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Wikileaks, la guerra y la verdad

Escribe
Ignacio Escolar
Ilustra
Crist
¿Puede una filtración cambiar el mundo? El affaire Wikileaks visto por Nacho Escolar, uno de los mejores periodistas españoles. La respuesta a la pregunta es agridulce.

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Veintisiete de diciembre de 1917. David Lloyd George, premier del Reino Unido durante la Primera Guerra Mundial: «Anoche escuché, en una cena que organizaba Philip Gibbs a su vuelta del frente, la más increíble y emocionante descripción que he oído jamás de lo que significa la guerra. Incluso la audiencia de cínicos periodistas y políticos que estaban allí se quedó sin habla. Si la gente realmente supiera, la guerra terminaría mañana mismo. Pero no lo saben y no lo pueden saber. Los corresponsales no escriben y la censura no deja transpirar la verdad. Lo que nos envían no es la guerra, sino una bonita postal de la guerra donde todo el mundo hace gestos heroicos. La verdad es horrible y supera los límites de nuestra tolerancia, y yo siento que no puedo seguir con este negocio sangriento».

Philip Gibbs, el narrador capaz de conmover en una cena a los más duros políticos y periodistas, era uno de los cinco corresponsales de guerra ingleses acreditados en el frente. Solo había cinco periodistas informando de la guerra desde la primera línea y todos ellos estaban empotrados con las tropas, bajo el control del ejército británico.

Gibbs escribía desde el frente occidental, desde las trincheras; probablemente el escenario de guerra más cruel que, hasta ahora, ha sido capaz de inventar el ser humano. Gibbs mandaba sus crónicas al Daily Telegraph y al Daily Chronicle. A cambio de su acreditación, de poder estar allí, sus textos eran censurados por el ejército inglés antes de llegar a los lectores. A Gibbs no le gustaba este acuerdo, pero lo aceptaba. Colaboraba con la censura al firmar una información que él sabía manipulada.

En 1920, cuando al fin llegó la paz, Gibbs publicó un libro sobre sus experiencias en la guerra de título revelador: Now It Can Be Told («Ahora ya se puede contar»). No fue una verdad molesta para el establishment británico. Años después, fue nombrado caballero real: Sir Philip Gibbs.

Pero el entrecomillado del premier David Lloyd George no lo conocemos por Sir Philip Gibbs. La persona que recogió el sincero testimonio del primer ministro británico durante una conversación privada entre ambos fue Charles Prestwich Scott, otro periodista, aunque esta definición se queda un poco corta. Scott era en aquel momento dueño y director del Manchester Guardian, un periódico cuyo nombre no nos dice gran cosa hasta que sabemos cómo se llama ahora: The Guardian.

Scott, además del gran director del Manchester Guardian (dirigió el diario durante nada menos que cincuenta y siete años), fue también político, miembro del parlamento inglés durante dos legislaturas por el Partido Liberal, al que también pertenecía Lloyd George. Sea por camaradería política, por vergüenza cómplice o por sentido de Estado, lo cierto es que la reveladora confesión del premier jamás salió publicada en el Manchester Guardian. Scott solo anotó la frase en su diario privado el veintisiete de diciembre de 1917. ¿Se imaginan la portada? Yo sí.

Titular a cuerpo 70: Lloyd George: «Si la gente realmente supiera, la guerra terminaría mañana». Subtítulo: El primer ministro siente que no puede «seguir más con este negocio sangriento». Destacado: «La verdad es horrible y supera los límites de nuestra tolerancia».

Pero Scott jamás publicó esa noticia en vida. La portada del Manchester Guardian del veintiocho de diciembre de 1917, al día siguiente de que su director conociese la abrumadora confesión del premier, solo tuvo una mención a la guerra en toda la primera página, un anuncio en la esquina superior izquierda que decía: «compre bonos nacionales de guerra para apoyar al Reino Unido».

El crudo testimonio del primer ministro británico no se publicó hasta medio siglo más tarde. En 1970, cuatro décadas después de la muerte de Scott —cuando Lloyd George también llevaba veinticinco años muerto—, sus herederos recopilaron sus diarios en un libro: The Political Diaries of C.P. Scott, 1911-1928. Son quinientas nueve páginas llenas de esas verdades que solo ven la luz cuando ya han dejado de ser noticia. ¿Y qué es noticia? Me quedo con la definición de Horacio Verbitsky: «Es aquello que alguien no quiere que se sepa; el resto es propaganda». Las palabras del premier británico solo se conocieron cuando la pólvora de la noticia se había mojado, cuando ya era inofensiva y solo servía para los anecdotarios y los libros de Historia.

En cuanto a David Lloyd George, contra lo que apuntaba su testimonio, siguió en ese «negocio sangriento» hasta el final de la guerra. Reino Unido ganó. El precio fue setecientos quince mil muertos ingleses. A pesar de esos momentos de debilidad, Lloyd George no dimitió. Perdió el poder unos años después, cuando su compleja coalición de gobierno se vino a pique, pero en su caída poco tuvo que ver ni la prensa ni la verdad desconocida por sus ciudadanos ni sus remordimientos por el horror de la guerra.

Claro que entonces no existía Wikileaks.

Otra cita de otro presidente: «Detrás del gobierno aparente se sienta en el trono un gobierno invisible que no debe lealtad ni reconoce responsabilidad alguna con la gente. Destruir este gobierno invisible, romper esta alianza terrible entre los negocios corruptos y los políticos corruptos, es la primera tarea de los estadistas». Theodore Roosevelt, 1912.

Es una de las citas preferidas de Julian Assange y con ella arranca un pequeño ensayo que escribió en su blog (iq.org) en 2006. Se titula «State and Terrorist Conspiracies» y es un artículo corto pero tremendamente ambicioso. Va de cómo cambiar el mundo, a través de la transparencia, a través de filtraciones que hagan imposible lo que él llama la conspiración.

Dice Julian Assange en ese texto: «Para cambiar radicalmente la dinámica de un régimen debemos pensar de manera clara y directa, porque si algo hemos aprendido es que los regímenes no quieren cambiar. Debemos pensar más allá de aquellos que nos precedieron y descubrir los avances tecnológicos que nos alientan a tomar la clase de acción que nuestros antepasados nunca pudieron. Primero debemos entender qué clase de comportamiento, gubernamental o neocorporativo, queremos cambiar o eliminar. En segundo lugar, debemos desarrollar un modelo de pensamiento en torno a estos comportamientos que sea lo suficientemente sólido como para llevarnos a través del distorsionado lenguaje político a una posición de claridad. Finalmente, debemos usar estos conocimientos para inspirar, en nosotros mismos y en los demás, un proceso de acción efectiva y dignificante».

El párrafo cobra un sentido nuevo cuando se conoce qué pasó después. Ese mismo año, en 2006, Julian Assange fundó Wikileaks con una intención nada modesta: cambiar el mundo, acabar con la hipocresía del «distorsionado lenguaje político», que dice una cosa en público y hace otra en privado. ¿Su objetivo? Destruir el gobierno invisible: el poder autoritario de las superpotencias y de las supercorporaciones o, al menos, algunos de sus peores comportamientos. ¿Sus armas? Los avances tecnológicos —especialmente internet— y las filtraciones, esa «clase de acción que nuestros antepasados nunca pudieron». Las noticias en su mejor sentido, entendidas como aquello que alguien no quiere que se sepa, como aquella información que no es propaganda.

Assange, en ese artículo, define a una conspiración, a cualquier conspiración, como una red de secretos compartidos: como un flujo de información. «Cuanto más secreta e injusta sea una organización, más vulnerable resulta a las filtraciones», escribía Assange en 2006. Según su teoría, publicar sus secretos hace que la conspiración se vuelva recelosa, tema más filtraciones y restrinja la comunicación entre los suyos. La sangre no circula y el cuerpo se gangrena porque no fluye la información. Muchos nodos se quedan aislados. De ese modo el gobierno invisible se vuelve más torpe, más estúpido.

Su teoría, en parte, se ha cumplido: tras las revelaciones de Wikileaks, el Gobierno estadounidense ha restringido el acceso a sus analistas a gran parte de las bases de datos con información secreta. Ha cortado hilos entre los nodos de su red. La inteligencia estadounidense es hoy más estúpida, menos eficaz.

Pero hay otra razón, aún más importante que esa reacción del Estado al restringir su propia información, por la que las filtraciones de Wikileaks cambian el mundo. «Solo si conocemos las injusticias podemos contestarlas», decía también Assange en 2006. Y tiene razón. Pero la prensa se ha demostrado muchas veces incapaz de combatir de forma efectiva la mayor propaganda que existe, la de la mayor injusticia posible: la de la guerra, esa «horrible verdad» que «supera los límites de la tolerancia humana».

La guerra es, por ejemplo, dos helicópteros AH-64 Apache armados cada uno de ellos con misiles antiaéreos, misiles antitanque y un cañón automático M2320 capaz de disparar seiscientas cincuentas balas de treinta milímetros por minuto. El horror de la guerra es ver, en vídeo, cómo esos dos helicópteros, de la unidad «Crazy Horse», sobrevuelan una barriada de Bagdad, el doce de julio de 2007, y abren fuego contra un grupo de iraquíes desarmados porque, a pesar de sus sensores de temperatura y sus visores de infrarrojos, confunden una cámara de vídeo con un fusil Kalashnikov. Murieron dieciocho personas, entre ellas dos menores. En el vídeo se puede escuchar la conversación entre los dos pilotos de los Apache Crazy Horse al descubrir que han asesinado a dos niños.

—Bueno, es su culpa por traer a sus hijos a la batalla.

—Es cierto.

El horror de la guerra es Nabiha Jassim, una mujer iraquí embarazada que ha roto aguas; viaja con su familia en un coche hacia el hospital y muere tiroteada porque conducían demasiado rápido. Su bebé tampoco sobrevivió.

La guerra es también la historia de veinticuatro civiles iraquíes ajusticiados por un grupo de soldados estadounidenses, en venganza por un compañero muerto.

Ni los pilotos de los helicópteros Crazy Horse, ni los que asesinaron a Nabiha Jassim y a su hijo, ni siquiera el escuadrón de la venganza que ajustició a esos civiles han sido juzgados. Ni lo serán.

Muchas de las historias más dramáticas sobre esa guerra, algunas de las más reveladoras sobre el significado real de la frase «llevar la democracia a Irak», que tanto se repetía en los aperitivos previos a la invasión, ya no son solo fruto del trabajo de los corresponsales de guerra. Las dos principales exclusivas sobre el horror de la guerra de Irak tienen dos fuentes muy distintas a las habituales del viejo periodismo.

La primera: las tarjetas de memoria de las cámaras de fotos de una pareja muy especial, Charles Graner y su novia Lynndie England: los torturadores que decidieron guardar, como recuerdo, imágenes del día a día en la prisión de Abu Ghraib.

Conocimos las terribles imágenes de la prisión de Abu Ghraib gracias al trabajo de un veterano periodista: Seymour Hersh. Son las mejores fotos jamás tomadas sobre el horror de la tortura, pero no las capturó ningún fotoperiodista: fueron los propios torturadores quienes las hicieron.

La segunda: los CD regrabables con música de Lady Gaga en los que el soldado Bradley Manning al parecer copió esa información secreta que después ha difundido Wikileaks: el vídeo de los helicópteros Apache ametrallando civiles en Bagdad y asesinando a dos periodistas de Reuters; los documentos del día a día de las tropas en las guerras de Irak y Afganistán; y los cables diplomáticos del Cablegate.

Manning, según publicó la revista Wired, escuchaba la canción «Telephone», de Lady Gaga, mientras se descargaba de la red del Pentágono SIPRnet estos archivos. Es la mayor filtración de la historia del mundo, pero sorprende que no haya ocurrido antes. Tras el 11-S, el Pentágono amplió muchísimo el número de analistas con permisos suficientes como para acceder a esos archivos secretos, a los que entraba Manning. Algunos cálculos hablan de que había tres millones de analistas con acceso a la red SIPRnet. ¿Se puede llamar secreto a una información al alcance de tres millones de personas?

Algunos de esos documentos que supuestamente filtró Manning son los que estos meses están difundiendo varios diarios, en colaboración con Wikileaks. Otros aún no se conocen, pero ya se mueven por las redes P2P dentro de un archivo codificado de 1,39 gigabytes que se llama Insurance.aes256.wikileaks. Es el seguro de vida de Julian Assange: una caja fuerte de información con noticias que alguien —el Pentágono estadounidense, entre otros— no quiere que se sepa y cuya contraseña de apertura se difundirá si algo le sucediera al fundador de Wikileaks.

Según el criptógrafo Bruce Schneier, Estados Unidos acaba de descubrir, con Wikileaks, lo mismo que sufre desde hace años la industria de la música o el cine: lo extremadamente fácil que resulta copiar y distribuir archivos digitales en la era de internet. También pasó con Abu Ghraib. Las fotos se tomaron entre 2003 y 2004. Cuando Charles Graner y Lynndie England posaban en esas imágenes que tomaban como souvenir, para enseñar más tarde a sus amistades, no parecían ser del todo conscientes de hasta qué punto les incriminaban en un delito. En el año 2004, Facebook acababa de nacer y solo aceptaba estudiantes de Harvard (no hay muchos en el ejército estadounidense). Tal vez hoy, Graner y England habrían difundido estas imágenes entre sus amigos a través de Facebook. Ya se han dado casos similares en las redes sociales con imágenes tomadas por soldados judíos en Palestina; es parte de la sensación de impunidad. ¿Se imaginan una de esas fotos de Abu Ghraib con un botón de «me gusta» debajo? ¿Habría alguna otra metáfora mejor del mundo actual?

La clave la daba Assange: es la tecnología, estúpido. Como ya decía en 2006, son «los avances tecnológicos» los que nos «alientan a tomar la clase de acción que nuestros antepasados nunca pudieron». La tecnología ha otorgado al Estado el mayor poder sobre sus ciudadanos jamás conocido, pero al mismo tiempo ha devuelto al individuo una enorme capacidad de respuesta. Existe el Gran Hermano de la distopía de Orwell, pero también millones de pequeños hermanos. La tecnología equilibra esa relación y esto no va a cambiar, pase lo que pase con Julian Assange y Wikileaks.

La idea de Assange, en cierto sentido, deconstruye el trabajo periodístico del mismo modo en que Marc Singla y Ferran Adriá lo hacen con esa tortilla de patatas en forma de copa, y en tres capas, con la espuma de huevo, la patata frita y la cebolla. Un periódico es una máquina que recoge información por un lado y escupe noticias por el otro. El periodista es quien consigue la información —muchas veces, garantizando el anonimato a una fuente—, después la elabora y más tarde la difunde. Wikileaks se ha quedado con la primera parte de ese proceso: son ellos quienes garantizan el anonimato a la fuente y no es por su palabrita de honor, sino por la tecnología criptográfica. En teoría, no pueden difundir quiénes son sus fuentes porque, según Assange, las desconocen.

A diferencia de los periódicos, Wikileaks no es una parte del poder —el cuarto, como siempre se le llamó— sino una estructura independiente, ajena al poder económico y político con el que tantas veces se mezcla la prensa.

Wikileaks, en su concepción abstracta, es solo un buzón anónimo a través de internet que recoge documentos filtrados —vídeos, archivos secretos y similares—, y después los difunde. No acepta chismes o soplos, solo documentos. No difunde todo lo que recibe sin más, antes comprueba su autenticidad a través de un equipo de voluntarios. Es un pararrayos que recoge información y que, gracias a su cada vez mayor popularidad y prestigio, se convierte en el pararrayos más alto del planeta: en el punto más visible para cualquier fuente que quiera transmitir una información comprometida, salvaguardando su anonimato. La Garganta Profunda que destapó el Watergate en los años setenta solo podía transmitir esa información, tomar contacto desde el cielo a la tierra, a través de un diario, como el Washington Post. Hoy la prensa también ha perdido ese monopolio.

Si algún día Wikileaks desaparece, otro pararrayos ocupará su lugar y será allí donde algunas fuentes, interesadas en difundir información delicada, podrán descargar su electricidad. La gran diferencia entre Wikileaks y los diarios es que la organización de Assange teóricamente no pretende procesar la información, solo difundirla. Ante el debate moral de muchos diarios —que se cuestionan tantas veces si se deben publicar determinados datos o noticias—, Wikileaks dice poner la transparencia por encima de todo lo demás.

«Assange es un absolutista de la transparencia. Le molesta tener que borrar fragmentos de los documentos por imposición de los medios con los que colabora. Cree que, aunque algunos documentos filtrados puedan tener consecuencias no deseadas, en su conjunto el efecto a largo plazo solo puede ser positivo», explica el periodista Iñigo Sáenz de Ugarte, corresponsal de Público en Londres. «Hay un paralelismo interesante entre Assange y los activistas británicos que se opusieron en el siglo XVIII y XIX a la esclavitud. La describían como un mal absoluto que había que depurar con independencia de las consecuencias políticas o económicas que pudiera sufrir el imperio británico. Gran Bretaña no permitía ya la esclavitud, pero la aceptaba en algunas colonias y territorios sobre los que tenía control. Los abolicionistas rechazaban esa doble vara de medir, que es a fin de cuentas uno de los principios de la política exterior de Occidente.»

Da igual lo que haga el Estado para impedir que este nuevo pararrayos siga transmitiendo electricidad sin apenas procesarla: esta situación no va a cambiar. Al igual que ha sucedido con el P2P, todos los intentos por cerrar uno y otro programa de descargas, desde Napster a Audiogalaxy, solo han servido para mejorar la tecnología: para hacer evolucionar las herramientas, para multiplicar y difundir la información, le guste o no le guste a la ley.

Wikileaks es un cambio de paradigma tan potente que incluso está blindado contra la decepción que pudiese provocar Julian Assange. ¿Qué sabemos de él? ¿Podemos fiarnos? ¿Será Assange el nuevo Che en las camisetas de dentro de cincuenta años o en cinco meses se convertirá en otro bluf? Se ha escrito mucho sobre la personalidad y las motivaciones de Assange. El escritor Bruce Sterling le defiende con un argumento interesante. «No está en esto por dinero, no sabría qué hacer con él. Vive pegado a una mochila y su rutina diaria probablemente consiste en dieciséis horas conectado al ordenador. No van a mejorar sus búsquedas en Google porque pueda gastar más con esa tarjeta que le vetó Mastercard».

Sterling tampoco cree que sea una cuestión de ego. «Conozco a escritores y arquitectos mucho peores que Assange en ese sentido.» Otros no opinan igual. Bill Keller, el director del New York Times, le describe como un narcisista colérico, aquejado del Síndrome de Peter Pan y superado por su propia popularidad. Lo mejor que dice de él —en un largo artículo publicado a final de enero sobre la relación de su diario con Wikileaks— es que parece uno de los personajes hackers de las novelas de Stieg Larsson. Keller se distancia de Assange, explicando que para ellos ha sido solo una fuente: una fuente muy importante, pero no por ello con derecho a decidir cómo se publicaba esa información. El director del New York Times termina su artículo con un punto irónico, contando la felicitación navideña que le mandó uno de los abogados del equipo de Assange «que demuestra que al menos hay gente en Wikileaks que aún no ha perdido el sentido del humor». La nota: «Hola chicos. Santa Claus es mamá y papá. Firmado, Wikileaks».

También se acaba de editar en español un libro de un excolaborador de Wikileaks, Daniel Domscheit Berg, que le retrata como un «paranoico egocéntrico hambriento de poder». En Alemania, su primer lugar de edición, ha tenido algunas críticas duras. Según el semanario Spiegel, «parece la historia de un enamorado decepcionado, como lo muestran frases referentes a que su exsocio gusta de comer con las manos y luego limpiárselas en los pantalones».

En internet circula un meme que etiqueta a Assange como «caótico bueno», dentro de los alineamientos morales del juego de rol «Dragones y Mazmorras». Un caótico bueno es un personaje individualista, rebelde, que está dispuesto a saltarse la ley si la ley es injusta: un Robin Hood.

Sea cual sea la verdadera personalidad de Assange y sus motivos morales, la leche ya se ha derramado y el mundo no volverá hacia atrás, como pasó con Napster o con la bomba nuclear. Esto no cambia incluso si Assange acaba resultando ser un loco más pirado que un malo de James Bond. Si Wikileaks y su líder carismático acaban siendo derrotados o desprestigiados —justa o injustamente, da igual—, su lugar será ocupado por otras organizaciones con las mismas herramientas e idénticos fines. No es tampoco una tecnología atómica: la criptografía necesaria para garantizar a una fuente el anonimato como lo hace Wikileaks está casi a disposición de cualquiera que la quiera usar. Wikileaks ya es un éxito, pase lo que pase después.

Tarjetas de memoria con fotos turísticas de las torturas en Abu Ghraib, soldados que copian en CD-RW los archivos secretos del Pentágono mientras escuchan pop electrónico, documentos codificados que multiplican una caja de Pandora a través de internet… Me pregunto qué pensaría de todo esto el viejo director del Manchester Guardian, Charles Prestwich Scott. No era precisamente un tecnófilo y una de sus frases más citadas es una fanfarronería ilustrada contra los tiempos modernos: «¿Televisión? Esa palabra es mitad latina y mitad griega. Nada bueno puede venir de ahí».

Internet es mejor que la televisión, al menos en su etimología. Es una palabra compuesta por dos términos de raíz latina: inter y net. No sé si esto bastaría para ganarse la comprensión de Scott.

Pero la cita más famosa del mítico director del Manchester Guardian es otra. Primero en inglés: «Comment is free, but facts are sacred». Es una de las frases sobre periodismo más citadas en el mundo, y también casi el eslogan de facto de The Guardian. Scott, gran articulista, la publicó dentro de un histórico alegato sobre la independencia de la prensa y su papel en la sociedad que apareció en la portada del Manchester Guardian en 1921, el día del primer centenario del periódico. La traducción más habitual: «La opinión es libre, pero los hechos son sagrados».

Mi opinión libre: a pesar de esa noticia que nunca publicó en vida sobre el premier David Lloyd George y la Primera Guerra Mundial, C.P. Scott fue un gran director, capaz de convertir al Manchester Guardian en uno de los mejores diarios de la historia. Fue muchas veces valiente, y otras tantas se atrevió a nadar contracorriente. Su diario respaldó la defensa del voto para la mujer en un momento en donde los lectores eran casi en exclusiva hombres, y también se opuso a la Segunda Guerra Bóer y a sus terribles campos de concentración.

Uno de los hijos de Scott, tras su muerte, transfirió la propiedad de The Guardian a una fundación: el Scott Trust, que blindó la autonomía del diario dando a la redacción y a sus siguientes directores una independencia envidiable, muy superior a casi cualquier otro periódico del planeta.

Si había un diario en el mundo capaz de adoptar a los activistas de Wikileaks, ese era The Guardian. Ni siquiera así ha salido bien.

Los primeros choques comenzaron por la decisión de los medios de no publicar todos los cables íntegros y eliminar algunos fragmentos. Más tarde, el proceso de extradición de Reino Unido a Suecia contra Julian Assange por el supuesto caso de violación envenenó la relación entre ambos socios hasta extremos irrecuperables. Han chocado dos mundos: la vieja prensa, casi dos siglos de historia desde el Manchester Guardian, con esos «anarquistas», como los define el actual director de The Guardian, Alan Rusbridge. Assange lleva mal ese goteo de la información que aplican sus socios del papel, que no solo quieren cambiar el mundo sino también vender diarios. En un momento de máxima tensión, el fundador de Wikileaks incluso amenazó con demandar a The Guardian por saltarse los acuerdos de publicación con el argumento de que habían violado su copyright; tiene su gracia, si tenemos en cuenta que el copyright de los cables los tendría, si acaso, el Gobierno de Estados Unidos.

El último episodio de este desencuentro ha sido la noticia, a principios de marzo, de que Steven Spielberg ha comprado los derechos para rodar una película sobre Wikileaks, basándose en el libro de Daniel Domscheit Berg y también en un ensayo escrito por los dos periodistas de The Guardian que iniciaron los contactos con Assange: David Leigh y Luke Hardling. Assange, nada contento con la imagen que dan esos libros de él mismo y de Wikileaks, no se lo ha tomado bien: «Así es como la basura termina en los libros de historia: Spielberg prepara una película sobre Wikileaks basándose en los libros de los oportunistas», ha comentado a través de Twitter.

La opinión de Assange sobre la prensa y su papel no es precisamente cariñosa. Tampoco lo era antes. «En los últimos años, los voluntarios de Wikileaks han desvelado más documentos clasificados que toda la prensa mundial junta; esto demuestra el alarmante estado del resto de los medios de comunicación, es vergonzoso», aseguró en una entrevista previa a su acuerdo con The Guardian y los demás diarios.

La pregunta siguiente es obvia, ¿por qué Wikileaks decidió difundir su superfiltración del Cablegate a través de una prensa a la que desprecia? Probablemente en aquel momento parecía una buena idea. Wikileaks ha seguido estrategias muy diferentes para difundir y dar a conocer las cuatro grandes exclusivas que supuestamente filtró Bradley Manning: el vídeo del asesinato de los periodistas de Reuters desde los helicópteros Apache, los diarios de Afganistán, los diarios de Irak y el Cablegate. Con ninguna de ellas les ha ido del todo bien.

El vídeo de los helicópteros —se puede ver en YouTube, está titulado «Collateral murder»— lo difundió Wikileaks sin más en su web, después de una eficaz edición. Todos los diarios del mundo lo publicaron, pero pronto el debate público fue si se podía confundir una cámara de vídeo con un Kalashnikov. Y poco más. Algunos diarios —entre ellos, el New York Times— más tarde argumentaron que Wikileaks había editado el vídeo para eliminar todo aquello que se saliese de su guión antibelicista. Más concretamente: un plano en el que se ve a un iraquí armado con un lanzagranadas.

La segunda y la tercera gran filtración —los diarios de guerra de Irak y Afganistán— se difundieron también íntegros en la web, pero Wikileaks llegó antes a pequeños acuerdos con algunos medios para que conociesen la exclusiva con antelación. A pesar de la contundencia de estos documentos —un relato pormenorizado de cada incidente militar en ambas guerras— también se quedó en casi nada. Era tan grande el material que resultó imposible de digerir para la opinión pública. La parte «Wiki» de «Wikileaks» tampoco funcionó. Assange pensaba que la propia comunidad de internet analizaría y difundiría sus «leaks», sus filtraciones. La realidad es que han sido los medios de comunicación convencionales, y no los nuevos medios de internet, quienes se han convertido en su gran altavoz.

Con la cuarta gran pieza, el Cablegate, Wikileaks pactó con The Guardian y después con el New York TimesLe MondeSpiegel y El País. El efecto ha sido mayor que con las otras exclusivas, pero también era muchísimo más apabullante su contenido. Han pasado ya unos meses desde que se conociera toda esa información y el Cablegate prácticamente ha desaparecido de los diarios, a pesar de que solo se ha publicado una mínima fracción de toda esa información.

¿Wikileaks ha fracasado por cuarta vez? Puede ser. Aunque tal vez quien se equivocaba era el viejo premier británico, David George Lloyd. ¿Recuerdan la frase «si la gente realmente supiera, la guerra terminaría mañana»? Pues era falsa. La gente ya sabe la verdad, pero la guerra eterna no terminó.

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