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Un mail

Escribe
Pedro Mairal
La literatura de hoy, dice Pedro Mairal en este ensayo, está más presente en los correos electrónicos que en los libros. Y para decirlo nos escribió el mail más largo del mundo.

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Queridos Hernán y Chiri: no voy a poder escribir el artículo que les prometí para Orsai. Les pido disculpas. Sé que habíamos quedado en que se los mandaba el veinte de noviembre pero hoy es dieciocho y todavía no escribí una línea y hoy tengo que escribir la columna para Perfil, preparar una charla sobre el Adán Buenosayres del que sé bastante poco y mañana tengo que grabar una entrevista con Alberto Díaz, el editor de Saer, para un programa de televisión. Se me fue el tren. El de hoy y el de mañana. No puedo escribir más. Estoy como un Supermán que ya no puede volar porque perdió la fe. No le siento fuerza a mis palabras y estoy asqueado de pensar en mí. Hace un mes que estoy pensando cómo encarar esto. Es mentira que no escribí una línea, de hecho empecé varios archivos, uno se llamaba «Once razones para no escribir una novela», otro era «Para Orsai» y un tercero, «En la cochera». No pasaban de unas notas, unos falsos arranques como cuando empieza a tocar la banda muy poco segura y alguien dice paren, paren, y la cortan. Me da bastante vergüenza esto. Pero el texto no está, no sale.

Les había dicho que la primera línea iba a ser «Me gusta cagar a oscuras» pero no me animaría a empezar así un artículo. Se los dije porque cuando nos encontramos en Madrid yo venía de la feria de Frankfurt donde me había agarrado un pedo negro con mi agente y al día siguiente me sentí muy mal, con una resaca horrenda y el único lugar donde me sentí bien fue en el baño de mi cuarto, donde me quedé sentado en el inodoro a oscuras como una hora. Entonces pensé, se podría empezar una historia así, con esa frase, un tipo que está sentado en el inodoro con resaca y solo ve la línea de luz abajo de la puerta y eso lo tranquiliza, esa oscuridad, fuera del mundo. El mundo atronador y encandilante reducido a esa línea en el piso. Me pareció que había una historia ahí. Creo que también quería hablar de ese refugio del baño oscuro como un lugar donde podía reagruparme, juntar todas las tropas dispersas antes de volver. Convocarme. Tomar lista. Miguel U, presente. Ramón Paz, presente. Adriana Battu, presente. Mairal, presente. Y los demás, los otros que soy con la distinta gente. A veces siento que no tengo un centro gravitacional, no tengo unidad. No existo. Y me gusta no existir. Me gusta haberme atomizado en seudónimos pero lo que pasa es que ahora ya no sé quién carajo soy. Contengo multitudes decía Whitman, orgulloso. Yo lo diría más bien pidiendo ayuda.

Uno de los archivos que abrí fue un intento de explicar eso y no me salió. No lo puedo explicar porque no sé bien cómo empecé con los seudónimos. Unos amigos tenían una revista que se llamaba «Ricardito», y me pidieron un poema y les mandé uno que se llamaba «Nadie moja en la patria». Era un poema largo y delirante que mezclaba escenas de videos porno de los noventa con charlas con un amigo que no existe pero que apareció en el poema, un amigo medio border, con casa en el country. Me acuerdo de haber tenido una especie de reacción alérgico-estilística después de leer a Llach y a Cucurto. ¿Se puede escribir así?, pensé, ¿eso es poesía también? Mi imaginario nerudiano y mis versos endecasílabos, al lado de ellos sonaban como del siglo diecinueve. Borges decía que ningún autor quiere deberle nada a sus contemporáneos, pero yo les debo mucho. «Nadie moja en la patria» es de alguna manera una reacción a esa lectura, la primera vez que descubrí que se podía hacer cierta violencia con el lenguaje, que podía ser menos lírico y más coloquial, incluso vulgar en un poema. Se los mandé a mis amigos de Ricardito, firmado por Miguel U. No sé de qué era la U. Pero me gustaba cómo sonaba. Seguí bastante con esa voz, la voz extraña que dice Fabián Casas, algo que yo no sabía de dónde venía. Después de varios poemas más en ese tono porno, la voz se apagó. Pero siguió el nombre para publicar cosas en blogs que revelaban mi lado Mr. Hyde. Y ahí está: los blogs, otro tema con el que se me arma una galleta cada vez que pienso en cómo contarlo.

Porque ahí con los blogs hay que contar algo ya generacional. Habría que ser Marechal retratando a los martinfierristas en el Adán, o Bolaño con los real viscerealistas. Habría que inventarse como generación. No sé. Porque además tampoco sé bien cómo pasó. Ya estaban andando los blogs, la gente los abría y los usaba como se usa ahora el Facebook, ponía sus fotos, contaba lo que hacía. Y también había blogs de literatura. Por lo que me contaron, unos amigos se juntaron una noche a comer —yo no estaba— y abrieron un blog en mi nombre, supuestamente, que se llamaba «El Remisero Absoluto». Era el apodo que me puso Casas una noche que nos perdimos y yo manejaba. Buscábamos la radio Rock & Pop, donde Casas tenía que ir a hablar. Íbamos en mi auto Cucurto, Fabián y yo. Hablábamos sin parar y no encontrábamos la radio ni nos importaba demasiado. De madrugada nos metimos en un bar, agotados, como si hubiéramos manejado hasta Mar del Plata. En algún momento Fabián dijo «Peter, sos el remisero absoluto». Y así quedó el apodo. Entonces esa otra noche que se juntaron a comer un guiso de lentejas Incardona, Terranova, Llambí, Llach, Casas… y no sé quién más estaba, abrieron el blog en mi nombre y empezaron a postear cosas. Era 2005, creo. Yo no sabía ni lo que era un blog. Llach me había hablado hacía tiempo de los blogs pero yo no registré lo que eran. Tímidamente empecé a intervenir en ese blog, a postear textos, fotos. Lo que más me había sorprendido era la idea de los lectores del otro lado. Pensé que nadie lo leía, pero después empezaba a toparme con una cantidad de comentarios y de devoluciones. Estaba pasando algo que ahora se me escapa en su verdadera dimensión. La forma en que funcionaba la poesía en los noventa, con ciclos de lecturas y ediciones independientes se estaba trasladando a la narrativa, con ciclos de narradores, editoriales y también blogs.

Los blogs provocaron una comunidad. Un cachondeo. Había minas. Justo además salió un libro que se llamaba «La joven guardia», una antología de cuentos en la que entré raspando porque era de autores que habían nacido a partir de los setenta y yo estaba justo ahí en ese año. Quedé como el más viejo de una generación. La compuerta de la división generacional cayó ahí, en mi nuca, y cuando miré a mi alrededor me gustó, iban chicas hermosas a las lecturas. Y los autores me invitaron a jugar al fútbol. Siempre fui horrible con la pelota, pero me dijeron que fuera un día a sacar fotos para el blog, o algo así, porque después se iban a tomar una cerveza. Caí con la cámara, en jeans y zapatillas, y faltó un jugador, así que entré, así como estaba. Es decir que empecé a jugar por error o por una treta que me hicieron. La cosa es que corrí una hora y cuarto después de años de no hacer nada. Al día siguiente me dolían las piernas, y a los dos días casi no podía caminar. Pero seguí jugando, todos los jueves. Me hacía bien. Sobre todo me acuerdo que necesitaba reírme, necesitaba esas idas después a tomar una cerveza. Mi madre estaba cada vez peor de una enfermedad que le avanzaba y la silenciaba, le iba borrando el lenguaje de su cabeza. Yo tenía que estar una vez por semana con gente que se riera.

Jugábamos en el Open Gallo, un lugar de canchas de fútbol cinco del Abasto, en Gallo y Sarmiento. Se suponía que los equipos se armaban con escritores, una categoría bastante difusa de por sí. Yo mejoré un poco. Solo un poco. Como no representaba mayor peligro para los adversarios, no me marcaban, entonces me paraba solo cerca del arco contrario y a veces definía pelotazos perdidos. Eran esas carambolas raras que nadie entendía bien cómo terminaban en gol. Después nos íbamos a comer una pizza y después a la tanguería de Roberto, en la esquina de Bulnes y Perón, a metros de la casa de Cucurto. En la tanguería tomábamos cerveza, mirábamos con ojos vidriosos a las alemanas, francesas y americanas, y escuchábamos a guitarreros y cantantes anacrónicos que tocaban tangos viejos, como «Justo el 31», que decía: «Ella que esperaba amurarme el 1, justo el 31 yo la madrugué, me contó un vecino que la gringa loca cuando vio la pieza sin un alfiler se morfó la soga de colgar la ropa, que fue en el apuro lo que me olvidé». Un viejo que se llamaba Osvaldo la cantaba con mucha gracia y mucho mejor que Julio Sosa.

Después pasaban la gorra. Nos íbamos y yo, el remisero, llevaba lo que quedaba de nosotros hasta las casas respectivas. Funes Olivera, el gran arquero, el único que jugaba de verdad; Llach, que jugaba bien, buen armador; Loyds, que tenía ese nombre bloguero y nadie conocía su nombre real; Incardona, el goleador de Celina, que pateaba fuerte al arco y en esa época se ganaba el pan vendiendo anillos en Palermo, y otros. Era una buena banda, y yo creo que me salvaron del silencio depresivo que me rodeaba. Por eso digo que no lo puedo explicar bien, no logro meter en pocas páginas el bien que me hicieron esos amigos, sin saberlo. Era La Vanguardia del Open Gallo. A algunos todavía los veo.

Y una vez unos poetas y blogueros cordobeses vieron fotos en el blog y nos desafiaron con orgullo cordobés a jugar un partido. Fuimos hasta allá. Funes vino de copiloto. Gran viaje, ruta 9, hablando quince mil cosas a la vez y nos perdimos, agarramos para el lado de Perdices, de noche. Manejé once horas seguidas hasta que llegamos a la casa de Falco. Ahí estaban Lamberti, Godoy, Quintá, Bogni. Los nombro y los empiezo a extrañar. No habría que escribir sobre estas cosas. Además, ¿cómo hablar, así de pasada nomás, de gente que uno conoce? Las caras, las maneras de ser, de gastarse entre ellos.

El lenguaje alcanza pero es difícil escribir sobre los amigos. En cierta forma el blog servía bien para eso (me gusta hablar de los blogs en pasado, ahora que ya son vintage). Hubo partido (que perdimos), a la noche hicimos una lectura en Casa 13, un centro cultural que regenteaban en Córdoba Capital y al día siguiente asado en Unquillo. Y a lo que iba es que por ahí están las fotos en El Remisero Absoluto. En una estoy acostado boca abajo en el pasto con un vaso volcado al lado de mi mano. Los blogs eran una forma de la amistad. Si se formó algo parecido a una generación literaria en esa época fue por los blogs.

No sé si se entiende. Lo estoy tratando de explicar en este mail y veo que quizá no tiene mucho sentido, que todo al final queda como una lista de nombres que no se sabe dónde va a terminar. Habría que hacer una autobiografía que no sea desde un yo sino desde un nosotros, o incluso una autobiografía donde uno mismo no esté. Ser invisible. En esa época casi lo logro. Me alquilé un departamento de un ambiente, tenía el tamaño del vestidor de mis padres. Fui muy feliz ahí. Lo llamaba la oficinita. Daba sobre la plaza Las Heras y no importaba que fuera mínimo. Era un ambiente de tres por cinco, con un baño. Nada más. Tenía un anafe dentro de un placard, pero no andaba, porque no había gas. Compré un escritorio y una silla en el Easy y lo armé ahí en medio. Cuando venían amigos a visitarme pensaban que yo estaba loco. Vos viniste, ¿te acordás, Chiri? Pude escribir ahí, en esa celda monacal que tenía el tamaño de un soneto. Me pasé un año escribiendo una novela larga. Daba cursos de redacción en estudios jurídicos hasta las dos de la tarde y después me iba a la oficinita a escribir. Tenía que conectarme a internet con dial up. Las fotos porno bajaban con una lentitud que hoy día sería insoportable. Cuando me trababa con la novela en la que estaba enredado, escribía como al margen unos sonetos para divertirme. No se los mostraba a nadie.

Ahí también salió una voz rara, combinada, donde inventé un personaje, que era yo pero hipersexuado (lo raro es que después ese personaje me tomó por completo). En ese momento apareció una manera de decir en la que podía poner todo lo que era, con mi clasicismo y la berretada cotidiana, en un poema de exigencia formal. Por primera vez me liberé, adentro de esa cajita del soneto sentí una libertad total, aunque parezca contradictorio. Lo que pasa es que el verso libre es un poco como cuando jugaba solo a la pelota: nadie te la devuelve. En cambio el soneto te devuelve la pelota. Vos proponés una manera de decir algo y el soneto te dice podés hacerlo pero así, y además te exige una rima que termina trayendo palabras insólitas, más originales que las que se te podrían haber ocurrido en un poema de verso libre. Una vez rimé Uruguay con Jamiroquai, por ejemplo. Estoy seguro que si no fuera por la rima nunca hubiera puesto a Jamiroquai en un poema. Creo que todavía la poesía arrastra una especie de legado surrealista, de escritura automática y amorfa, que en el fondo cree en el inconsciente como una cantera de originalidad infinita. Y no creo que sea así. El inconsciente es repetitivo y obsesivo. El verso libre está preso. Al menos así lo sentí entonces, y en cinco años escribí como trescientos sonetos, algunos eróticos, otros no, algunos porno, otros moderados. Les puse «Pornosonetos». Cucurto había empezado con la editorial Eloísa Cartonera y me pidió algo para publicar. Le mandé los primeros cuarenta que tenía y él eligió veinte, creo, y los publicó. Se los mandé con el seudónimo de Ramón Paz. Después abrí el blog de los pornosonetos y los empecé a colgar ahí, linkeados desde El Remisero Absoluto. Solo Cucurto sabía que Paz era yo. Una vez escuché a un tipo al que sé que no le caigo nada bien hablando entusiasmado de los pornosonetos.

¿Para qué estoy contando todo esto? Me perdí. ¿Cuánto se puede contar del entramado hormonal de las generaciones? ¿Importa realmente? Quién cogió con quién. Las generaciones literarias surgen, se interpenetran, se abortan, se saturan, se embarazan, se enemistan y se disgregan. Como en un poema de Girondo que dura unos años. Después quedan algunos amigos y amigas. Las discusiones no son estéticas ni éticas, son hormonales y quizá políticas. Pero ni el peronismo poliforme provocó muchas peleas. Me acuerdo de haber estado una noche en una lectura donde había que sentarse en el piso y había unas amigas poetas que estaban particularmente hermosas sentadas cerca entre el público. Mientras escuchaba pensé en un poema, que debe estar por ahí en un archivo word, que hablaba de ellas, de su belleza, su sonrisa, su mirada, sus cuerpos de veintipico y repetía el verso: «La luz de sus vientres no es para vos». Me sentía parte pero también un poco afuera, ya no era un veinteañero, andaba por los treinta y tantos. Los novios de esas amigas tan lindas eran y serían otros, poetas, cuentistas, blogueros, pero no yo. Algunas noches me quedaba a dormir en la oficinita. Armé una cama con la Enciclopedia Británica del año sesenta y siete que me había regalado papá. Levanté con los tomos una especie de tarima, arriba puse tres estantes de la biblioteca que estaba por armar y arriba un colchón que compré. Tenía whisky, porro. Nadie me jodía ahí, podía estar horas en silencio, tirado en mi cama enciclopédica. La oficinita pasó de estudio a salón de usos múltiples. Las llaves circulaban entre amigos semiseparados que necesitaban una noche de refugio. Fue depósito de cajas de la editorial Vox de poesía, que me traía Gustavo López de Bahía Blanca y que editó los volúmenes II y III de los Pornosonetos. Las cajas servían de mesita para comer unos locros poderosos que hacían abajo en Ña Serapia, la micro pulpería de al lado. Era un lugar angosto como un submarino, atendido por Héctor, un salteño al que Marcos López le sacó una foto vestido de traje marrón y con un cuchillo enorme clavado en el corazón. Tengo que pasar por ahí a comer y a saludar. Hace rato que no voy.

Ahora veo otra razón por la que no quería contar algunas cosas: el tono elegíaco que va tiñendo todo. Como si hubieran sido los mejores tiempos, la juventud perdida, etcétera. Minga. La pasaba mal a veces en esa época. No volvería atrás nunca. Está bien que el tiempo se coma todo. No soporto la repetición, la falta de cambio, el estancamiento invariable de la vida. Me gusta que todo se transforme, se rompa, se gaste. El río que durando se destruye, del que habla Neruda. La transformación es casi lo único que me interesa. Qué liberación poder hablarles así, sin pensar en el artículo, en el cuento. El mail es un género no contaminado todavía. A veces me gustaría recuperar mails que le mandé a gente en los que me parece que lograba decir algo que quería decir. Pero con la sucesión que hubo de distintas direcciones electrónicas desde el noventa y pico hasta ahora, sería imposible. Además qué papelón pedir años después un mail que mandaste. Pero los mails todavía son un refugio al que no llega la radiación literaria. La gente escribe mails con toda naturalidad, cuenta con gracia las cosas, y después las quiere poner en un cuento o una novela y las arruina con palabras como «rostro pensativo», «allí», «luz cansina». Esa es la radiación literaria, que va mutando en tics de la época: el superyo que cada generación considera que es Literatura con mayúscula. Eso me gustó de los blogs en su momento, se olvidaban de esa mayúscula. La gente contaba su vida cotidiana sin pretensión literaria, sin darse cuenta de que estaba escribiendo bien. Contaban algo que les había pasado en el colectivo y fluía como ese viaje, lo contaban con la ropa suelta, sin pensar en la solemnidad del papel. A mí los blogs me ayudaron bastante a relajar la mano, a bajar un cambio del motor literario. Y a la vez creo que es una búsqueda que no se consigue nunca, ni se abandona. Siempre hay dos fuerzas que tironean: la tradición y la propia época. Cada uno traza donde quiere —pero sobre todo donde puede— la línea resultante; ése es su estilo, ese lugar que uno va encontrando o buscando en cada oración, cada párrafo.

Creo que como generación tenemos suerte (y algo de desgracia). Los nuevos soportes están provocando algo que no me animo ni a nombrar, porque no sé cómo se dice. Pero tenemos la posibilidad de explorar nuevas formas, probar, tratar de buscarle la máxima expresión al verbo eléctrico. Escribir online provoca una energía que a veces me ayuda y a veces me destruye. Como autores todavía no sabemos controlar bien el voltaje, y la tensión nos quema. Estamos en la parte de la película en la que el superhéroe descubre de pronto su superpoder y todavía no sabe manejarlo. No sé si les pasa a todos. A veces siento que entregar el verbo a la banda ancha en blogs y páginas web me permite comunicarme mejor, más rápido, más efectivamente, más suelto, con más gracia, con más gente. Y a veces la banda ancha me liquida, me atomiza en chats, mails, google, series, música, y eso que me vengo manteniendo al margen de twitter y facebook («antes me cojía blogueras, ahora me cojo twitteras», dice un amigo). La banda ancha a veces me atomiza hasta la nada. Queda el cerebro flotando en el gran paraíso narcisista del ciberespacio, en el autogoogleo que me deja saber qué opinó una bloguera griega de mi novela porque copio su post en el traductor de google y leo una versión tarzánica de algo que se dijo sobre mí en alfabeto homérico, sobre mi libro traducido allá, la nada flotante, el navegante complacido de sí, dormido en los laureles invisibles de la web, me leen en Grecia, les gusto en Grecia, bravo Mairal, aplausos, no hace falta escribir más, mirate otro capítulo de Mad Men, entremos a xvideos y dediquémosle otra larga paja tántrica a una brasilera infernal, flotemos, flotemos en la banda ancha y amniótica, hay mails que llegarán invitándote una semana a dar una charla de veinte minutos en algún lugar paradisíaco, hay ex novias en el chat, hay más boludeces para ver en Youtube que estrellas en el cielo, hay flotación, ya vas a escribir, ya habrá ganas, la novela ya fue, el cuento ya fue, la literatura no existe más, acaba de estallar en mil pedazos, se hizo trizas de bits, porque el tiempo mismo se rompió, la cronología, la calma de la lectura, la tarde entera con un libro terminó, podés seguir lobotomizándote tranquilo dentro de la matrix, acá adentro están todas las sensaciones que vos quieras.

Chiri, Hernán, ¿qué hacemos? ¿Cómo seguimos? Yo ya no puedo escribir. Cuando recibí su mail preguntándome si después de Frankfurt iba a pasar por Madrid, había leído en Orsai que se venía la revista y me dieron ganas de que me pidieran un texto. Almuerzo en Madrid, Cuesta San Vicente, dos de la tarde. Yo a Chiri lo había visto un par de veces hacía siete años, pero a vos Hernán no te conocía. ¿Los iba a reconocer? Ahí estaban ya con el tubo de tinto a media asta. Qué bestialidad la cocina ibérica, son platos violentos, patatas bravas, patatas revolconas, la pata de jamón ahí, pero la combinan con delicadezas como el salmorejo. El asado criollo tiene su violencia explícita pero le falta la compañía de alguna suavidad equilibrante y elaborada. Qué bien se come en España. Y qué rápido me puse a la par en la gradación del alcohol en sangre. Comimos bien y me acuerdo de muchas cosas que hablamos: de la novela viva de Chichita y su nuevo novio una mañana con pajaritos; del argentino en Europa como una falla feliz en la máquina; de los destinos no elegidos y específicamente de una noche oscura de Casciari en motito por Mercedes si no se mudaba a Barcelona; de los hijos en bicicleta; de las mujeres y la eterna batalla y las dificultades indisolubles de la vida en pareja; del gol de Maradona a los ingleses que va a contar Hernán en dieciocho páginas; de Viel y Casas y Cucurto; de irse a vivir lejos; del blog como show y el libro como archivo; de la inexistencia de los géneros menores porque todo texto bastardo y desprestigiado puede tener fuerza verbal; de mi alter ego Adriana Battu y su observación del comportamiento primate de los varones ejemplificado con los ojos de Chiri en el tren siguiendo el paso de una mina que calzaba botas. Muchas cosas, y después de los tintos, un whisky doble. Un pedalín de esos hermosos, diurnos, tan distintos a los pedalines nocturnos que terminan a oscuras.

Fueron como tres horas que yo necesitaba para que habláramos, para confesarles que no puedo escribir más, que mi adicción a la banda ancha está fuera de control, que me disgregué en seudónimos y archivos word y libretitas y ya no puedo reunir mis fragmentos contra mis ruinas, como dice La tierra baldía. Necesitaba la bendición de Casciari, el gran Papa de los blogs. Escribí todo, me dijiste. Es un gran momento cuando uno entiende que no hay marco en la foto verbal, no hay encuadre, entra todo, hasta mi yo más vergonzoso contando en la Feria de Frankfurt, de qué se trata la novela que supuestamente estoy terminando y de la que no escribí una sola línea. A mi editor alemán le dije que es sobre mi infancia, al español, que es sobre el backstage de los congresos literarios, a mi agente le dije casi la verdad, que tengo un libro de textos cortos que a veces quiero ponerle de título «La novela que no estoy escribiendo», pero que es un libro sin unidad, o con alguna unidad que yo no veo, un libro disgregado, atomizado, que también puede llamarse «El Señor de Abajo», porque quizá el único centro gravitacional que tenga es el sexo, quizá solo eso lo mantenga unido dentro de las tapas. De todo eso hablamos y nos despedimos porque ustedes tenían que tomar el tren en Atocha a las seis. Entonces me fui caminando y crucé Plaza de España hacia el departamento de mi amigo Jaime donde me estaba quedando y que está ahí a unas cuadras. Iba por los senderos de la plaza, era un martes feriado, ¿no?, 12 de octubre, porque me acuerdo que había un aire de fin de semana en la gente, las parejitas, los perros, y vi que venía con un cordón de las zapatillas desatado, ya me lo voy a atar, pensé, y seguí. Pasé delante de la estatua del Quijote y Sancho, los saludé y pensé: si esto fuera un cuento tendría que terminar acá, en lo más alto de la euforia etílica, caminando con el cordón desatado y saludando al caballero de la triste figura y su escudero.

Les mando un gran abrazo,
Pedro.

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