Caminás rápido porque sabés que el último subte sale en menos de quince minutos. Le preguntaste al de la boletería, a la mañana, porque sospechabas que tu jefe te iba a hacer quedar hasta tarde, sin importarle el treinta y uno de diciembre, ni los festejos, ni los brindis. «Es por los cortes de luz, tenemos que recuperar», te dijo, pero vos intuías que, en realidad, era porque él no soporta a la mujer ni a los hijos, que prefiere trabajar.
Las calles del centro están vacías. Estás sola. Pensás en una película que viste donde las personas solteras eran llevadas a un hotel. Las obligaban a encontrar pareja en cuarenta y cinco días o las transformaban en animales. En el hotel les mostraban los beneficios de estar en pareja. Uno de ellos era que las mujeres acompañadas por un hombre tenían menos posibilidades de ser violadas. Caminás más rápido y te da rabia ser un cliché: la mujer joven y sola, en una calle desierta, caminando con miedo. Reducís el paso y te distraés pensando en qué animal te gustaría ser. Un águila. Acelerás porque mirás la hora. Se te va el subte. Intentás correr, pero te duelen los pies. Caminás con decisión y el sonido de los tacos contra el asfalto retumba en toda la cuadra.
Llegás a Plaza de Mayo. Desierta. La gente ya está sentándose a comer, pensás. Tu familia está sirviendo la cena con fastidio disimulado porque, una vez más, llegás tarde. Les avisaste que no había ni remises ni taxis, que todos retoman sus servicios después de la una de la mañana, y tu madre hizo un silencio acusador, y vos solo atinaste a decir que los taxistas y los remiseros también festejan y que vos no podías ni querías hacer nada al respecto. Me tomo el último subte, mamá, y llego bien.
En la entrada del subte de la línea A sentís, como un golpe, el olor denso que ya conocés pero que nunca deja de sorprenderte. Siempre lo definís como el olor de un perro muerto pudriéndose al sol. Ese es el olor característico de esa línea, incluso de noche. Bajás las escaleras con rapidez pero con cuidado por los tacos. Ves un tren en el andén y sabés que ese es el último de la noche. Mientras apoyás la tarjeta en el molinete, escuchás que el guarda toca el silbato avisando que el subte se va. Corrés y entrás al último vagón, justo cuando las puertas se cierran.
Te sentás y respirás. Sacás el celular y tenés tres llamadas perdidas de tu madre. Intentás llamarla, pero no tenés señal. Apagás el celular porque tenés poca batería, lo guardás y mirás el vagón. Vacío. Sentís alivio y una cierta felicidad porque creés que es la primera vez que viajás en un vagón totalmente vacío. No podés creer tu suerte. Recordás cómo viajaste esa mañana. La estación repleta de gente porque el subte funcionaba con demoras por los cortes de luz. El pómulo derecho pegado al vidrio de la puerta sintiendo que tus pulmones iban a colapsar, con la piel transpirada de varias personas sobre tu camisa recién planchada, con el aliento a café, cigarrillo y ajo de una mujer que tenía su cara a cinco centímetros de la tuya y te decía «Perdonáme, querida, pero viste cómo es esto, todas las mañanas es lo mismo, un suplicio», y vos solo querías que cerrara la boca, pero le sonreíste porque era mejor esa mujer que el llanto rabioso del bebé que estaba detrás tuyo y la discusión de dos pasajeros que se peleaban a los gritos porque uno de ellos lo golpeaba con el codo en las costillas al otro.
Respirás aliviada por estar sola, por el aire acondicionado y por el olor artificial a limón. Te asomás y mirás hacia el vagón que sigue. Creés que el tren entero puede estar vacío y te imaginás sacándote los zapatos y corriendo de una punta a la otra con el subte en movimiento y sintiendo algo parecido a la libertad. Sería inapropiado, pensás. Tu madre usa la palabra «inapropiado» para describir cualquier cosa que desaprueba. Estás al borde de terminar un año y considerás que te merecés ser inapropiada para recibir el próximo. Te estás por sacar un zapato cuando el subte llega a la estación Lima y sube un hombre. Te quedás paralizada porque sentís un olor rancio y podrido que llena el vagón. Instintivamente, te tapás la nariz y ves que el hombre que se subió se sienta enfrente tuyo. Tiene puesto un traje negro que le queda grande, está viejo y roto. Te mira. Te sorprende que la mirada sea tan intensa porque asumís, por el olor a vino, que debería estar borracho, y la mirada de los borrachos suele ser desencajada, turbia. Te mira como si supiese algo. Considerás la posibilidad de cambiarte de vagón. No querés ser descortés, pero no soportás el olor ni la mirada. El hombre se inclina hacia adelante y no sabés si va a vomitar o te va a atacar. Te tensás. Se para y te dice: «Ellos te están esperando». El subte llega a la estación Sáenz Peña y se baja. No tenés tiempo de preguntar quiénes son «ellos» y dónde y por qué te esperan. Pensás que «ellos» son tu familia y que, efectivamente, te están esperando, y te tranquilizás. Llegás justo para brindar.
El subte pasa la estación Congreso y pensás que ahora vienen las medias estaciones, las incompletas, las solitarias. Pasco y Alberti siempre te habían molestado por ser unidireccionales, por estar cercenadas. Porque vos sabés, porque lo leíste, que esas estaciones tuvieron a su par, pero fueron clausuradas. Te da tristeza pasar por ahí, cada vez. Te preguntás qué animal elegiría cada estación. Te imaginás a Pasco siendo un ratón pequeño y a Alberti, una lagartija al sol. Prendés el celular e intentás llamar a tu madre. Sin señal. Empezás a caminar para ver si en otro vagón hay señal cuando se corta la luz y el tren se para.
La oscuridad es total. Otro corte de luz en esta puta ciudad, decís en voz baja. Tanteás con las manos para sentir dónde están los asientos y decidís sentarte a esperar tranquila. Buscás la linterna del celular y alumbrás el vagón para ver si hay alguien más. Nadie. Estás sola. Te parás y empezás a caminar despacio por los vagones. Querés ver si hay otro ser humano y, también, querés llegar al primer vagón para hablar con el conductor, para preguntarle si sabe cuándo arranca de nuevo el subte, o con el guarda, si no se bajó antes. Pasás de vagón en vagón y no hay nadie. Cuando llegás a la puerta de la cabina del conductor, la tocás con rabia contenida. No abre. Seguís golpeando. Golpeás y gritás hasta que las manos empiezan a dolerte. Se fue, gritás, el hijo de puta se fue. Te sentás y apagás la linterna para ahorrar batería. Vas a largarte a llorar, pero te reprimís. Sentís que en la oscuridad uno está realmente solo.
Te estás empezando a sofocar por el calor cuando las puertas se abren. Te parece raro, porque no hay luz, pero después pensás que probablemente sea algo automático relacionado con la seguridad. Te parás despacio y te asomás. Nada, no se ve nada. Pedís ayuda, pero solo escuchás el eco de tu voz en el túnel. Te volvés a sentar y considerás tus opciones. Quedarte ahí hasta que vuelva la luz o bajar y caminar por las vías hasta la próxima estación. No es la primera vez que un subte se queda entre estaciones y la gente tiene que caminar por las vías. Lo habías visto en los noticieros. Pero no tenés guía, ni luz, ni compañía. Deseás que el subte esté lleno hasta reventar, como a la mañana, como todas las mañanas. Extrañás a esa masa amorfa e inmensa de desconocidos que es la raza humana. Otra vez te dan ganas de llorar, pero gritás ¡basta! y te proponés solucionar el problema.
Prendés la linterna del celular y te sentás en el borde de la puerta del vagón. Bajás despacio hasta que tocás el piso. Caminás con cuidado hasta la ventana de la cabina del conductor y la alumbrás. Vacía. El muy hijo de puta, decís con odio y fastidio.
¿Para qué lado? No sabés bien dónde estás. ¿En el medio de las solitarias? No importa, tengo que encontrar alguna estación y rogar que no esté cerrada, pensás. Recordás que el subte había pasado Congreso, que la próxima es Pasco y que tenés que seguir la dirección en la que iba el subte. Decidís caminar por el costado de las vías por si vuelve la luz. No querés morir electrocutada. Te resulta difícil por los tacos, pero vas despacio.
Estás caminando cuando el celular se apaga. ¡No!, gritás. Maldecís el día en el que te compraste ese modelo al que la batería le dura tan poco. En la oscuridad sentís que algo te roza el tobillo. Una rata. O algo peor, algo que nunca vas a saber qué es. Sentís asco. ¿Por qué me está pasando esto?, pensás. Sentís la cabeza llena de miedo, un miedo duro, helado. Te largás a llorar despacio, impotente, sola, ciega. Sin luz no sabés cómo avanzar, sin luz no podés confiar en nada.
Respirás profundo, te parás derecha y te tranquilizás. El objetivo es encontrar una estación, solo eso. Caminás con las manos hacia adelante, muy despacio. Vas contando los pasos para no pensar en lo que hay detrás de la oscuridad. Veinte, veintiuno. Cincuenta. Ochenta y cuatro. Los contás en voz alta para escuchar el eco de tu voz y no sentirte tan sola.
Ciento quince. Sentís una corriente de aire. Una estación, gritás. Caminás unos pasos más y tu pie derecho no puede avanzar. Te agachás, tocás con las manos. Una escalera, decís con euforia. Empezás a subirla en cuatro patas cuando sentís que toman tu mano. No alcanzás a verla, pero sentís que la mano que te ayuda a subir es áspera y fría. Gracias, estoy perdida, se quedó el subte, gracias, decís. Cuando ya estás parada en la estación, le preguntás al desconocido que no podés ver: ¿Dónde está la salida? No te responde. Por favor, ¿dónde está la salida?, repetís alterada. Silencio. Caminás con las manos hacia adelante hasta que tocás una pared. Vas tocando paredes. ¿Dónde mierda está la salida?, solo hay paredes, ¿dónde está la puta salida?, no entiendo, ¿por qué no me respondés?, gritás desesperada. Necesitás encontrar una puerta, un molinete, algo. En la oscuridad, te das cuenta de que no hay salida, de que está todo tapiado, de que esa es una de las estaciones clausuradas. Vas a tener que bajar y seguir caminando, tenés que irte de ahí. Pero cuando te das vuelta, ves dos figuras sentadas en el borde del andén, dos hombres de espaldas que miran las vías. Son tan blancos que podés verlos en la oscuridad. Parece que están cubiertos de polvo sobre las ropas de trabajo, parecen obreros. Giran las cabezas, te miran y abren la boca como si tuviesen un grito atrapado. Entonces sabés que son ellos los que te estaban esperando.