del ego, que es, finalmente, lo que es la muerte. Un rito iniciático y catártico para matar al niño egoísta que todavía llevamos dentro, para colocarnos en el esquema cósmico, social y familiar. El miedo a la muerte es el miedo a la vida.

Dicho esto, queda poco que agregar, salvo que el taller consiste en enfrentar algo tan aterrorizante como la «impermanencia». Se supone que vamos a descubrir amorosamente la grandeza de lo que implica morir y acompañar a morir, pues nos tocará estar en ambos roles.

En ese marco, los asistentes debemos encontrar los problemas que limitan nuestra vida. La técnica para lograrlo: un tipo de respiración rítmica modificadora de la consciencia, y marcada por música y sonidos, todo lo cual nos ayudará a tener una representación psíquica de la muerte, a curar heridas y a encontrar la causa de nuestro bloqueo.

Síntomas que indican la proximidad de la muerte y que vamos a vivir en el taller, ya sea como moribundos o como acompañantes: boca seca; deshidratación de la piel; uso de un lenguaje extraño, necesidad de volver a casa y reconciliarse con alguien o algo; pérdida de peso; debilidad; huesos frágiles; vómitos; ganas de defecar y de expulsar todo lo que es extraño; estertores; movimientos involuntarios; mirada vidriosa.

El taller es a la muerte lo que un simulacro a un terremoto. Salvo quizá por el pequeño detalle de que aquí nadie se va a salvar.

Antes de irnos a dormir, tenemos otra tarea, dibujar nuestro autorretrato en mesas colmadas de lápices de colores: trazo un mamarracho a lo Frida Kahlo, con un corazón con espinas y un mouse encadenado a mi muñeca. Dentro de mi estómago, he dibujado una Gabriela de dos cabezas, una ríe y otra llora. Típico dibujo para impresionar a los psicólogos, pienso. Cuando me voy a dormir, empiezo a sentir los primeros efectos del taller: no dejo de recordar las putas escaras en el cuerpo de mi abuela Victoria. Las escaras son tejido muerto de la piel, las heridas de guerra de los enfermos: estar postrada en una cama durante una década puede ser más destructor que una batalla. Sin poder comunicarse, sin poder reconocernos, difícilmente creo que haya podido decir adiós o ver alguna hermosa luz antes de irse. Pienso también en la última vez que vi a mi abuela Elena viva, llevaba varios años ciega por la diabetes, estaba en una camilla en medio del pasillo de un hospital público esperando una cama. Me pidió agua, tenía mucha sed, le di un sorbo en un vasito de plástico. Me dijo: me voy a morir, hijita, llévenme a la casa, no quiero morir aquí. Le mentí: no te vas a morir, abuelita, le di un beso en la frente y salí. Murió una hora después en ese mismo pasillo.

Hace cinco años que no me hago una revisión médica de rutina. Ni un miserable chequeo. Desde que parí, me siento inmortal o me obligo a sentirme inmortal. Procuro enfermarme de cosas que pueda curarme con una simple visita a la farmacia. De un tiempo a esta parte, sin embargo, me he estado sintiendo rara. No sé cómo explicarlo, es solo que no me encuentro bien. Un día me decido y pido una cita con el médico de cabecera, que a su vez me programa con la enfermera, para una revisión general. También me encarga una analítica de sangre para ver qué tal. Tendré que esperar dos semanas por los resultados. La enfermera me pesa, me mide y me toma la tensión. No tengo nada, está claro, los médicos siempre me han considerado un fiasco. Es una idea ridícula, pero cada vez que salgo de un consultorio, lo hago un poco decepcionada de no estar realmente enferma. No quiero estar enferma, claro que no, pero, por alguna razón, a mi ego le incomoda ser tan poca cosa en cualquier sitio, incluso si ese sitio es un hospital. Por eso, cuando la enfermera me mide la presión y dice «la tienes muy alta», dentro de mí alguien sonríe. Quizá el diablo. Es una pulsión, un regocijo malsano, la venganza por todos estos años de salud intachable: 150/109, dice la enfermera. Lo normal es 139/89.

Tengo treinta y cinco años. Soy mujer. Es decir, soy joven y estoy hasta las cejas de progesterona. Dos factores que son hasta mejores que un seguro de vida de un millón de euros. Son dos razones de peso, me digo. 2-0. Gano yo. Pero resulta que no. No tengo una simple subida de tensión. Porque toda la semana siguiente dejo de comer sal y me alimento con verduras, y vuelvo con la enfermera y 158/110. Me la miden en el brazo derecho y en el izquierdo, tres veces en cada uno. Por fin sale su científica eminencia —mi estado amerita la presencia del médico en persona—, que se pone a cuchichear con las enfermeras. A mí, en esos minutos de incertidumbre, la presión se me va al techo, 159/115. Dice el médico que no es una subida puntual. Tampoco es el estrés, aunque a veces pareciera que voy a estallar en medio de todo como la bomba de un terrorista que ha confundido su objetivo.

Mi padre supo que tenía tensión alta a los treinta y cinco años, mi edad actual, y, desde esa edad, se medica cada día. Mi abuelo murió de un infarto a los sesenta años. Mi abuela Victoria, de un derrame cerebral. Ya no puedo ganar. Me voltearon el partido. 3-2. Soy hipertensa. Padezco hipertensión arterial estadio 1. Es todo. Pero un momento, ¿cabe la gran posibilidad de que la tensión sea simplemente un síntoma de algo peor? ¿Qué tan malo? Algo horrible, probablemente, porque el médico mira la punta de su zapato. «Eso lo dirán los análisis», concluye. Aunque para eso, todavía hay que esperar. Suspenso.

A la hipertensión arterial crónica le llaman «la silenciosa plaga de occidente» y es la principal causa de muerte en el mundo. No es el hambre, ni el cáncer, ni el sida. Se le llama así porque actúa de manera silente cambiando el flujo sanguíneo, siendo un factor de riesgo para enfermedades cardiovasculares y renales. La causa es desconocida en el noventa por ciento de los casos, pero casi siempre tiene que ver con genética y malos hábitos. ¡Bingo!

Nadie diría que soy una persona gorda, pero tampoco nadie diría que soy una persona saludable. Y esa es una condición que he llevado durante todo este tiempo con orgullo, que me hace sentir viva y vivida, todo lo contrario a estar muerta: bebo, fumo, salgo de noche, me emborracho una vez a la semana y una vez a la semana muero de resaca, a veces me drogo, como comida basura, detesto la mayoría de las verduras, soy madre, no estoy bautizada, trabajo en una oficina, odio a la raza humana, soy esposa de alguien, veo series de TV en streaming hasta las tres de la mañana, no hago ejercicios, no tengo servicio doméstico, me paso diez horas al día frente a la pantalla, la única parte de mi cuerpo que se ejercita son mis dedos de la mano golpeando el teclado, como ahora. Es un milagro que mi culo no sea del tamaño del Brasil. Soy una periodista especializada en meterse en sitios y escribir en primera persona sobre experiencias extremas. Ah, y casi olvido lo más importante: adoro la sal. La sal gorda, de preferencia, aquellos pequeños diamantes sobre un buen trozo de filete, y los aliños y salsas que de tan salados me ponen los ojos en blanco de excitación. Desde que era una niña, ahora recuerdo, mi tóxico ADN me empujaba a colarme subrepticiamente en la cocina cuando mi abuela Victoria se alejaba del fogón y a enterrar mi índice en el bote rojo de la sal. Una vez que lo lograba, corría con el dedo blanco y brillante de vuelta a la tele. Chuparme el dedo de sal mientras veía mis dibujos animados preferidos fue durante mucho tiempo una versión de la felicidad.

Hubo un tiempo que fue hermoso. En serio, lo hubo. Las resacas solían ser llevaderas. Y devorar hamburguesas y pollo frito no tenía consecuencias más allá del placer. No puedo decir con exactitud en qué momento se acabó esa impunidad. Es probable que fuera a partir de los treinta años. Pero yo no me di por aludida, decidí seguir siendo joven e insensata, lo que es consustancial a ser joven, y continué viviendo de la única forma que sabía, esto es: creyéndome inmortal, negándome a mirar las etiquetas de los productos y declarándome públicamente enemiga del mundo fitness y de sus acólitos. Solo de vez en cuando un fallo en la matriz me hacía pensar que algo podía no estar bien, por ejemplo una leve aceleración de mi ritmo cardíaco, como si se hubiera colado un salvaje con un tambor en la magnífica orquesta de cámara de mi pecho.

Me toco y constato que los granos siguen ahí en mi cara. También me paso la mano por el vientre y compruebo que sigue abultado, como una barriga de cuatro meses de embarazo a la que ya estoy acostumbrada. Hace algún tiempo dejó de preocuparme mi perfil en los escaparates. Me acaricio el cuello y siento mi creciente papada. Pienso en todo eso, en la incomodidad con mi cuerpo, en la imagen mental que tengo de él y en la que prefiero no intervenga la imagen real. Pienso en que hace mucho que dejé de pensar en él, o que quizá jamás lo hice.

En casa son extraños los días que siguen a las malas noticias sobre mi tensión. No es para menos, se trata de empezar una dieta estricta para convertirme en ese ser al que no me molestaría en dirigirle la palabra ni siquiera si nos quedáramos atascados en un ascensor. No puedo beber alcohol, tal vez sí una copa de vino o dos, pero yo no concibo una visita al bar sin emborracharme, así que dejo de salir. Mis amigas me prometen que dejarán las rayas y el gin tónic por mí, que se pasarán al porro y al vino blanco, pero está claro que mienten. Empiezo a considerar cambiar de amistades. La comida sin sal, por otro lado, es igual a no comer.

El panorama no podría estar completo sin su dosis de fármacos. Debo tomar cada día y en principio durante tres meses, dos pastillas de cinco miligramos de Enalapril, cuya caja de sesenta comprimidos vale, para mi desconcierto, veinte céntimos. La lista de posibles efectos adversos ocupa el cincuenta por ciento del prospecto. ¿Se supone que debo meterme esa cantidad de píldoras baratas en el organismo durante toda mi vida? Me encuentro un día con un amigo y me cuenta que él sufre de lo mismo, que se pasa el día comiendo ajo y no toma pastillas indicadas para la tensión alta porque «quitan el apetito sexual». Al oír esto, otra gran amiga me recomienda que me suicide. A esto se suman el acoso y derribo al que he quedado expuesta ahora que todo el mundo tiene algo que decir de mi salud, sobre todo mi familia, que otra vez se siente en la libertad de sobreprotegerme a sus anchas. Sufro varios episodios de ansiedad pensando que en cualquier momento me dará un infarto y, como broche de oro, al medirme la tensión cada dos por tres, empiezo a ser muy popular en las farmacias de barrio. Una noche, como todas las noches, me quito la ropa delante del espejo y veo una leve mancha roja en mi pecho derecho, justo al lado del pezón. La toco. Es una masa. Algo duro. Es algo que, estoy segura, no estaba ahí antes. Entonces grito. El Diario de «Vive tu muerte» Parte uno

La primera parte de esta crónica está escrita desde la distancia irónica en la que me instalo, casi siempre, porque creo que así escribo mejor. Solo que ahora ya no quiero hacerlo así. No estaría siendo justa con la experiencia, ni con los que dan el taller, ni con las personas que estaban ahí dándolo todo y abriendo su intimidad a los demás. Tampoco sería justo para los lectores, ni para mí. Voy a copiar aquí un fragmento del diario que llevé ese fin de semana, porque así el que lea esto sabrá exactamente de qué pie cojeo:

«Nos han quitado los móviles, así que no sé qué hora es. Muero de cansancio. En una hora tendremos que volver. Hoy toca respirar. La mañana ha sido divertida. Hemos bailado durante dos horas, música electrónica, salsa y una canción absurda llamada ‘Mi novio tántrico’. A continuación, hemos hecho ejercicios de contacto con el otro: mirarnos a los ojos sin hablar, tocarnos, golpearnos. Me tocó con un tío guapísimo y musculoso, sus caricias me estremecieron. Después, me ha gustado sobre todo un ejercicio en el que tenías que hablar sin parar mientras el otro escuchaba sin decir palabra. Yo hablé de mi familia, de J y Lena. Mi pareja, en esta ocasión una chica joven, estaba muy triste. Me dijo que le alegraba saber que yo era feliz. Me hizo sentir feliz con mi vida. Lloraba y yo no podía decirle nada porque estaba prohibido. Esto es parte de la doble experiencia: reprimir las ganas de ayudar al otro, porque en realidad llegado el momento nadie puede ayudarte. Vivir juntos, morir solos.

«Nos pasamos mucho rato dejándonos caer de espaldas desde lo alto a un colchón, perdiendo el miedo y, como dicen ellos, ‘soltándonos’.

«Lo que más me gustó fue el ejercicio del ciego y el lazarillo. Yo fui un pésimo lazarillo, casi mato a mi partner, que ahora era un señor mayor. Lo hice correr y tropezar tanto que tuvo que sentarse y no pudo seguir. Cuando me tocó el turno de ser la ciega, mi compañero, en cambio, fue amorosísimo, me sacó fuera, me hizo oler y tocar la hierba, mojarme con el agua de la fuente, sentir la brisa y el calor del sol. Es probable que el taller esté haciendo efecto, tocando mis fibras más sensibles. Cada vez que hacemos algún ejercicio, alguien llora. Después de comer, veo a un niño que vive aquí jugando con dos perros. Recuerdo que el director ha dicho que deseemos algo con mucha fuerza. Deseo eso, más momentos de sol, un jardín enorme y perros con los que Lena pueda jugar. Fuerza y paciencia para criarla con felicidad. ¿Me estarán brillando los ojos como a toda esta gente? ¿Tengo ya una sonrisa piadosa y ganas de abrazar a todo el mundo? No, no estoy en paz conmigo misma, eso no va con mi personalidad. Mi posición en este taller no es la más fácil: por un lado, siento que tengo que estar consciente para escribir esta historia al regresar; una historia sobre si es posible ensayar la muerte, con un mínimo de mirada crítica. Porque, aceptémoslo: la muerte no puede ensayarse, la muerte es un show en vivo y en directo, pura improvisación. Y, qué más da, asomarse a ella tampoco nos va a vacunar contra el horror al vacío. Por otro lado, siento que pensar así, con tan poquita fe, me impide comprometerme, en todo, no solo en esto. Y quiero intentarlo, realmente quiero hacerlo. Este taller está lleno de personas disfuncionales, solas, tristes, que tienen algún dolor y no saben de dónde viene. ¿Soy superior a ellos porque no me tomo nada en serio o soy todo lo contrario precisamente por eso? ¿Soy superior por considerarme una persona feliz? No puedo seguir engañándome pensando que los locos y los disfuncionales son los otros para seguir disparando ingeniosas frases al cielo». El Diario de «Viva mi muerte» Parte dos

«La sesión ha terminado cerca de las dos de la mañana. Hoy respiró la mitad y mañana le toca a la otra mitad. A mí me toca mañana, así que hoy fui cuidadora. La consigna es no intervenir en la experiencia del otro, aunque los veamos sufrir. Podemos actuar solo si ellos nos lo piden. Mi moribunda fue una mujer de unos cuarenta años. Hay que tener paciencia y humildad para ser cuidador. Me he pasado largas horas a su lado, humedeciéndole los labios, con una bolsa de plástico para recoger sus vómitos. El que respira está acostado, con los ojos tapados. El que cuida, lo vela en su lecho de muerte.

«Nos hemos colocado en círculo, como en un ritual. De hecho, el taller en sí está inspirado en las sesiones chamánicas con la ayahuasca, la famosa planta enteógena. Cuando ya estábamos en nuestras posiciones, empezó la música. El director iba guiando la sesión dando ánimos, pidiéndoles valor para irse al más allá y tocando de vez en cuando el tambor. La música es clave, porque te hace viajar por estados emocionales diversos, de lo más aguerrido a lo más pacífico. Así que, de alguna manera, el director también es una especie de dj. Entre los temas, hubo desde canciones místicas insufribles hasta la Cabalgata de las Valkirias de Wagner. Me emocionó oír a Mercedes Sosa cantando Soy pan, soy paz, soy más: Vamos, decime, contame todo lo que a vos te está pasando ahora / porque si no cuando está tu alma sola llora. / Hay que sacarlo todo afuera, como la primavera. / Hablar mirándose a los ojos, sacar lo que se pueda afuera, / para que adentro nazcan cosas nuevas, nuevas / nueeeevas. Las respiraciones se parecen a las del parto, aspiraciones y expiraciones cortas y rítmicas. Algunos respiraban sentados o incluso de pie, hasta que la catarsis, por fin, se desataba. Cuando alguien se quejaba de dolor, podías solicitar al director que se acercara para manipularte. Lo que hacía era presionar algún músculo que provocaba en la gente un dolor agudo y un grito de desahogo. Vi a la gente reír y llorar, revolcarse de dolor, gritar como si algo hubiera estallado en mil pedazos en su interior y eso es imposible que no te revuelva a ti mismo por dentro. Cuando mi moribunda pareció quedar en paz, la cubrí con una sábana. Se había ido.»

He estado pocas veces cerca de la muerte. Quizá por eso le temo tanto. Para los que ven la muerte todos los días, como los agentes funerarios, la muerte es un hecho habitual, como dormir y despertar. Mis padres siempre cuentan la anécdota de la época en que, siendo muy pequeña, aprendí que la gente se moría. Desde ese día, cuando me hablaban de cualquier persona, yo siempre preguntaba «¿Y ya se murió?». Risas.

Los niños ven la muerte como extraña y fascinante. No sé en qué momento la muerte pasa de ser una palabra en un cuento de hadas a una circunstancia real. Sin embargo, pasamos gran parte de la vida pensando la muerte como algo remoto y, sobre todo, ajeno, que solo les ocurre a los otros, a gente sin suerte. Hasta que esa engañosa idea deja paso a la percepción dolorosamente física de que un día también nosotros nos extinguiremos sin remedio. La vida adulta es palpar incesantemente con los dedos de la imaginación la Nada. Es lo malo de tener creencias precarias, ser pesimista y mínimamente inteligente. Más que el instante mismo de la muerte, que ya da bastante miedo, los seres humanos tememos la incógnita de la desaparición. Philip Larkin lo dice mejor: «Ningún ser racional / puede temer a lo que no siente, sin darse cuenta / que eso es lo temido: ni vistas, ni sonido / ni tacto u olfato o gusto, nada con qué pensar / nada a qué vincularse y nada que amar / la anestesia de la que ninguno regresa».

Mi primer muerto fue mi abuelo Carlos, el del infarto, yo tenía nueve años y mis padres me lo contaron días después del entierro. No vi ni su ataúd. En las misas de difuntos jamás me he acercado a un muerto. No he visto los cadáveres de mis perros. Solo me atreví un segundo a asomarme a la habitación del tanatorio donde mi madre vestía a mi abuela Elena y pude ver su pie, ladeado, en la misma cómoda posición que solía tener su pie cuando estaba echada en la cama escuchando la radio. Fue como verla viva. Tampoco vi el cuerpo de mi abuela Victoria, porque terminó de morir cuando yo ya estaba en España. La única vez que me atreví a fisgonear en un cajón fue en el cajón de mi tío abuelo Máximo, y solo porque casi no le conocía.

Nunca he visto la cara de alguien que amo muerta. Esa es otra de las cosas que compiten en mi ranking de cosas terroríficas.

He tenido miedo a morir infinitas veces, sobre todo en los aviones, pero solo una vez me despedí de todos, dije adiós a mi familia. Una ola furiosa del Pacífico me revolcó varios segundos en la orilla y en medio del remolino de la espuma, con los ojos abiertos, pensé que moriría, pero salí a la superficie. Durante los años de la guerra interna en el Perú, tuve más miedo a la muerte que nunca. Creía que en cualquier momento estallaría un coche bomba en mis narices o que los terroristas y los militares vendrían a casa a cortarnos las cabezas. Mi padre es periodista y recuerdo bien la madrugada en que lo despertaron para contarle que ocho periodistas habían sido asesinados en un pueblo llamado Uchuraccay, en Ayacucho. Viajó de inmediato a la zona y pude verlo en televisión, rodeado de las bolsas negras que contenían los cadáveres. Acudí a la enorme romería del entierro en Lima, gritando justicia. Tenía seis años y el Perú era el más violento de su historia. Desde que tengo una hija, temo morir casi de cualquier cosa. De hecho, siento tanto miedo que no paso por debajo de los edificios en obras, ni bajo las grúas que llevan cemento, ni cruzo con el semáforo en rojo. Me cuido de que no haya ningún psicópata detrás de mí en el metro que quiera empujarme. Si algún neonazi me insulta, ya no le contesto.

Cena en casa de una pareja de amigos. El padre de ella se está muriendo de cáncer. Es duro estar al lado de alguien que se muere, es gente que pasa de un estado de ánimo terrible a otro estado de ánimo terrible en minutos, me dice. A los pocos días, se muere la madre de un amigo. Otro cáncer fulminante. Mi padre y su hermano, mi tío, superaron hace unos años un cáncer al colon. Es decir, que en mis genes no solo pone la T de tensión, también la C de cáncer. Sin olvidar, la D de diabetes. Tengo la ligera sospecha de que un cuervo se ha posado en mi árbol. A «la niña blanca», como le dicen los mexicanos, se le debe haber perdido algo por aquí. No es casualidad que acabe de matar a mi hermana en un cuento. Y no he hecho mi testamento, no tengo un último deseo y no me imagino cómo será mi vida sin mí.

A veces me pregunto si no estaré somatizando mi desesperada ingesta de las cinco temporadas de Six Feet Under. En los últimos dos meses, no he visto otra cosa y me siento alienada, como si me hubiera metido en la serie o como si me fuera a morir mañana. En cada comienzo de capítulo muere alguien, es decir, que en cinco temporadas vemos por lo menos unas sesenta maneras distintas de morir: por accidente, enfermedad, asesinato, de vejez, en paz, prematuramente, violentamente… En el capítulo final, un flashforward nos muestra la muerte de cada uno de sus personajes en escenas que duran solo algunos segundos y que acaban con sus nombres y fechas de muerte. Es la primera vez que pienso en la fecha del año en que moriré. Si vivo todo lo que tengo que vivir, y muero naturalmente a la edad en que muere el promedio de la gente, podría morir en el año 2050. Si he tenido la gracia de heredar los genes de mi abuelo que tiene noventa y tres años y está en perfecto estado, quizá pueda alargarlo hasta el 2060. Pero no más. No veré el 2070, ni el 2100. Según la web eldíadetumuerte.com voy a morir a los sesenta y dos años. «Te quedan 9907 días, 00 horas, 14 minutos y 56 segundos», me advierte. Para tusmiedos.com, moriré el treinta de diciembre de 2040, por suicidio al perderlo todo. En mimuerte.com, muero en el 2024, haciendo parapente. Según estarmuerto.com, moriré dentro de dos años a causa de una paliza que me va a dar mi marido. En internet hay muchos vídeos de gente hablándose a sí misma en los que narran cómo creen que serán sus muertes. Son divertidos. Veo a una chica de veinte años decir que se va a morir de cáncer al pecho a los treinta, que lo sabe desde que era niña, aunque por el momento esté completamente sana. La muerte está más acá que allá.

En Un mar de muerte, David Rieff escribe sobre la enfermedad y muerte de su madre, Susan Sontag, sobre su profundo miedo a la muerte, tras padecer hasta tres veces un cáncer a lo largo de su vida. Cita una frase de los diarios íntimos de la escritora: «La muerte es insoportable, a menos que puedas trascender el yo». Rieff asegura que, a diferencia de otras personas que sí lo consiguen, Sontag no lo logró, en parte, por culpa «del cáliz envenenado de la esperanza». Por ejemplo, los últimos poemas que escribió Bertolt Brecht en su lecho de enfermo, dice Rieff, hablan de la reconciliación del artista con el hecho de la muerte, como en el poema en que ve un pájaro posado en un árbol, cuyo canto le parece hermoso y aún más hermoso saber que cuando él muera el pájaro seguirá cantando en ese árbol: «He conseguido disfrutar también del canto de cada mirlo que venga después», escribió el alemán.

Sontag, en cambio, herida de mortalidad, nos dejó esta frase: «En el valle de la tristeza, despliega tus alas».

Mi grito asusta a mi marido. J corre a la habitación y me encuentra llorando de nervios cogiéndome una teta.

—¡Es una bolaza! ¡Cómo no te has dado cuenta antes!

—¡¿Y tú cómo no te has dado cuenta antes?! ¿Ves que está rojo?

—Sí, está rojo.

Mañana iremos al hospital a primera hora. Me miro una y otra vez en el espejo. Tengo miedo de tocarlo. Eso no estaba ahí hace unos días, si no lo hubiera notado. J me dice que en caso de que fuera un tumor, y no estamos seguros de que lo sea, sería tratable. Recuerdo la escena del libro en que Rieff cuenta cómo le extirpan el pecho a Sontag, una operación violentísima que para barrer con todas las células enfermas debe arrancar gran parte del músculo del pecho. Me veo a través del espejo y cierro los ojos.

Estoy cansada. Me agota ser adulta, tener que hacerme cargo de todo, y, por eso, muchas veces he tenido ganas de enfermarme para que me cuiden y no hacer nada de nada. Sería tan feliz si pudiera quedarme en esta cama viendo teleseries todo el tiempo y aspirando alguna comida líquida por una cañita. He repetido muchas veces ese peligroso mantra. Y me pregunto si ese deseo inconfesable tendrá algo que ver con mi reciente hallazgo ante el espejo.

Esa noche J y yo no jugaremos, como otras veces, con la idea de morirnos, no hablaremos de quién morirá primero, de en qué océano esparciremos las cenizas del otro o de con quién nos gustaría casarnos en segundas nupcias en caso de viudez. Ya no tiene gracia. Callamos y esperamos que amanezca.

Las urgencias ginecológicas comparten sala de espera con los partos. Miro a los maridos merodeando y a las doctoras ocupadas en traer vidas al mundo. Finalmente, es mi turno. La enfermera me pide que entre sola. Escucho un bebé llorar. La doctora me ausculta. Palpa cada uno de mis pechos. «Ya lo veo», dice, «ya lo siento». Síncope.

Mientras me tocan la teta intento aferrarme a algo. Algo que no sea esa palabra que no quiero pronunciar y que, sin embargo, está en la cabeza de toda mujer a la que una ginecóloga le revisa un bulto en el pecho. Pero solo consigo pensar en otro libro que irónicamente estoy leyendo también por estos días, Vidas ajenas del francés Emmanuel Carrère. Una historia sin ficción sobre dos acontecimientos que sobrecogieron al autor en pocos meses: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer para sus hijos y su marido. Allí encuentro la referencia al espectacular libro Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn, un best seller que el escritor suizo entregó in extremis a su editorial días antes de morir y pone un dedo en la llaga de la relación entre una vida insípida y el cáncer. El libro arranca sin concesiones: «Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zúrich, también llamada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Por supuesto también tengo cáncer, cosa que se deduce automáticamente de lo que acabo de decir (…) el cáncer es una enfermedad del alma de la que solo puedo decir: es una suerte que finalmente haya hecho eclosión».

Afuera, J está esperándome. Salgo por la puerta y le sonrío. Él me sonríe. Me siento en sus piernas. Lo abrazo. Él me abraza. Nos quedamos así largos minutos. Solo tengo una mastitis no puerperal (que no ocurre durante la lactancia), una lesión inflamatoria del seno.

Mi tumba es este colchón en el que voy a viajar. Tengo los ojos tapados. Mi cuidadora promete que estará atenta. Respiro con fuerza, respiro y respiro y respiro, pero solo pienso en estar ahí, en las caras de los compañeros. Creo que no les caigo bien. ¿Es posible que yo me sienta un ser simpatiquísimo pero que nadie en este taller se dé cuenta? Este tipo de ideas que vienen a mi cabeza me hacen pensar que estoy a años luz de reconciliarme conmigo misma. O será el instinto de supervivencia que no me deja pasar al otro lado. Pero sigo, lo intento, respiro cada vez más rítmicamente. Me está costando, con lo fácil que sería tomar LSD o beber un sorbito de ayahuasca y así nos ahorramos pasos. Me ayuda a concentrarme el tema de Star Wars. Es ridículo, lo sé, pero me recuerda a J y a Lena. Los veo. Escucho gritos de algunos de los compañeros que ya empezaron sus viajes. Ya me siento casi catártica. Empieza a dolerme la espalda y pido que me manipule el director. Viene y me retuerce el omóplato. El dolor es intenso. Me dice al oído: «Grita, Gabriela, grita, ¿qué le dirías a tu madre?». No sé de dónde habrá sacado lo de mi madre, quizá de mi dibujo o del test de los valores, lo único que sé es que es efectivo. Yo suelto mi grito de niña, el de las noches demasiado oscuras, el de la soledad y el miedo: «Mamá, mamá, mamáaaa». Lloro como una desgraciada. Lloro como no lloraba hace años. Lloro en estéreo. Lloro tanto que pienso que he venido aquí para deprimirme. Lloro y discurro por mis temas tristes. Lloro y pienso si podré dejar algún día de llorar como una niña. Lloro y recuerdo que ya no soy yo la niña, que ahora hay otra niña y que tengo que cuidarla. Lloro porque soy hija de todos, de mi madre, de mi marido, de mi hija. Lloro por el miedo a fallar como madre. Le pido perdón a mi pequeña por ser la persona infantil que soy. Le prometo que seré fuerte, paciente y feliz para ella. Entonces me entrego a la oscuridad más absoluta, dejo que llegue, que me envuelva como el abrazo de un enorme animal que me traga y escupe mis huesos. Ahora formo parte de su brillante pelaje. La oscuridad por primera vez es tibia como un sol negro; mi mente se expande en ella. El llanto es un medio para vaciar el contenido. Ya estoy vacía, como siempre que he llorado más de la cuenta, pero no estoy triste, porque no he perdido nada. Me voy con todo lo que soy. En el juicio final, es lo que me dice esta experiencia, el juez y el acusado son la misma persona. Y ahora veo un paisaje hermoso y la dichosa luz al final del túnel —la fantasía cultural de la resurrección y la intuición del misterio—, el camino a la suspensión de todo dolor, de todo miedo. Sonrío para adentro. Si la muerte es así, no me importaría morirme mañana. Siento que alguien me cubre con una sábana. Me he ido.

La buena noticia es que de esta anestesia sí se regresa. Al día siguiente, en la reunión del cierre del taller, en la que todos contamos nuestra experiencia, el director me propone un ejercicio: que me vaya a una esquina y que escriba una lista de las cosas que me hacen bien y una lista de las cosas que me hacen mal. Cosas que me hacen mal: estar todo el día conectada a internet, ver el Facebook, las facturas, el KFC, el alcohol, las drogas, no estar con mi hija, mi infantilismo, el mundo literario, la presión de tener que escribir, el desprecio de la gente, la frivolidad, las injusticias, no estar en Lima, la sal, no hacer ejercicios, juzgar, juzgarme.

Cosas que me hacen bien: el sexo, el amor de Lena, el amor de J, dar amor, ser amada, cocinar, escribir, dormir, salir y ver el sol, ver series con J, reír, no hacer nada en lo absoluto, hacer algo bien, la ternura, no estar en Lima, llorar, comer sano, sin sal.

El instinto de supervivencia es moralista.

Es hora de dejar el taller y aplicar sus enseñanzas en la vida diaria. Los participantes son, de repente, los mejores amigos, intercambian mails, hacen planes, se avisan de nuevos talleres para reencontrarse y seguir buscando su lugar en el universo.

No ha sido una de las experiencias más fuertes de mi vida, como prometió aquella chica, pero me siento bien, en armonía, tanto que sigo soltándome, y me voy a caminar sola y plena por el campo, sigo un camino que se interna en el bosque, camino y camino sin mirar atrás, me alejo mucho sin darme cuenta y, de pronto, me quedo quieta y al mirar a mi alrededor, en medio de esa soledad natural, vuelvo a ser yo: es decir, me da miedo que salga un animal y me coma, y recuerdo que debo volver a casa, el único lugar donde me siento segura.

Le quito piojos a Lena mientras ve televisión junto a su amigo Gael. Han vuelto a contagiarle piojos en el colegio. Arrastro uno con el peine y lo mato. Lena está viendo Las increíbles aventuras de Asha. El capítulo trata sobre la muerte del pez de Asha. Un amigo le explica a Asha que después de la muerte hay tres caminos posibles: la desaparición, el cielo o la reencarnación.

—¿En qué te reencarnarías? —le pregunto a Lena, pero no contesta.

—¿En qué te reencarnarías, Gael? Yo, por ejemplo, me reencarnaría en un árbol…

—Yo, en un león.

—¿Y tú Lena? —insisto— Ya pues, di en qué. ¿En flor? ¿En mariposa? ¿En una princesa?

—En mí misma y ya está.

Los análisis de sangre descartaron problemas con el colesterol, los riñones y el azúcar. Estoy perfectamente, salvo por la tensión. Mi dieta es bastante aburrida y he logrado bajar mucho de peso. En tres meses, volverán a mirarme la tensión y, si sigo como hasta ahora, es probable que me suban la dosis de Enalapril y que siga tomándolo de por vida. A partir de ahí, todo es impredecible.

Aún no sé dónde quiero que esparzan mis cenizas. Un buen lugar sería en el Amazonas, en el río Nanay, que pasa junto a Manacamiri, un pequeño pueblo de Loreto, Iquitos, donde J y yo fuimos muy felices. O quizá, para no pecar de exotismo, en el mar de Grau, en Lima, a donde espero volver a vivir algún día o en el Mediterráneo, si no vuelvo. En los años de vida que me quedan, que espero sean muchos, no hay que descartarlo, tal vez aparezca en este valle de tristezas y alegrías otro sitio significativo en el que desplegar las alas.

En mi lápida imaginaria, la muerte sigue siendo un espacio en blanco por llenar. Y la lluvia hace crecer la hierba salvaje.

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