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Zonas hostiles

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Paloma Fabrykant
Drogas, fierros y registro audiovisual. Una periodista filma los allanamientos que hace la policía en los barrios más picantes del país.

El camarógrafo es el tipo que trata de no grabar. Básicamente, lo que más quiere un cameraman todo el tiempo es bajar la cámara, tenerla apagada. Hay que ponerse en su lugar también, considerar la incomodidad, el peso físico del fierro sobre el hombro. Aunque ya no trabajan con la Beta, la cámara antigua, la que pesaba de verdad. Quizás haya que considerar, entonces, el peso simbólico, poético, de apuntar y registrar, de dirigir la mira y comer imagen. La cámara es como una pistola invertida que, en vez de lanzar, chupa y se ve que eso que chupa le queda adentro. Y lo pone pesado. Por eso a los camarógrafos les cuesta correr, meterse, por eso hay que estar latigueándolos siempre. Será que de tanto comerle el alma a la gente, se les desgasta la propia. O será que son vagos nomás.

Y Alfredo es el más vago de todos, no empezó la jornada y ya pregunta cuándo paramos a comer. Vago y gordo, y chato sobre todo. Pensando siempre en el chiquitaje, en que no le falte el viático, la miseria que tiene por sindicato. Por eso lo mandaron conmigo que soy una máquina, un animal de la producción, una fanática. Tengo fama de alargar todo a propósito, de disfrutar cuando la jornada pasa las doce horas, aunque nunca cobremos las extras, por mi vocación de mártir nomás. Y también, lo admito, me gusta meterme en el barro, y me gusta cuando todo se complica. En el fondo, como todos los verdaderos periodistas, sueño con morir en el trabajo.

Lo que más queremos los productores es meter la nota del año. Medir mil puntos de rating, que los jefes nos feliciten y presumir con los amigos. Poder decir, cuando la nota sale en la tele y todos hablan del tema: esto lo hice yo. Y policiales es un rubro que da para eso. Nada vende como la sangre. Alimentamos la baba del espectador morboso. A fin de cuentas, el más enfermo es el que mira. Qué te puedo decir, este mundo no lo hice yo, solo me adapté lo mejor que pude. Y a veces, reconozco, lo aprovecho.

Era la segunda vez que salíamos de rastrillaje con Alfredo. La dupla de la suerte, el gordo y la flaca, el pajero y la fanática. Para que se den una idea del contexto, les cuento que nos tocó nacer en un país del tercer mundo, en una época en particular en la que está muy de moda secuestrar pibas, violarlas, hacerlas mierda y tirarlas por ahí. Creo que eso estuvo de moda siempre, en realidad, es un clásico. Pero el último grito de las pasarelas es horrorizarse. Un montón de minas con pañuelos de colores atados por todos lados descubrieron que lo de violar y matar no es cool y hay que combatirlo; así que ahora cada vez que un tipo despunta el vicio y descarta una bolsa de consorcio por ahí, Alfredo y yo salimos a buscarla.

«Olvidate que la voy a encontrar», le dije a los jefes antes de salir. «Ya conocen mi sistema: me cargo una piba, la descuartizo, la riego en su propio barrio, voy con el gordo y la encontramos. Qué va a hacer, hay que destacarse en esta productora». Se miraron en silencio. En general, no saben si festejarme o censurarme, pero a la larga se sonríen por la mitad y no hablan. La que está en la calle soy yo, no ellos, y lo que a mí me funcione, a ellos les garpa. Y si me gusta hacerme la poronga, y no pido guita extra, clink caja.

Acá el humor es más vital que el agua. Hay dos insumos de subsistencia básica para el cronista de policiales en el conurbano bonaerense: los chistes y el flirteo con los canas. No sé dónde leí que la risa y el sexo mantienen lejos a la muerte, suena a aforismo pelotudo de José Naroski pero es tal cual. Y acá la muerte está en todos lados. En el olor a pozo ciego, en las cloacas que nunca se hicieron, en la desolación marrón, en la obra pública parada, en las plantas rodadoras que pasarían rodando tranquilamente si esto fuera una película del Oeste. La muerte, por no decir la vida, que brota por todas partes mezclada con los perros, los pendejos, los mocos, el polvo, y con un montón de vigilantes cansados, carnudos y mal alimentados, con la panza rebalsando los cinturones, que son capaces de entregar el alma por un guiño detrás de los anteojos de marco cuadrado de una periodista rubia, canchera y fresca en pleno sopor del verano conurbano. Y yo no les pido el alma, de eso se ocupa Alfredo. Yo sólo pido una punta, una justa, un cachito de más.

El predio al que fuimos se llama La Toldería y está en José León Suarez. Es una ex bailanta abandonada que se convirtió en asentamiento, como todo en la provincia, lo que se abandona y se hace aguantadero. Porque lo único que crece acá es la población: menos guita, más gente. Menos inversión, menos caminos, menos cableado, más chicos. Pero en este caserío de verdad que sobraban los chicos. Se nos venían encima al caminar, se volvían locos con la cámara, ni hablar cuando le pedí al gordo que sacara el dron. Y le dieron la excusa perfecta para que cortara el laburo y que guardara todo el equipo, antes de que se diera cuenta de que eran tantos que eran imparables, que no les podíamos pegar, que si nos querían sacar todo, nos lo sacaban. Y ahí le tengo que dar la derecha a Alfredo, porque si algo le importa más a los jefes que tener la noticia del año, es que el equipo vuelva sano y salvo. Contenido versus recursos, la eterna pelea. Una cámara XDCAM, una GoPro 5 y el dron Phantom 4; entre todo no suma cincuenta lucas, pero llegás a perder algo, llegás a romper el elastiquito pedorro con el que fijamos la GoPro a los cascos del Grupo Halcón y se pudre el rancho. No importa si te jugaste la vida, si te cagaste de frío, si te pelaste las rodillas, si no tenés macho ni familia porque salís a laburar a las cuatro de la mañana. Lo importante es no romper el puto elastiquito.

En fin, lo que de verdad te parte el alma son los nenes. Y las nenas. Algunas estaban vestidas de princesas, no sé de dónde sacaron los disfraces, otras con shorcitos y musculosas minúsculos, los pibitos en cuero nomás. Daba la sensación de que no son de nadie, o que son de todos. Pero el caso había tomado relevancia nacional y todo el país estaba pendiente, así que las punteras del barrio hicieron carteles y los nenes los agitaban y gritaban el nombre. «Sheila, Sheila, vas a aparecer». Sheila tenía cuatro años, y a esa altura, nadie esperaba encontrarla viva.

«Hay que pedirles que hagan como que buscan», es la premisa. Porque la realidad es que de toda la caterva de vigilantes que tenía alrededor, contando los camuflados, los de azul, los de la local, los de la científica, ese día nadie estaba buscando una mierda. Era el quinto día de rastrillaje y ya habían entrado a todas las casas, ya habían dado vuelta todos los tachos de basura, ya habían pasado los perros, los caballos, las moscas. Pero nosotros estábamos produciendo una noticia que, en el peor de los casos, podía decir «la Policía de la provincia no escatima esfuerzos para encontrar a Sheila», y para eso había que recrear, para la cámara, toda la situación. Nadie, repito, ni por asomo, tenía un resto de fe en que la nena apareciera viva, pero tampoco querían encontrarla muerta. Querían hacerse los boludos y que pasara el tiempo, a lo Alfredo. La única que soñaba con encontrar el cuerpo era yo, que me movía guiada por esa maldita ambición que no me deja rendirme nunca. Iba a cobrar la misma miseria a fin de mes apareciera o no, pero necesitaba insistir, porque esa insistencia, esa codicia, es lo que me mantiene viva. Entonces, además de azuzar al camarógrafo para que grabara, azuzaba a los polis para que revolvieran y se volvieran a meter en todos los lugares donde ya se habían metido, y donde salía olor a podrido, porque estaba lleno de cosas podridas, pero nada era el cadáver de Sheila.

Una rubia teñida con el uniforme apretado, inocente, ignorante, quizás hasta buena, cedió ante mi poder de persuasión y con toda su vocación de servicio se puso a revolver la basura con un palo. La tecnología al servicio de la seguridad. Un palo. Eso no se podía publicar en ningún lado. En este punto tengo que explicar algo: nosotros, además de producir noticias policiales que atrapen a la audiencia, tenemos que hacer quedar bien a los ratis. Si los muchachos salen feos, o trasciende algún moco, no nos pasan más data y se nos cae el negocio. Los noticieros nos compran las noticias porque miden, y los polis nos baten la justa porque siempre les cubrimos la espalda. Doble tongo y win win, ganamos todos. Pero cuando estos pibes son incapaces de hacer como que trabajan, la cosa se vuelve un parto.

Así que en eso estábamos, yo chamuyando vigilantes y Alfredo tratando de guardar la cámara, o de protegerla de los niños piraña, o de comer y dormir en el auto, cuando se escuchó el grito. Ese es el grito que no me olvido. Un grito primal, un «Noooooooooo», larguísimo, que desguazó las vísceras, que deformó la cara. Me acuerdo y me viene a la cabeza ese cuadro de Munch. O la imagen de la nena desnuda quemada con napalm que recorrió el mundo y terminó una guerra. Pero Sheila no va a correr más y esta guerra no va a terminar nunca. Y el que gritó es el papá, que no es modelo de ningún pintor. Es ese grito el que rompe todas mis corazas de cinismo y humor negro y ambición y que me hace replantearme todo y preguntarme qué carajo pasó con la humanidad.

La nena estaba ahí, detrás de una tapia, entre dos paredes con medio metro de distancia por tres de profundidad, debajo de un colchón. Yo qué sé por qué no la encontraron antes. Ahí empezó otro periplo que es el de enviar el material, porque como nadie me tuvo fe cuando dije que la íbamos a encontrar, me mandaron sin notebook, sin editor, sin los mecanismos básicos para bajar la tarjeta de memoria, para descargar lo grabado. Y de pronto todo era urgente y la cámara de Alfredo no servía para nada, y estábamos metidos en un galpón desterrado en la concha del pato, que de un segundo para el otro estaba rodeado de gente gritando porque se había levantado todo el barrio, y no podíamos estar de vuelta en la productora en menos de dos horas.

Entonces saqué el celular y me puse a grabar. Eso es lo que salió en los medios. Lo que grabé yo con mi teléfono celular, así de precario. «Aquí apareció el cuerpo de Sheila», sobreimprimió Canal 13. Y me temblaban las manos mientras le compartía los videos a mi jefe por WhatsApp y antes de que volviéramos a subir al auto ya estaba en todos los canales. La casa, el recoveco entre las paredes, el colchón, pero el grito no. No llegué a grabar el grito, no lo capturé, no lo robé y no lo hice guita. Por eso me quedó adentro, envenenándome la sangre a mí sola. Por eso lo tuve que hacer texto, para que lo leas vos. Ahora es problema tuyo.

Los polis quieren coger siempre. Nunca me ha dejado pagando ninguno, excepto por el negro Carnage, que se salvó todavía no sé cómo. Creo que de eso va este relato: de la noche que nos cagaron a tiros y no me garché a Carnage.

Debe haber algo de vivir en riesgo, de jugársela a cada minuto, de llevar una máquina, de matar gente en la cintura, que obliga a los vigis a buscar sexo como un modo de aferrarse a la vida. O quizás solo sea el más pirata de los rubros, por la posibilidad de mentirle de mil maneras a sus señoras: «Salió un allanamiento de último momento, me recargaron, tengo que hacer extras, se rompió el patrullero». Pero lo cierto es que el día del tiroteo (o del enfrentamiento, como se dice en la jerga), en cuanto pasó el pánico, lo que más deseaba en el mundo era echarme un polvo. Así que algo de lo de la muerte y el sexo debe haber.

Voy a tratar de contar esto ordenadamente. Qué: tiroteo en allanamiento narco. Dónde: Villa Zavaleta. Cuándo: otoño, antes de la pandemia. Quiénes: un gordo transa contra un puñado de brigadas que parecen más cacos que los propios cacos. A metros, quien suscribe.

Esa noche José y yo nos encontramos, como siempre, en la productora de la calle Freire, pleno distrito audiovisual. José era camarógrafo. Seríamos en total cinco cámaras y cinco productores. Nos íbamos rotando. Esa noche me había tocado José que era mi favorito. Los protocolos de trabajo eran: productor y camarógrafo comienzan y terminan la jornada en la productora, nadie puede ir solo, siempre se usan los autos de la empresa, al volver se depositan las tarjetas con el contenido en la isla de edición. Lo que pasa en el medio, solo lo saben los que estuvieron ahí. 

Habremos llegado a Drogas a eso de las dos de la mañana. Así le decíamos al departamento de Drogas Peligrosas, una dependencia de la Federal en la calle Cucha Cucha, donde se asienta la división de lucha contra el tráfico de estupefacientes. También podríamos decir: un boliche donde se me ha juntado más ganado que un cumpleaños en casa. Por esos días yo estaba en mi etapa súper canchera. Entraba a las comisarías saludando a todo el mundo, siempre con una joda en la punta de la lengua y un termo bajo el brazo para tirar chistes y mates en partes iguales. Drogas era mi destino favorito. La dependencia era un edificio viejo y cascado, que se caía un poco a cachos. Estaba en la zona de Flores, tenía dos entradas principales. La mitad de la dependencia era del Comisario Forte, que se ocupaba de las drogas de diseño. Con él y sus muchachos íbamos a las fiestas electrónicas a cazar boludos. Yo me vestía como para ir a bailar y cuando menos se lo esperaban, pimba: sacaba la cámara y a escrachar perejiles. Los chetos que caían vendiendo pastis y las bizarraeadas que hacían cuando perdían quedan para otro momento. Ahora nos centramos en la otra mitad de Drogas, que era del Pupi, comisario también, estaba en la flor de su carrera. El Pupi mandaba en las villas, secuestraba merca y paco. Con él me caminé todos los asentamientos de emergencia de la ciudad y algunos de provincia. Ahí me vestía como un comando, con riñonera muslera, borcegos y un montón de equipo táctico que era mi principal fetiche en esos días. 

Las reuniones operativas en Cucha Cucha para mí eran como una previa, sólo que en vez de salir de joda íbamos a romper puertas y engayolar gente. Las brigadas, los comisarios y los grupos de irrupción y contención se reunían a repasar los objetivos, es decir, las casas donde había que entrar, a patada y golpe de ariete, reducir a la gente, buscar la falopa y sacar a los presos. El operativo en total podía tardar entre cinco y doce horas, y en esa reunión se iban una o dos. Bajo la orden de Pupi y la supervisión de Carnage, su segundo al mando, miraban mapas, Google Earth, fotos que habían tomado ellos en la inteligencia y armaban el plan de acción. En esas horas lo principal para mí era averiguar las direcciones, estimar qué objetivo era más importante y poner la GoPro. Mi rol como productora de TV especializada en comunicación de la seguridad consistía en encontrar en cada operativo una noticia, generar un contenido audiovisual, escribir una gacetilla de prensa atractiva y mandarla a todos los medios. Obviamente, la noticia tenía que ser a favor de la Policía Federal, para eso pagaba el Ministerio. La productora entera se mantenía con esa guita.

Drogas Peligrosas, en los tiempos del Forte, el Pupi y el negro Carnage, funcionaba. Después cambiaron de jefes y dejaron de llamarnos. Cuando una dependencia pide prensa es porque tiene el mecanismo aceitado. Porque tiene claro dónde va a encontrar la fafa, o sabe exactamente dónde la escondió. Tiene un orden cerrado que se respeta y el que roba, roba para la corona y después cada cual se lleva su parte. Así es como funciona. Cuando no hay un líder y se dispersa la tropa, cuando cada uno quiere hacer su quintita, ahí se viene todo abajo. En los tiempos del Pupi la cosa andaba. Él era el rey. Yo le caía bien, me trataba mal por impostura nomás. Cuando le iba a pedir un poco de carne para armar una historia, me sacaba cagando.

—Dale Pupi —rogaba yo—, soltame algo. ¿Quién es el tipo que detuvimos? ¿Qué cagada se mandaba? ¿Se violaba a la hija? ¿Drogaba bebés?

Cualquier detalle morboso que pudiera escribir para que lo repitiera Mauro Zeta y para que el canal Telefe se hiciera una fiesta. Ahí el Pupi, que le gustaba putear, me cagaba a gritos:

—¡No me hinches las pelotas, nena! ¡Inventá! ¿No sos escritora? ¡Inventá!

Pero yo no inventaba nada, solo condimentaba un poco la letra que me pasaban sus brigadas. Inventar, es algo que no supe hacer nunca.

Pupi y Carnage funcionaban en dúo y no se veían fisuras en su dinámica. Pupi tenía más jerarquía, pero Carnage tenía más calle y más huevos. Pupi andaría por los cincuenta, tenía una moto de lujo que parecía una reliquia de Vietnam y tatuajes rockeros hechos en la Bond Street. Si te lo cruzabas por la calle, te imaginabas cualquier cosa menos que era cana. Nunca se casó, vivía solo con tres gatos y en el fondo ya no le faltaba tanto para empezar a ponerse viejo. Carnage tenía unos años menos, se llamaba Salvador por Dalí, venía de una familia sensible, pero le gustaba el quilombo más que las papas fritas. Los dos se movían hacía décadas en el mundo del hampa. Tenían buches y contactos en todas las organizaciones criminales, investigaban a uno con ayuda de otro, después le daban a ese y así, bien que mal, combatían un poco el narcotráfico. Nunca supe bien pero intuyo que también se quedaban su parte. En las villas, durante las madrugadas, cuando todo olía a pis, alcohol, paco y comida podrida, Carnage siempre avanzaba primero. Ellos mandaban sobre varias brigadas, que son grupos de investigación, y en esas noches también me mandaban un poco a mí, que me dejaba soldadear con alegría.

Aunque a veces hinchaba las pelotas, me habían tomado cariño y sabían que a la hora de vender el producto, yo lo vendía bien. Teníamos algunos roces fijos, siempre por lo mismo. Los chalecos eran un tema. El chaleco de protección balística, es un material controlado, como un fierro, no puede comprarlo cualquiera, tenés que tener carnet de legítimo usuario de arma de fuego, lo que requiere cursos, exámenes, estudios. Además, son carísimos. En la productora nunca hubo. La idea era que la dependencia que nos llamara nos prestara los suyos, pero los chalecos no sobraban en ningún lado. Parte de mi laburo era rosquear alguno, que en general se lo sacaba el propio cana para dármelo a mí y yo se lo pasaba al camarógrafo, para que no hinchara las pelotas y avanzara, especialmente en el momento de la irrupción, que es el más cinematográfico y también el más peligroso. Las irrupciones son adrenalina pura, lo único que vale la pena de todo el procedimiento. Yo le daba el chaleco al cámara y caminaba detrás, más para no cagar la toma que para protegerme de las balas, que nunca habían volado hasta esa noche. 

El Pupi más de una vez se había quejado de que el día que me entrara un tiro a mí, rodaban las cabezas de todos. Y tenía algo de razón. Mi muerte podía develar todo el mecanismo. Una periodista medio conocida baleada en un allanamiento. ¿Qué carajo hacía ahí? Saltaría que el Ministerio contrataba a profesionales para lavarle la cara a su cuestionada fuerza federal, y la oposición se chuparía los dedos con el circo mediático.

El segundo roce permanente era por el lugar en la caravana. La caravana era una fila interminable de móviles policiales que salían desde Drogas hasta el lugar del allanamiento. Iban primero los autos de la brigada, los que no tenían identificación y eran quienes habían investigado y conocían el lugar. Detrás, los grupos de contención, los patrulleros, los camiones de detenidos, era una fila infinita que alertaba a todo el barrio de que venía la cana, uno de los motivos por los que los cacos se escapaban la mitad de las veces. El problema para nosotros es que si íbamos al final de la caravana nos perdíamos todo. Es más, hasta corríamos riesgo de quedarnos trabados en un semáforo, porque los polis van a mil con las balizas prendidas pasando todos los semáforos rojos, y nosotros ni sirena ni chichón, íbamos en un Palio chocado, viejo y echando humo, sin cédula verde, haciendo una locura de infracciones y lo peor de todo: ni un papel firmado por el Ministerio que acreditara quienes éramos ni que hacíamos. Para nosotros lo ideal era ir atrás del grupo de irrupción, bajar con ellos y caminar detrás para grabar todo, hasta el momento en que el brechero le da al portón con el ariete, y al grito de «policía» se copa la casa. Ese momento es hermoso. Es como ser un barco pirata que aborda otro y se adueña de todo. Pero el Pupi quería que fuéramos últimos y eso nos hacía tener que bajar y correr como locos por el costado de la fila de autos parados, en un pasillo angosto de una villa de emergencia, donde siempre pisás charcos y bosta y te corren los perros y te escupen los curda.

Pero tanto chalecos como lugar en la caravana son temas menores, al lado de la principal preocupación de cualquier productor en un allanamiento: donde, o mejor dicho a quién, clavarle la GoPro. La GoPro que adosamos a un soporte y enganchamos en el chaleco o en el casco de algún policía. Esas imágenes son la marca registrada de la productora. Lo que hace que nuestros allanas parezcan contados «en primera persona». Con una GoPro en el pecho o en la frente se ven los brazos del policía apuntando el arma y el espectador siente que está ahí. Además, grabamos con la cámara de televisión clásica desde un costado, y en edición se arma el montaje. Pero las brigadas de Drogas nunca quisieron saber nada de la GoPro. Ellos alegaban distintos motivos, pero la realidad es que la manera en que ingresaban a los objetivos no podían aparecer en la prensa. Parecían más una banda de ladrones que de policías. Y había cosas en esos primeros segundos que yo nunca vi y no querían que viera. Cuando se define todo, el famoso plata o plomo. Si pegaban, negociaban, plantaban evidencia o se llevaban una parte, nunca lo supe. Ellos me avisaban cuando ya estaba todo tranquilo y podía entrar. Con el correr del tiempo fuimos entrando en confianza y yo les daba todo el tiempo que necesitaran para preparar la escena. Ellos sabían que a mí me garpaban los métodos de ocultamiento, cuanto más originales mejor, entonces la droga que aparecía en un doble fondo de pared, adentro del lavarropas y escondida en un zapato, siempre era negocio para todos. 

Pero volvamos a esa noche, la que nos cagaron a tiros. Yo venía chamuyando lindo con Carnage. La verdad es que me calentaba. Era alto, morocho, unos años más que yo, chistoso, sonriente, con los huevos de acero. Me había invitado algunas veces a tomar un café solos en su oficina y la tensión sexual había salido por las ventanas. Estábamos con esa energía, mucho chichoneo. Por eso, por única vez, él que era el primero en sacarme cagando cuando le pedía «un soldado» que lleve la GoPro, me dijo:

—Dame, dame, me la pongo yo.

El allanamiento fue en Zavaleta. Estaba con José, mi camarógrafo preferido. José siempre estaba de buen humor, y aunque odiaba el trabajo tanto como los demás, no se quejaba. Canturreaba, chasqueba los dedos y hacía percusión contra el volante siguiendo el ritmo de la radio. No me acuerdo mucho más, excepto que Carnage tenía la GoPro prendida, que bajamos del auto ya bien adentrados en un pasillo, de madrugada y corriendo, como siempre «policía, al piso», que todo era adrenalina de la linda, palpitaciones, excitación, irrumpir en un objetivo, reducir a todos los crotos, adueñarse del lugar. Hasta que sonó por handy la alerta de enfrentamiento. Al principio no entendí: si ya había pasado, si estaba pasando en ese momento, si habían bajado a alguno de nosotros, o de ellos. Pero empezamos a correr como si nos siguiera el diablo. Serían trescientos metros y corrimos como locos. Y junto con nosotros, se empezó a mover todo. Porque la noticia corrió por todas las frecuencias, y enseguida se enteró Prefectura, que era la otra fuerza federal que cuidaba esa villa, y empezaron a correr todos a la par nuestro. Pocas veces en un allanamiento tuve miedo. Ese día tuve. Prefectura parecía Locademia de policía. Unos tenían boina, otros casco, todos sacaron la pistola, todos la tenían en la mano. Apuntaban para arriba, para abajo, se barrían unos a otros y a nosotros, se les caía la boina, la levantaban con la misma mano que tenía el fierro. Si alguna vez estuve cerca de que me entrara un corchazo, fue ahí. Llegamos con el corazón en la boca al lugar donde estaba la brigada de Lele. Les habían metido seis cohetazos.

La brigada de Lele era de las más pulenta, o de las que más alardeaba ser pulenta. Esa noche se probó que tan pulenta no eran. Lele era un gordo bastante creído. Usaba cadenas, pelo largo, cuero. Practicaba karate igual que yo y en secreto me admiraba, me invitaba a entrenar, me seguía en redes. Pero en público siempre me mandoneaba y se hacía el macho. Cuando llegamos, jadeando, Lele estaba como congelado. En su brigada estaba Chiquito (le decían así porque pesaba ciento veinte kilos), el Fer, Rominita. Había una femenino por brigada y Rominita era de las más ortivas, me miraba siempre con desprecio y nunca sacaba charla. En las tareas de investigación, a ella le tocaba hacerle la novia a todos los tranzas. Y tenía tres hijos que se fumaban los arranques de madrugada del investigado de turno. Uno o dos años después, Rominita moriría en un accidente de moto en Panamericana, pero ese día estaba viva de milagro y congelada. Igual que Lele, el Fer y Chiquito. Todos tarados de estar vivos y no entender cómo. Les habían disparado a matar seis veces y todas las balas habían errado. Les silbaron en la oreja, pero no los tocaron. Estaban ilesos. Ilesos y estupefactos.

El que no estaba congelado era Carnage. No había terminado de jadear y ya estaba gritando y puteando con la cara roja como un tomate, echaba humo.

—¡Cómo se van a dejar tirotear así! ¿Cómo no lo quemaron? Manga de boludos, ¡qué mierda les pasa!—. Y a cada puteada le sacudía una patada al delincuente, un gordo transa de aspecto inofensivo que había disparado los seis tiros calibre cuarenta y cinco, y ya estaba esposado, medio en bolas, tirado en el piso.

Ahí los brigadas se descongelaron de golpe y le empezaron a dar entre todos: patadas, piñas. Pero ya no podían matarlo porque estaba toda la Prefectura alrededor. Ya era tarde. Habían dejado pasar una oportunidad única de matar bien, con la legal. Tantas veces tienen que meter un «perro» por matar mal. Perro le dicen a un fierro limado que llevan ellos siempre encima para plantarlo cuando matan mal, cuando tiran antes de que nadie saque un arma, o matan por otros motivos, y hay que disfrazarlo de legítima defensa. Y ahora que el tranza, buscado, investigado, con orden de detención librada por la fiscalía, con falopa encima, les había sacudido seis corchazos, se habían congelado. Limpiar a un tranza es dejar una linda huella en el territorio, para que no asome en seguida la cabeza el siguiente. Y la habían desaprovechado. Y habían demostrado que la cana se deja tirotear y no reacciona. Por eso la furia de Carnage. No la podía creer.

El gordo transa vivía en una de esas casillas inmundas levantadas con ladrillo y chapa, tenía varios kilos de falopa y mientras la cuidaba estaba jugando al Counter Strike. Cuando llegó la yuta estaba tirando a la pantalla. Sintió los golpes del ariete en la puerta, pensó que lo estaban mexicaneando, soltó el fierro de plástico, agarró el de metal y, sin dejar el sillón, giró su cuerpo obeso y gatilló seis veces. Esas vainas quedaron en el suelo, se marcarían los lugares con tiza cuando saliera el sol. Pero faltaba mucho para que saliera el sol. Faltaba todavía lo peor.

Un poco más calmado, después de la paliza que le dieron al transa, Carnage se percató de que tenía puesta la GoPro. Creo que todavía estaba agitado cuando me la devolvió, ni se fijó que estaba prendida. Había grabado todo. En ese momento buscó su teléfono y no lo tenía. Me pidió que lo rastreara desde el mío. Volvimos a recorrer los trescientos metros de pasillo para buscarlo. Ahí, mientras desandábamos nuestros pasos, en esa hora de sombras, antes de que salieran los primeros rayos, se empezó a avivar:

—Esa filmación me la vas a pasar a mí antes que a nadie —me dijo.

Y ahí es que yo pifié, y como una idiota, contesté:

—Tengo que pedir autorización.

Entonces le cambió la cara y me gritó:

—¿Qué? —me miraba con unos ojos que me congelaban, con los mismos que acababa de masacrar a un gordo en el piso, con los mismos con los que insultó a toda su brigada por no matarlo—. ¿Qué? —repitió.

Y ahí se me trabó la saliva en la garganta. Dije listo, soy boleta, me limpian acá.

—Te la destruyo contra la pared ya mismo —siguió y yo empecé a temblar y a darme cuenta del moco que me acababa de mandar. Que toda esa buena onda formada por años de coqueteo y laburo mancomunado, se venía abajo en un segundo si cuando las papas quemaban yo me le daba vuelta.

Tenía en mi poder un video donde él masacraba a un tipo y pedía que lo mataran. Me exigía que se lo entregara y yo había contestado que no. «Me va a limpiar. Me va a quemar acá y lo va hacer aparecer como que fue uno de los tiros del tranza. Ellos saben cómo acomodar todo, es un quilombo, pero es una opción. Soy pollo», pensé.

Se adelantó porque había encontrado su teléfono y me dio unos segundos para recalcular. Me retracté —balbuceaba— le dije que sí, que en cuanto llegara a la productora descargaba yo misma el material en máximo secreto y que se lo enviaba a él y solo a él y que lo borraba después y que no lo iba a ver nadie más. Todo eso son mentiras. Son cosas que no están en mi poder. Tartamudeaba, transpiraba. Estaba en pánico. Me iban a disparar por la espalda en cualquier momento.

Si hay un protocolo intocable en la productora es que el contenido de la GoPro es secreto, clasificado, sagrado y está prohibidísimo pasárselo a nadie, especialmente a los canas que te lo piden siempre y siempre hay que decirles terminantemente que no. Pasarles el material sería la perdición. Los polis son chismosos. No pueden guardar un secreto. Necesitan alardear de todo lo que hacen. Un crudo de GoPro en manos de un poli en una semana podía estar en todos los medios. Pero los canas pensaban que yo trabajaba para el Ministerio de Seguridad y Carnage habrá entendido que lo iba a vender arriba, que me le di vuelta como un panqueque, cómo no me iba a querer matar. «Soy la más boluda del mundo», pensé, «soy una nenita de barrio Norte haciéndome la pistolera en un mundo donde la gente de verdad se mata a tiros y ahora se iba a caer todo mi reinado. Me echan y me matan, o las dos cosas, y el sol que no sale».

Entonces recordé esa frase del Pupi: «Un día le entra un tiro a esta boluda y perdemos todos». Pensé para calmarme que a nadie le convenía que yo me muriera. No les convenía matarme. Si me hubiera querido arrebatar la cámara de un manotazo, ya lo habría hecho. Entonces José, mi ladero de mil cruzadas, me dijo: «La puedo bajar al teléfono» y se puso a investigar la camarita y después el celu, y a hacer sincronizaciones imposibles en medio de una villa donde gracias a Dios, o al intendente de la contra, había wifi, y lo consiguió, y nos metimos en otro pasillito super angosto para escondernos de Carnage y nos pusimos a verlo. Sí, era comprometedor. Se veía toda la paliza. Eso no podía trascender, pero si él realmente lo quería tener, yo podía hacérselo llegar.

Durante las horas siguientes el clima se fue calmando y cuando el sol empezó a salir el tipo ya no me miraba como el enemigo. No dije nada de que había podido bajar el material al teléfono y le aseguré que en cuanto llegara a la productora lo descargaba y lo ponía en un pendrive y me iba para su oficina y se lo daba a él y solo a él. De a poco se le pasó la furia. El transa quedaba preso, había aparecido falopa, el operativo era un éxito y lo íbamos a vender bien como siempre hicimos.  

Y el miedo de esa madrugada se fue transformando en calentura. Cerca del mediodía estaba pasada de vueltas, llevaba un día y medio sin dormir, había temido por mi vida y la cabeza me tiraba neurotransmisores random, sin ningún orden lógico: ganas de reír, de llorar, de coger como loca, de agarrarme a trompadas. Y el miedo de que Carnage me matara viró en deseo de que me matara a pijazos. La cabeza se me empezó a llenar de imágenes donde me secuestraba, me ataba, me torturaba, me violaba, me insultaba por traidora, me registraba buscando micrófonos ocultos, me metía la pistola en el culo. 

En los días siguientes le ofrecí distintos arreglos para la famosa entrega del material, como vernos en un bar o hasta en un hotel, llevarle el video en mano en un pendrive, para que no pasara por más teléfonos, y que él lo viera y me diera permiso para destruirlo, que era lo mejor para todos. Para su propia protección, quise explicarle, eso no podía estar en su celular ni en su computadora. Mi plan era: nos echamos un polvo, vemos el video y lo borramos juntos. Y me maté a pajas pensándolo. Pero el tema se diluyó. Se ve que Carnage tenía mil quilombos peores que ese, mil minas mejores que yo, o simplemente no le importaba tanto. Nunca le di el video, nunca cogimos. Al otro día ya había más operativos y nuevos quilombos. Seguimos allanando juntos por algunos años hasta que un día le hicieron una cama con varios kilos de merca y lo bajaron. Fue el fin del reinado de Carnage, lo mandaron a alguna dependencia escondida, a algún laburo de mierda. Y a Pupi le dolió tanto el revés que se retiró de la Fuerza. Se dedicó a sus motos, a sus tatuajes y a sus gatos. Desde entonces Drogas Peligrosas no volvió a pedir prensa.

Nunca pensás que te pueden estar siguiendo, hasta que sos vos la que sigue a alguien. Ahí te das cuenta de por qué los policías son tan paranoicos. Me pasó mil veces estar en la cama con uno, que se escuchara un ruido y que saltara como un resorte. Y no poder tranquilizarlo con nada; se ponen en guardia, empiezan a mirar para todos lados, quieren agarrar la pistola.

Yo nunca me imaginé que iba a seguir gente, a «caminar»,  como se dice en la jerga. Pero nunca me imaginé tantas cosas. Y prefiero no pensar en las decisiones y en los caminos posibles porque me vuelvo loca. Por ahora, camino transas. Con Manuel, mi binomio, solemos parar la Trafic en la puerta de la casa del caco y esperamos a que salga. Si hace una jugada, la grabamos con el celu. Si no, anotamos a qué hora apareció, para dónde se fue. A veces aprovechamos que soy mina y que no tengo pinta de cana y lo camino literal, un par de cuadras, a tres o cuatro metros de distancia.

Ser mujer es mi mayor virtud en este trabajo. Dos tipos solos en una camioneta son sospechosos. Un tipo y una mina son parejita. Y con mi binomio somos tan poco identificables que aquella noche hasta nos sentamos en una hamburguesería a tomar una cerveza y a esperar a que saliera el «causante». Esa palabra me la enseñó Manuel. Muchas cosas me está enseñando. No parece yuta para nada, con el pelo castaño claro, barbita, anteojos, podría ser un chico de clase media común y corriente. De hecho dejó la policía porque, según él, convierte a sus agentes en ciudadanos de segunda. La dejó y entró en el Cuerpo de Investigaciones Judiciales, igual que yo. Bah, igual que yo nadie, lo mío es rarísimo. No quiero entrar de nuevo en las posibilidades y en las decisiones, pero yo era periodista.

Me llamo Paloma y todo esto es real. Siempre me especialicé en territorios hostiles: villas, cárceles, putas. Así entré a la productora que filma los allanamientos para el Ministerio de Seguridad. Ahí trabajé tres años. Ahí me vieron estos tipos, los de Investigaciones Judiciales. Caminando por la Villa 31 a las cuatro de la mañana como si nada. Hablando con los polis, con los vecinos, apuntando con la cámara a todos lados. Y les encanté. Y me ofrecieron trabajo en la Fiscalía. Y hubo que decidir. Y ahora estoy de este lado.

Nunca me hubiera imaginado que iba a estar sentada en una hamburguesería esperando a que bajara un tranza para escracharlo y meterlo preso. Pero menos me habría imaginado pegar tanta onda con un ex policía, hijo de un milico de la dictadura. Polis me bajé varios. Pasé tres años filmando operativos, y siempre me gustaron los tipos rudos.

—Ya nos habíamos conocido ahí —me recordó Manuel cuando saqué el tema.

—¿En serio?

—Claro, Paloma, viniste a filmar mi último allanamiento, antes de que pidiera la baja —dijo y revivió el caso de un taller mecánico clandestino que funcionaba como desarmadero.

Empecé a añorar mis tiempos de periodista: producir noticias, encontrar detalles que nadie hubiera visto, escribir una gacetilla bien vendedora y después verlo en la tele. Pero si lo pensaba mucho me volvía loca. Basta. La vida que vivo. No las otras.

Esa noche la charla se hizo larga y el caco no bajaba. Ya habíamos pasado por política, por ideología, le conté que de piba fui muy zurda, que laburar con la poli me hizo ver el otro lado. Él lo entendía. Me contó que también hizo cambios, se desestructuró, cuestionó lo que le enseñó su viejo, sobre todo a partir de un viaje de ayahuasca. Ex policía que tomó ayahuasca. ¿De dónde salió este chico? ¿Cómo no lo vi mejor en ese desarmadero? Es que eran tantos hombres y yo siempre me fijo en los más grandotes, los más lanzados. Manuel tiene mi altura, usa anteojos, se toma su tiempo.

Le conté mi experiencia en la Facultad de Letras, cómo me decepcionó el marxismo berreta de Puan, cómo conocí el karate y me fascinó la liturgia marcial.

—Lo sé —me dijo—, ya nos habíamos conocido ahí.

—¿En karate?

—Claro, Samurái, 2006, entrenamos juntos varias veces, eras bruta y me dejabas moretones en las muñecas.

No lo puedo creer. Este chico también estuvo conmigo en karate y tampoco lo vi. ¿Cuántas veces lo había dejado pasar? Otra vez había estado distraída por otros más altos, más prepotentes, con los que a la larga no tenía nada en común. Esa noche lo seguí mirando y lo ví cada vez más buen mozo; traté de proyectarlo en el dojo, tirando patadas. Pero era mejor no pensar en eso porque me hacía acordar al reflejo del sol de la mañana sobre el piso de madera, a la emoción que me daba atarme el cinturón y hacer la primera reverencia. Empezaba a preguntarme por qué había dejado el karate y qué vida habría tenido si me quedaba. Basta.

Tenía que parar la cabeza y me concentré en su antebrazo, no era el tipo de antebrazo masculino que siempre me enloqueció, fibroso, peludo, con venas saltando del cuero. No. Manuel tiene muñecas finas y piel pálida, vello dorado apenas bronceando el lomo. Estiré los dedos para tocarlo, era ahí o nunca, y le pregunté:

—Y además de policía y karate, ¿qué más hiciste?

Él retiró el brazo, sin brusquedad pero sin dudas. Lo llevó al bolsillo interior de la campera y sacó el teléfono. En el protector de pantalla un bebé, precioso, como todos.

—Me casé. Santiago tiene dos meses.

Estoy acostumbrada a los golpes, pero  este lo sentí. Estoy cerca de los cuarenta. Cuarenta años de tomar malas decisiones, de dejar pasar oportunidades, de cambiar un hombre por otro, un trabajo por otro, dejando ir, es obvio, la verdadera chance de la felicidad, la verdadera vida. La Paloma que podría haber sido. La Paloma que debí ser.

Y entonces ocurrió. Bajó el tipo que habíamos estado esperando. Tenía el ángulo justo y apreté el círculo rojo. Manuel me había enseñado la técnica: llevarme el teléfono a la cara y hacer como que hablaba mientras apuntaba discretamente, a distancia suficiente para captar un panorama grande, moverme si el tipo se movía, nunca dejar de hablar. Apunté con la oreja y miré de reojo: el tipo se estaba encontrando con otro. Hicieron un intercambio, una bolsa Ziploc. No alcancé a ver más. El cliente se fue, el causante volvió a subir a su casa. Y entonces miré el teléfono y descubrí, con horror, que no había grabado nada. Creí que había apretado el botón, pero se ve que al llevármelo a la cara lo había parado con la mejilla. Había perdido la jugada del año, había perdido la oportunidad, otra vez.

Ya era de madrugada cuando Manuel me dejó en mi casa. Manuel no estaba enojado, tenía años de esto, yo era la novata. Una novata que nunca pensó, al entrar a su casa, que la podrían estar siguiendo. Que no estaba acostumbrada a mirar para todos lados antes de meter la llave. 

Vivo en un PH, no tengo vecinos. Y cuando apoyé la oreja contra la puerta de mi casa escuché ruidos. Pensé que había alguien adentro. Se me fue el corazón al piso, corrí todo el pasillo hasta la puerta de calle, pensé en llamar al 911, no sabía qué hacer. Volví despacio hasta mi casa y pegué la oreja de nuevo en la puerta. Volví a escuchar. Se sentía un aleteo. Tenía tanto miedo que pensaba en monstruos, pero me obligaba a calmarme y a enfocarme en las opciones posibles: debía ser un murciélago. Junté todo el valor que tenía y abrí la puerta. En la estantería principal, posada sobre mi trofeo de karate, había una paloma. «Soy la paloma que podrías haber sido y no fuiste», me dijo con su mirada. Si fuera así, deberían ser miles. Entonces escuché un golpe contra la puerta del patio. Era otra paloma. Una tercera se metió por el ventanuco del fondo. Miré hacia afuera. Eran tantas que oscurecían el cielo.

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