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Matías Vigano
Celso y Sara llevan al bebé a una casa ajena para festejar su primer cumpleaños. Hay torta, regalos y silencios entre las personas que buscan su lugar en la fiesta.

Celso termina de vestir a su hijo y lo levanta. Lo mira bien. Le dice dulcemente que parece todo un marinero y lo lleva en brazos hasta la entrada apagando las luces en su camino. Espera a su esposa en la puerta, Sara baja apurada con la pañalera en la mano.

—Tranquila que tenemos tiempo, ya les avisé que estábamos por salir.

—¿Les preguntaste si hacía falta algo más?

—Tranquila —repite él y caminan hacia el auto.

Le pasa el bebé a Sara, ella lo acaricia, y él va cerrando de a poco los ojos. Le acomoda el chupete.

—Está cansado, pobre. Seguro que va a dormir toda la fiesta.

Celso abre la ventanilla y se acomoda el atado de cigarrillos en el bolsillo de la camisa.

—Capaz que es mejor así.

Salen de San Martín y toman la General Paz. Pasan cerca del hipermercado, Sara vuelve a preguntar si no hará falta hacer alguna compra de último momento.

—Tenemos todo lo que nos hace falta. Por favor, no me pongas nervioso. Ella parece dudar, al fin dice:

—¿Estaremos haciendo bien?

Él la observa sin responder y vuelve la vista al frente.

Llegan rápido. Celso estaciona mientras Sara camina hacia la entrada con el bebé en brazos. Respira hondo antes de tocar el timbre. Un chico de siete años asoma la cara por una ventana sin vidrio y la mira. Ella lo saluda con una sonrisa.

—Lucas, abrí la puerta —ordena una voz gruesa desde adentro de la casa.

El chico desaparece por unos segundos y vuelve a aparecer detrás de la puerta abierta. Sara lo sigue por una cocina sucia hasta el comedor, donde un hombre gordo la recibe y le da un beso en la mejilla.

—Pero mirá qué grande que está —dice en cuanto ve al bebé, y le sonríe mostrando una boca descuidada.

Pide permiso para cargarlo, Sara se lo pasa con cuidado. El hombre gordo apoya la cabeza del bebé sobre uno de los tatuajes de su brazo. Lo mira a los ojos como quien se mira en un espejo en el que no termina de reconocerse. Le da un beso en la frente y el bebé empieza a llorar. El hombre lo besa de nuevo, pero la barba debe de pinchar al bebé, que sigue llorando.

Sara está por volver a agarrarlo cuando una mujer bajita aparece por la puerta del fondo. En un mismo segundo, la mujer la mira, mira al hombre gordo, mira al bebé llorando en sus brazos y se acerca rápido. Se lo saca de las manos y lo besa, lo abraza y lo acaricia hasta que deja de llorar.

Celso ya entró con la torta y las gaseosas, dejó todo en la mesa y volvió a salir para traer la pañalera y el cochecito, que estaban en el baúl. Todavía no lo saludaron, tienen la vista y la atención puestas en el bebé.

La mujer bajita se lo devuelve a Sara.

—Está hermoso —le dice, y ella sonríe.

El hombre gordo saluda a Celso dándole la mano y se dicen algo en voz baja. Sara ve el mantel, del mismo celeste que los globos en las esquinas de la mesa y en las ventanas.

—Me encanta todo lo que hicieron —dice en voz alta. La mujer bajita le agradece con una sonrisa tímida y dice que va a llevar la torta a la heladera. El hombre gordo la sigue.

Celso arma el cochecito para acostar al bebé; lo dejan al lado de donde van a sentarse. La mujer bajita vuelve con unos platos de maní y papas fritas. El hombre trae dos botellas de cerveza y vasos blancos de plástico.

—¿Le sirvo? —le pregunta a Celso, que responde que no con un gesto de la mano.

—Venga que le quiero mostrar todo lo que estuvimos arreglando con la plata —le dice la mujer bajita a Sara, y ella la sigue por un pasillo que lleva hacia las habitaciones. El hombre gordo prende la televisión y pone un partido de fútbol. Celso acerca el cochecito un poco más a su asiento y se sirve gaseosa.

—¿Usted de qué cuadro era? —le pregunta el hombre gordo.

—No miro mucho fútbol. No me interesaba cuando lo podía jugar, menos a esta altura de mi vida.

El hombre lo mira de costado, se toma todo su vaso y sube un poco el volumen. Los dos miran la pantalla hasta que un pelotazo que Celso creía que iba a entrar en el arco termina pasando muy por arriba.

—Pero cuando crezca lo van a hacer de All Boys, ¿no? —retoma el hombre gordo con el mismo tono—. Acá somos todos de All Boys, tradición del barrio ¿vio?

—Supongo que sí —responde Celso, que vio al bebé un poco molesto y empezó a mover el cochecito para intentar dormirlo—. Sí, total, no va a cambiar nada.

El hombre gordo se sirve otro vaso de cerveza, Celso agarra un puñado de maní.

Lucas asoma la cara por el pasillo, se acerca y se sienta con ellos a ver el partido.

Este también es del Albo —dice el hombre gordo acariciándole la cabeza—, y en cuanto crezca un poco lo voy a llevar para que lo prueben en el club, seguro que lo terminamos viendo jugar por la televisión.

Celso ve la sonrisa del chico, que es un calco del hombre gordo; hasta en la forma de sentarse se parecen, y él se pregunta cuántas de esas cosas logran borrarse con la distancia. El llanto agudo lo despierta de la ensoñación. Lucas pregunta por qué llora el bebé y Celso le responde que hay que cambiarle el pañal.

—Las mujeres ya deben haber subido a la terraza —dice el hombre gordo, y le ordena a Lucas que suba a decirles.

—No hace falta —aclara Celso—, lo cambio yo.

El hombre lo mira y le dice que haga como quiera, le indica dónde está el baño y vuelve a mirar el televisor. Celso le dice que sería más práctico en una pieza.

—Se va a manchar todo. El baño es cómodo.

Celso camina con el bebé en un brazo y la pañalera en el otro. Abre la puerta como puede. Cuando ve el estado del baño, se pregunta en arreglar qué se estarán gastando su plata. Saca una toalla limpia del bolso, la apoya sobre la tapa del inodoro y sienta ahí al bebé. Le saca el traje de marinero y lo acuesta con cuidado.

—Perdón, gordito, es un segundo —le dice mientras lo acomoda para sacarle el pañal sucio con una mano. Con la otra le sostiene la cabeza en el aire para que el cuerpo entero le quede acostado.

Lo limpia rápido, le pone un pañal nuevo y lo vuelve a vestir. La espalda le duele de estar en esa posición. Al levantarse, tira sin querer el desodorante y los cepillos de dientes que estaban sobre el lavamanos, y se putea a sí mismo en voz baja. Abre la puerta y ve que Lucas lo estaba espiando desde afuera del baño. Celso se esfuerza por sonreírle.

—¿Me ayudás a ordenar mientras lo acuesto? —le dice, y el chico empieza a levantar las cosas que se cayeron al piso.

Celso deja al bebé en el cochecito y vuelve al baño, Lucas hasta le guardó todo en la pañalera. Él le da las gracias y le revuelve el pelo. Agarra el pañal sucio y le pregunta al hombre gordo dónde lo puede tirar.

—En la cocina hay un tacho —le dice.

Celso entra en la cocina y ve las cucarachas caminando por los restos de comida. Deja el pañal en la bolsa y cierra los ojos. Se ve tentado de salir a fumar un cigarrillo, pero escucha a las mujeres que están bajando y se convence de que todavía puede aguantar un poco más.

—En casa cambiamos hace poco una de las camas, se la podemos mandar en un flete así no gastan en eso, ¿no? —dice Sara.

La mujer bajita agradece y les dice que son muy amables, el hombre gordo hace un gesto con la mano sin dejar de mirar la pantalla. Se saca las ojotas y apoya los pies sobre una de las sillas vacías.

—¿Le molesta si lo cargo un rato? —pregunta la mujer bajita; Sara le pasa al bebé. La mujer lo mira a los ojos y pareciera que todo en esa habitación dejara de existir para ella. El bebé se ríe cuando lo besa, estira la mano para tocarle la cara. Celso le aprieta la mano a Sara.

Un gato salta por la ventana sin vidrio y el hombre gordo le grita para espantarlo; ve que no funciona y le revolea una ojota, que pega contra uno de los globos. El partido termina cero a cero. El hombre apaga el televisor y se levanta para buscar otra cerveza en la heladera.

—La señora me dijo que lo querían bautizar por acá —dice la mujer bajita mientras acuesta al bebé en el cochecito.

—Sí —responde Celso—, busqué entre las iglesias que les quedarían cerca a ustedes y hay una muy linda.

—¿La de enfrente de la plaza? —pregunta la mujer sin dejar de mirar al bebé—. Yo le pregunté al cura de ahí por la partida de nacimiento y me dijo que con eso no había problema.

Levanta los ojos y nota que los dos la están mirando.

—Así que averiguaste todo —dice el hombre gordo mientras se sienta y abre la última cerveza—, mirá qué sorpresa. Por mí está bien, total no va a cambiar nada, ¿no?

Los mira a todos como esperando que alguien diga algo. Intenta servirse, pero la botella, húmeda, se le resbala de las manos y se rompe contra el suelo. Él grita una puteada que resuena en toda la casa y el bebé empieza a llorar de nuevo. Las dos mujeres atinan a levantarlo, pero Sara lo hace primero, y la otra va a buscar un trapo y un repasador.

—No llores, chiquito —le pide el hombre gordo acercándose—. Por favor, no te asustes. Por favor.

Sara lo mece hasta que se calma, la mujer limpia mientras el hombre lleva los vidrios a la basura.

—Les pido perdón —dice la mujer, y Celso le contesta que no pasa nada, que es una tontería. Lucas dice que quiere comer torta y el hombre lo reta, le dice que aprenda a esperar.

—Podemos cortarla ahora —dice Sara mirando por la ventana. El sol ya está empezando a esconderse.

Traen la torta y la apoyan sobre la mesa, el muñequito de marinero sonríe en la cubierta de azúcar con una mamadera en la mano. El hombre va a apagar la luz, una brisa leve entra por la ventana sin vidrio y la mujer bajita pregunta si trajeron una vela para poner. Sara le dice a Celso que sabía que se olvidaban algo.

—No pasa nada —dice la mujer y va rápido hasta la cocina. Abre el cajón de los cubiertos y vuelve sacándole el plástico a una pequeña vela celeste—. Nosotros compramos una, ¿ven? Compramos una por las dudas.

La pone en el medio de la torta y Celso saca el encendedor del bolsillo de su camisa. Enciende la velita. El hombre apaga las luces y todos juntos le cantan el feliz cumpleaños a ese bebé que mira todo desde los brazos de Sara. La vela brilla iluminándole la cara. Le piden a Lucas que sople y, cuando las luces están prendidas, todos se acercan para besar al bebé.

La mujer corta la torta y el hombre gordo le da una bolsa a Celso, él la abre y saca una remera chiquita de All Boys con el nombre de su hijo en la espalda. Se la muestra a Sara. Ella sonríe. Los dos le dan las gracias y el hombre vuelve a sentarse. Comen torta hasta que Sara repite que se les está haciendo tarde.

—¿Nos sacan una foto antes de irse? —pregunta la mujer bajita.

Celso dice que no hay problema y la mujer le pone la cámara en las manos. Se acerca a Sara y, sin decir nada, deja en claro que quiere sostener al bebé. Lo lleva en brazos hasta detrás de la torta, el hombre gordo a su lado, Lucas entre ellos. Celso y Sara los miran desde el otro lado de la mesa.

—Otra por si salió movida, por favor —agrega la mujer, y ellos sacan una más y otra más.

Celso les devuelve la cámara, agarra la pañalera y el cochecito. Sara busca el muñeco de marinero de arriba de la torta, pero Lucas lo había agarrado después de la foto.

—Eso es de tu hermano —le dice el hombre gordo, y le pega un cachetazo—. Dáselo a la señora.

El chico llora sin hacer ruido y le lleva el muñeco a Sara, que lo mira con ojos tristes.

—¿Se llevan un poco de torta? —pregunta la mujer desde la cocina y Celso responde que no, que se la queden ellos.

Se acerca a saludar al hombre y le da algo que el otro se guarda en el bolsillo. Se saludan entre todos y suben al auto. Ven por el espejo que la mujer bajita los saluda desde la puerta.

Hacen las primeras cuadras en silencio, el bebé se duerme del todo. Celso está por decir algo, pero cuando gira la cabeza para hacerlo ve que Sara está acariciando esa mano pequeña mientras una lágrima le cae por la cara. Decide que lo mejor es esperar a llegar a casa, encender las luces y salir por fin al patio para fumar.

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